Una prueba de amor - Charlene Sands - E-Book

Una prueba de amor E-Book

Charlene Sands

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Beschreibung

Mia D'Angelo quería averiguar si el padre del bebé de su difunta hermana podría ser un buen padre. Cuando localizó a Adam Chase, todos sus planes se vinieron abajo y empezaron a salir juntos. El multimillonario no tardó mucho en darse cuenta de que Mia guardaba un secreto sobre la hija que él no sabía que tenía. ¿Podía ese hombre retraído llegar a confiar en Mia después de que lo hubiese engañado? ¿Y en sí mismo cuando estaba con esa mujer increíblemente sexy?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Charlene Swink

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una prueba de amor, n.º 159 - noviembre 2018

Título original: The Billionaire’s Daddy Test

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-082-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Adam Chase tenía derecho a conocer a su hija. Mia no podía negárselo, pero el corazón le sangraba todavía como si tuviera doce cuchillos clavados. Renegaba de su conciencia por haberla llevado esa mañana a Moonlight Beach. Los dedos se le hundían en la arena de la orilla mientras caminaba con las chanclas en la mano. Hacía más frío del que se había esperado y la niebla que llegaba del mar cubría la playa con un manto sombrío. ¿Era un presagio? ¿Había tomado una decisión equivocada? La inocente carita de Rose se le presentó en la cabeza. La llamaba «mi melocotón» porque era el bebé con las mejillas más sonrosadas que había visto en su vida. También tenía los labios muy rosas y cuando sonrió por primera vez, ella se derritió.

Rose era lo único que le había quedado de su hermana Anna.

Miró hacia el mar y vio, como había esperado, la figura de un hombre que nadaba más allá de las olas que rompían en la orilla. Si podía fiarse de lo poco que había indagado, tenía que ser él. Adam Chase, arquitecto de fama mundial, vivía en la playa, era solitario por definición y también era un nadador empedernido.

La brisa le levantó el pelo y se le puso la carne de gallina. La misión que la había llevado allí era descomunal. Tendría que ser de granito para no estar asustada en ese momento.

No sabía qué iba a decirle. Había ensayado mil posibilidades, pero ninguna había sido la verdad.

Volvió a mirar hacia el mar y vio que estaba saliendo. Algo le atenazó la garganta. Había llegado el momento. Calculó los pasos que tenía que dar para interceptarlo en la arena. Sintió otro escalofrío. Él se levantó en las aguas poco profundas. Tenía las espaldas anchas como las de un vikingo y a ella se le aceleró el corazón. Se acercó con unas zancadas largas y ágiles. Ella se fijó en su pecho musculoso, en su elegancia y fuerza. Las pocas fotos que había encontrado no le hacían justicia. Era hermoso como un dios. Sacudió la cabeza y sus mechones veteados por el sol soltaron unas gotas de agua que le cayeron por los hombros.

–¡Ay!

Algo se le clavó en la planta del pie y notó un dolor muy intenso. Se lo agarró y se dejó caer en la arena. La sangre brotó al instante, se quitó la arena con la mano y se quedó boquiabierta. Tenía un corte de una botella de cerveza rota. Si no hubiese estado mirándolo como una boba…

–¿Te has hecho daño?

La voz profunda le retumbó en la cabeza, levantó la mirada y vio el gesto de preocupación de Adam Chase.

–Sí –asintió con la cabeza–, me he cortado.

–Malditos niños –Adam miró la botella rota mientras le ponía la mano en el pie–. Aprieta con fuerza y aguanta un segundo. Vuelvo ahora mismo.

–Gra… Gracias…

Se apretó el pie y empezó a sentirse mejor. Miró a Adam mientras se alejaba corriendo. Su rescatador era igual de atractivo por detrás, tenía las piernas bronceadas, un trasero perfecto y una espalda poderosa.

Volvió al cabo de unos segundos con una toalla.

–Bueno, voy a vendarlo –comentó él mientras se arrodillaba–. Así debería dejar de sangrar.

Una ola rompió en la orilla y el agua le mojó los muslos. Adam se dio cuenta y le miró las piernas a través de unas pestañas increíblemente largas. Una calidez se adueñó de ella, que llevaba unos pantalones cortos blancos y una camiseta de tirantes color turquesa. Quería parecer una bañista como otra cualquiera que daba un paseo por la orilla cuando la verdad era que había pasado más de media hora pensando qué iba a ponerse esa mañana.

En ese momento, Adam Chase estaba tocándola con mucho cuidado. Tenía la cabeza inclinada, algunos mechones le caían por encima de la frente y se afanaba como si fuese algo que hiciera todos los días. No le quedó más remedio que admirarlo.

–Parece que sabes lo que haces.

–Es lo que pasa cuando has sido socorrista.

Adam la miró con una sonrisa que le permitió ver unos dientes blanquísimos y que le levantó un poco el ánimo.

–Me llamo Adam.

–Y yo, Mia.

–Encantado de conocerte, Mia.

–Lo mismo digo.

Cuando terminó, el pie estaba vendado, pero le colgaba mucha tela sobrante. No podría andar con un mínimo de dignidad. El torniquete improvisado era feo y engorroso, pero daba resultado y el pie no sangraba.

–¿Vives cerca? –le preguntó él.

–No… Iba a dar un paseo por la playa… Mis cosas están como a kilómetro y medio –contestó ella señalando hacia el norte–. Por allí.

Adam se sentó en los talones y la miró frotándose la nuca.

–Deberían limpiártelo y vendártelo bien. Es un corte considerable.

El agua volvió a mojarle las piernas y Adam le miró el pie vendado con el ceño fruncido.

–¡Ay! –exclamó ella cuando intentó levantarse.

Se mordió el labio inferior para no gritar nada más y volvió a sentarse en la arena.

–Ya sé que acabamos de conocernos, pero vivo ahí –Adam señaló hacia la mansión moderna más grande de la playa–. Te prometo que no soy un asesino en serie ni nada de eso, pero tengo desinfectantes y vendas y puedo hacerte una cura.

Mia miró alrededor. No había nadie en la playa. ¿Acaso no era eso lo que había querido? ¿No había querido tener la oportunidad de conocer a Adam Chase? Sabía perfectamente que no era un asesino en serie. También sabía que era muy celoso de su intimidad, que no salía mucho y, sobre todo, que era el padre de Rose. El porvenir de Rose dependía de ello.

–Supongo que es una buena idea…

Nadie sabía dónde estaba en ese momento. Rose estaba con su bisabuela. Ese hombre inmenso la tomó en brazos y ella contuvo la respiración. El pulso se le aceleró cuando la apoyó en el pecho y empezó a alejarse de la orilla. Instintivamente, le rodeó el cuello con los brazos.

–¿Estás cómoda? –le preguntó él con una sonrisa cautelosa.

Ella, muda, asintió con la cabeza y lo miró a los ojos. Eran grises con manchas aceradas y unas sombras tan conmovedoras y misteriosas como un pozo. No se sentía incómoda en sus brazos, aunque eran unos completos desconocidos.

–Perfecto. No se me ocurría una manera más rápida de llevarte a casa.

–Gracias…

Él no dijo nada y mantuvo la mirada al frente. Ella se relajó un poco hasta que el pie empezó a palpitarle de dolor. Tuvo que contener un grito cuando unas gotas de sangre cayeron de la toalla.

–¿Te duele? –le preguntó Adam.

–Sí, esto es… espantoso.

Menuda manera de conocer a un hombre, fuera Adam Chase o no. Dentro de nada, le dejaría un reguero de sangre por toda su maravillosa casa.

–¿Espantoso…?

Pareció ofendido, pero ella no estaba quejándose de que la hubiese tomado en brazos como un cavernícola, eso había sido… increíble. Sencillamente, se sentía como un animal herido e impotente, ni siquiera podía ponerse de pie.

–Bochornoso.

–No tienes por qué abochornarte.

Él avanzaba a grandes zancadas hacia su mansión. De cerca, se podían ver los grandes ventanales, la textura del estuco, las puertas acristaladas y una especie de sala al aire libre que daba al mar, el porche de un multimillonario. Era el doble de grande que su apartamento de Santa Mónica. Además, eso solo era una parte de lo que podía ver, el interior tenía que ser magnífico.

–Ya hemos llegado –comentó él a unos pasos de esa casa de ensueño.

–¿No podríamos quedarnos fuera? –preguntó ella señalando la enorme terraza.

Él parpadeó con un brillo en los ojos grises.

–Claro, si te sientes más segura aquí fuera…

–¡No, no es eso!

–¿No? –preguntó Adam arqueando las cejas.

–No quiero estropearte la moqueta.

–¿La moqueta? –su sonrisa podría derretir un iceberg–. No hay ni un centímetro de moqueta en la casa y prometo mantenerte alejada de cualquier alfombra.

–Ah… De acuerdo…

Entraron en el enorme recibidor donde un suelo de mármol con formas geométricas de piedra llevaba a una escalera en curva. Ella tragó saliva y contuvo un suspiro ante ese lujo de buen gusto. Sintió un cosquilleo por dentro y no supo si fue por la impresionante casa o por el hombre en sí. La amplitud de sus hombros, el tono bronceado de su piel, que estuviese sin camisa y mojado, que la agarrara por debajo de los muslos… El cosquilleo se hizo más intenso y superó el bochorno. Empezó a subir las escaleras.

–¿Adónde vamos?

¿La llevaba a su guarida?

–El botiquín está en mi cuarto de baño. Mary está de compras, si no, le habría pedido que lo trajera.

–¿Mary? ¿Tu novia?

Él la miró de arriba abajo.

–Mi… empleada.

–Ah… ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?

–Lo bastante.

–La casa es preciosa. ¿La has decorado tú?

–Me ayudaron un poco.

Era esquivo, pero no grosero.

–Siento todo esto. Seguramente, tendrás cosas mejores que hacer…

–Como ya te he dicho, he sido socorrista.

Efectivamente, lo había dicho.

 

 

Adam la sentó en la encimera del cuarto de baño. Unos ojos verdes y almendrados seguían cada movimiento que hacía. A juzgar por lo que veía, no llevaba ni rastro de maquillaje, ni lo necesitaba. Su belleza parecía natural, su rostro estaba esculpido con delicadeza y tenía un tono cálido. Su boca parecía un corazón y su piel era suave como la mantequilla. Todavía le palpitaban las palmas de las manos por haberla llevado sujeta por los muslos.

–Muy bien. Iré a por una camiseta y unas gafas.

Se puso la primera camiseta que encontró en la cómoda y volvió con unas gafas de montura dorada. Luego, abrió un armario del cuarto de baño y encontró lo que buscaba: gasa, agua oxigenada y una pomada antibiótica. Se subió las gafas.

–¿Preparada?

–Sí, adelante.

–Quiero ver con detenimiento el corte –comentó él mientras le quitaba la toalla que le envolvía el pie.

–Eres muy amable. ¿A qué te dedicas? –preguntó ella.

Él no dejó de mirarle el pie. Era pequeño y delicado y lo trataba con cuidado para inspeccionarle le herida con el talón levantado.

–Bueno, trabajo por cuenta propia.

–Con eso basta. La casa es fantástica.

–Gracias.

–¿Solo vivís Mary y tú?

–Algunas veces. Mia, ¿te importaría subir y girar el cuerpo hacia el lavabo para que pueda ver un poco mejor el pie?

Él le agarró el talón y la ayudó a subir las piernas y girarse un poco hasta que llenó la mitad de la encimera de mármol color chocolate. No podía medir más de un metro sesenta, pero los pies la colgaron por encima del lavabo.

La camiseta de tirantes y los pantalones cortos mostraban su cuerpo tostado por el sol. Tenía unas piernas largas y esbeltas como las de una bailarina. El conjunto era de primera y se dio cuenta de que estaba mirándola fijamente. Tenía que centrarse y ser un buen samaritano.

–¿Fuiste a la universidad de UCLA? –preguntó ella.

–Sí.

Se acarició la barbilla y vaciló mientras le miraba el pie.

–Adam…

La miró y se le pasó una cosa por la cabeza. Para ser una mujer con un corte en el pie, hacía muchas preguntas. No sería la primera vez que alguien intentaba entrevistarle de una manera poco ortodoxa. El corte del pie era bastante feo. A algunas mujeres les gustaba hablar cuando estaban nerviosas. ¿La ponía nerviosa?

–¿Te importa que te limpie al pie?

Ella se sonrojó un poco y sus ojos dejaron escapar un brillo de duda.

–¿Eres fetichista con los pies o algo así?

Él sonrió. Efectivamente, era posible que la pusiera nerviosa.

–No, no soy fetichista con nada.

–Me alegro de saberlo –ella resopló–. De acuerdo.

–Si te duele, dímelo –le pidió él mientras llenaba el lavabo con agua caliente.

Ella asintió con la cabeza, cerró los ojos y se agarró las piernas.

–Intenta relajarte, Mia.

Se le suavizó la expresión y abrió los ojos. Él le puso el fino tobillo encima del lavabo y le mojó el pie con agua caliente. Empapó un paño con jabón bactericida y le limpió minuciosamente la zona. Notó que se acaloraba. Hacía meses que no estaba en una situación tan íntima con una mujer y Mia, con las uñas de los pies pintadas de rosa, una piernas interminables y un rostro hermoso, era una mujer al cien por cien.

–La buena noticia es que ha dejado de sangrar.

–Fantástico. Ya puedo dejar de preocuparme por estropearte los muebles.

–¿Eso es lo que te preocupa? –preguntó él con el ceño fruncido.

–Sí, después del fetichismo con los pies.

Él sacudió la cabeza y contuvo una sonrisa. Había muy pocas personas que le hicieran sonreír y Mia ya lo había conseguido varias veces.

–Puedes dejar de preocuparte. Además, creo que no hay que darte puntos, el corte no es tan profundo como parecía. En cambio, sí es largo y puede dolerte al andar durante un día o dos. Sin embargo, puedes ir a un médico para confirmarlo.

Ella no dijo nada.

–¿Qué tal?

Adam levantó la cabeza y se encontró con la cara de ella, que miraba con atención todo lo que hacía. Sus ojos se encontraron y él tragó saliva. Podría nadar un kilómetro en esos preciosos ojos verdes.

–Bien… –contestó ella al cabo de un momento.

La casa estaba silenciosa, solo estaban ellos dos, y Adam le agarraba el tobillo con delicadeza.

–Me… alegro. Solo tardaré un segundo –él se aclaró la garganta y tomó las vendas–. Voy a vendártelo bien fuerte.

Vio que ella le miraba la mano izquierda, que se fijaba en el dedo anular, que no tenía ninguna marca, y que esbozaba una sonrisa.

–Preparada.

De repente, se sintió encantado de no tener ninguna relación sentimental en ese momento.

 

 

Entonces, después de que Adam la hubiese vendado, el estómago le rugió mientras la ayudaba a bajar de la encimera del cuarto de baño. Se puso de todos los colores, pero él, elegantemente, se limitó a sonreír y a invitarla a desayunar. También le había dicho que tenía que mantener el pie en alto durante un rato.

Se sentó en una tumbona de la terraza al aire libre con el pie sobre una silla y con Adam a su derecha. Los dos miraban hacia el mar.

El sol estaba empezando a abrirse paso entre la neblina matutina y el ruido de las olas al romper en la costa le retumbaba en los oídos. Unas cortinas blancas colgaban detrás de ella mientras bebía café en una taza de porcelana con borde dorado.

–Entonces, ¿eres peluquera?

–Bueno, soy la dueña de la peluquería, pero no corto el pelo. Tengo dos empleadas.

Estuvo atenta a su reacción y no añadió que First Clips también cortaba el pelo a niños. Las peluqueras se disfrazaban y las niñas se sentaban en tronos de princesas para que les cortaran el pelo; los niños se sentaban en cohetes espaciales. Después, una vez arreglados, les regalaban tiaras o gafas de astronauta. Estaba muy orgullosa de su… empresa. Anna había elaborado la idea y había sido la peluquera principal, mientras que ella se ocupaba del tema económico. Tenía que tener cuidado con lo que contaba sobre First Clips. Si Anna le hubiese hablado de la peluquería, él podría atar cabos y darse cuenta de que ella no era una inocente joven que paseaba esa mañana por la playa.

Mary, la empleada de sesenta y tantos años, llevó unas fuentes con huevos escalfados, beicon, galletas recién hechas y una variedad de bollos.

–Gracias –dijo ella–. El café está buenísimo.

–Mary, te presento a Mia –intervino Adam–. Tuvo un accidente en la playa esta mañana.

–Vaya… –los ojos azules de Mary se dirigieron hacia su pie–. ¿Estás bien?

–Creo que sí, gracias a Adam. Pisé una botella rota.

–Esos mamarrachos… –Mary sacudió la cabeza–. Siempre andan rondando por ahí al anochecer –Mary se tapó la boca inmediatamente–. Lo siento, pero es que están en el instituto y no deberían estar bebiendo cerveza y haciendo de todo en la playa. Adam ya ha pensado denunciarlos.

–Es posible. También es posible que les dé una lección.

–¿Cómo? –preguntó Mary.

–Tengo algunas cosas pensadas.

–Ojalá –Mia se quedó con la impresión de que Mary mandaba bastante en casa de Adam–. Me ha encantado conocerte, Mia.

–Lo mismo digo.

–Gracias, Mary. La comida tiene un aspecto buenísimo –comentó Adam mientras Mary volvía a cocina y él señalaba las fuentes–. Al ataque, sé que tienes hambre.

Él sonrió. Siempre que sonreía, algo le palpitaba a ella por dentro. Se sirvió unos huevos y untó una galleta con mantequilla, pero dejó aparte el beicon y los bollos. Adam, en cambio, se sirvió un poco de todo.

–Dijiste que trabajas por cuenta propia, pero ¿qué tipo de trabajo haces?

–Diseño cosas –contestó él antes de comerse una galleta con mantequilla.

–¿Qué cosas? –insistió ella.

No le gustaba hablar de sí mismo.

–Casas –él se encogió de hombros–, hoteles, villas…

Ella comió un poco de huevo y se inclinó hacia atrás para mirarlo.

–Seguro que viajas mucho.

–La verdad es que no.

–Entonces, ¿eres casero?

–No tiene nada de malo, ¿no? –contestó él encogiéndose de hombros otra vez.

–No, la verdad es que yo también soy bastante casera.

En ese momento, que estaba criando a Rose, solo tenía tiempo para trabajar y para el bebé. El corazón se le desgarraba cada vez que pensaba en desprenderse de Rose, y no sabía si podría. El primer paso era conocer a Adam y ya se le habían quitado casi las ganas de dar más pasos. ¿Por qué no podía ser un fracasado? ¿Por qué no era un majadero? ¿Por qué tenía que sentirse tan irremediablemente atraída hacia él? ¿Había estado casado? ¿Tenía un harén de novias? ¿Tenía vicios como las drogas, el juego o la adicción al sexo?

Bueno, la imaginación se le estaba desbocando. Todavía no sabía casi nada de Adam y tendría que encontrar la manera de pasar más tiempo con él.

Rose se merecía la molestia, se merecía… cualquier cosa.

–No vas a poder volver andando.

Ella se miró el pie, que seguía encima de la silla. Ya había terminado el desayuno y el corazón se le había acelerado. Necesitaba más tiempo. Todavía no había averiguado nada personal sobre Adam, aparte de que era inmensamente rico y de que se le daban muy bien los primeros auxilios. La venda le apretaba el pie y lo notaba mucho mejor, pero todavía no había intentado levantarse. No podría andar por la arena con las chanclas y esa venda.

–No tengo más remedio.

Adam ladeó la cabeza e hizo una mueca.

–Yo tengo coche…

–No puedo trastocarte más el día –ella sacudió la cabeza–. Volveré por mis medios.

Bajó las piernas al suelo y empujó el asiento para levantarse.

–Ya has hecho basta…

Sintió un dolor desgarrador en la planta del pie, apretó los dientes y se agarró a la mesa. Adam la sujetó de los hombros al instante.

–Lo ves, me imaginaba que no podrías andar.

–Ya… Es posible que tengas razón.

Por tercera vez en el día, Adam la tomó en brazos. Captó ese olor tan sexy que le rodeaba.

–Eso empieza a ser una costumbre… –comentó ella.

Él la colocó bien entre sus brazos y la miró.

–Es necesario.

–¿Siempre haces lo que es necesario?

–Lo intento.

Él empezó a caminar, pero se detuvo y se inclinó para recoger las chanclas de la encimera de la cocina.

–¿Las tienes?

–Las tengo.

–Aguanta.

Ella aguantaba aferrada a él y disfrutando de que la llevara así.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La llevó por un largo pasillo hacia el garaje. Después de unos veinte pasos, el pasillo se abría en una enorme habitación circular y vio un Rolls-Royce descapotable. El coche, una obra de arte en sí mismo, estaba en el centro, como expuesto. Jamás había visto tanto lujo y se dio cuenta de las diferencias tan grandes que había entre ellos.

Dejó de mirar el coche y miró alrededor. Obras de arte enmarcadas colgaban de la pared y un mosaico ocupaba casi un tercio del espacio. Se quedó boquiabierta.

–Adam, ¿tienes tu propia madriguera?

Él esbozó media sonrisa y también miró alrededor pensativamente.

–Nadie la había llamado así.

–¿Cuántas personas la han visto?

–No muchas.

–Entonces, es tu madriguera, la mantienes oculta.

–Se me ocurrió cuando estaba proyectando la casa y la hice.

–No sé gran cosa sobre obras de arte, pero este… museo es increíble. ¿Eres un obseso del arte?

–Más bien, me gusta la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones.

La miró a la cara como si la admirara y ella sintió un cosquilleo en la nuca. No podía evitar que le brotaran gotas de sudor por estar en brazos de un hombre impresionante que le susurraba al oído, pero no estaba allí para coquetear, para adularlo o para hacerse ilusiones. Tenía que obtener respuestas de él.

Adam subió a la tarima donde estaba el Rolls y abrió la puerta del acompañante.

–¿Qué haces?

–Voy a llevarte a casa.

–¿Ahí…? Quiero decir, el coche es parte de tu museo. Por si no te habías dado cuenta, no hay puerta de garaje –ella miró alrededor otra vez para cerciorarse–. No la hay, ¿verdad?

–No, pero sí hay un montacargas.

–¿Dónde?

–Estamos sobre él. Voy a montarte en el coche.

La dejó en un mullido asiento de cuero y su rostro quedó a unos centímetros del de ella. Su olor la envolvió y se ordenó dejar de babear.

–¿Puedes ponerte el cinturón de seguridad? –le preguntó él.

No pudo evitar imaginarse que Adam le ponía el cinturón con delicadeza.

–Claro.

Él se retiró, rodeó el coche y se sentó detrás del volante.

–¿Preparada? No te asustes. Vamos a empezar a descender.

Él pulsó unos botones y se oyó un ruido mecánico muy fuerte. La plataforma empezó a descender muy despacio mientras el suelo de la casa de Adam desaparecía. Miró hacia arriba y vio que al techo se cerraba otra vez. No podía negarse que era un genio de la arquitectura y la mecánica. Aterrizaron en un garaje al nivel de la calle y se oyeron más ruidos. Era un espacio muy amplio con más coches aparcados.

–¿Estos coches se han quedado sin gasolina? –preguntó ella.

Él se rio.

–Me ha parecido que este sería más cómodo para ti. Además, tengo que reconocer que hacía mucho tiempo que no sacaba el Rolls.

¿De verdad no estaba intentando impresionarla? El Rolls eclipsaba a un Jaguar, a un todoterreno y a un pequeño deportivo.

–Entonces, ¿eres un obseso de los coches?

Él puso en marcha el motor y apretó el botón del control remoto. Se abrió la puerta del garaje y la luz entró a raudales.

–Haces muchas preguntas, Mia. Relájate, estira las piernas y disfruta del paseo.

¿Qué remedio la quedaba? Era evidente que a Adam no le gustaba hablar de sí mismo. Las últimas palabras de Anna le dieron vueltas en la cabeza y la atenazaron el corazón. Las había dicho en voz baja, pero muy firme.

–Adam Chase es el padre… Arquitecto… Una noche… Eso es todo lo que sé, pero encuéntralo.

Anna había sido más atrevida que ella, pero ya entendía por qué no había sabido casi nada sobre el padre de su hija.