Una segunda oportunidad - Soledad Astorga - E-Book

Una segunda oportunidad E-Book

Soledad Astorga

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Beschreibung

Sergio ha sufrido mucho a lo largo de su vida y una serie de pérdidas lo han sumido en una especie de apatía. Un día, se entera de que una tía abuela le ha heredado una casa antigua con la condición de que viva en ella por lo menos durante un año. Cuando se empieza a sentir a gusto, un pequeño solicita su ayuda y lo guía a un macabro hallazgo. El comisario lo considera culpable de un doble asesinato: ahora deberá demostrar su inocencia como sea.

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Ähnliche


Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Vogel, María Soledad del Milagro

Una segunda oportunidad / María Soledad del Milagro Vogel. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

340 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-208-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Vogel, María Soledad del Milagro

© 2023. Tinta Libre Ediciones

En memoria de Domingo Horacio Vogel.

Simplemente, el mejor papá.

Agradecimientos

Mi especial agradecimiento a todos aquellos que me acompañaron en la presentación de mi primera novela en un momento muy difícil para mí y que me dieron su apoyo incondicional:

Lydia Astorga, Haydeé Astorga, Noelia Vogel, Valentina Clavero, Fernando Vogel, Lautaro Vogel, Mara Gamba, Luis Lucantis, Susana Astorga, Ana María Astorga, Ernesto Cecconello, Gladys Sarrá, Miriam Chittaro, Diana Vignoni, Juliana Martini, Rosana Pieve, Virginia Corazza, Germán García, Iris Herrera, Inés Cervilla, Juan Carlos Conci, Silvia Gilli, Roberto Muñoz, Mary González, Hugo Yrazabal, Leonor Londero y Pedro Robledo.

Y a todos aquellos que a la distancia me desearon siempre lo mejor. ¡GRACIAS!

A mi correctora favorita, Mara, ¡muchas gracias!

Capítulo 1

Hace cinco años.

Sergio estaba parado en medio de la ruta, paralizado. No sentía absolutamente nada. La lluvia caía persistentemente. Toda su ropa estaba empapada, pero él no lo notaba. Los brazos caían laxos al costado de su cuerpo.

Miraba fijo el auto dado vuelta a unos metros de donde se hallaba sin poder creerlo. Los bomberos trabajaban frenéticamente tratando de separar los restos del vehículo; dos personas permanecían en el mismo. Autos de la Policía cortaban el tránsito y desviaban a los pocos automóviles que circulaban por la zona. El policía a cargo explicaba una y otra vez el recorrido que debían hacer para evitar el accidente y poder continuar por su camino.

El sonido atronador de la ambulancia se había apagado segundos antes, al llegar al lugar. Los paramédicos bajaron varios maletines con lo que consideraban imprescindible para auxiliar a las víctimas.

A unos setenta metros de donde el auto estaba dado vuelta, se podía ver un camión en la banquina. El costado izquierdo de la cabina tenía raspones de color turquesa, el mismo color del vehículo dado vuelta, lo cual dejaba claro que se había visto involucrado en el accidente. El camionero, sentado en la ruta, apoyaba la espalda en una de las ruedas del camión y se tomaba la cabeza entre las manos.

El espectáculo era horrible. Trozos de metal pertenecientes al vehículo se encontraban esparcidos en todas direcciones. No se podía determinar marca o modelo del mismo por el estado en que quedara luego del impacto.

Una mujer sollozaba en el interior del auto. Por fin los bomberos pudieron abrir el espacio suficiente para que ella saliera. Al no poder soltar el cinturón de seguridad, comenzó a ponerse nerviosa. Un bombero se acercó a ella y con voz tranquilizadora le pidió que lo dejara tratar a él. Luego de un par de infructuosos intentos, pidió a uno de sus compañeros algo con que cortarlo.

Pudieron liberarla en cuestión de segundos, pero en lugar de acompañarlos fuera del vehículo, la mujer se dio vuelta e intentó introducirse entre los hierros retorcidos. Buscaba algo. El bombero que la ayudó la tomó de la cintura y comenzó a alejarla del lugar.

—¡Mi hijo!

—Señora, lo siento, pero no hay nada que podamos hacer.

El alarido de dolor que soltó la mujer les heló la sangre a todos los presentes. Sergio cerró los ojos porque ese sonido le corroboró lo que más temía. Se mantenía alejado del vehículo con la esperanza de que lo que él pensaba no fuera cierto.

Un dolor sin comparación lo ahogaba. Sin embargo, no derramó ni una sola lágrima. Sentía frío, mucho frío, y no tenía nada que ver con la lluvia o la temperatura, que en ese momento era de dos grados bajo cero. Era un frío que se apoderaba de él, y en su fuero interno sabía que no lo abandonaría nunca más, aunque viviera cien años.

—¡Todo esto es culpa tuya!

No fue necesario que se diera vuelta para saber que la acusación iba dirigida a él. Ese día muchas cosas no salieron como las tenía planeadas. El día fue difícil, pero jamás imaginó que cinco segundos podrían cambiar su vida de una manera tan drástica.

El bombero consiguió llevar a la mujer a la ambulancia y el médico le inyectó un tranquilizante. Seguía sollozando. Estaba inconsolable. Otro grupo trabajaba en el auto para liberar el cuerpo del niño. Unos quince minutos después, lo lograron. Los paramédicos se encontraban con una bolsa de plástico para cadáveres esperando a que terminaran.

El pequeño cuerpo, cubierto de sangre, fue retirado y puesto en la bolsa. No quería ver, pero sus ojos permanecían abiertos. Por fin cerraron la bolsa y se retiraron.

Él seguía parado exactamente en el mismo lugar, sin moverse. Una doctora se acercó.

—Señor, necesitamos ver esas heridas. —No reaccionó. La imagen del niño cubierto de sangre lo impactó—. Señor.

Esta vez le tocó el brazo suavemente para lograr su atención. No le respondió, giró la cabeza lentamente y la miró. La doctora observó que estaba ausente, así que lo tomó del brazo y lo guio hasta la ambulancia.

La lluvia le lavó la cara, pero aún se apreciaba en sus ropas una gran cantidad de sangre. No podía asegurar que fuera toda de él, pero era necesario revisarlo. Le preocupaba que tuviera heridas internas, era imprescindible llevarlo al hospital sin demora.

Capítulo 2

En la actualidad.

Sergio estaba parado en medio de la vereda, paralizado, viendo fijamente una casa antigua; debía tener por lo menos cien años. Los brazos caían laxos a su costado. ¿Qué estaba haciendo allí?

En el mismo momento que se hizo la pregunta, la respuesta llegó de pronto para golpearlo en el pecho. Su vida había cambiado drásticamente una noche, cinco años atrás. En un accidente de tránsito, su hijo murió. Ningún padre debería atravesar por esa situación, el dolor que se siente es indescriptible. Estaba seguro de que nada de lo que le pasara podría compararse con ello.

La apatía lo invadía desde entonces. Él, que siempre tenía un proyecto por realizar, no demostraba interés en nada.

Tenía una carpintería. Allí hacían trabajos por encargo y diseños propios que se vendían muy bien. A todas partes solía llevar una libreta en donde anotaba las ideas. Esto pasaba en cualquier lugar. Su mujer se reía de él y le preguntaba qué haría si un día se olvidara de llevarla.

En los últimos cinco años no hubo más risas o libretas. Iba al negocio simplemente para escaparse de su casa y de las recriminaciones. Se encerraba en su oficina mirando una fotografía de su familia. La tomaron en el cuarto cumpleaños de Federico, su hijo. Los tres sonreían a la cámara; en la mesa, una torta con autos de carrera mostraba un número cuatro grande.

Los empleados se preocupaban por él y se esforzaban para que el negocio siguiera a flote a pesar de todo. Rubén, el capataz, lo suplía. El psicólogo al que iban él y su mujer les decía: “El primer año de duelo es el peor, uno debe pasar todas las fiestas o fechas importantes aceptando que esa persona ya no está. El segundo año se va superando paulatinamente el dolor. No desaparece, pero se va volviendo soportable”.

Soportable. Con lo que no contaba el psicólogo era que, precisamente el día que se cumplía un año del accidente, su mujer aparecería con los papeles del divorcio.

—Necesito que firmes algo.

Él había levantado la vista de su taza, ya que se encontraban desayunando, y la miró sin entender a qué se refería. Ella le tendía unos papeles con letras muy chicas. En la otra mano tenía un bolígrafo. Esperaba a que reaccionara. Tomó los papeles y leyó. En un primer momento no entendió.

—¿Qué es esto?

—Los papeles del divorcio. No soporto más esto.

—¿Divorcio?

—Sí, he tratado de seguir, pero ya no puedo más. Para colmo tu actitud no ayuda en nada a superar la situación.

La miró. ¿Para qué intentar defenderse? Cada vez que lo hacía, le echaban la culpa del accidente. Nada de lo que dijera le devolvería a su hijo y ya no poseía fuerzas para pelear. Nada tenía sentido en su vida desde ese día.

Tomó los papeles, firmó y se los devolvió sin dirigirle la palabra.

—Te voy a pedir que hoy te vayas.

—Claro.

Se levantó y se dirigió a su alcoba. Buscó una valija, vació el contenido del ropero y lo puso de cualquier manera en ella. Fue al baño y se llevó lo poco que había allí. En menos de media hora estaba sentado en el auto con una valija y un bolso en el baúl.

Se dirigió a la carpintería. Allí lo encontró Rubén, al llegar a las nueve de la mañana como todos los días.

—Sergio. ¿Qué sucede?

Él, sumido en sus pensamientos, no se percató de que le hablaban. El capataz se acercó lentamente y le puso una mano en el hombro. Sergio levantó la vista.

—¿Qué pasó?

—Mi mujer me pidió el divorcio.

—¿Justo hoy?

—Justo hoy.

—Ya lo suponía yo. Esa mujer es una miserable.

Sergio no respondió. Miraba fijamente el portarretrato de su escritorio. La campanilla de la puerta de entrada sonó avisando de la llegada de un cliente. Rubén no quería dejarlo así, pero nadie más llegaba hasta las nueve y media. Se retiró para atender al cliente.

Curiosamente, esa mañana, cuando necesitaba que el día fuera tranquilo, parecía que todos querían comprar algo en esa carpintería en particular. Rubén recién se desocupó cerca de las doce. Fue directo a la oficina de Sergio y le espetó:

—No quiero escuchar ninguna queja, hoy te vienes conmigo. Ya hablé con Rosa y te está preparando una habitación. —La esposa de Rubén era de esas mujeres que ayudaban a todo aquel que lo necesitara. No dudó ni por un segundo que ella había aprobado la idea de que él fuera a su casa.

No quería molestar, pero la verdad era que necesitaba ver caras amigas por la mañana y saber que no habría recriminaciones constantes. Simplemente, asintió con la cabeza agradeciendo. Rubén, acostumbrado a la apatía que demostraba en el último tiempo, tomó ese gesto como una buena señal.

¡Cómo lo ayudaron esos grandes amigos a sobrellevar el proceso! Un año estuvo viviendo en esa casa. Rosa lo mimaba a más no poder y Rubén se hacía cargo del negocio. Le consultaba acerca de todo, pero Sergio era consciente de que solo lo hacía para que se sintiera incluido.

Su psicólogo le recomendó buscar un lugar donde pudiera vivir solo. “Las constantes atenciones de esa señora, por muy buena intención que tenga, no lo ayudarán a avanzar en este proceso. El duelo es suyo y debe transitarlo solo”. Fácil de decir, difícil de soportar. Rosa y Rubén, aunque poco convencidos, aceptaron su decisión y lo ayudaron a buscar un departamento.

—Trata de que no sea lejos de casa —escuchó que Rosa le decía a su marido—. Quiero que, si nos necesita, estemos cerca. —Sergio sonrió; no tenían idea de lo importante que era para él saber que estaban cerca.

Y un buen día se mudó. El silencio del departamento era insoportable. Acostumbrado al barullo de un niño pequeño y a Rosa que se pasaba todo el día cantando, el silencio lo deprimía aún más.

Los días se convirtieron en meses y luego en años. Ya odiaba a su psicólogo, que lo único que hacía era parlotear acerca de lo que consideraba que podía ser mejor para él. No tenía idea de por qué seguía asistiendo.

Un día, mientras se encontraba en su oficina, sumido en sus pensamientos, Rubén le informó que tenía visitas.

—Es un abogado. Traté de recibirle los papeles yo, pero me dijo que necesita hablar personalmente contigo. —Rubén estaba preocupado. Tenía miedo de que lo mandara Estefanía, la exmujer de Sergio. Siempre estaba molestando por alguna cosa.

—Déjalo pasar. Veamos qué se trae entre manos esa mujer en esta ocasión.

—Está bien.

Momentos más tarde, el abogado (un hombre mayor, canoso, que vestía un elegante traje pasado de moda color marrón) ingresó al despacho. Le tendió la mano y una sonrisa amistosa se dibujó en su rostro. No era el tipo de abogados que solía enviar Estefanía.

—Buenos días. Soy Miguel Acosta. No se da una idea de lo difícil que fue localizarlo.

—¿A mí?

—Sí. Si me permite tomar asiento, lo pongo al tanto de la situación.

—Sí, por supuesto.

Rubén, que aún no se había retirado, vigilaba al hombre como un perro guardián. Un poco más tranquilo por la actitud del sujeto, decidió ser amable:

—¿Se le ofrece algo para tomar?

—Le agradecería mucho un café.

—¿Sergio?

—No, gracias.

—Ya se lo traigo.

—Gracias —respondió el abogado mientras abría su maletín en busca de algunos papeles—. Un día de estos debo ordenar este maletín. ¿Sabe?, siempre digo eso y, por más tiempo libre que tenga, nunca lo hago. —Rio su propia broma.

Sergio lo miraba fijamente, sin entender nada. El abogado sacó el estuche de los anteojos que tenía en el bolsillo interior del saco, lo abrió, retiró los lentes y se puso a limpiarlos con parsimonia.

—¿Sabe?, en mi trabajo, jamás tuve un encargo igual a este. La verdad es que hacer de detective no es lo mío, así que me costó bastante poder ubicarlo. Pero acá estoy, por fin.

Sergio lo miraba perplejo, nada de lo que decía este hombre tenía sentido. Tal vez no estaba en sus cabales. A lo mejor estaba frente a uno de esos abuelitos que comienzan a perder la memoria, aunque recuerdan sin problemas tiempos lejanos. ¿Se escaparía de su casa o de un geriátrico? Y, si ese era el caso, ¿qué debía hacer para ayudarlo? Por lo pronto, lo escucharía. ¿Quién sabe?, capaz que sin querer le daba información que le permitiera ayudarlo para volver a su casa.

Un suave golpe en la puerta lo sacó de sus cavilaciones.

—Adelante.

Era Rubén, que traía una bandeja con una taza de café, la azucarera y un plato de galletas, especialidad de Rosa. Asentó la bandeja en el escritorio, a un costado de donde se encontraba sentado el abogado.

—Muchas gracias, joven.

—De nada. ¿Necesitan algo más? —La pregunta iba dirigida a Sergio, sabía que su amigo estaba preocupado.

—Por ahora no. Cualquier cosa que necesitemos, te aviso. —Trató de transmitirle tranquilidad. Rubén se retiró cerrando la puerta.

Todo ese tiempo, el abogado se había ocupado de limpiar sus lentes. Satisfecho por fin con el resultado, se los colocó. Acercó la bandeja, abrió la azucarera y agregó al café dos cucharadas generosas de azúcar.

—Perdone usted, pero necesito un reconstituyente antes de continuar. Ya no soy joven y estas emociones lo afectan a uno. —Revolvía el café muy despacio mientras se servía una galleta—. Mmm, excelentes.

—Perdone, pero ¿está seguro de que se encuentra en el lugar correcto?

—¿Es usted Sergio Martínez?

—Sí.

Consultó unos papeles antes de continuar:

—¿Sus padres eran Ernesto Martínez y Elvira García?

—Sí. —Comenzaba a preocuparse, tenía demasiada información personal para ser simplemente un viejito extraviado.

—Ambos fallecieron cuando usted tenía diez años.

—Sí.

—Vivió en distintos orfanatos durante los siguientes ocho años, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, resulta que usted tenía una tía abuela.

—No, yo no tengo parientes vivos.

—Lamentablemente, ahora no. Pero la tuvo. Su tía abuela no estaba de acuerdo con el matrimonio de sus padres. Su madre se fugó y su tía no recibió noticias suyas por muchos años. Mi colega, que ya se jubiló y era su abogado en ese entonces, fue el encargado de rastrear a sus padres. Quiso la mala suerte que se topara con el obituario unos dos años después del accidente. Allí se especificaba que la pareja tenía un hijo.

Recordaba ese obituario. El empleado de la funeraria le preguntó qué deseaba poner. A él, un niño de diez años que acababa de perder a toda su familia. No supo qué responderle. Por suerte, lo comprendió y le dijo—: ¿Qué te parece si yo lo redacto y luego te lo leo? —Le parecía bien.

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno, su tía abuela quería que se fuera a vivir con ella, pero cuando el abogado llegó al orfanato, se enteró de que a usted lo habían mandado a una casa de acogida. Cuando llegamos allí, la pareja nos dijo que había sido adoptado. No nos quisieron dar la información necesaria para localizarlo.

Sergio no podía creer lo que escuchaba.

—En fin, hace unos meses di con la noticia del accidente que tuvo hace unos cinco años. Llegué con lo justo para contarle a su tía abuela que por fin lo habíamos localizado. Ella me pidió que lo buscara y le hiciera entrega de estos papeles. —Señaló un sobre de papel madera de dimensiones considerables—. Pero primero debía hacerme cargo de tramitar todos los documentos necesarios para designarlo su heredero.

—¿Heredero?

—Sí, usted es dueño de una casa y una considerable suma de dinero que, si me deja decir, bien administrada le alcanzará para vivir tranquilamente el resto de su vida.

Sergio, estupefacto, no atinaba a decir nada. Todo este tiempo una tía abuela lo buscaba.

—Aguarde un momento, ¿dónde está mi tía abuela?

—Falleció hace un mes. Tenía noventa años.

¡Su maldita suerte otra vez! Enterarse de que tenía un pariente para perderlo cinco minutos después. Definitivamente, el destino se ensañaba con él.

La charla continuó por una hora, miles de detalles técnicos se perdían en la neblina de su cabeza. Solo una cosa le quedó en claro. Su tía, Juana, pidió expresamente que, para recibir la herencia, él debía residir en la casa por lo menos durante un año.

—Es una casona antigua. Necesita algunas reparaciones, pero su tía abuela se encargaba de mantenerla lo mejor posible.

Y así fue como vendió su departamento, empacó todas sus cosas y contrató un camión de mudanzas para que trasladaran sus pocas pertenencias.

Rosa lloraba a mares mientras lo despedía.

—No te preocupes, estoy a una hora de aquí. Vendré a visitarlos y espero que ustedes vayan seguido a verme.

—Por supuesto que lo haremos. ¿Verdad, Rosa? —Rubén abrazaba a su mujer—. Además, te debo presentar los informes de la carpintería.

Habían llegado a un acuerdo. Sergio quería venderle el negocio, pero Rubén no aceptó. Le sugirió un convenio por el cual él cobraría un sueldo mayor por hacerse cargo de todo, pero le permitiría a Sergio obtener alguna ganancia por ser el fundador. Aceptó porque sabía que de otro modo Rubén se negaría.

Ahora se encontraba parado en la vereda, mirando una casa bastante derruida que sería su hogar por los próximos doce meses. En fin, había cosas peores en la vida.

Capítulo 3

Sabía que había cosas peores en la vida, pero el interior de la casa no le permitía pensar en alguna que en ese momento lo fuera.

El problema no era limpiar, eran las tablas podridas del piso, el cielorraso caído, las visibles manchas de humedad y las goteras que sospechaba que aparecerían en la primera lluvia, ya que se encontraban distribuidos por toda la casa un montón de baldes. Prometedor.

¡Menos mal que el abogado dijo que su tía abuela se encargaba de mantener la casa! Qué hubiera sido de él en caso contrario. El ruido de un camión al detenerse interrumpió su inspección. ¡Perfecto! Los de la mudanza. Por suerte, la cantidad de muebles que tenía en el departamento donde había vivido no requería mucho espacio. La verdad es que no se encontraba con ánimo para ponerse a ordenar nada.

Sonó un golpe en la puerta. Al abrir, se encontró con dos hombres fornidos cargando un sofá que esperaban pacientemente mientras observaban los alrededores.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, señor. ¿Dónde desea que dejemos las cosas?

Directo al grano, nada de perder tiempo en charlas intrascendentes. Mejor así. Miró alrededor, buscando una ubicación donde no se mojaran si llovía, pero donde no estorbaran.

—Pongan todo en aquel rincón. Lo más junto posible, por favor.

Ambos hombres comenzaron a descargar sus escasas pertenencias mientras él seguía observando el estado lamentable de la casa. Por suerte, una de las habitaciones (suponía que era la que había utilizado su tía abuela) se encontraba relativamente limpia y ordenada. Las sábanas tenían un olor raro. Pensó que las cambiaría apenas encontrara la caja que contenía las suyas.

—Señor.

Bajó las escaleras. La casa contaba con dos plantas. En el piso de abajo, estaban la cocina, un living comedor gigante y un baño de invitados; una galería en la parte trasera permitía disfrutar de la vista del parque que tenía la casa. En el piso de arriba, tres habitaciones y un baño que parecía un salón de fiestas. Las dos habitaciones cuyas ventanas daban al patio trasero contaban con balcones.

El patio, que en ese momento no se hallaba en las mejores condiciones, con algunos cuidados podía llegar a ser hermoso. El pasto largo, los rosales sin podar y las hojas secas de los árboles que se acumulaban no creaban el mejor panorama.

Al llegar al living, se encontró con sus pocos muebles amontonados.

—¿Necesita algo más?

—No, así está muy bien.

—Le voy a pedir que firme aquí. —El empleado le alcanzó una tablilla con hojas y un bolígrafo. Sergio firmó, los despidió y cerró la puerta tras ellos.

Las sábanas se encontraban en una de las primeras cajas que abrió. Retiró solo un juego y se dirigió al dormitorio. Tendió la cama y dio una vuelta por todas las habitaciones. Si el silencio de su departamento era deprimente, no quería imaginarse lo que sería sobrevivir doce meses en ese caserón. Suspiró con resignación. Tomó su billetera y salió a buscar un lugar en donde cenar.

Capítulo 4

El restaurante del pueblo era un lugar acogedor. Era atendido por sus dueños, Francisco y Beatriz (una pareja de aproximadamente sesenta años), y sus dos hijos, Lucas y Diana.

Cuando el matrimonio llegó al pueblo unos treinta y cinco años antes, recién casados y con un bebé, compraron una casa que se encontraba casi en ruinas. El dinero no les alcanzaba en ese momento para adquirir una vivienda en mejores condiciones. Pero no se amilanaron. Decidieron que los fines de semana los dedicarían a restaurarla.

Ambos resolvieron, al nacer su primer hijo, que Beatriz se quedaría en casa para poder cuidarlo. Era lo ideal; en caso contrario, prácticamente todo el sueldo de ella se emplearía en contratar una niñera o en una guardería. Los primeros meses, hasta que se adaptaron a la nueva casa y a su nueva rutina, Beatriz se sentía desbordada. Tenía sentimientos encontrados todo el tiempo. Su médico le dijo que eran las hormonas; ella sabía que no. Sentía que podía hacer algo más para ayudar a su marido, que había tomado dos trabajos para poder pagar los insumos necesarios para las remodelaciones. La casa quedaría bellísima, pero ellos prácticamente no se veían y Lucas necesitaba pasar tiempo con su padre.

Dos meses estuvo meditando sus posibilidades y de pronto se le ocurrió una idea. Su marido, que era extremadamente goloso, siempre elogiaba sus postres. ¿Por qué no intentar venderlos entonces? Ella estaría en la casa y, mientras Lucas durmiera, podría ponerse a hornear. Y así lo hizo.

El problema fue cómo venderlos. La primera semana, su marido, feliz, degustó todo tipo de postres, ya que no vendió ninguno.

—Deberías hacer unos panfletos ofreciendo esto.

—¿Quién me compraría si no se puede ver el producto?

—Haz galletas, esas de miel o las que tú quieras. Toca a la puerta de las casas y, junto con el panfleto, deja una galleta, que la prueben.

—Sería un gasto terrible.

—Beatriz. Acabas de gastar un montón de dinero y no obtuviste ningún beneficio. En realidad, sí: un marido contento.

Beatriz rio de la ocurrencia.

—¿Crees que dará resultado?

—No lo sé. Pero si no lo intentas, jamás lo sabremos.

Y así fue como comenzó todo. Pasó casa por casa dejando un panfleto junto a una pequeña bolsita que contenía muestras diminutas de distintos tipos de galletas. Los primeros meses, los pedidos fueron pocos, pero luego en el pueblo corrió la noticia.

Mientras tanto, los arreglos de la casa avanzaban. Una de las clientas, al ir a retirar un pedido, se quedó admirando el comedor.

—Es muy hermosa.

—Se lo agradezco.

—¿Se te ocurrió que tienes espacio suficiente para hacer una casa de té?

—No lo había pensado.

—Me tendrías aquí seguido si lo hicieras.

Se quedó pensando. El comedor prácticamente no lo utilizaban, ya que les gustaba hacer todas sus comidas en la cocina. El baño sería un problema. Era mucho trabajo y no sabía si valdría la pena.

Esa noche, ya en la cama, le comentó a Francisco la sugerencia que le hiciera la clienta.

—No es mala idea.

—Pero ¿qué hacemos con los baños?

—Déjame pensarlo. Algo se me ocurrirá.

Meses más tarde, inauguraba el primer salón de té de la zona. El éxito fue tal que agregaron desayunos y finalmente lo convirtieron en un restaurante.

***

Sergio se paró frente a lo que parecía una casa remodelada para ser restaurante. Se notaba acogedora, era justo lo que necesitaba en ese momento. Además, dudaba de que hubiera por la zona muchos lugares entre los cuales elegir dónde ir a cenar.

Entró y se dirigió a una mesa pequeña en el rincón, preparada para dos personas. Se sentó con la espalda hacia la pared. Una mujer se acercó a su mesa para tomarle el pedido solo unos segundos después de que se hubiera sentado. Eso era bueno, no tendría que esperar demasiado. No lo notó hasta ese momento, pero realmente tenía hambre.

—Buenas noches, mi nombre es Beatriz.

—Buenas noches.

—No lo había visto antes por aquí. ¿De visita?

—No. —El tono con el que respondió fue bastante cortante, pero Beatriz no se arredró.

—¡Qué bueno tener un nuevo vecino! ¿En dónde vive? —Sergio le dio la dirección de la casa.

—¿La casa de Juana?

—Sí. ¿La conocía?

—Sí, una gran mujer. No sabía que la casa estuviera a la venta.

—No lo estaba.

—¿Y eso?

—La heredé.

—Caballero, debo decir que usted es bastante parco en palabras. Pero no importa, ya nos haremos amigos. Le cuento que en este restaurante todo es casero. Tenemos un menú del día, que depende de lo que consiga con los proveedores. No hay mucha variedad; sin embargo, le aseguro que todo es de la mejor calidad. —Procedió a recitar el menú del día. Ya averiguaría cómo había heredado esa casa en otro momento.

Sergio hizo su elección y Beatriz por fin se alejó rumbo a la cocina con su pedido. No se encontraba en condiciones para pasar por un interrogatorio cuando él todavía no era capaz de entender lo que sucedía.

Cuando levantó la vista, la vio volver con su pedido. Dejó todo en la mesa en completo silencio. Le sonrió.

—Cualquier cosa que necesites, me lo pides.

—Gracias.

Comió en silencio. El bullicio de alrededor evitaba que se sintiera tan solo.

Beatriz lo observaba detenidamente desde la barra. ¡Pobre! Sus ojos celestes transmitían tanta tristeza. Le partía el alma verlo comer tan solo. Necesitaba tiempo para entrar en confianza. Ella haría lo que fuera necesario para que se sintiera a gusto allí y volviera. Tal vez pudieran ayudarlo de alguna manera.

Capítulo 5

Sergio observaba los muebles amontonados en un rincón del living. Debería limpiar y acomodar un poco. No podía vivir de esa manera; por lo menos, eso era lo que su psicólogo le diría. Era muy fácil para él dar consejos sin saber todo lo que sentía o pensaba. Sus demonios no lo dejaban en paz ni siquiera cuando dormía. Las pesadillas se sucedían un día tras otro, ya no les temía. Veía los restos del auto en la ruta y cómo los bomberos sacaban el cuerpo sin vida de su hijo. El alarido de Estefanía siempre lo despertaba.

El loquero había intentado todas las técnicas que se le ocurrieron para ayudarlo, sin resultados. Suspiró resignado. Si era necesario vivir con esos recuerdos por el resto de su vida, que así fuera.

Alguien tocó a la puerta. Al abrir, se encontró con Rosa y Rubén. La sorpresa se dibujó en su rostro.

—Vamos, no te hagas el sorprendido —le espetó Rosa—. ¿Acaso pensaste que te abandonaríamos a tu suerte?

—Hola, qué bueno verlos —les dijo Sergio mientras ella entraba a la casa y comenzaba a examinar los alrededores achicando los ojos.

—Esto tiene potencial, siempre y cuando limpiemos bien.

Rubén lo saludó con un fuerte abrazo.

—Lo siento, pero no había manera de mantenerla por más tiempo en casa. Quería verificar que estuvieras bien.

—Te estoy escuchando. Me importa un bledo lo que te dijera ese loquero tuyo, no pensamos abandonarte.

—Nadie lo va a abandonar, así que quédate tranquila. —Por lo bajo agregó—: Mujeres.

Sergio sonrió. ¡Qué bueno era tenerlos allí a los dos!

Rosa inmediatamente envió a los dos hombres a descargar todos los productos de limpieza del auto. Le dijo a Sergio que estaba segura de que él no se habría ocupado de ello y acertó. Parecía un general dándole órdenes a su ejército. Comenzaron por la planta alta. Al mediodía, las tres habitaciones, el baño y los balcones relucían. Decretó un alto en las actividades para poder almorzar.

—Muy bien, ¿dónde se puede conseguir comida decente en este lugar?

Sergio le indicó cómo llegar al restaurante de Beatriz.

—Veré si consigo que me den la comida para llevar. En caso contrario, los llamo para que se acerquen. —Con tal de descansar aunque solo fuera unos minutos, ambos hombres se mostrarían de acuerdo con cualquier sugerencia que ella hiciera; los conocía.

Rosa se arregló un poco y salió dejándolos en el sofá del living compartiendo una cerveza. Rubén tenía instrucciones de averiguar todo lo que pudiera acerca de la nueva situación de su amigo.

El restaurante no era tal; era una hermosa casa remodelada que daba la sensación de que uno pasaría un agradable momento allí. Ingresó y se dirigió al mostrador. Francisco se encontraba limpiando las copas.

—Buen día.

—Buen día. ¿Ustedes preparan comida para llevar?

—No es nuestro fuerte, pero hablo con mi mujer para ver qué podemos hacer por usted.

—Muchas gracias.

Francisco se encaminó a lo que parecía ser la cocina. Mientras, ella se dedicó a observar detenidamente el ambiente. El comedor era acogedor; las paredes, en un suave tono amarillo, invitaban a los comensales a permanecer conversando aun después de finalizada la comida. Un grupo de tres mujeres mayores disfrutaban de su almuerzo. Una jarra de limonada con menta le llamó la atención y se dio cuenta de que tenía sed. Debía consultar si era factible conseguir allí también la bebida.

—Buen día. —Escuchó una voz femenina a sus espaldas. Se giró y se encontró frente a una mujer de aspecto maternal y con los ojos más bondadosos que viera en su vida—. Dice mi marido que desea la comida para llevar.

—Si no es problema. Estamos ayudando a un amigo a poner en condiciones su casa y no deseamos demorarnos más de lo necesario. Espero que podamos terminar hoy.

—¿Por casualidad su amigo es un hombre rubio, delgado, con unos ojos celestes muy tristes?

—¿Cómo lo sabe?

—Estuvo anoche por aquí. Está en la casa de Juana.

—Sí, exacto.

—No fue muy comunicativo, pero me quedé preocupada por él.

«¡Qué bueno! —pensó Rosa—, una aliada».

—En realidad, tiene motivos para estar triste, aunque me encantaría verlo reír de nuevo. —Y le contó con todo detalle lo que había pasado los últimos cinco años.

—¡Pobrecito! Ahora entiendo su tristeza.

—Le pido que no le comente nada. Se lo conté porque parece una buena persona.

—Le agradezco el cumplido, querida. Me gustaría poder hacer algo más.

—En realidad, podría. —Dudó un momento—. Es un gran atrevimiento por mi parte.

—Te escucho, yo decidiré si es atrevido o no.

—Le puedo dejar mi número de teléfono por cualquier cosa que suceda. Sergio es muy cabezota y no nos llamaría, seguro que prefiere arreglárselas solo.

—Yo no tengo ningún problema con eso. Aunque para eso debería venir a comer por aquí seguido.

Rosa sonrió.

—De eso me ocupo yo.

Una vez que intercambiaron sus números, zanjado el tema a su entera satisfacción, Beatriz preparó la comida para llevar e incluyó una botella con limonada.

—Prometo devolver todo.

—No te hagas problema. Es más, déjalo y dile a Sergio que me lo traiga. Lo vamos a acostumbrar a venir por aquí más seguido.

Ambas rieron. Rosa se despidió y volvió a la casa cargada con la fuente y la botella que le habían prestado. ¡Ahora sí podría quedarse tranquila! Una aliada en la zona era justo lo que necesitaba.

Francisco, que había escuchado todo desde la cocina, se acercó a su mujer y la abrazó.

—¿Sabes por qué te quiero tanto?

—¿Por mi belleza?

—Sí, pero principalmente por tu belleza interior. Cualquier otra no se preocuparía por un hombre triste, pero tú sí.

—Tú no viste su expresión; la verdad es que no sé qué haría si perdiera a uno de mis hijos.

—Ni yo. —Ambos se quedaron callados imaginando el sufrimiento que debía sentir ese pobre hombre.

***

El día tocaba a su fin. La casa relucía, aunque faltaba arreglar varios detalles, como las goteras y algunas maderas podridas. Rubén tomó nota de todo, calculó la cantidad de madera necesaria para llevar a cabo las reparaciones y prometió volver lo antes posible con todo el material.

Sergio se sentía bien. La casa olía a limpio, los muebles se distribuyeron evitando las zonas de goteras. Las alacenas y el refrigerador contenían alimentos suficientes para una semana. Las sábanas de su cama despedían un suave olor a lavanda.

Sobre la mesa de la cocina quedaron la fuente y la botella que Beatriz le prestara a Rosa ese mediodía, y esta lo conminó a devolverlas a más tardar la mañana siguiente.

—Esa mujer fue muy buena al prestármelos, así que no me hagas quedar mal. Pensamos volver seguido a verte.

Sergio sonrió. ¡Era tan bueno saber que contaba con amigos como ellos! Era muy afortunado en ese aspecto. Por lo menos en algo le iba bien en la vida, porque en los otros aspectos nada salía como él quería.

—¡Ey! Cambia esa cara ya. No quiero verte triste justo cuando nos estamos por ir. ¿Quieres que me vaya preocupada?

—Cambia esa cara, amigo, que el que la va a tener que aguantar después soy yo. —Rosa le pegó en el brazo y lo miró fijo mientras achicaba los ojos—. Es broma, amor.

—Más te vale. —Sergio sonrió ante el espectáculo que montaban sus amigos.

—Saben que los quiero mucho y no sé qué hubiera sido de mí sin ustedes. —Se abrazaron y se despidieron.

Desde la puerta, Sergio los saludó y los vio alejarse por el camino. Cerró y al darse vuelta observó una pila de cajas que Rosa había dejado para que revisara en otro momento. Le dijo que contenían documentos y fotografías viejas.

Meditó un momento delante de ellas y se dijo que eso podía esperar, pero necesitaba con urgencia algunos electrodomésticos para poder sobrevivir ese año. Una cafetera era lo primero de su lista. No, mentira. Lo primero sería llamar a la empresa para que le diera el servicio de internet; luego, la cafetera.

El problema era dónde conseguir esa información. La fuente que reposaba en la mesa de la cocina le dio una idea. Si Beatriz no lo sabía, lo podría guiar por el buen camino. Se fijó en el reloj que colgaran uno momentos antes en la pared de la cocina: las nueve de la noche. Hora de ir a cenar. Salió rumbo al restaurante.

Capítulo 6

Sergio despertó sobresaltado por la pesadilla de siempre. Al principio, estuvo desorientado, le llevo unos segundos recordar dónde se encontraba y por qué. Tomó el celular y vio que era la una y treinta y seis de la madrugada. Se había acostado temprano, ya que limpiar la casa lo había agotado. Por experiencia sabía que no volvería a dormir.

Se acercó a la ventana y descorrió la cortina. La luna iluminaba el patio de la casa, se notaba que era necesario mucho trabajo para recuperar el esplendor de antaño. Un tejido de aproximadamente dos metros rodeaba el fondo del terreno cubierto de madreselvas que pedían a gritos una poda. Algunas rosas chinas de diversos colores, esparcidas por el terreno, daban un poco de alegría al lugar. El pasto largo, aunque no demasiado, demostraba que la dueña anterior se había ocupado de mantener el jardín. Apoyó la frente en el cristal de la ventana mientras pensaba lo que haría allí. Primero lo primero: cortar el pasto.

Algo le llamó la atención cerca del tejido, daba la sensación de que una luz se reflejaba sobre algún objeto metálico. «¡Qué raro!». La noche era serena, ninguna brisa leve o fuerte movía las hojas de los árboles. ¿Cómo era posible entonces que el reflejo apareciera y desapareciera? Parecía que alguien estaba mandando un mensaje con señales lumínicas. Prestó atención y el reflejo se repetía de manera constante. ¿Tal vez algo colgado y que se movía producía ese efecto? Algún animalito que hubiera pasado por allí tal vez. Satisfecho con su suposición, decidió bajar para buscar un vaso con leche tibia. Algunos decían que era una buena manera de conciliar el sueño nuevamente. Definitivamente, no tomaría esos sedantes que le recetara el psicólogo. Lo dejaban aturdido y no se sentía él mismo.

Encendió la luz de la cocina, buscó la leche y un recipiente. Prendió el fuego y llenó el jarro con una buena cantidad. Instintivamente se acercó a la ventana para ver si desde ahí podía dilucidar cuál era el objeto sobre el que se reflejaba la luz de la luna. Nada. Ya se estaba girando para cuidar que no se derramara la leche cuando vio un movimiento a unos metros del tejido. Se quedó quieto, esperando ver algo más. Daba la sensación de que alguien se encontraba merodeando en el patio de su casa. Nada. De pronto, otra vez el reflejo le llamó la atención. Estiró el brazo para apagar la luz y poder ver un poco mejor. Ahí estaba de nuevo el reflejo. Pero esta vez vio la sombra de una persona que cruzaba desde un árbol de rosa china a otro sigilosamente.

Encendió la luz del patio, cosa que no ayudó mucho a ver mejor. El artefacto que se encontraba en el exterior tenía una lámpara de aproximadamente unos veinticinco vatios, con un montón de tierra acumulada por años que no ayudaba en nada.

Miró fijo a la zona en la que había visto la sombra, sus ojos lentamente se iban acostumbrando a la oscuridad. Algo se movió a unos metros del alambrado y definitivamente era una forma humana. No muy grande. ¿Tal vez un niño? El sonido de la leche derramándose lo volvió a la realidad. Maldiciendo en voz baja, apagó la hornalla. Se acercó a la puerta del patio y muy lentamente la abrió, tratando de no hacer ruido para no espantar a quien fuera que se encontrara allí. Salió a la galería y, achicando los ojos, se concentró en la zona donde había visto por última vez la sombra.

—Ya se fue. —Sobresaltado, se giró. El sonido de la voz provenía de un costado de la galería y pertenecía a una mujer. Demoró un momento en verla con claridad. Una anciana robusta, no muy alta, con un vestido azul con flores y alpargatas se mecía tranquilamente en el sillón mecedora que se encontraba en el extremo más alejado.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Cómo entró a mi casa?

—¿Te contesto todo junto? —dijo con una sonrisa mirando a los ojos de Sergio.

—Señora, está en propiedad privada y voy a llamar a la policía si no me contesta.

—Llámalos. Dudo que te respondan a esta hora de la noche. En caso de que te respondieran, no creo que consideren que sea una amenaza a tu integridad física. ¿Qué crees que te puedo hacer?

Sergio achicó los ojos y la miró fijo durante unos segundos antes de responder.