Una semana de amor - Sandra Field - E-Book

Una semana de amor E-Book

Sandra Field

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Beschreibung

Reece Callahan iba a publicar en uno de sus periódicos un escándalo que implicaba al padrastro de Lauren Courtney... a menos que ella accediese a fingir que era su amante durante una semana. Lauren estaba dispuesta a pagar ese precio por proteger la reputación de su adorado padrastro. Después de todo, no le estaba resultando tan difícil, ya que solo tenía que asistir a sofisticados actos sociales, y pasar las veinticuatro horas del día con Reece no era en absoluto desagradable; lo cierto era que se trataba de un tipo guapísimo. De hecho, cuanto más tiempo pasaba junto a él, más difícil le resultaba resistirse a la tentación de convertirse en su amante... ¡de verdad!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Sandra Field

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una semana de amor, n.º 5419 - noviembre 2016

Título original: The Mistress Deal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-9041-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

AL otro lado de la puerta estaba el enemigo.

Lauren Courtney tomó aire y se alisó la falda con la mano. El enemigo. El hombre que tenía pruebas, completamente falsas, de un fraude supuestamente cometido por su amado padrastro. ¿Wallace Harvarson mintiendo? ¿Timando? Antes creería que el sol salía por el oeste.

Reece Callahan, propietario de aquella enorme empresa de telecomunicaciones con sede en Vancouver, debía de pensar que el sol salía por el oeste. Le tocaba a ella demostrarle que no era cierto porque su padrastro había muerto y no se podía defender. No había tenido más remedio que entrar en el edificio donde estaba su sede con un falso pretexto porque temía que él no la recibiera de lo contrario.

Irguió los hombros y se miró de reojo en el ventanal del séptimo piso. Llevaba el pelo rizado color castaño recogido en la nuca, un traje gris marengo de firma y zapatos italianos, joyas de plata y sombras marcadas en los ojos. Perfecta. Normalmente, no vestía nunca de gris marengo, le gustaban más los colores vivos. Sin embargo, antes de salir de Nueva York había decidido que tenía que dar un aspecto serio y elegante. Que el corazón le latiera tan rápido que pareciera que se le fuera a salir del pecho no tenía por qué saberlo nadie.

La secretaria abrió la puerta y la anunció.

–Señor Callahan, la señorita Lauren Courtney quiere verlo.

Lauren entró, la puerta se cerró y Reece Callahan se puso en pie.

–Qué placer conocerla, señorita Courtney –dijo acercándose con la mano extendida–. El año pasado, cuando inauguró su galería en Manhattan y compré dos de sus esculturas, llegué tarde y no coincidimos.

El apretón de manos había sido fuerte, pero su sonrisa, no. Sus ojos, azules como el acero, no sonreían. Tenía un rostro de rasgos fuertes, la barbilla partida y unos pómulos altos que Lauren sintió deseos de esculpir. Tenía el pelo un poco más oscuro que ella y ondulado aunque lo llevaba perfectamente controlado con gel.

Su cuerpo… vaya, tampoco le habría importado esculpir su cuerpo. Bajo aquel traje impecable, se percibía un cuerpo musculoso y más atrayente por no poder verlo.

Un hombre frío. Un hombre duro. Desde luego, no parecía un hombre que se dejara conmover. Era más alto que ella, que medía uno setenta y cinco. No estaba acostumbrada a tener que mirar hacia arriba y, en consecuencia, a sentirse en inferioridad de condiciones. No le gustó la experiencia. Ni un poco.

–Espero que siga disfrutando de las piezas que compró –dijo soltándose.

–Son muy bonitas. Siempre me han gustado las esculturas en bronce y las suyas son especialmente buenas.

–Gracias –dijo a su pesar.

–Siempre me alegro cuando las inversiones que hago salen bien. Sus piezas están cada vez más cotizadas.

Lauren dejó de sonreír.

–¿Las compró como inversión?

–¿Por qué iba a ser si no?

–¿Qué tal porque le llegaban al alma?

–Se equivoca usted de hombre –dijo con una risa seca.

Tenía razón. Aquel hombre no debía de tener alma. Aun así, tenía que salirse con la suya.

–¿Puedo sentarme? –dijo intentando recobrar la calma.

–Por supuesto. ¿Quiere un café?

–No, gracias. Me temo que he conseguido que me recibiera con un pretexto falso, señor Callahan. No he venido para hablar de mi trabajo.

–Qué sorpresa. Suponía que había venido a que le hiciera un encargo… a pregonar la mercancía, vamos.

–No lo he hecho nunca y no veo la razón para empezar a hacerlo ahora.

–Qué altruista por su parte.

Lauren intentó no enfadarse.

–No hubiera comprado usted dos esculturas mías si no creyera que tengo talento. Y déjeme que le diga que jamás dejaría que los caprichos de los ricos marcaran mi creatividad.

–Entonces, ¿a qué ha venido? Los ricos son caprichosos, pero también tienen sus responsabilidades. En otras palabras, tengo mucho trabajo. Así que vaya al grano.

–He oído un rumor… muy desagradable. Confío en que usted me confirme que es solo un rumor. En ese caso, me iré en tres segundos.

–Tengo cosas más importantes que hacer que extender rumores. Los cotilleos nunca han sido mi fuerte.

–He oído que está usted a punto de sacar a la luz pruebas que demuestran que Wallace Harvarson cometió varias estafas.

–Ah… eso no es un rumor –dijo él enarcando una ceja.

–Es imposible que tenga esas pruebas –dijo clavando las uñas en el bolso.

–¿Por qué?

–Porque era mi padrastro y nunca habría hecho algo deshonesto… yo lo adoraba.

–Lo que demuestra que no es usted objetiva… desde luego, es usted mejor escultora que jueza.

–¡Lo conocía perfectamente!

–Pero no lleva usted su apellido.

–Fue el segundo marido de mi madre –contestó Lauren–. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Aunque se divorciaron cuando yo tenía doce años, Wallace y yo estuvimos en contacto toda la vida. Y, como usted sabrá, murió hace catorce meses. Obviamente, él no está aquí para defenderse de estas acusaciones tan absurdas, así que he venido yo en su lugar.

–¿Y en qué consiste esa defensa?

–En asegurarle que era un hombre incapaz de mentir, estafar y robar –contestó ella apasionadamente.

–Querida señorita Courtney, una respuesta muy conmovedora aunque habría quedado mejor con unas lagrimitas. Con o sin lágrimas, esa respuesta no es válida en un juzgado. La semana que viene, publicaré las pruebas contra Wallace Harvarson para lavar el nombre de una de mis empresas. Ese fue el legado que su padrastro me dejó.

–¡No estará hablando en serio!

–Completamente –dijo mirando su reloj de oro–. Si es todo lo que tiene que decir, doy por terminada la reunión.

–Si publica esas mentiras, lo demandaré por difamación –le advirtió poniéndose en pie.

–No se moleste… sería usted el hazmerreír de los juzgados. Además, ¿sabe lo que le costaría hacerlo?

–¿Todo se reduce a dinero para usted?

–En este caso, sí… Wallace Harvarson estafó quinientos mil dólares a una compañía mía.

–A ver si va a resultar que hizo usted un mal negocio y ahora quiere cargarle la culpa a otro…

–Si dice usted cosas así en público, seré yo quien la demande –le dijo muy serio–. Mi secretaria la está esperando fuera.

–¡No me voy a ir hasta que me prometa que no va a arrastrar el nombre de mi padrastro por el fango para su provecho!

Reece se irguió y dio un paso hacia ella.

–Menuda cara tiene, señorita Courtney. Resulta que sé que se ha comprado un piso con la herencia de su padrastro y también que le dejó una casa muy bonita en la costa de Maine.

–¿Sabía que soy la hijastra de Wallace?

–Siempre investigo al artista en el que voy a invertir… cuestión de negocios.

–Así que me ha estado tomando el pelo desde que he llegado… ¡Es usted despreciable!

–Esa palabra le queda mejor a usted, que es la que vive de los beneficios de las estafas. Supongo que eso de hacerse la artista bohemia en una buhardilla no es muy cómodo. Aunque su integridad quede en entredicho, claro.

–No estamos hablando de mi integridad –dijo ella furiosa–. ¿Qué me dice de la suya? ¿Acaso pisotear la reputación de un muerto sabiendo que yo no puedo contratar los abogados que usted tiene… no le hace tener remordimientos de conciencia?

–De verdad cree que era inocente, ¿no es cierto? –dijo mirándola fijamente.

–¡Por supuesto! ¿Cree que estaría aquí perdiendo el tiempo si creyera que Wallace hizo algo tan mezquino?

–Entonces, lo siento, porque va a llevarse usted una gran desilusión. Debo pedirle que se vaya, por favor… tengo una cita dentro de diez minutos.

Lauren se dio cuenta de que solo le quedaba una cosa por hacer por mucho que le desagradara.

–¿Hay algo que pueda hacer para que cambie de opinión? –preguntó tragándose el orgullo.

–Nada.

–Seguro que hay algo…

–Me sorprende que, con la fama que tiene, no me haya ofrecido lo más obvio.

–¿Se refiere a mi fama de promiscua? –dijo Lauren ruborizada.

–Exactamente.

–Así que también sabe eso –dijo con los puños apretados–. Y, como todo el mundo, cree todo lo que la prensa escribe de mí. Son invenciones de mi maestro, Sandor, y de sus amigos los periodistas. ¿Y usted es el que decía que no le gustaban los cotilleos?

–Su maestro es una persona muy respetada.

–Mientras que yo solo soy una principiante con la apariencia que le gusta a la prensa. Le pido que no publique eso sobre Wallace porque sé el poder que tienen los medios de comunicación… sé lo fácil que les resulta acabar con la buena reputación de alguien… lo he sufrido en mis propias carnes.

–El año pasado, cuando llegué a su galería, usted salía por otra puerta nada más y nada menos que del brazo de dos hombres. Dudo mucho que su falta de moralidad sea un cotilleo inventado por un ex novio.

–No he venido a hablar de mi supuesta promiscuidad –dijo ella en voz baja–. Tampoco a ofrecerme a acostarme con usted si no lo publica.

–¿Por qué no denunció a Sandor si todo era mentira?

–Porque pasó hace cuatro años. Entonces, solo había vendido dos piezas. Todavía no me veía preparada para vender. Como ve, tengo integridad, señor Callahan. No quería pedirle dinero a Wallace y, como usted sabrá, los abogados son muy caros.

–Desde luego –dijo Reece con las manos en los bolsillos. La miró de arriba abajo. Ella aguantó estoicamente–. No va usted vestida con ropa de saldo precisamente.

–En Greenwich Village hay unos sitios de segunda mano estupendos y los conozco todos.

–Ya –dijo Reece apoyándose en la mesa–. Tal vez me lo tenga que pensar de nuevo.

–¿Me cree en cuanto a Wallace? –dijo ingenuamente esperanzada.

–Ni por asomo. Me refería a que hay algo para lo que me podría valer usted.

–¿Y a cambio no publicaría usted nada sobre mi padrastro? –preguntó con tristeza.

–Exacto.

–No pienso acostarme con usted, señor Callahan.

–Ni yo se lo voy a pedir, señorita Courtney.

–Entonces, ¿qué quiere? –dijo cerrando los ojos.

–Me podría ser de utilidad la próxima semana o así. Después, tengo que irme a Londres y a El Cairo, pero hasta entonces tengo varios compromisos medio de negocios medio de placer y me gustaría que me acompañara. Quiero que se haga pasar por mi pareja, para ser claros. No creo que le resulte difícil.

–¡No! Soy escultora… no una señorita de compañía.

–¿Quiere ayudar a su padrastro o no? –insistió él sin rastro de emoción en la voz.

–¿Por qué querría usted que lo vieran con una mujer que no tiene buena fama?

–Porque me interesa usted.

–Vaya, qué bonito. Como si fuera un paquete de acciones o un microchip.

–Es una mujer de talento, sabe hablar, vestirse y es lo suficientemente mona. En otras palabras, me vale. ¿Sí o no, señorita Courtney?

«Suficientemente mona», pensó furiosa. Sabía perfectamente que era guapa. Lo sabía porque se lo decía el espejo todos los días y porque los demás se habían pasado la vida diciéndoselo. Sin embargo, para aquel hombre de hielo solo era mona.

Aquello tampoco era lo importante. Pensó en Wallace, en su risa y en sus visitas, que habían alegrado su vida adolescente, bastante infeliz. Su madre no la aguantaba porque era guapa y su tercer marido había aplastado su talento artístico. Entre los dos, le habían hecho la vida imposible. La misma semana que terminó el colegio, se fue de casa. Wallace se cuidó de que no muriera de hambre en una buhardilla durante los años que estuvo en la Escuela de Bellas Artes. En aquel tiempo, esculpía por las noches y fue sacando sus puntos fuertes.

Y los débiles. Buen ejemplo de los últimos era Sandor. No era el momento de pensar en él.

–A ver si lo he entendido. Quiere que me haga pasar por su pareja en público durante una semana –dijo paseando la vista por su carísimo traje y fijándose en el alfiler de la corbata, que era de una universidad muy prestigiosa–. Aunque no es usted mi tipo, supongo que habrá muchas mujeres que no tendrían en cuenta su carácter porque tiene usted mucho dinero. ¿Por qué me lo ofrece a mí?

–Vaya lengua viperina –se rio.

–Una razón más para que no quiera que lo haga yo.

–Creo que puedo con usted.

–Está usted olvidando una cosa. A usted todo el mundo lo conoce, con sus fusiones, sus innovaciones y sus beneficios millonarios… no crea que yo no me documento… y, en cuanto a mí, expuse en Londres el año pasado y cada vez soy más famosa. Si usted y yo decimos que somos pareja, vamos a salir en la prensa. Habrá cotilleos, señor Callahan. Muchos cotilleos.

–Así que su respuesta es no –dijo yendo hacia la puerta–. No olvide comprar el periódico el miércoles. Verá un aspecto de su padrastro que no conocía y, créame, no basado en cotilleos.

No podía dejar que eso ocurriera. Aunque tuviera el dinero para demandarlo, el daño ya estaría hecho y el nombre de Wallace habría quedado manchado.

–Solo estaba haciéndole ver los aspectos negativos de su plan.

–Muy altruista por su parte.

–Si lo hago, que quede claro que todo será fingido. Cuando estemos solos, no permitiré que se acerque a mí.

–Está usted dando por hecho que querré hacerlo.

–Dígame exactamente qué tendría que hacer.

–Se mudará a mi ático de Stanley Park. El sábado irá conmigo a un cóctel con cena que he organizado. Uno de mis presidentes está convencido de que su hija sería una esposa perfecta para mí. Su presencia le quitará esa idea de la cabeza. El domingo, hay una cena en casa de un hombre al que quiero contratar. Por desgracia, su mujer está más interesada en mí que en la carrera de su marido. Usted será la encargada de dejarle claro que no estoy libre. Dos días después, iremos a mi casa de Whistler porque tengo que cerrar un contrato con unos fabricantes de software japoneses y usted se encargará de sus esposas. Luego, tendremos que ir a un club náutico en Isla Vancouver donde debo encontrarme con uno de mis socios. Después, volveremos y se podrá ir. Ocho días, sin contar mañana.

Lauren había oído hablar de Whistler, la lujosa estación de esquiar situada al norte de la ciudad y también de la maravillosa Isla Vancouver, situada en el Pacífico y considerada una joya.

–Lo he entendido. Como es rico, muchas mujeres van detrás de usted.

–Podríamos decir que son gajes del oficio –dijo levantando una ceja.

Lauren sintió que le empezaba a caer bien, pero rápidamente apartó aquel pensamiento de su mente.

–Si lo hago, quiero que haya una cosa clara. Yo no voy detrás de usted por mucho dinero que tenga. En público, haré todo lo que pueda para convencer a todos de que estamos perdidamente enamorados. En privado, quiero una habitación individual e intimidad.

–Le aseguro que eso no será ningún problema –dijo Reece suave como la seda.

Aquel hombre era un indeseable.

–También quiero que me prometa por escrito que nunca dañará directa o indirectamente el nombre de mi padrastro.

–Siempre y cuando usted cumpla con su parte del trato.

–Lo haré. Lo prometo –dijo ella con los ojos color turquesa chispeando de rabia.

–¿Acepta entonces?

Lauren se mordió el labio.

–No sé si lo van a creer… es muy obvio que no nos caemos bien.

–Qué diplomática. ¿No sería más exacto decir que nos caemos fatal?

–Sí –le espetó ella–, pero me parece que eso de actuar a usted no se le va a dar bien.

–Eso déjelo de mi cuenta. ¿Ocho días de su tiempo o la reputación de su padrastro?

–Lo haré. Lo sabía desde el principio.

–Es astuta aparte de tener talento.

–Se lleva usted una ganga –se burló ella.

–Ya veremos. Quiero que me firme un documento prometiendo que nunca hablará con la prensa sobre nuestra supuesta relación. Venga a las tres de la tarde mañana para firmar. A las diez de la noche, la espero en mi casa.

–Muy bien –sonrió ella con desprecio–. Espero que todo esto no le resulte demasiado agotador.

–Si me está pidiendo una demostración, no tiene suerte. Me parece una pérdida de tiempo.

–Pero su secretaria sabe que nos hemos conocido hoy –apuntó ella con los puños apretados.

–Cobra lo suficiente como para tener la boca cerrada.

–No me sorprende –dijo Lauren con cordialidad–. Adiós, señor Callahan. No puedo decir que haya sido un placer.

–No tiente a la suerte… todavía no hemos firmado nada.

–Si Wallace me está viendo desde el cielo, espero que sepa darme las gracias por lo que estoy haciendo por él.

–La gente que engaña y miente no va a al cielo –dijo Reece abriéndole la puerta–. Adiós.

–Me parece que, entonces, tú tampoco irás –replicó Lauren ante su secretaria. Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla–. Hasta luego, cariño. Nos vemos mañana .Se dio la vuelta y sonrió a la secretaria–. No hace falta que me acompañe.

Fue hacia el ascensor sabiendo que la abertura trasera de la falda dejaba al descubierto sus preciosas piernas. Para su satisfacción, oyó que Callahan cerraba la puerta con demasiada fuerza.

Bueno, al menos había conseguido eso.

Nunca le había provocado un hombre tanto disgusto. Ni Edward, el tercer marido de su madre, al que le gustaban los perros, los rododendros y que se reía de sus propios chistes a voz en grito. Reece Callahan no debía de saber ni reírse.

Frío. Duro. Manipulador.

Decidió leer atentamente los dos documentos antes de firmar nada.

Capítulo 2

QUÉ has dicho que vas a hacer? –preguntó sin poder creérselo Charlotte Bond, más conocida por Charlie.

–Ya lo has oído –contestó Lauren–. He accedido a hacerme pasar por su pareja, solo en público y por una semana. Bueno, ocho días. Ya está. No pasa nada.

–Lauren, yo he salido con Reece dos veces y te aseguro que juega fuerte. Tiene un agujero en el lugar del corazón.

–¿Y por qué saliste con él dos veces?

–Porque no me podía creer que un hombre tan increíblemente guapo fuera tan frío?

–Te parecía un reto.

–Supongo que sí. Te diré que teníamos mucho en común.

Charlie era una buena analista financiera con un cerebro regido por la lógica, la antítesis del de Lauren. Eran muy diferentes, pero su amistad había sobrevivido incluso cuando Charlie se trasladó a vivir a Canadá el verano anterior.

–Precisamente porque es tan frío, me siento muy segura aceptando su propuesta –dijo Lauren–. No hay ningún riesgo de que Reece Callahan vaya a perder la cabeza por mí. En público, haremos como que estamos juntos y, en privado, cada uno por su lado. Así, el nombre de Wallace no quedará manchado. Es sencillo.

–Me siento culpable. Si no le hubiera hablado a Reece de Wallace y de aquella empresa de software, no me habría dicho que estuviera atenta a las revelaciones que iba a hacer sobre Wallace. Entonces, fue cuando te llamé.

–Es una buena excusa para vernos –dijo Lauren para reconfortarla–. Me alegro de haber venido. ¡Es tan maravilloso tener un poco de dinero para poder tomar un avión de vez en cuando! He estado tantos años pendiente del dinero…

–Mientras no sufras –añadió Charlie con el ceño fruncido.

–¿Por quién? ¿Por Reece Callahan? Pero si tiene dos de mis mejores trabajos solo por inversión, porque mi obra se está revalorizando. ¿Temes que me enamore de él? Cuando las ranas tengan pelo.

Charlie suspiró.

–Es una pena, porque tiene un cuerpo de escándalo.

–Para esculpirlo, sí, pero, ¿para acostarse con él? No, gracias. Además, hace años que dejé de practicar el sexo.

Charlie dio un trago al Chardonnay.