Una trágica promesa - Jorge Ospina - E-Book

Una trágica promesa E-Book

Jorge Ospina

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Beschreibung

Cuando Melisa vuelve al pueblo para exhumar el cuerpo de Mauricio, su esposo, y cumplirle la promesa de enterrarlo junto a sus padres, se desencadenan una serie de sucesos que nos llevan a conocer la verdad sobre las circunstancias de su muerte, sin saber que a la tragedia le faltaba el más triste de los capítulos.

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UNA TRÁGICA PROMESA  

©️2022 Jorge Elías Ospina 

Reservados todos los derechos 

Calixta Editores S.A.S 

Primera Edición Marzo 2022 

Bogotá, Colombia 

  

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S  

E-mail: [email protected] 

Teléfono: (571) 3476648 

Web: www.calixtaeditores.com 

ISBN: 978-628-7540-19-4

 

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado  

Editor: María Fernanda Carvajal  

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Abdiel Casas

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo 

Diagramación:  David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia  

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

1

Desnudo sobre la cama y con ambas manos entrelazadas detrás de la cabeza, Demetrio Carranza miraba los ennegrecidos travesaños entrecruzados que sostenían las tejas de cemento. Le pareció ver a un pequeño murciélago que se escondía de la luz del día entre las grietas del tejado, mientras trataba de recordar, sin conseguirlo, si había cometido alguna estupidez la noche anterior. Vio la hora en el fino reloj de acero en su muñeca y sintió un extraño malestar; faltaban cuatro minutos para las nueve de la mañana. No era común que un tipo como él, acostumbrado a la bebida, sufriera los estragos del guayabo, nombre con el que se le conoce a la resaca en estas tierras; pero la parranda de la noche anterior había sido tan descomunal, que ese día se podía permitir una excepción. Quiso pensar que el guayabo era el culpable de la laguna mental que le impedía recordar lo sucedido después de las doce de la noche, hora en la que recordaba haberle recibido el último trago a su compadre Eduardo, al tiempo que miraba su reloj. Para ocasiones así, María se esmeraba en guardarle el remedio entre las verduras de la nevera: un par de cervezas que siempre reponía cuando él mismo las bebía y lo olvidaba al día siguiente. Demetrio pensó en levantarse por una de ellas, sin embargo, no lo hizo; un repentino sentimiento de infelicidad lo sobrecogió al reconocer que el grado de intoxicación etílica alcanzado no era normal, tanto que desconocía cómo había llegado al apartamento. Angustiado por la impotencia que le causaba su falta de memoria, dejó escapar un profundo suspiró y cerró los ojos para apartar de su mente esos pensamientos incómodos. Segundos después, volvió a abrirlos y trató de encontrar entre las grietas al esquivo murciélago y, por alguna extraña razón, se sintió identificado con el evasivo animal.

La calurosa mañana, en complicidad con el zumbido del ventilador de pared, lo había despertado. Abandonó la infructuosa labor de búsqueda e intentó acostarse de lado, con la vista hacia el baño, para que la brisa caliente le diera en la sudorosa espalda; no había terminado de girarse, cuando saltó de la cama con el corazón agitado y la cabeza a punto de estallar al darse cuenta de que la habitación estaba desordenada y sucia, como si la hubiera atravesado un vendaval y a su paso hubiera dejado ropa, sábanas, calzado y otra cantidad de cosas regadas por todas partes. María se encontraba dormida, dándole la espalda en el otro extremo de la cama, caminó descalzo hacia ella para verla de cerca y, antes de cruzar la esquina del lecho, resbaló en un gran charco que parecía salir de debajo del escaparate; con la mano derecha alcanzó a sostenerse de la mesa del televisor, que se encontraba frente a la cama y el ruido de la mesa al desplazarse de su sitio hizo que María se despertara sobresaltada. Sentada, al borde de la cama, volteó la cabeza y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Me piensas matar de un susto, Demetrio? ¿No fue suficiente con lo de anoche? —exclamó alterada, luego inhaló profundo para calmarse y miró hacia abajo como si estuviera buscando algo.

—¿Qué buscas, Mari? —Demetrio soltó la mesa y bajó la mirada hacia el piso.

—Las chanclas, pero en este alboroto no se puede encontrar nada.

—Perdóname, no fue mi intención asustarte —Estaba en verdad apenado.

María lo miró con compasión y recordó lo mucho que lo quería, no es para tanto, pensó.

—Demetrio Carranza, mi amor, mira bien lo que te estás haciendo, últimamente pareces un loco cuando te emborrachas, anoche casi no te podías sostener en pie, tú no eres así —le reprochó con dulzura y se levantó de la cama.

—¿Mari, a qué hora llegué anoche?, dime, ¿qué fue lo que pasó aquí? —preguntó Demetrio preocupado y se apresuró a quitarse del estrecho espacio que quedaba entre la cama y la mesa para que María pudiera pasar sin mojarse los pies.

—¿Qué importa la hora?, mira el desorden que hiciste —respondió María y salió apurada en dirección al baño, mirando sin timidez la desnudez de Demetrio—. Borracho, mi borracho loco, ahora no vayas a coger la costumbre de orinar el escaparate cada vez que llegues ebrio —dijo al pasar a su lado con una sonrisa pícara en el rostro.

La sonrisa de María lo tranquilizó un poco, sin embargo, seguía sin entender el porqué del caos en la habitación, aun a sabiendas de que él había sido el responsable. Por un momento pensó en arreglar el desorden, pero al igual que otras tantas cosas en su vida que consideraba poco importantes, prefirió posponerlo. Se sentó en la cama, frente al baño, y vio a María sentada en el retrete, tenía la mirada perdida en las pequeñas orcas en una piscina, pintadas en los azulejos de las paredes. Ella misma las había elegido y las consideraba lo más bonito del apartamento, le traían recuerdos del mar de su tierra, en la lejana ciudad de Cartagena. Antes de entrar a la ducha, María lo miró con ternura y sonrió, lo conocía bien y sabía que algo le preocupaba, besó despacio los dedos de una de sus manos, sin perder contacto visual, y sopló en dirección hacia él. Demetrio adoraba todo en María, en especial esos detalles que lograban fascinarlo; cada día que vivía con ella, estaba más convencido de no haberse equivocado al elegirla. Ella había llegado a su vida en el momento en que más lo necesitaba y, aún después de ocho años de convivencia, la amaba profundamente.

Reconfortado, se recostó de espaldas sobre la cama y un ligero sueño se apoderó de él; se quedó dormido con una mueca que parecía una sonrisa. Minutos más tarde, después de bañarse, María lo acomodó en la cama y se acostó a su lado sin importarle que la habitación estuviera más caliente y que el zumbido del ventilador diera la impresión de haberse acrecentado, eso no le impidió conciliar de nuevo el sueño al lado de su amado, después de todo, la había trasnochado hasta muy entrada la madrugada.

Demetrio soñaba que estaba con María en Cartagena, en las playas de Marbella, donde la había conocido. Nadie más que ellos se encontraba en la playa, María estaba radiante, tenía puesto un hermoso traje de baño amarillo de dos piezas que contrastaba con su piel bronceada, y la suave brisa procedente del mar jugaba con su ondulado cabello negro; los rayos del sol magnificaban sus atributos y la hacían perfecta ante los ojos de Demetrio. Ambos, agarrados de las manos, reían como niños, y Mauricio, su amigo, quien apareció de repente en el sueño, se complacía de ver a la pareja tan feliz; estaba vestido con un inmaculado traje blanco y zapatos relucientes del mismo color. De manera inesperada, la luz del sol se concentró en su traje y comenzó a reflejarse en todas las direcciones, un bello tono azul celeste inundó la playa y un cristalino verde esmeralda cubrió el mar. Demetrio veía sin asombro que la brisa no despeinaba el cabello de Mauricio, más delgado y de medio lado, y que los zapatos del recién llegado no se enterraban en la arena como sí lo hacían sus pies y los de María. Al verlo a la cara no pudo distinguir los ojos, sus cuencas estaban vacías y oscuras, sin quitarle belleza a la perfección de su rostro. Esto tampoco lo impresionó, ya que era un hecho por él conocido que los difuntos en los sueños tienen esa extraña particularidad. Comprendió que estaba dormido y agradeció la oportunidad de volver a ver a su amigo de esa forma tan excepcional, que transmitía paz y tranquilidad. De un momento a otro, Demetrio quedó solo, desnudo en la silenciosa playa, que recobraba su color habitual al igual que el mar cuando se detuvo la brisa. Comenzó a sudar de manera profusa a pesar de que el sol no calentaba su piel. A lo lejos, más allá de la carretera que colindaba con la playa, se escuchaban unos suaves golpes de tambor acompañados de voces conocidas, una de ellas era la voz de Melisa, el amor de Mauricio, que lo llamaba por su nombre; la otra, más débil y lejana, le decía repetidas veces «no me pierdas», era la voz de Mauricio.

Se despertó del sueño, empapado de sudor. María seguía dormida a su lado y lo tenía agarrado de la mano, por un segundo creyó seguir dormido. Volvió a escuchar la voz de Melisa, al tiempo que tocaban a la puerta. Ese era el día esperado, no había forma de posponerlo. Se levantó, se colocó una pantaloneta azul que tenía sobre la cabecera de la cama y fue a recibirla. Al atravesar la sala, en dirección a la puerta, volvió a sentir el malestar que había experimentado una hora antes, miró de reojo la nevera y deseó hacer una escala en su camino por una cerveza que le ayudara a recobrar la compostura y a contrarrestar el dolor de cabeza.

Cuando Melisa llamó por teléfono a Demetrio para decirle que en un mes se cumplían los cinco años de haber muerto Mauricio, este no dudó ni un instante en ponerse a sus órdenes para lo que se ofreciera. Ella le pidió, entre sollozos disimulados, que la acompañara a la exhumación del cadáver para regresar los despojos al pueblo natal de Mauricio, donde los padres de este descansaban en paz en una bóveda familiar que tenía apartado un espacio para él, su único hijo; así lo había expresado el difunto en vida. Sin embargo, la repentina muerte de Mauricio obligó a Melisa a enterrarlo en el cementerio local, en el cual el tiempo mínimo para sacarlo era de cinco años. Demetrio era un hombre decidido, siempre dispuesto a hacer lo que creyera necesario, incluso, si lo que había que hacer no era de su agrado, y el tener que acompañar a Melisa no era una situación por la que quisiera pasar. No obstante, era inevitable, el mismo Mauricio se lo había hecho prometer y Demetrio era, ante todo, un hombre de palabra.

Demetrio tenía treinta y dos años cumplidos y desde muy joven había aprendido de su padre el arte de la ebanistería y el gusto por la bebida. Era aventajado para el comercio, a tal punto, que a los veinte años ya tenía su propio negocio: una pequeña fábrica de muebles, con seis trabajadores.

—Debes aprender a beber, no para emborracharte, sino para establecer relaciones que te permitan hacer negocios —le había repetido su padre desde que Demetrio cumplió los quince años.

—Pa, pero si a mí no me gusta el ron, sabe muy mal —contestaba el joven Demetrio con un gesto de desaprobación.

—Ya te gustará, mijo, ya te gustará —repetía su viejo, mientras, con la mano grande y áspera, propia de las personas dedicadas a trabajar la madera, le sobaba la cabeza a su hijo.

Aprendió, como ninguno, los pormenores del trabajo de su padre, pero su verdadera vocación residía en administrar. Su habilidad para planear, organizar, sacar cuentas y manejar personal regocijaba al viejo, por eso decidió impulsar a su muchacho. Le cedió una parte del amplio aserradero para que pudiera concretar la idea de montar un pequeño almacén de materiales de carpintería, lo que tiempo después convertiría en una reconocida fábrica de muebles en el pueblo, gracias a los consejos de su padre.

Con el pasar de los años y la empresa afianzada, adquirió la costumbre de no preocuparse en exceso por cuestiones que consideraba triviales ni pensar demasiado en los problemas; lo importante para él era hacerse cargo de ellos cuando se presentaran y cumplir con los compromisos honrando la palabra, ese proceder le ganó una buena reputación como hombre de negocios y la confianza de todos sus amigos, que no eran pocos. Consideraba innecesario gastar tiempo pensando en situaciones sobre las que no tenía control y que solo el tiempo o el azar podrían resolver. Después de cerrar la fábrica, los asuntos relacionados con esta quedaban para el día siguiente.

Siempre fue un tipo hogareño, aun así, cuando una situación particular lo agobiaba, se iba a beber con sus amigos y se desentendía de los pensamientos molestos. Esto le costó muchas contrariedades con su primera mujer, quien no compartía su filosofía de vida, hasta el día en que lo abandonó llevándose una gruesa suma de dinero que casi lo deja en bancarrota y le ocasionó un sinnúmero de dificultades. Entonces encontró en el alcohol un refugio para ocultarse de la avalancha de problemas que se le vinieron encima, sin darse cuenta de que estaba en una espiral hacia el más profundo de los fracasos. Fue la llegada de María lo que lo ayudó a salir del pozo; sin embargo, desde que Melisa lo llamó, perdió el equilibrio que tanto le había costado adquirir. No dejaba de pensar en las extrañas circunstancias que rodearon la muerte de Mauricio y lo doloroso que fue despedirlo en el cementerio; desde ese día no veía a Melisa, pues se había ido del pueblo a los pocos días de las exequias, después de malvender todos sus bienes sin aceptar asesoría de nadie. A medida que se acercaba la fecha de la exhumación, las ingestas de alcohol fueron aumentando hasta que sobrepasó el límite la noche anterior a la llegada de Melisa.

Antes de llegar a la puerta que daba a la calle, Demetrio se decidió y desvió hacia la nevera, abrió la puerta inferior, sacó la gaveta de las verduras y escarbó entre tomates, cebollas y pimentones, hasta encontrar en el fondo lo que buscaba. Agarró una de las cervezas y la bebió de un solo sorbo hasta la mitad, guardó la gaveta y cerró la nevera. Retomó su camino con la cerveza en la mano y antes de abrir la puerta se agachó para colocar la lata en el piso al lado de la entrada. Al incorporarse, percibió un olor a cebollas podridas, que por alguna extraña asociación de ideas le recordó a Mauricio. Puso el reverso de su mano izquierda bajo la nariz mientras abría la puerta con la derecha. Un fogaje golpeó su cara. La única presencia en toda la calle era la de Melisa, el sol abrasador la había obligado a resguardarse bajo un níspero frente al apartamento.

—Hola, Demetrio, ¿cómo has estado? —dijo Melisa con el tono de voz firme y seguro que siempre la caracterizó.

Demetrio quedó tan impresionado al ver a esa desconocida, que tardó algunos segundos en entender qué estaba sucediendo, sus ojos no podían dar crédito a lo que veían, quizás fue la voz en el sueño o la firmeza de su saludo lo que le permitió reconocer a esa mujer que parecía haber sido extraída de un documental histórico sobre el holocausto.

—Melisa, por Dios, ¡te ves terrible!, ¿qué te sucedió? —Fue la pregunta imprudente de Demetrio.

—No te preocupes, no me pasa nada, estoy bien —dijo Melisa e intentó disimular su descontento, desvió la mirada hacia la calle y añadió con cierta incomodidad—: no sé por qué ese empeño en pensar lo contrario, que mala costumbre de la gente el querer inmiscuirse en lo que no les corresponde.

—¿Cómo puedes decir esas cosas? ¡Tú no estás bien! —Le dirigió una mirada cargada de angustia—. No puedo creer lo que dices, necesitas ayuda. Y si me atrevo a decirte esto es por la confianza que siempre existió entre nosotros desde que éramos niños.

—Está bien, pero no quiero que estés triste por mí, ya deja de verme como si hubieras visto un fantasma, me haces sentir mal.

—Discúlpame, no es mi intención que te sientas mal. Dime algo, pero no te vayas a enojar conmigo, ¿has ido a ver a un médico?

—No, no lo he hecho, aunque, si así lo quieres, iré cuando regrese de llevar los restos de Mauricio —respondió Melisa, con la única intención de calmarlo.

—A propósito del viaje, ¿dónde está tu equipaje?

—Lo dejé en el hotel Santa Clara, llegué muy tarde anoche y preferí quedarme allá.

—Está bien, más tarde lo podemos recoger para que te quedes aquí con nosotros. Cuando regresemos de llevar a Mauricio, dejarás que te acompañe a ver un médico, así voy a estar más tranquilo.

—Si eso te hace feliz, además, ¿cómo podría decirte que no?, si siempre cuidaste de mí y eso es algo que jamás podré olvidar —Los ojos de Melisa alcanzaron a entristecerse al recordar tiempos menos ingratos, cuando la tragedia no había tocado su puerta.

Tenía tanto tiempo de no hablar con alguien, que se sentía rara. Sin embargo, muy en el fondo de su corazón, sentía un poco de paz al volver a ver a Demetrio.

—Así va a ser, porque en verdad quiero hacerlo. Mejor entra a la casa, no te quedes aquí afuera.

En el pueblo, antes de que la olvidaran, se rumoraba que Melisa estaba viviendo en una población cercana, pero nadie sabía en realidad si eso era cierto. Ella decidió irse porque no soportaba quedarse en el lugar en donde, en poco menos de seis meses, había perdido al amor de su vida y a toda su familia. Desde entonces, adquirió la costumbre de no dejarse ver de la gente a menos que fuera un asunto estrictamente necesario, tanto así que, de no haber sido por la promesa hecha a Mauricio, jamás hubiera vuelto. De aquella muchacha alegre, de elegante vestir y belleza imponente, que él había conocido en sus años mozos, no quedaba nada más que su voz, o al menos esa era la impresión que daba, lo cual fue aún más desconcertante para él porque esa voz que él conocía muy bien no parecía provenirde la extraña con tan macilenta apariencia. Llevaba el cabello corto, bastante encanecido para su edad, y vestía un anticuado vestido negro de mangas largas, que le llegaba a los tobillos, abotonado hasta el cuello y un lazo amarrado en la espalda lo ajustaba a su diminuta cintura. Estaba esquelética y se había encorvado, lo que daba la impresión de haberse encogido. La luz de sus ojos color miel, que alguna vez hechizaron a propios y extraños, se había apagado, así como se estaba apagando su vida. Solo habían pasado cinco años, pero en su rostro parecían haberse sumado veinte años más; la imagen que de ella tenía en sus pensamientos, se desvanecía con cada paso que daba al acercarse a la puerta.

—Demetrio, ¿por qué no te has cambiado para ir al cementerio, acaso te arrepentiste de acompañarme? —dijo, deteniéndose en la entrada, en el mismo tono de voz firme con el que le habló por teléfono un mes atrás y que no le hizo sospechar a Demetrio sobre lo mal que ella se encontraba.

—No digas esas cosas, sabes que para mí es un compromiso. Lo que pasa es que te esperaba más tarde —mintió y agachó la cabeza para que Melisa no le viera los ojos vidriosos; no lograba recuperarse del impacto de verla.

—Tengo más de diez minutos de estar tocando la puerta y creí que no había nadie en la casa, pensé que tendría que irme sola.

—Lo lamento, me quedé dormido hace un rato, pero pasa, por favor, te vas a insolar —dijo Demetrio con voz carrasposa.

Desconcertado, se apartó para que Melisa pasara a su lado y, al hacerlo, una inmensa tristeza hizo que varias lágrimas se le deslizaran por las mejillas; pero un veloz movimiento de la mano izquierda las contuvo y el olor a cebollas podridas regresó junto con la necesidad de terminar la cerveza.

El camión de Mauricio, por lo general, regresaba vacío al interior del país en una ruta preestablecida y él conocía a muchos comerciantes en sus recorridos, a quienes comenzó a presentar a Demetrio en un primer viaje a los tres días de haber regresado de la luna de miel. Demetrio, aprovechando su capacidad empresarial, logró posicionar algunos de sus productos en otros mercados a los que antes no tenía acceso, con lo que logró llevar su fábrica de muebles a un nivel donde las posibilidades de crecimiento eran impresionantes, mientras Mauricio se ganaba una comisión por cada venta, además del flete por transportar las mercancías.

—Si se da lo que tienes pensado, no podremos transportar muebles en estas condiciones, dime una cosa, ¿cómo vamos a hacer con ese olor a cebollas que queda en el camión después de entregar los productos? —preguntó Demetrio luego de olerse la mano izquierda que había colocado en el planchón del camión tras bajar la carga.

—Ya había pensado en eso, un lavadero me garantiza una limpieza especial que deja el camión sin olores; es caro, pero vale la pena.

—Eres un monstruo, muchacho, me gusta cómo te anticipas a los problemas, imagínate entregar un mueble que huele a cebollas podridas —dijo sonriente Demetrio al pasar de nuevo la mano por su nariz—, este olorcito no es nada agradable, ¿cierto Melisa?

—No me pases la mano por la nariz, Demetrio, no seas así —dijo Melisa, que también los había acompañado en ese viaje luego de que el nuevo chofer de Mauricio se quedara descansando en el pueblo por orden de su patrón, pues él quería encargarse de llevar el camión y así hacerle campo a su ahora inseparable esposa, antes de que abrieran al público su nuevo negocio.

De no haber sido por la desventura que se atravesó temprano en la vida de Mauricio, seguramente hubiera hecho una fortuna al lado de Melisa, pero el implacable destino y el azar indescifrable se encargaron de arrebatarle la vida y se empecinaron con él, incluso, más allá de la muerte.

Al avanzar Melisa por el pasillo que daba a la sala, Demetrio aprovechó para terminarse la cerveza que había dejado en el piso, y aunque trató de evitarlo, ella alcanzó a verlo de soslayo.