Universo paralelo - Luiz Fernando Sella - E-Book

Universo paralelo E-Book

Luiz Fernando Sella

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Beschreibung

A los ojos orientales de Daniela, la vida no parecía tener sentido. Cuanto más buscaba encontrar la felicidad, más se decepcionaba. La frustración en el ejercicio de la medicina y en las relaciones hacía que ella se apartara de los caminos seguros. Luiz Fernando era un joven médico brillante que pensaba estar en el camino correcto. Solamente quería aprovechar la vida y hacer lo mejor para alcanzar fama y éxito en su carrera. Lo que ambos no sabían era que había Alguien realmente interesado en unir esas dos historias y ayudarlos a descubrir, juntos, una nueva medicina: el Dios real y el amor verdadero. "Universo paralelo" es un libro conmovedor y singular. Una historia que comprueba la acción de Dios en la vida de dos jóvenes que decidieron encarar la existencia con los ojos de la fe.

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Universo paralelo

Ellos descubrieron una nueva medicina, el Dios real y el amor verdadero

Luiz Fernando Sella - Daniela Tiemi Kanno

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido
Tapa
TÚ ¿ERES NISSEI, SANSEI, O NO SE QUÉ?
LA ISLA DE LA MAGIA
CONSTRUYENDO MI CASTILLO EN LA ARENA
BAJO FUEGO CRUZADO
DIOS ES FIEL
DE REGRESO A LAS VILLAS MISERIA
MIENTRAS TANTO…
SOÑAR EN GRANDE
ENTRANDO EN CHOQUE
EL UNIVERSO PARALELO
LA CURA VERDADERA
LA ENCRUCIJADA
“NO TEMAS, PORQUE YO ESTOY CONTIGO”
“UNA SOLA CARNE”
PREPARÁNDONOS PARA LA MISIÓN
EL CARIBE AFRICANO
OTRO VIAJE MISIONERO MÁS
EL PRÓXIMO PASO
EL FIN DE LA HISTORIA
APÉNDICE

Universo paralelo

Ellos descubrieron una nueva medicina: el Dios real y el amor verdadero

Luiz Fernando Sella y Daniela Tiemi Kanno

Título del original: Universo Paralelo. Eles descobriram uma nova medicina, o Deus real e o verdadeiro amor, Casa Publicadora Brasileira, Rodovia SP 127, Km 106, Tatuí, Brasil, 2014.

Dirección: Pablo M. Claverie

Traducción: Graciela López de Pizzuto

Diseño de tapa: Renan Martín

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración de tapa: Shutterstock (Banco de imágenes)

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. © Casa Publicadora Brasileira (2014). © Asociación Casa Editora Sudamericana (2015, 2021).

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-414-9

Sella, Luiz Fernando

Universo paralelo: Ellos descubrieron una nueva medicina: el Dios real y el amor verdadero / Luiz Fernando Sella ; Daniela Tiemi Kanno. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo digital: Online

Traducción de: Graciela López de Pizzuto.

ISBN 978-987-798-414-9

1. Vida cristiana. 2. Relatos. I. Kanno, Daniela Tiemi. II. López de Pizzuto, Graciela, trad. III. Título.

CDD 248.5

Publicado el 15 de abril de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

TÚ ¿ERES NISSEI, SANSEI, O NO SE QUÉ?

Por Daniela

Yo soy sansei, tercera generación de inmigrantes japoneses. Mis abuelos vinieron a la República del Brasil, desde el Japón, después de la guerra. Y, como una verdadera descendiente, crecí en un hogar en el cual mis padres, y toda la familia, intentaban mantener la disciplina y las costumbres orientales, siguiendo los principios sintoístas por tradición.

Mis abuelos fueron los fundadores de la Asociación Japonesa de la ciudad, el Bunka. Y, aun antes de ser alfabetizada en portugués, yo ya concurría a una escuelita en la cual aprendí la lengua japonesa. Crecí escuchando canciones tradicionales del Japón, siempre teniendo amiguitos también descendientes de japoneses, y comiendo platos típicos japoneses, tales como gohan, sushi y missoshiru. Cuando alguien moría, toda la familia se reunía para la “misa” en un templo sintoísta, y encendíamos incienso a los muertos. Todos los domingos, mientras mis tíos se reunían para jugar a las barajas, las mujeres se quedaban, expectantes, a fin de mirar en la televisión el programa “Oshin”, una novela que contaba la historia de una niñita que había sido cambiada por una bolsa de arroz.

A los seis años de edad me matricularon en un colegio de monjas, donde casi todos mis primos ya habían estudiado. En un país católico, necesitábamos hacer el catecismo, para después poder casarnos en la iglesia. La disciplina y las costumbres rigurosamente exigidas por las monjas agradaban a mi familia. En la misma época, me inicié en mi primer deporte, la natación; e inmediatamente mis padres me enviaron para que estudiara piano.

–Ustedes necesitan, por lo menos, hacer un deporte y tocar un instrumento –nos decía a mis hermanos y a mí nuestro padre, en tono muy serio.

Mis padres siempre dedicaron todo su tiempo y su dinero a proporcionarnos lo mejor, a fin de que disfrutáramos de mejores condiciones de las que habían tenido ellos. Mi padre, siendo médico, vivía haciendo guardias y trabajando mucho. Mi madre dedicaba su tiempo a las idas y las venidas desde una escuela hacia la otra. Me acuerdo que en la puerta de la heladera había un papel con los horarios de clases de piano, japonés, catecismo, natación, tenis... Aun así, a veces ella se perdía, y acababa olvidando a alguno de sus hijos en algún lugar.

Ya en los primeros años de estudio, me mostré como una alumna dedicada y muy esforzada.

–¿Qué vas a ser cuando seas grande? –me preguntaban las personas.

–¡Médica! –respondía yo, con mucho orgullo y convicción.

Cuando recibía regalos, los que más me interesaban no eran las muñecas, sino aquellos que tenían que ver con los hospitales, muñequitos vestidos de médicos, camillas y ambulancias.

–¡Dani va a ser médica! –decían todos.

Recibí la influencia para esta profesión no solamente de mi padre, sino también de dos primos médicos, que siempre fueron referentes para mí. Desde que era una criatura, siempre manifesté por ellos una gran admiración y cariño. Me acuerdo de un episodio en el cual mi prima, mientras estudiaba Medicina, me llevó a concurrir a una clase con ella. Y terminó recibiendo una observación del profesor, pues yo todavía era una criatura y estaba dificultando la clase.

Pasé mi infancia y mi adolescencia estudiando mucho.

–Dani, ¡ya es hora de dormir! –decía mi madre, a altas horas de la noche.

–Ya voy... Solamente necesito estudiar un poco más.

Yo necesitaba estudiar para ser siempre la mejor alumna. Cuando me sacaba un 9,5 en las pruebas me sentía frustrada, por no haber conseguido el tan deseado 10.

A los 16 años, cuando me estaba preparando para el examen de ingreso en la universidad, estando muy cansada de tanto estudiar y de la exigencia que yo misma me imprimía, comencé a cuestionarme: ¿Quién dijo que yo quiero estudiar Medicina?

Con el espíritu de rebeldía típico de una adolescente, fui a hablar con mi padre:

–Totchan [padre, en japonés], ya no sé si realmente quiero rendir el examen de ingreso para Medicina...

–Y entonces, ¿qué es lo que piensas hacer? –me preguntó mi padre, con los ojos extremadamente abiertos por el asombro.

–No sé. Creo que Publicidad –respondí, sin tener la más mínima noción de lo que realmente estaba queriendo hacer.

–De acuerdo –respondió él–. Sin embargo, si piensas que ya eres adulta y quieres hacer tu voluntad, a partir de ahora tendrás que solventarte: puedes comenzar a trabajar y a pagar tus cuentas; incluso el curso de preparación para el ingreso.

Tragué en seco. Las clases de piano que yo dictaba apenas alcanzaban a pagarme mis lujos. Y, con una mezcla de rabia y orgullo, resolví en ese mismo momento cambiar de idea y hacer el examen de ingreso a Medicina.

Cuando los padres de los adolescentes me cuentan acerca de sus hijos, sus dudas y sus nervios con los exámenes de ingreso a las universidades, me acuerdo de mi historia y las comparto con ellos, a fin de que se queden más tranquilos. No resulta fácil decidirse por una profesión cuando todavía no tenemos casi nada de vivencias y experiencias de vida.

*****

“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono de mi casa.

–Dani, soy la madre de Érika. Salió la lista de aprobados en el examen de ingreso, y ¡vi tu nombre en el diario!

–¿Mi nombre?

Terminé aprobando en uno de los exámenes más demandados del país, casi sin quererlo. Tantos años estudiando, y ahora había llegado la hora de comenzar una nueva faceta de mi vida. Sin embargo, yo no estaba muy feliz. Me sentía insegura.

–Vamos a Botucatu, a fin de hacer tu matrícula y conocer la ciudad –me dijo mi padre.

“¿Botucatu?”, pensé, “¿Dónde quedará ese lugar?”

La facultad quedaba en el interior del Estado, a 250 km de São Paulo, en el Brasil. ¡Todo fue tan rápido! Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo. Por primera vez estaría lejos de mi familia, viviendo con estudiantes de todos los lugares del Brasil, e iniciando una carrera a la cual le dedicaría la mayor parte de mi vida.

Vivir en el interior no formaba parte de mis planes; siempre fui metropolitana. Me gustaba mucho la vida agitada de São Paulo, las fiestas y los amigos.

–Dani, Érika va a vivir en un alojamiento de estudiantes japoneses. ¿Te gustaría compartir el cuarto con ella? –me preguntó mi madre.

El alojamiento de los estudiantes cobijaba a cerca de cincuenta alumnos, de los más variados cursos. Las alas masculina y femenina estaban separadas por una escalera en “T”, que estaba justo en el medio del edificio. Los cuartos estaban distribuidos en un corredor, y cada uno era para dos estudiantes. Dentro de los cuartos, solamente había una pequeña mesa para estudiar y un armario para colocar la ropa. Todo era muy simple, sin ningún confort. Los baños se compartían, así como también el lavadero y el comedor. Existía solo una heladera, para que pudiéramos dejar nuestras golosinas. Sin embargo, aun dejando el nombre escrito en letras gigantescas, no existía ninguna garantía de que tu yogur o tu chocolate estuvieran allí cuando tú los procuraras. Muy acostumbrada a tener todo muy organizado, siempre todo muy “derechito”, inmediatamente percibí que para sobrevivir tendría que cambiar mis conceptos. Mi vida de “niña mimada” había llegado a su fin.

Entonces, rápidamente me fui adaptando y armonizando con todos.

En los primeros días de clases, los veteranos hacían una fiesta de recepción a los recién llegados, donde todos eran “bautizados”. Después de un ritual en el que cada novato se quedaba en el centro de una ronda, se cantaba una canción; acabada esta ceremonia, teníamos que beber un vaso grande de cachaça (la bebida alcohólica destilada de la caña de azúcar más popular del Brasil). Los veteranos, todos a nuestro alrededor, aplaudían hasta que el novato tomara el último sorbo. Yo no estaba acostumbrada a tomar bebidas alcohólicas; sin embargo, ofrecer resistencia hubiese sido peor. Me acuerdo de que los ingresantes que se rebelaban contra esta chacota quedaban “marcados” para siempre con los veteranos. Aceptar las bromas de mal gusto parecía ser la única solución. En ese bautismo, cada uno recibía un apodo. Y el que yo recibí, inmediatamente después de haberme matriculado, fue “Tim Tim”.

*****

Mis primeras impresiones acerca de la medicina

–En este salón de clases, nadie entra y nadie sale –dijo mi profesor de Anatomía, omnipotente en su chaquetilla mugrienta, mientras ponía una traba a la puerta del aula.

El olor al formol se desprendía de los cadáveres, que habían sido retirados de un gran tanque de acero inoxidable. A los alumnos se los distribuyó en grupos. Cada grupo recibió una camilla, con un cadáver para disecar. Me quedé observando durante un instante, alrededor de mí, la reacción de mis compañeros de clase: algunos sentían náuseas a causa del fuerte olor del formol, que impregnaba todo el salón de clases; otros estaban atónitos, por la presencia de aquellos difuntos endurecidos. El silencio imperaba en el siniestro ambiente, y todos intentaban contener las emociones y los sentimientos que aquella escena les producía.

Durante el primer año, la grilla de materias estaba casi totalmente cubierta por las clases de Anatomía. Yo me pasaba horas y horas intentando memorizar los nombres de cada arteria, casa nervio, cada músculo del cuerpo. La complejidad de cada estructura impresionaba cada vez más mi mente; sin embargo, yo no sentía el más mínimo placer por convivir con los cadáveres. El formol se me quedaba impregnado en las fosas nasales, y todo parecía que tenía ese mismo olor: mi ropa, mis libros, la comida.

–¿Quiere comer carne? –me preguntaba la cocinera que servía las bandejas de comida en el almuerzo.

Solamente al observar los bifes, sentía náuseas.

–¡Es igual al cadáver! –comentaban los alumnos en el comedor, comparando la carne bovina con los músculos que disecábamos en las clases.

Desde ese momento, comencé a dejar de comer carne.

Apenas sí podía esperar a que llegara el viernes para ir a pasar el fin de semana en mi casa.

–Me parece que no me está gustando Medicina –le comenté a mi padre.

–Pero ¿por qué, hija mía?

–No soporto estar viendo personas muertas todo el día –le respondí.

–Aguanta un poco más. Durante el segundo año, mejora –me respondía él, esperanzado.

Ya en el segundo año, salí del laboratorio de Anatomía para entrar en el de Microbiología. En esta materia, estudiábamos los parásitos, los hongos y las bacterias en láminas.

Al regresar a mi casa, mis padres me preguntaban:

–¿Cómo marcha la carrera?

–Me parece que no me está gustando...

–¿Por qué, hija mía? –me preguntaban mis padres, un poco preocupados.

El año anterior lo había pasado enteramente con difuntos; y ahora con “bichos” muertos. ¿Cómo era posible que estuviese feliz?

–Aguanta un poco más. El tercer año es muy interesante –decía mi padre, convencido de que todo iba a mejorar.

Durante el tercer año, los alumnos comenzaban a ir frecuentemente al hospital. Con nuestros estetoscopios en el cuello y vistiendo ropa blanca, ya comenzábamos a sentirnos “más médicos”. A esa altura de la carrera, los alumnos comienzan a tener los primeros contactos con pacientes “vivos”.

Un hospital universitario funciona como un centro de referencia. Y, como tal, acaba recibiendo los peores casos de la región.

–Dani, ¿cómo está yendo la carrera? –insistía en preguntarme mi padre.

–Creo que no me está gustando...

–Aguanta, que el año que viene todo va a mejorar.

*****

El tiempo fue pasando, y yo ya estaba entrando en el cuarto año de la facultad: noches enteras sin dormir, estudios y más estudios... y una infinidad de enfermedades y palabras diferentes con las cuales tenía que familiarizarme.

A fin de poder soportar todo eso, finalmente acabé encontrando mis “válvulas de escape”: participaba de todas (o casi todas) las fiestas de la Universidad; aprendí a contemplar la naturaleza en las innumerables cascadas y valles de la región. ¡Hasta participé de una banda de rock integrada solamente por mujeres! ¡Cuántas juergas y peligros pasé durante ese período!

En esa época, ya no vivía más en la casa de los estudiantes japoneses. Érika se había ido, a fin de realizar pasantías. Entonces me fui a vivir en una casa en la que compartía el alquiler con otras tres muchachas. La casa siempre estaba llena de gente, ¡todo era solamente fiesta! Desde temprano por la mañana hasta la noche, siempre estábamos recibiendo las visitas de amigos de otros cursos de la Universidad. Las personas se sentían muy cómodas: siempre había algo para comer, espacio para tomar sol, un atelier de arte en el fondo... ¡Todo era una maravilla! Sin embargo, a pesar de toda la alegría, el tiempo estaba pasando...

Llegó el quinto año de la Facultad, y las cosas comenzaron a ponerse más serias. En ese período, hasta el sexto año, entrábamos en la fase del internado: casi todas las actividades se realizaban dentro del hospital. A los alumnos se los dividía en grupos pequeños, y se los distribuía entre las diversas especialidades y las diferentes salas agrupadas por enfermedades. La competitividad aumentaba entre los estudiantes, y la mayoría ya comenzaba a definirse en cuál área querría especializarse.

–Me parece mejor que disminuyamos las fiestas aquí, en casa, pues las cosas se están poniendo más serias ahora –comenté con mis compañeras de casa.

Y ellas, rápidamente, estuvieron de acuerdo.

Todo estaba acordado. Sin embargo, un día, cuando volvía de una guardia, después de treinta horas sin dormir, llegué a la casa. Estaba loca de ganas de dormir.

–¡Hola, Tim Tim! ¡Qué bueno que llegaste! –con estas palabras me recibieron algunos amigos.

Miré hacia adentro de la casa, y vi que había muchas personas; estaban comiendo y bebiendo, al son del rock and roll.

“No lo puedo creer”, pensé. Mi cuerpo y mi mente estaban prácticamente anestesiados de tanto sueño. Y lo que yo más deseaba en ese momento era tomar un baño y dormir.

–Resolvimos hacer una cenita para conmemorar la absolución de Neguinho –intentó explicarme una amiga, señalando hacia un muchachito que venía en mi dirección.

Él era de baja estatura, tez negra, y tenía una sonrisa graciosa, pues mostraba los dientes medio arruinados en su boca.

“¡Madre mía!”, pensé. “¡De donde será este muchacho!” No me acordaba de haberlo visto antes, ni en las fiestas ni en ningún otro lugar. Estaba tan cansada y confusa que ni siquiera podía razonar coherentemente.

–Entonces, chicos, me parece que necesito dormir –dije, intentando disculparme, para no ser antipática.

Una compañera se me acercó y comenzó a contarme un hecho que había ocurrido algunos años antes de que yo ingresara en la Universidad. Un comisario había apresado a varios estudiantes por drogas, y aquel muchacho había acabado siendo el chivo expiatorio de esa confusión. Había estado preso durante dos años, y justo aquel día había recibido la absolución. Y la “conmemoración” estaba siendo hecha justamente en mi casa.

Sin entender de una manera clara lo que estaba sucediendo, me quedé medio cohibida, sin saber qué hacer, hasta el momento en que ese muchacho se acercó a mí y me dijo:

–Me gustaría mucho agradecerles por la recepción de todos ustedes aquí, en esta casa. Le agradezco mucho a Dios por lo que él ha hecho en mi vida: yo era analfabeto, y aprendí a leer la Biblia en la cárcel. Me gustaría compartir con ustedes, una vez por semana, un texto bíblico y hacer una oración en esta casa. ¿Podría hacerlo?

“¿Leer la Biblia aquí, en casa? ¡Qué cosa extraña!”, pensé.

Sin embargo, después de entender mejor la historia del muchacho, ¿cómo podría negarme a un simple pedido?

*****

El contacto con la Biblia

Todas las semanas, el muchachito venía con una pequeña Biblia debajo del brazo. Como la casa estaba siempre llena de personas, nos reuníamos todos en una gran mesa en la cocina y acompañábamos la lectura bíblica. Para leer un capítulo, Neguinho demoraba casi media hora. Al terminar una frase, yo ni me acordaba acerca de qué estaba leyendo. Sin embargo, todos respetaban la reverencia con la que él realizaba aquella lectura. Después de leer, él nos contaba acerca de su experiencia dentro del presidio. Terminábamos la reunión haciendo un círculo tomados de las manos, y realizábamos una oración.

Se sucedieron algunos encuentros de este tipo en nuestra casa. No sé cuántos. Y nadie tenía Biblias en la casa.

Me pareció que era necesario que procurásemos algunas, de modo de acompañar la lectura del muchacho.

Me acordé de una que había tenido en mi niñez. Sin embargo, a pesar de haber estudiado toda mi infancia en un colegio católico y de haber tomado el catecismo, nunca había leído la Biblia. Llamé por teléfono a mi casa, pero nadie sabía dónde estaba mi Biblia.

Una amiga consiguió el teléfono de la Sociedad Bíblica del Brasil y encargamos algunas. De esta manera, comenzamos a acompañar la lectura de aquel humilde y simpático muchachito.

Cuando las Biblias llegaron por correo, percibí que tenían algunos mapas acerca de los viajes que había realizado el apóstol Pablo por Asia Menor, con algunos datos históricos interesantes. Observé que aquellas Biblias eran diferentes; en realidad, aquellas eran Biblias de estudio, con explicaciones que yo nunca había visto o estudiado.

“¿Qué significó la muerte de Jesús?” “¿Por qué ese hombre había cambiado la historia del planeta?, y ¿por qué él quita los pecados?” Y “¿Qué es el pecado?”; todas estas preguntas me habían acompañado durante la infancia. No obstante, nunca había buscado con real interés las respuestas. Apenas aceptaba que Jesús era el Hijo del Dios, y que él había muerto por nosotros. Sin embargo, nunca había comprendido qué tenían que ver estos hechos con mi vida personal. Y tampoco jamás había mostrado mucho interés en saberlo; hasta que comencé a ver aquellos mapas y curiosidades. Surgió entonces, en mí y en el grupo, un interés por buscar un conocimiento mayor.

–¿Vamos a comenzar a estudiar la Biblia? –nos propuso un amigo, cuya madre era cristiana.

Todos aceptaron. La madre de él, que vivía a más de quinientos kilómetros de distancia de donde nosotros estábamos, tuvo la iniciativa de enviarnos estudios bíblicos por correo. Comenzamos a hacer los estudios de manera muy informal, sin entender mucho el significado de las cosas. Sin embargo, el interés en saber más acerca de la Palabra de Dios crecía dentro de mi corazón.

*****

A medida que el tiempo pasaba, el gusto por las fiestas fue disminuyendo. Y el día de la graduación se aproximaba.

–Y entonces, Tim Tim, ¿ya sabes cuál es la especialización que vas a realizar?

Yo no tenía la más mínima idea de lo que haría. Ya había pasado haciendo residencias en todas las especialidades, y ninguna me llamaba la atención. No lograba imaginarme dentro de un hospital ni dentro de un consultorio. Todos mis compañeros ya estaban encaminados, convencidos de sus decisiones, pero yo no sabía qué especialización haría.

Me había decepcionado de la Medicina. Durante la carrrera, percibí que la profesión estaba muy corrompida por el capitalismo. Los médicos se mostraban más preocupados por prescribir drogas que por resolver los problemas de los pacientes. Estábamos como esclavizados por la industria farmacéutica: para cada medicamento lanzado en el mercado, se exigía un nuevo protocolo de prescripciones y de atención. Además de esto, muchas de las investigaciones que se desarrollaban estaban patrocinadas por esas industrias farmacéuticas.

Leandro, el amigo que me había introducido en los estudios bíblicos, sabiendo de la crisis por la cual estaba pasando, me comentó acerca de una clínica de tratamientos naturales que quedaba a unos sesenta kilómetros de São Paulo.

–¿Quién sabe? Tal vez puedas identificarte con el trabajo de ellos.

Sin saber nada acerca de este tipo de tratamientos, acepté la invitación para conocer el lugar. La clínica estaba rodeada de mucho verde, y tenía un gran lago; sin embargo, parecía estar vacía. No había nadie para explicarnos acerca de los tratamientos. Aunque había una placa de madera con una inscripción tallada, que me llamó la atención: “Aire puro, luz solar, agua, reposo, temperancia, ejercicios físicos, alimentos saludables y confianza en Dios: he aquí los verdaderos remedios”. Encontré aquellas palabras muy interesantes; sin embargo, como no había nadie para darme alguna explicación, quedé desanimada.

Al regresar a la facultad continué con mis dudas, y la ansiedad iba en aumento. Hasta que, a una semana de la graduación, un amigo que sabía de mi situación y compartía las mismas angustias que yo se me acercó, diciendo:

–¡Tim, Tim, ya sé lo que vas a hacer tú! El ministro de Salud está lanzando un nuevo proyecto en São Paulo, y ellos necesitarán profesionales con tu perfil para poder implantar el programa. Es en el área de Salud Pública.

Mi amigo comenzó a describir el programa, y era realmente lo que más se acercaba a la idea de la medicina con la cual era mi ideal trabajar. Sentí alivio al saber que mi futuro, de alguna manera, se estaba encaminando. Era como si un nuevo aliento de vida hubiera entrado en mí.

Me quedé más tranquila. Con el diploma en la mano y todas las pruebas ya realizadas, resolví tomarme algunos días para descansar.

LA ISLA DE LA MAGIA

Por Daniela

“¡Florianópolis! ¡Qué lugar maravilloso!”, pensé, acostada en una hamaca paraguaya, mientras contemplaba el mar verde esmeralda y sentía una suave brisa que acariciaba mi rostro. “Algún día voy a vivir aquí”.

Ya había aprendido a disfrutar de esta isla cuando todavía era adolescente, mientras pasaba algunas vacaciones con la familia. El sol, el mar, las bellas playas y la vida mucho más tranquila me atraían hacia aquella pequeña porción de paraíso. Realmente, ¡aquella era la “Isla de la Magia”!

Después de descansar algunos días allí volví a São Paulo. Había llegado la hora de comenzar a trabajar e iniciar mi especialización.

Mi primer empleo fue en un centro de salud en Mauá, en el ABC Paulista. El municipio estaba iniciando el Programa de Salud de la Familia, una estrategia del Gobierno que había surgido para mejorar las condiciones de salud en el país. El programa invierte en la atención primaria de la salud, es decir, en la prevención y en la promoción. Para esto, se contratan equipos de salud con médicos, enfermeros y técnicos, a fin de que trabajen en conjunto con los agentes comunitarios, que son personas de ese mismo lugar. Para conocer mejor a la comunidad, estos agentes actúan como facilitadores, a fin de que los equipos puedan desempeñar sus actividades en concordancia con la realidad local.

Además de atender en el consultorio del centro de salud, yo realizaba visitas en las casas, dentro de las villas miseria. Inmediatamente, en el comienzo de mis actividades allí, comencé a enfrentarme con una realidad totalmente diferente de aquella que yo había experimentado en la universidad: los protocolos de atención no podían llevarse a cabo, por falta de presupuesto y organización; los medicamentos de última generación ni siquiera existían en la farmacias populares, y el pueblo hablaba un lenguaje bastante diferente del académico. Apenas llegaba al centro de salud, en el primer horario de la mañana había una fila inmensa de personas que aguardaban. Tenían sus rostros desfallecientes, cansados, anémicos. Realizaba una consulta cada diez o quince minutos. Con una historia clínica en la mano, llamaba a un paciente detrás de otro.

–¡James Dean [Djeimes Dim]! ¡James Dean Da Silva! –llamé un día.

Nadie respondió.

Después de atender a toda esa fila, me había sobrado la historia clínica del primero que había llamado. “¡Madre mía!”, pensé, “¡creo que no es hoy el día en que voy a conocer al famoso artista de Hollywood!”

Cuando ya estaba saliendo del consultorio, lista para ir a almorzar, oí a alguien que golpeaba a mi puerta.

–Doctora, usted se olvidó de llamar a mi hijo –me abordó una mujer mulata, con un pañuelo sucio en la cabeza, con los dientes amarillentos y la apariencia de la misma miseria estampada en el rostro.

Observando que la muchacha estaba con un bebé en los brazos, envuelto en una pañoleta ajada y sucia, inmediatamente me anticipé:

–¡Oh, sí! ¡Entonces este es James Dean! –afirmé–. Yo ya lo había llamado, y tú no respondiste...

–No, doctora, ¡es James Dean [Jãmes Deã]!

*****

Iniciando el tratamiento natural

–Señor Juan, su presión está en 17/10! Usted tiene que tomar los medicamentos todos los días, ¿me entendió? –le dije con autoridad.

–¡Ah, hija mía, ni siquiera sé cuál es el remedio de la presión! –me respondió, sacando de su bolsillo una bolsa plástica llena de comprimidos fuera de sus embalajes originales–. ¿Es el amarillito o el verdecito?

–Señor Juan, ¿qué medicamentos son estos? ¿Por qué usted mezcló todo así? –le pregunté, ya perdiendo la paciencia.

–Estos remedios son de la diabetes de mi “muié” (mulher, en portugués: mujer); este es de mi nietito, que está con gripe; y este, para tratar el dolor en las “cóistas” (costas, en portugués: espaldas).

Respiré hondo y conté hasta diez.

Conocer y convivir con la dura realidad del país no fue nada fácil. La distancia que separaba mi mundo del de estos pobres miserables, el universo académico de la realidad, ¡era del tamaño del infinito!

Parecía sentir todo el peso de la responsabilidad de la profesión y la condición social de esas personas sobre mis espaldas. Sentía culpa, tristeza, y una cierta frustración.

Entonces, decidí desahogarme con alguien.

–Teresa –dije llamando a una enfermera de mi equipo–, creo que tenemos que hacer alguna cosa, no es posible continuar así...

Teresa era una señora cristiana, muy experimentada como enfermera. Siempre que yo estaba insegura, allí estaba ella, con toda la seguridad que solamente la experiencia te puede dar.

–Quédese tranquila, Dani, ¡Dios nos ayudará! –respondía ella, con una sonrisa en el rostro.

En esa misma época, el secretario de Salud del municipio, percibiendo que se gastaba mucho dinero en medicamentos que se utilizaban de manera inapropiada, contrató a una monja con experiencia en tratamientos naturales, para dar entrenamiento a todos los equipos del centro de salud.

–Coloquen la arcilla y el agua en un recipiente de vidrio; mézclenlo y aplíquenlo en la región donde la persona siente el dolor –nos explicaba la monja, muy segura de aquello que nos estaba enseñando.

“¿Arcilla para tratar el dolor? No lo creo”, pensé. “Me van a revocar el diploma”.

Nunca había visto algo parecido. Sin embargo, sabiendo que los tratamientos propuestos no tenían contraindicaciones ni efectos colaterales, y que la iniciativa venía de la propia Secretaría, resolví hacer la prueba en algunos pacientes.

En los comienzos, se compraba la arcilla en pequeñas cantidades. La enfermera preparaba todo en una sala, y me llamaba para que aplicara los emplastos alrededor de las rodillas, en las manos y en las caderas de las personas que tenían artritis y artrosis. Dejábamos a los pacientes en una sala de reposo, acostados en las camillas, hasta que la arcilla aplicada comenzara a secarse. Después de haberla retirado, los pacientes nos relataban la mejoría de sus dolores.

Comencé a mostrarme impresionada con los resultados positivos. ¡Tan simples y tan eficaces! Interesada por conocer un poco más acerca de ese método de tratamiento, intenté estudiar más acerca de cómo podría utilizar los recursos naturales de la mejor manera posible con el propósito de poder ayudar a mis pacientes. El propóleo para el dolor de garganta y el jugo de coles para el dolor de estómago ya eran tratamientos que mi familia utilizaba, con resultados positivos. En ese momento, decidí que también formarían parte de mis prescripciones.

*****

Subiendo y bajando los morros, huyendo de los tiroteos que se suscitaban cuando llegaba la droga, entrando en la casa de aquellas personas tan sufridas, comencé a reflexionar acerca del significado de la vida.

“¿Por qué tengo de todo y estas personas no tienen nada?” “Si Dios existe, ¿dónde está su justicia?” Estas eran algunas preguntas para las cuales yo buscaba respuestas, mientras regresaba al confort de mi hogar.

Al mismo tiempo que trabajaba, comencé mi especialización en el área de Salud Pública.

Coincidentemente, dos amigas que habían vivido conmigo en la época de la facultad también se habían mudado a la capital. Una de ellas estaba deprimida por causa de una relación conturbada. Y, como ya habíamos iniciado los estudios bíblicos en la época de la facultad, Leandro nos sugirió:

–Vamos a llevarla a la iglesia, y pedir la ayuda de algún pastor.

No recuerdo el motivo, pero no fui con mis amigos.

Ellos llegaron a una iglesia en Pinheiros, para un culto de miércoles a la noche, sin conocer a nadie. Al terminar la predicación, permanecieron en el banco, discutiendo si podrían continuar haciendo los estudios bíblicos con algún teólogo en São Paulo. El problema era que no conocían a nadie en aquella iglesia, y mucho menos a un teólogo. En el mismo instante, alguien tocó la espalda a uno de ellos:

–Encantado de conocerlos. Mi nombre es Hércules. Soy estudiante de Teología y necesito dar estudios bíblicos. ¿A ustedes les gustaría estudiar la Biblia?

–¡No lo puedo creer! –respondió mi amiga, muy entusiasmada–. ¡Vamos a comenzar ahora mismo!

–Ahora no –dijo el muchacho, sonriente–. Aunque podemos combinar para un día de la semana.

De esta manera, comenzamos nuestro primer estudio bíblico, en un departamento en Moema. Al comienzo, éramos un grupo de cuatro personas: tres médicas y un filósofo. Muy feliz y entusiasmada con el primer estudio dirigido, resolví llamar a otra amiga:

–Érika, ¿te gustaría estudiar la Biblia con nosotros?

–No creo mucho en eso –respondió ella–; sin embargo, te voy a acompañar.

Hércules nos había hecho una propuesta: que el estudio se realizara una vez por semana y que tuviera unos cuarenta minutos de duración. Sin embargo, no podíamos dejarlo ir si antes no lográbamos que respondiera a todas nuestras inquietudes. Y esto le llevaba casi tres horas.

–Chicos, el estudio está muy bien, pero me tengo que ir –nos decía el estudiante de Teología, intentando despedirse–. Tengo que tomar el tren subterráneo.

–No te preocupes, nosotros te podemos llevar –le respondía Érika sin titubear.

Después de algunos meses, advirtiendo que el grupo era muy cuestionador, Hércules decidió enviarnos con un pastor con mayor experiencia; era un señor que ya no tenía muchos cabellos. No era fácil dar estudios a un grupo como el nuestro. Además de tener muchas dudas, colocábamos, muchas veces, en jaque al pastor. Me acuerdo de la pelada del pastor, que se ponía coloradita; él sudaba. Sin embargo, siempre tenía las respuestas para todos nuestros cuestionamientos.

Pasados algunos meses, el simpático pastor se tuvo que mudar de São Paulo, y nos envió a un abogado que daba estudios bíblicos en Brooklin, otro barrio de São Paulo.

El vasto conocimiento bíblico e histórico del Dr. Ruy, quien lo transmitía de una manera tan clara que hasta los más humildes serían capaces de entender, fue lo que nos proporcionó una comprensión más profunda de la Biblia.

Nuestras dudas eran cada vez más respondidas. Y el entendimiento sobre la vida y la misión de Jesús se nos ampliaba. El significado del pecado, el plan de la salvación, el regreso de Jesús... ¡Él nos exponía cada tema de una manera tan fascinante y explicativa! Era como si estuviéramos descubriendo un nuevo mundo, revelando secretos que nos llevarían hacia la eternidad. Quedábamos tan absortos en los estudios que no sentíamos que el tiempo pasaba.

Después de que pasaron dos años, y comenzamos a poner en práctica las enseñanzas de la Biblia, empezamos a frecuentar la iglesia semanalmente, disminuimos las salidas a los bailes nocturnos e intentábamos mejorar nuestros hábitos en general. Solamente nos faltaba dar el último paso: entregar nuestra vida a Jesús, por medio del bautismo.

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Una propuesta indecente

Pasados dos años de haberme recibido, haciendo dos especializaciones al mismo tiempo y trabajando en medio de una villa miseria, comencé a estar estresada. Todos los días, al transitar por la Avenida Paulista, miraba hacia los controladores de calidad de aire, y estos decían: “Pésimo”; “Malo”; “¿Cómo puedo vivir en un lugar donde hasta el aire está pésimo?”, pensaba yo. El tránsito era infernal, los asaltos, los motoqueros, el barullo... Todo me irritaba. Lo que yo más quería era salir de la metrópoli y disfrutar de una vida más tranquila.

“Triiiiiiinnnnnnnn”, sonó el teléfono en mi casa.

–Hola, Dani. Soy Carlos, de Floripa (Florianópolis). Estoy pensando en abrir un nuevo negocio en un barrio supergenial de la isla.

–¡Qué fantástico! Y... ¿qué podría hacer yo para ayudarte? –le pregunté.

–Dado que el comercio que alquilé tiene un restaurante inactivo, ¡pensé que tú podrías montar un restaurante aquí! ¿Por qué no vienes aquí, para conocer la zona?

“¡No lo puedo creer, esta es mi oportunidad!”, pensé.