Vagamundo y otros relatos - Eduardo Galeano - E-Book

Vagamundo y otros relatos E-Book

Eduardo Galeano

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"Si algo caracteriza a Vagamundo es el presentarnos al Galeano cuentista. Los personajes de estos artículos y cuentos atraviesan las historias y temáticas que aborda el autor en su obra. Estos relatos breves fundaron el estilo narrativo que haría inconfundible, en los libros siguientes, la obra de Eduardo Galeano."

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Siglo XXI de España / Biblioteca Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

Vagamundo y otros relatos

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Eduardo Galeano

© Siglo XXI de España Editores, S. A.

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1897-9

Si algo caracteriza a Vagamundo es el presentarnos al Galeano cuentista. Estos relatos breves fundaron el estilo narrativo que haría inconfundible, en los libros siguientes, la obra del gran escritor uruguayo.

«Un libro pequeño para tanta vida ancha que corre por sus páginas.»

Osvaldo Soriano, La Opinión, Argentina

«Los gritos y susurros de América Latina.»

Marcelo Pichon-Rivière, Panorama, Argentina

«Hermoso y terrible.»

Jorge Ruffinelli, Marcha, Uruguay

«Voces subterráneas, mundos escondidos: una pasión extraordinaria.»

Gabriel Saad, Le Monde Diplomatique, Francia

Este libro reúne artículos y ensayos escritos entre 1989 y 1992, que tienen por tema la memoria, la realidad y la profecía de América.

Eduardo Galeano nació en Montevideo el 3 de septiembre de l940, aunque, desde principios de 1973, el exilio le llevó primero a Argentina y posteriormente a la costa catalana de España. A principios de 1985 regresó a Montevideo, donde vivió hasta su muerte el 13 de abril de 2015.

Autor de varios libros, traducidos a numerosas lenguas, en ellos llevó a cabo, sin remordimientos, una violación de las fronteras que separan los géneros literarios. A lo largo de una obra donde confluyen la narración y el ensayo, la poesía y la crónica, sus textos siempre trataron de recoger las voces del alma y de la calle, ofreciendo una síntesis de la realidad y su memoria.

En dos ocasiones fue premiado por la Casa de las Américas de Cuba y por el Ministerio de Cultura del Uruguay. Recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, los premios italianos Mare Nostrum, Pellegrino Artusi y Grinzane Cavour, el premio Dagerman, en Suecia, y la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue elegido primer Ciudadano Ilustre de los países del Mercosur y fue también el primer galardonado con el premio Aloa, de los editores de Dinamarca, el Cultural Freedom Prize, otorgado de la Fundación Lannan, y el Premio a la Comunicación Solidaria, de la ciudad española de Córdoba.

A Juan Carlos Onetti,Carlos Martínez Moreno y Mario Benedetti

Los relatos de "Vagamundo" se publicaron por primera vez en 1973. En ediciones posteriores, se agregaron otros cuentos, escritos en 1974, 1975 y 1980.

Secreto a la caída de la tarde

Él se me vino al galope, en un alazán que no le conocía. Después el alazán se alzó en dos patas y se desapareció y mi hermano también se desapareció. Yo hacía tiempo que lo venía llamando a él y él no venía. Lo llamaba y no lo encontraba. Y ayer me fui al monte y vino y me habló como antes, pero al oído.

Yo le cuido las cosas que dejó. Las escondí para que nadie se las toque. La honda, la caña de pescar, el tambor, el revólver de madera, los clavitos para hacer anzuelos. Lo tengo todo escondido y él cuando viene me pregunta. Yo tengo miedo de la gente que pasa y prefiero no salir. Vuelvo del rastrojo o de carpir la huerta y me quedo acá encerrado, en lo oscuro, cuidándole las cosas. Cuando encienden la lámpara de querosén, cierro los ojos pero los dejo un poquito abiertos, y la lámpara es una línea brillante y toda peluda de luz. Y a veces converso con mi amigo perro, que no sabe hablar.

Converso, para no dormirme. No quiero dormirme. Siempre que me duermo, me muero, Ya va para cinco años largos que al Mingo se le vino encima aquel camión en la carretera.

Él estaba pastoreando las dos vacas que teníamos. Yo lo hubiera defendido a mi hermano, si hubiera estado allí y con mi espada amarilla. Y fue ahí que me quedé sin ganas de jugar para más nunca. Me quedé sin más ganas de nada.

Porque con el Mingo siempre andábamos al mediodía, como lagartos, y nos íbamos a pescar y a cazar pajaritos. Pero después, ya no jugué más. Se me quitó el gusto.

Para mí que le hicieron el mal de ojo. Alguno que vino y lo miró mal justo cuando el Mingo estaba con la panza vacía y después vino el camión y lo aplastó. A los rusos el mal de ojo no les viene, me contaron. Es que los de aquí de Pueblo Escondido, la gente grande, tienen la vista muy fuerte. Demasiado. Aquí toda la gente grande es mala. Los grandes pegan. Me pegan cuando yo digo que con el Mingo puedo conversar todavía cuando quiero. Ni siquiera me dejan que lo nombre.

Yo no puedo hablar nunca de él, por eso.

Aquí en Pueblo Escondido no hablo yo. Cuando pasó aquello, yo agarré y me puse una careta que el Mingo me hizo para el carnaval, que era una máscara de diablo con los cuernos de trapo y barba de verdad y me la puse para que nadie sepa quién soy y me tiré con la bicicleta del turco Iván a toda velocidad por la barranca, para reventarme allá abajo contra la basura. Pero me fue mal y caí bien. Y me pegaron. Y me pasé la noche temblando y a la mañana me desperté todo meado y me metieron en un tonel de agua helada. Me dejaron en el agua helada y yo no lloré ni pedí que me saquen. Y la primera vez que apareció mi hermano, agarré y fui y se lo dije.

Yo le contaba todo. Le conté que andábamos comiendo naranjas verdes porque no había otra cosa. Y entonces mamá vendió las vacas y un día me dio plata para ir a comprar azúcar para en llenarnos bien llena la barriga, porque cuando uno come poco, la barriga se cierra y se queda chiquita y hay que hincharla para después poder ponerle comida. Y yo metí la plata en el bolsillo de atrás, que estaba agujereado, y esa vez también me pegaron.

Cuando me voy al monte a esperar al Mingo, tengo miedo que me descubra la gente. Y tengo miedo de los caranchos. También tengo miedo de los pozos, porque hay muchas trampas en el campo y el Diablo tiene la casa en el fondo de la tierra. Hay que tener cuidado de no caerse en el fondo del mundo, que es muy

muy hondo. Y también le tengo miedo a la tormenta. Me caen las primeras gotas gordas de la lluvia y ya me salgo disparando. A la tormenta le tengo miedo porque es tan blanca.

Estando mi hermano, es diferente. Estando él, yo no le tengo miedo a nada.

Ayer me trepé al brazo del árbol y me quedé fumando y esperando. Yo estaba seguro de que no me iba a fallar. Y el Mingo se apareció a caballo, en el centro justo de una inmensa nube de polvo, cuando ya quedaba poco sol en el cielo. Y él me pidió que me acercara, me hizo señas con un brazo, y me bajé y ahí abajo de un espinillo me habló en secreto. En el aire del monte se sentía el olorcito de las naranjas maduras. No se bajó del alazán. Se agachó, no más. Y me dijo que yo voy a tener plata y voy a agarrar y me voy a comprar un camión y lo voy a llenar todo de chala y barba de choclo para tener para fumar para siempre. Y me voy a ir. Y me voy a ir al mar.

El Mingo me dijo que pasando el horizonte está el mar y que yo nací para irme. Para irme, nací yo. Agarras el camión y te vas, me dijo. Y al que no le guste lo pisas con el camión. Así que me voy. Al mar, me voy. Y me llevo todas las cosas de mi hermano. Me monto en mi camión y hasta el mar no paro. Yo al mar sí que no le tengo miedo. El mar me estaba esperando y yo no sabía. ¿Cómo será? ¿Cómo será el mar?, le pregunté a mi hermano. ¿Cómo será mucha agua junta? ¿Y el mar respira? ¿Y contesta cuando le preguntan? ¡Tanta agua que tiene el mar! ¿Y no se le escapa?

El pequeño rey zaparrastroso

Tarde a tarde, lo veían. Lejos de los demás, el gurí se sentaba a la sombra de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba en pulsaciones rápidas. Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.

El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche. El perro paraba las orejas y el gurí, con el ceño fruncido por detrás de la cortina del pelo sin color, les daba libertad a sus dedos para que se movieran en el aire. Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole a la altura del pecho, y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre las ramas de los eucaliptos y el repiqueteo de la lluvia sobre los

techos, nacían las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que se abalanzaban, al mediodía, con los picos abiertos por la sed. A veces a los dedos les brotaba, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían para celebrarlo. El aire olía a hinojos y a cedrones.

Un día le regalaron, los demás, una guitarra. El gurí acarició la madera de la caja, lustrosa y linda de tocar, y las seis cuerdas a lo largo del diapasón. La probó, la guitarra sonaba bien.

Y él pensó: qué suerte. Pensó: ahora, tengo dos.

El deseo y el mundo

Son los últimos días de agosto. No muy lejos de aquí, se sabe que el invierno ha empezado a morir. El frío está impregnado por el olor de las flores amarillas de los aromos y se anuncia para pronto el estallido de las glicinas, las flores azules, las flores blancas; pronto el aire olerá a glicinas, no muy lejos de aquí, y olerá a manzanas y a diabluras. Se alargarán los días.

Si Gustavo pudiera, contaría que aquí los vidrios de las ventanas de las celdas han sido blanqueados con pintura para que los presos no vean el cielo. Contaría que eso es duro de sobrellevar, pero es duro solamente mientras dura el día. Durante la noche, no. A la noche, aquí, al fin y al cabo, es posible imaginarla, con la cruz del sur todavía alta y las tres marías todavía demoronas en mostrarse. Además, contaría Gustavo, a la noche es mejor no mirarla

desde aquí, no vale la pena. ¿Para qué? ¿Para ver los reflectores girando y girando desde las casamatas de las colinas? No. Si Gustavo pudiera, más que contar, preguntaría.

Y de todos modos pregunta. Pregunta otras cosas:

—¿Cómo te va en la escuela?

—¿Te lastimaste la frente? ¿Cómo fue?

—¿No trajiste ningún abrigo?

—¿Te cansaste? Son treinta cuadras...

Es difícil hacerse oír en medio del vocerío de todos los demás presos que, ávidos como él, aplastan sus rostros contra las alambradas.

Hay dos alambradas separándolo de Tavito:

Son alambradas de gallinero.

—Yo no me canso nunca. Camino y camino y no me canso.

—Pero hace frío.

—Yo camino y no lo siento. ¿No es verdad, papá? Cuando uno camina, el frío se asusta y se va lejos.

Gustavo permanece en puntas de pie y Tavito, a medio metro, también: no hay otra manera de verse las caras o, por lo menos, adivinarlas a través de la rejilla: la cara de Tavito sobresale apenas por encima de la base de cemento de la alambrada.

Hay muchas cosas que escuchar y toda la gente habla y las voces se confunden. A veces, se abren unos pocos segundos de silencio, como si todas las mujeres y los hombres y los niños se hubieran puesto misteriosamente de acuerdo para tomar aliento al mismo tiempo, y entonces queda el jirón de alguna frase desprendida en el aire.

—¿Y los dibujos? ¿No me trajiste dibujos? --No tengo ninguno.

Tavito intenta meter un dedo por entre los alambres, el dedo queda prisionero: no se puede.

—¿Cómo que no? Y todos aquellos dibujos que...

—Los rompí.

—¿Qué?

—Estaba con rabia y los rompí.

Gustavo piensa que Tavito ha de tener frías las manos. Gustavo enciende un cigarrillo, se echa humo en las manos. Desearía que hubiera una manera de mandarle calor a Tavito a través de la malla de alambre. Los dibujos. Un ojo que camina con patas de pestañas. El doctor reloj usa las agujas de bigotes. Viene el león y se los come a todos. El león agarra la luna con la pata. Te voy a explicar. Estos tres payasos le pegan al león para que suelte a la luna y la luna se cae y... El perro le muerde la cola a una señora gorda. ¿Los escuchás? Oí. La gorda está gritando guau, guau, y el perro está diciendo ay, ay.

Ahora Tavito tiene las dos manos abiertas contra los alambres y se las está soplando con el aliento.

—A la tía Berta se la tengo jurada —dice.

Detrás, hay una puerta pesada de rejas de hierro. Los soldados apuntan con las metralletas y tienen cachiporras y también revólveres en las cananas. Tavito dice:

—Ella me pegó.

El aire huele a humedad y a encierro.

—Por algo habrá sido.

Tavito patea el murete con la punta del zapato. Luego alza la mirada. Esta manera peligrosa de mirar. Aquella manera. La cara de Carmen, cara de chiquilina ávida, quiero todo, quiero más, los ojos curiosos, hambrientos, devorándose al mundo.

—¿Me oís?

—Sí, sí.

Gustavo siente un malestar en la garganta.

Carmen alza la mirada, el techo es alto y gris.

Tavito dice:

—Escuchá.

—Sí, sí. ¿Qué?

—La barriga. Me está hablando.

Tavito les hace muecas a los soldados, les

saca la lengua.

—¿Por qué te pegó?

—¿Quién?

—Berta. Me dijiste que te pegó.

Tavito permanece en silencio con la cabeza baja. Por fin dice, y Gustavo apenas puede escucharlo:

—Ella se enoja porque me hago pichí en la cama.

—Y el Águila del Desierto, ¿sabe que vos te andás meando? A Tavito la sangre se le sube a la cara y le hace cosquillas hirvientes.

—Cuando yo sea grande, me las va a pagar.

—El Águila del Desierto no va a querer ser tu amigo.

—El Águila no sabe que me hago pichí.

—Ah, él se entera de todo.

—Pero no. No ves que él no vive en la misma vida que yo. Él vive en la vida de la guerra.

Mi vida es distinta. En mi vida hay una vieja con una cara de Berta.

Gustavo no había querido que Tavito viniera. Verlo, había pensado, será peor. Pero el último domingo le había pedido a su hermana que lo trajera y que ella lo esperara afuera.

—¿Y ese vendaje que tenés en la frente?

No puedo creer que... Pero... ¿y la nariz? ¡Si tenés la nariz hinchada!

—Vos peleaste contra diez. En el diario decía. Yo también voy a ser fuerte y voy a pelear contra todos.

—¿Cómo fue?

—En la escuela, fue.

—Yo no peleé contra diez ni contra ninguno. Te querés parecer a alguno de esos maricones de la televisión.

—Ellos estaban hablando mal de vos.

—Ellos, ¿quiénes?

—Ellos, en la escuela.

—¿Qué decían?

—Que te van a matar los soldados. Ellos decían eso y yo les pegué y por poco los mato a todos.

Gustavo traga saliva. Siente una opresión en las sienes. Las orejas le arden. Quisiera sentarse. Estar lejos. Estar antes. Antes, ¿cómo era? Tavito está hablando, está diciendo:

—La tía Berta me mostró una foto tuya de cuando eras chiquito. Yo antes no te conocía de chiquito.

Y entonces Gustavo siente que lentamente retroceden los rostros del hijo y los compañeros y los soldados y viaja, desde este día y esta cárcel, hacia otro tiempo. El viejo tiempo regresa, el viejo mundo, y antes de que huya Gustavo está brincando por la orilla del mar, a su lado baila el enano Tachuela, baila con una escoba parada en la palma de la mano: Gustavo perseguía a la banda del pueblo, los cuatro o cinco viejos destartalados que iban desatando un bochinche de tambores, y adelante de todos marchaba un negro de dientes brillantes que soplaba la trompeta como nadie; el negro se detenía, alzaba la trompeta con una mano y con la otra lo alzaba a Gustavo y se reía a las carcajadas y también el sol, viéndolos a todos, se moría de la risa.

—Me quise quedar con la foto y ella me la sacó.

Y veinte años después, Tavito preguntaba por qué vienen los pingüinos a morir a la costa, aprendía a presentir la lluvia: canta el benteveo su canto quebrado y fugaz, los chingolos baten las alas contra la tierra levantando polvareda; las hormigas atraviesan, desesperadas, los caminos.

—¿Cuándo vas a volver a casa? --No sé. Pronto.

El viento norte, que te da en la espalda, es viento de tierra, pero cuando el pampero viene, Tavito, viene para limpiar el aire. Mirá. Hoy el mar tiene espuma de cerveza. Una gaviota le rozó la cabeza con el ala. La espuma se hinchaba, temblaba, abría bocas, respiraba. Subía la marea: habrá buen tiempo, Tavito. La espuma se echaba a volar, Tavito tenía bigotes de espuma.

—¿Mañana?

—Puede ser. No sé.

Tavito perseguía las flores de cardo que subían y flotaban y subían por el aire y Gustavo preguntaba: ¿quién canta?, y Tavito se detenía, aguzaba el oído, decía: un pirincho. No, mirá: y entonces Gustavo le señalaba la cabecita amarilla del carpintero entre las ramas de los árboles.

—¿Quién es el que sabe cuándo vas a volver a casa? --Nadie sabe, Tavito.

¿Cuántos días han transcurrido? ¿Cuántos meses? Una noche se descubre que llevar la cuenta es peor. Antes, antes. Gustavo mira sin ver. Abolir el tiempo. Volver atrás. Quedarme, Carmen, quedarme en vos. Yo creía, Carmen, que no ibas a terminarte nunca. Te apreté la mano y la mano latía, estaba viva como un pájaro. Antes, antes de todo. Y las estrellas, papá, ¿qué hacen durante el día? ¿Por qué ponieron mosquitos en el Arca de Noé? ¿Por qué mamá murió? Dos perros rodaban mordiéndose por los médanos y Gustavo ya había estado preso, no dormía en la casa, tres veces habían venido a revolver las cosas unos tipos de uniforme, estaban armados como los que trabajan en la tele, esos de la serial de "Combate", daban vuelta la casa y Tavito los miraba sin pestañar y sin abrir la boca, clavado contra la pared; el cuerpo le temblaba hasta los dedos de los pies. Gustavo le había dicho: hay tantas cosas que tendrás que descubrir, Tavito. Las cosas invisibles, las difíciles, la brecha que te espera entre el deseo y el mundo: apretarás los dientes, resistirás, nunca pedirás nada. No, no se vive para ganarle a nadie, Tavito. Se vive para darse.

Tavito señala, con el mentón, a los soldados.

—Y éstos, ¿no saben cuándo vas a volver?

—Tampoco saben.

Darse. Pero, ¿y él? ¿Tengo derecho?, se pregunta, ahora, Gustavo. Y él, ¿qué culpa tiene? He elegido por él sin consultarlo. ¿Me odiará alguna vez? Gustavo lo ve aproximarse a uno de los soldados. Tavito le habla, el soldado se encoge de hombros y luego le acerca una mano para acariciarle la cabeza. Tavito pega un brinco, como si la mano del soldado estuviera electrizada.

¿Tengo derecho? He decidido por él. ¿Había otra manera? Gustavo mira a los costados, a los compañeros, rostro por rostro, los hombres con quienes comparte la comida y la pena y las palabras de aliento que se pasan unos a otros, como el mate, de boca en boca. El tiempo de ahora y el tiempo de después. Alguien le arroja, desde el otro extremo de la fila, un paquete de cigarrillos. Gustavo lo caza al vuelo.

Y entonces Tavito dice:

—No te preocupes.

Dice:

—Cuando yo sea astronauta, nos vamos a ir a la luna o nos vamos a ir a pescar.

Afuera, el infinito camino de tierra se extiende, polvo y frío, por entre los muñones de los árboles talados. Hay un sol blanco en el cielo. Tavito mira fijo al sol, luego cierra los ojos, siente el sol metiéndose, estremecedor, en el cuerpo. La luz lo persigue y le calienta la espalda. Entre el sol y Tavito, camina una mujer que lleva un atado de ropa colgando de una mano.

Al otro lado de las colinas, los aromos huelen a miel. Y en la ciudad, no muy lejos de aquí, el viento alza papeles viejos, en remolinos, por las calles. En los mercados pregonan las frutillas de Salto. Los perros dormitan, al sol, junto a los mendigos. Sentado en el cordón de la vereda, un chiquilín dibuja el mundo con un palito.

El monstruo amigo mío

Yo al principio no lo quería porque creía que él iba a comerme un pie.

Los monstruos son agarradores de mujeres, que se llevan una mujer en cada hombro y si son monstruos viejitos se cansan y tiran a una de las mujeres en la cuneta del camino. Pero este que yo digo, el amigo mío, es un monstruo especial.

Nosotros nos entendemos bien, aunque el pobre no sabe hablar y por eso todos le tienen miedo.

Este monstruo amigo mío es tan pero tan grandote que los gigantes le llegan nada más que hasta el tobillo y él nunca agarra mujeres ni nada.

Él vive en el África. En el cielo no vive, porque si estuviera en el cielo, como Dios, se caería. Es demasiado grande para poder vivir por ahí por el cielo. Hay otros monstruos más chicos que él y entonces viven en el infinito, cerca de donde queda Plutón, o todavía más lejos, allá en el onfinito o en el piranfinito. Pero este monstruo amigo mío no tiene más remedio que vivir en el África.

Dos por tres me visita. A él nadie lo ve, pero él puede verlos a todos. Además, se puede convertir en cualquier cosa que quiera. A veces es un cangurito que me salta en la barriga cuando me río o es el espejo que me devuelve la cara cuando me parece que la perdí, o es una serpiente disfrazada de lombriz que me hace la guardia en la puerta para que nadie venga y me lleve.

Ahora, hoy o mañana, el monstruo amigo mío va a aparecer caminando por el mar, convertido en un guerrero que más inmenso no puede ser y echando fuego por la boca. De un solo soplido va a reventar la cárcel donde lo tienen preso a mi papá y me lo va a traer en la uña del dedo chiquito y me lo va a meter en mi cuarto por la ventana. Yo le voy a decir: "Hola", y él se va a volver al África despacito por el mar.