Varias obras de Baldomero Lillo VII - Baldomero Lillo - E-Book

Varias obras de Baldomero Lillo VII E-Book

Baldomero Lillo

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Beschreibung

Primer volumen de obras completas del cuentista chileno Baldomero Lillo, relatos cortos de profundo corte naturalista y arraigados en un realismo social que disecciona la realidad chilena de su época. Contiene los siguientes relatos: Caza Mayor, El ahogado, El angelito y El calabozo número 5.-

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Baldomero Lillo

Varias obras de Baldomero Lillo VII

 

Saga

Varias obras de Baldomero Lillo VII

 

Copyright © 1904, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728027073

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Caza Mayor

En el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas y polvorosas.

En las sendas desnudas, abrasa la arena negra y gruesa, y entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.

Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos. Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades. Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta de los pies.

Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.

Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo, del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.

Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo del anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso el agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante.

La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atascaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigón más grueso que los demás, antes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del cañón: era Carlomagno que iba a hacer compañía a sus caballeros. Terminada la tarea y cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos, a guisa de pantalla, exploraba el horizonte, indeciso acerca de la dirección que debía seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo y que crispa los nervios del más flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha, en una ligera depresión del terreno, percibió distintamente al ave abatiéndose con rápido aleteo. En algunos minutos salvó la distancia y aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la pieza agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. Aún no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba y rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspié.

Lanzó un grito de sorpresa y de cólera:

—¡Quita allá, Napoleón!

Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado.

Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso y lleno de coraje menudea los golpes que el ladrón esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado y jadeante se detuvo apoyándose en el cañón de su vieja carabina. A la cólera había sucedido la angustia dolorosa que se experimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron, y cambiando de táctica, con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa, repetía:

—Napoleón, buen perro, venga acá, hijito.

Entretanto el buen perro husmeaba el suelo, recogiendo las migajas del festín, y terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente, y fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció muy dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura y con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fue a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco sólidas del vejete.

Ante el cinismo y la desvergüenza de que hacía gala aquel mal bicho, sintió que le volvía el coraje y por un instante sólo ideas de sangre y de exterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de pólvora y la bolsa entera de perdigones y en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire.

Pronto se aplacó: el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito.

La afición del dogo por las perdices era de época reciente y databa del día en que una de estas aves herida al vuelo por certero disparo fue a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria, porque a partir de allí, oír un escopetazo y salir disparado, era todo uno.

Ese día atraído por el primer tiro había llegado a tiempo para aprovecharse del segundo.

El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió: irguió su pequeña talla y tomando el fusil por el cañón tiró con bríos de través un culatazo a la maldita bestia, pero sólo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron y cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos y rostro. Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que, sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.