Veinte mil leguas de viaje submarino - Jules Verne - E-Book

Veinte mil leguas de viaje submarino E-Book

Jules Verne.

0,0

Beschreibung

Veinte mil leguas de viaje submarino es una obra narrada en primera persona por el profesor francés Pierre Aronnax, notable biólogo, que es hecho prisionero por el Capitán Nemo y es conducido por los océanos a bordo del submarino Nautilus, en compañía de su criado Conseil y del arponero canadiense Ned Land. Esta edición, que cuenta con una nueva traducción, será una de las obras gráficas más importantes del año. Agustín Comotto ha realizado más de 50 ilustraciones para este libro en un proceso que le ha ocupado dos años de trabajo. Un edición imprescindible de un clásico imprescindible para lectores de todas las edades. "Un impresionante edición con más de sesenta ilustraciones y una nueva traducción del clásico de Verne"

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 676

Veröffentlichungsjahr: 2013

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

Jules Verne

Ilustraciones de Agustín Comotto

Título original: Vingt mille lieues sous les mers

© de las ilustraciones: Agustín Comotto

© de la traducción: Íñigo Jáuregui

Edición en ebook: septiembre de 2013

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-92683-44-4

Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Ilustraciones

PRIMERA PARTE

I. UN ESCOLLO HUIDIZO

II. LOS PROS Y LOS CONTRAS

III. COMO GUSTE EL SEÑOR

IV. NED LAND

V. ¡A LA AVENTURA!

VI. A TODA MÁQUINA

VII. UNA BALLENA DE ESPECIE DESCONOCIDA

VIII. MOBILIS IN MOBILI

IX. LA CÓLERA DE NED LAND

X. EL HOMBRE DE LOS MARES

XI. EL NAUTILUS

XII. TODO POR LA ELECTRICIDAD

XIII. ALGUNAS CIFRAS

XIV. EL RÍO NEGRO

XV. UNA INVITACIÓN POR CARTA

XVI. UN PASEO POR LA LLANURA

XVII. UN BOSQUE SUBMARINO

XVIII. CUATRO MIL LEGUAS BAJO EL PACÍFICO

XIX. VANIKORO

XX. EL ESTRECHO DE TORRES

XXI. UNOS DÍAS EN TIERRA

XXII. EL RAYO DEL CAPITÁN NEMO

XXIII. AEGRI SOMNIA

XXIV. EL REINO DE CORAL

SEGUNDA PARTE

I. EL OCÉANO ÍNDICO

II. UNA NUEVA PROPUESTA DEL CAPITÁN NEMO

III. UNA PERLA DE DIEZ MILLONES

IV. EL MAR ROJO

V. «ARABIAN TUNNEL»

VI. EL ARCHIPIÉLAGO GRIEGO

VII. EL MEDITERRÁNEO EN CUARENTA Y OCHO HORAS

VIII. LA BAHÍA DE VIGO

IX. UN CONTINENTE DESAPARECIDO

X. LAS HULLERAS SUBMARINAS

XI. EL MAR DE LOS SARGAZOS

XII. CACHALOTES Y BALLENAS

XIII. LA BANQUISA

XIV. EL POLO SUR

XV. ¿ACCIDENTE O INCIDENTE?

XVI. FALTA DE AIRE

XVII. DEL CABO DE HORNOS AL AMAZONAS

XVIII. LOS PULPOS

XIX. EL GULF STREAM

XX. A 47º 24´ DE LATITUD Y 17º 28´ DE LONGITUD

XXI. UNA HECATOMBE

XXII. LAS ÚLTIMAS PALABRAS DEL CAPITÁN NEMO

XXIII. CONCLUSIÓN

Contraportada

Jules Verne

(Nantes, 1828 - Amiens, 1905)

Escritor francés, considerado el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Se escapó de su casa a la edad de 11 años para ser grumete y más tarde marinero, pero, prontamente atrapado y recuperado por sus padres, fue llevado de nuevo al hogar paterno en el que, en un furioso ataque de vergüenza por lo breve y efímero de su aventura, juró solemnemente (para fortuna de sus millones de lectores) no volver a viajar más que en su imaginación y a través de su fantasía. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. De 1848 a 1863 escribió libretos de ópera y obras de teatro. En 1863 obtuvo su primer éxito con la publicación de Cinco semanas en globo (1869). Documentaba sus fantásticas aventuras y predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo XX.

Agustín Comotto

(Buenos Aires, 1968)

Aprendió a dibujar cómics de la mano de Alberto Breccia y Leopoldo Durañona, publicando para diversos medios en Argentina y en Estados Unidos. Desde los 90 se dedica exclusivamente al campo de la ilustración como ilustrador y autor. Tiene libros publicados en México, Venezuela, Argentina, España, Corea e Italia. En el 2000 recibe el premio «A la orilla del Viento» de la editorial Fondo de Cultura Económica y en el 2001 la mención White Raven por el álbum Siete millones de Escarabajos del cual es autor e ilustrador. Desde el año 1999 vive en Corbera de Llobregat, pueblo cerca de Barcelona.

PRIMERA PARTE

I

UN ESCOLLO HUIDIZO

El año de 1866 quedó marcado por un acontecimiento extraño, un fenómeno inexplicado e inexplicable que seguramente nadie haya olvidado. Sin hablar de los rumores que agitaban a las poblaciones de los puertos y excitaban la mente del público continental, la gente de mar lo vivió con especial emoción. Los negociantes, armadores, capitanes de navío, patrones y maestres de Europa y América, los oficiales de marina de todos los países y, después de ellos, los gobiernos de los diversos estados de ambos continentes se preocuparon vivamente por este suceso.

En efecto, desde hacía algún tiempo varios navíos se habían encontrado en alta mar con «algo enorme», un objeto largo, fusiforme, a veces fosforescente, infinitamente mayor y más rápido que una ballena.

Los hechos relativos a esta aparición, consignados en diversos diarios de a bordo, coincidían con bastante exactitud sobre la estructura del objeto o el ser en cuestión, su insólita velocidad de movimientos, la potencia sorprendente de sus desplazamientos y la singular vida que parecía animarlo. Si era un cetáceo, superaba en tamaño a todos los que la ciencia había clasificado hasta entonces. Ni Cuvier ni Lacépède ni Duméril ni Quatrefages hubiesen admitido la existencia de un monstruo semejante, a menos que lo hubieran visto con sus propios ojos de sabios.

De aceptar el promedio de las observaciones realizadas en diversas ocasiones —descartando las tímidas estimaciones que asignaban a dicho objeto una longitud de doscientos pies y rechazando las opiniones exageradas que hablaban de mil pies de ancho y tres mil de largo—, se podía afirmar que aquel ser extraordinario, si en verdad existía, superaba ampliamente las medidas admitidas hasta la fecha por los ictiólogos.

Pero aquello existía, era innegable, y, dada la atracción que siente el cerebro humano por lo maravilloso, se comprenderá la emoción suscitada en el mundo entero por esta aparición sobrenatural. No se la podía relegar a la categoría de mera fábula.

En efecto, el 20 de julio de 1866 el vapor Governor Higginson, de la Calcutta and Burnach Steam Navigation Company, se había encontrado con aquella masa moviente a cinco millas al este de las costas de Australia. Al principio el capitán Baker se creyó ante un escollo desconocido. Se disponía incluso a fijar su posición exacta, cuando dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable objeto, se elevaron silbando en el aire a ciento cincuenta pies de altura. De modo que, a menos que aquel escollo estuviese sometido a las expansiones intermitentes de un géiser, el Governor Higginson se hallaba indudablemente frente a un mamífero acuático desconocido hasta entonces, que expulsaba chorros de agua por sus espiráculos, mezclados con aire y vapor.

Un hecho similar fue observado el 2 de julio del mismo año en las aguas del Pacífico por el Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company. Así pues, el singular cetáceo se desplazaba de un lugar a otro a una velocidad sorprendente, pues en un intervalo de tres días el Governor Higginson y el Cristóbal Colón lo habían avistado en dos puntos del mapa separados por más de setecientas leguas marinas.

Quince días después, a dos mil millas de distancia, el Helvetia, de la Compañía Nacional, y el Shannon, de la Royal Mail, que marchaban en dirección opuesta por la zona del Atlántico comprendida entre Estados Unidos y Europa, señalaron, respectivamente, la ubicación del monstruo a 42° 15´ de latitud norte y 60° 35´ al oeste del meridiano de Greenwich. En esta observación simultánea se creyó poder calcular la longitud mínima del mamífero en más de trescientos cincuenta pies ingleses, puesto que el Shannon y el Helvetia eran más pequeños que él, pese a medir cien metros de proa a popa. Y sin embargo, las ballenas más grandes, las que frecuentan los parajes de las islas Aleutianas, la kulammak y la umgullick, jamás han superado los cincuenta y seis metros de largo, si es que los han alcanzado.

Los informes que llegaban cada vez con más frecuencia, nuevos avistamientos realizados a bordo del trasatlántico Le Pereire, un choque entre el Etna, de la compañía Iseman, y el monstruo, un atestado redactado por los oficiales de la fragata francesa La Normandie, una información muy fiable obtenida por el Estado Mayor del comodoro Fitz-James, a bordo del Lord Clyde, conmocionaron profundamente a la opinión pública. En los países de humor ligero se tomó el fenómeno a broma, pero en los países graves y prácticos, como Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, suscitó una gran preocupación.

El monstruo se puso de moda en los grandes centros de reunión: se le cantó en los cafés, fue ridiculizado en los periódicos y representado en los teatros. Los diarios sensacionalistas vieron en él una buena ocasión para dar rienda suelta a elucubraciones de todo tipo. A falta de una imagen, volvieron a aparecer en los diarios todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible «Moby Dick» de las regiones hiperbóreas, hasta el descomunal kraken, cuyos tentáculos pueden enlazar un buque de quinientas toneladas y arrastrarlo a los abismos del océano. Incluso se reprodujeron las crónicas de la Antigüedad, las opiniones de Aristóteles y Plinio, que admitían la existencia de estos monstruos, las historias noruegas del obispo Pontoppidan, las relaciones de Paul Heggede y, por último, los informes de Harrington, de cuya buena fe no puede dudarse cuando afirma haber visto, yendo a bordo del Castillan, en 1857, la enorme serpiente que hasta entonces solo había frecuentado los mares del antiguo Constitucional.

Estalló entonces una polémica interminable entre los crédulos y los incrédulos en las sociedades y en las revistas científicas. La cuestión del «monstruo» encendió los ánimos. Los periodistas que se declaraban partidarios de la ciencia, frente a los que propugnaban el ingenio, hicieron correr ríos de tinta durante esta memorable campaña, y hasta algunas gotas de sangre, pues de la serpiente de mar pasaron a los insultos y a los ataques personales.

Durante seis meses la guerra continuó con suerte diversa. La prensa popular replicaba con elocuencia inagotable a los sesudos artículos del Instituto Geográfico de Brasil, de la Academia Real de las Ciencias de Berlín, de la Asociación Británica, del Instituto Smithsoniano de Washington, a los debates de The Indian Archipelago, de Cosmos del abad Moigno, de los Mittheilungen de Petermann y a las crónicas científicas de los grandes periódicos de Francia y del extranjero. Sus ingeniosos redactores, parodiando una frase de Linneo citada por los detractores del monstruo, afirmaron que «la naturaleza no engendra tontos» y exhortaron a sus lectores a no desmentir a la naturaleza admitiendo la existencia de los krakens, las serpientes de mar, las Moby Dicks y otras elucubraciones de marinos delirantes. Finalmente, como remate, en un artículo de cierto diario satírico muy temido, su redactor más popular arremetió contra el monstruo y, como Hipólito, le asestó el golpe de gracia y acabó con él entre la carcajada general. El ingenio había vencido a la ciencia.

Durante los primeros meses de 1867 la cuestión pareció quedar enterrada, y no tenía visos de resucitar cuando se hicieron públicos nuevos acontecimientos. Ya no se trataba de un problema científico que resolver, sino de un peligro serio, real, que era preciso evitar. La cuestión tomó otro cariz. El monstruo se convirtió de nuevo en islote, roca, escollo, pero un escollo huidizo, indeterminable, incomprensible.

El 5 de marzo de 1867 el Moravian, de la Montreal Ocean Company, que esa noche se hallaba a 27° 30´ de latitud y a 72° 15´ de longitud, chocó por estribor contra una roca que no constaba en ninguna carta marina. Bajo el efecto combinado del viento y de sus cuatrocientos caballos de vapor, el barco avanzaba a una velocidad de trece nudos. No hay duda de que, de no ser por la extraordinaria calidad de su armazón, el Moravian se hubiese partido por el choque y se habría hundido con los doscientos treinta y siete pasajeros que transportaba desde Canadá.

El accidente ocurrió hacia las cinco de la mañana, cuando empezaba a despuntar el alba. Los oficiales de guardia corrieron a popa y examinaron el océano con la más escrupulosa atención. No vieron nada, a excepción de un fuerte remolino que burbujeaba a tres cables1 de distancia, como si las aguas hubiesen sido batidas con violencia. Se tomó nota exacta del lugar y el Moravian continuó su ruta sin averías aparentes. ¿Había chocado con un arrecife o con algún enorme barco naufragado? No se pudo averiguar, pero, una vez examinado su casco en el muelle, hubo que admitir que tenía rota una parte de la quilla.

Este hecho, extremadamente grave de por sí, quizá se habría olvidado como tantos otros si tres semanas después no se hubiera reproducido en idénticas circunstancias. La nacionalidad del barco que sufrió este nuevo choque y el renombre de la compañía a la que pertenecía hicieron que el suceso cobrase una repercusión extraordinaria.

Todo el mundo conoce al célebre armador inglés Cunard, el inteligente industrial que en 1840 fundó un servicio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de madera y ruedas que tenían una fuerza de cuatrocientos caballos y capacidad para mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho años después la flota de la compañía se vio incrementada con cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ochocientas toneladas, y, dos años más tarde, con otros dos buques superiores en potencia y tonelaje. En 1853 la compañía Cunard, cuya exclusiva para el transporte de correo acababa de ser renovada, añadió sucesivamente a su flota el Arabia, el Persia, el China, el Scotia, el Java y el Rusia, todos ellos barcos de primer nivel y (después del Great Eastern) los más grandes que jamás hayan surcado los mares. Así, en 1867 la compañía poseía doce barcos, ocho de ruedas y cuatro de hélices.

Si doy estos detalles es para que se comprenda la importancia de esta compañía de transportes marítimos, conocida en el mundo entero por su inteligente gestión. Ninguna empresa de navegación transoceánica ha sido nunca dirigida con tanta habilidad ni coronada con tanto éxito. Desde hace veintiséis años, los barcos Cunard han atravesado dos mil veces el Atlántico sin que se haya malogrado un solo viaje, sin que haya habido un retraso ni se haya perdido una carta, un pasajero o un barco. Por ello los pasajeros siguen prefiriendo la línea Cunard, pese a la poderosa competencia de las compañías francesas, como revela el examen de los documentos oficiales de estos últimos años. Dicho esto, nadie se sorprenderá de la conmoción que provocó el accidente sufrido por uno de sus mejores barcos.

El 13 de abril de 1867 el Scotia navegaba con mar tranquilo y brisa favorable a 15º 12´ de longitud y a 45º 37´ de latitud. Marchaba a una velocidad de tres nudos y cuarenta y tres centésimas, impulsado por sus mil caballos de vapor. Sus ruedas batían el mar con una regularidad perfecta. Su calado en esos momentos era de seis metros con sesenta y seis centímetros y su desplazamiento de seis mil seiscientos veinticuatro metros cúbicos de agua.

A las cuatro horas y diecisiete minutos de la tarde, mientras los pasajeros merendaban en el gran salón, se produjo un choque casi imperceptible en la quilla del Scotia, en su costado, detrás de la rueda de babor.

El Scotia no había chocado, algo había chocado contra él con un instrumento tan cortante y afilado como contundente. El impacto había parecido tan leve que nadie se habría inquietado a bordo de no ser por los gritos de los marineros que subieron al puente, exclamando:

—¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!

Al principio los pasajeros quedaron espantados, pero el capitán Anderson se apresuró a tranquilizarlos. En efecto, el peligro no era inminente. El Scotia, dividido en siete compartimentos estancos, podía enfrentarse sin riesgo alguno a una vía de agua.

El capitán Anderson se dirigió inmediatamente a la cala. Descubrió que el quinto compartimento había sido invadido por el mar, y la rapidez de la invasión demostraba que la vía de agua era considerable. Afortunadamente las calderas no estaban en ese compartimento, pues los motores se habrían apagado de golpe.

El capitán Anderson dio el alto inmediatamente y uno de los marineros se sumergió para examinar la avería. Instantes después se confirmó la existencia de un gran agujero de dos metros en el casco del buque. No era posible cegar una vía de agua tan grande, y el Scotia, con sus ruedas medio sumergidas, tuvo que proseguir así su viaje. Se hallaba entonces a trescientos metros del cabo Clear y, tras un retraso de tres días que causó una gran inquietud en Liverpool, entró en las dársenas de la compañía.

Los ingenieros procedieron entonces a examinar el Scotia, que se atracó en dique seco. No daban crédito a sus ojos. Dos metros y medio por debajo de la línea de flotación se abría una brecha regular en forma de triángulo isósceles. La fractura de la plancha era de una limpieza perfecta, y ni una taladradora la hubiera practicado con más precisión. Por lo tanto, el instrumento que la había producido debía de tener un temple poco común y, tras ser lanzado con una fuerza prodigiosa y haber perforado una plancha de cuatro centímetros, debía de haberse retirado con un movimiento de retroceso verdaderamente inexplicable.

Este era el último suceso que volvió a apasionar a la opinión pública. Desde ese momento todos los accidentes marítimos sin causa determinada se achacaron al monstruo. Se atribuyó al animal fantástico la responsabilidad de todos esos naufragios, cuyo número era por desgracia considerable, pues, de los tres mil barcos cuya pérdida se registra cada año en el Bureau Veritas, la cifra de vapores o veleros supuestamente naufragados, al no haber noticia de ellos se eleva por lo menos a doscientos.

Pues bien, el «monstruo» fue justa o injustamente acusado de tales desapariciones y, al volverse las comunicaciones entre los distintos continentes cada vez más peligrosas por su culpa, el público se pronunció y exigió categóricamente que el mar quedase libre a toda costa del formidable cetáceo.

1 Según la RAE, un cable es la «décima parte de una milla, equivalente a unos 185 metros». (N. del T.)

II

LOS PROS Y LOS CONTRAS

En la época en que se produjeron estos acontecimientos, yo acababa de volver de una exploración científica emprendida en las salvajes tierras de Nebraska, en Estados Unidos. El gobierno francés me había incluido en dicha expedición en mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París. Tras pasar seis meses en Nebraska, cargado de valiosas colecciones, llegué a Nueva York a finales de marzo. Debía partir hacia Francia a primeros de mayo, así que, durante la espera, andaba ocupado clasificando mis tesoros minerales, botánicos y zoológicos cuando ocurrió el incidente del Scotia.

Yo estaba al tanto de la cuestión candente en aquellos días. ¿Cómo no iba a estarlo? Había leído y releído todos los periódicos norteamericanos y europeos sin sacar nada en claro. El misterio me intrigaba. Ante la imposibilidad de formarme una opinión, pasaba de un extremo al otro. No cabía duda de que allí había algo, y se invitó a los incrédulos a meter el dedo en la llaga del Scotia.

Cuando llegué a Nueva York la cuestión estaba al rojo vivo. La hipótesis del islote flotante, del escollo huidizo, defendida por algunas mentes poco competentes, estaba completamente descartada. Y es que, a menos que el escollo tuviese una máquina en su interior, ¿cómo podía desplazarse con una rapidez tan prodigiosa?

También se descartó la existencia de un casco flotante, de un enorme barco naufragado, siempre en razón de su rapidez de desplazamiento.

Quedaban, pues, dos soluciones posibles para el enigma, que dividieron a la opinión pública en dos bandos claramente diferenciados: por un lado, quienes se decantaban por un monstruo de fuerza colosal; por otro, los que creían en un barco «submarino» con una extraordinaria potencia motriz.

Pero esta última hipótesis, aceptable después de todo, no pudo resistir las investigaciones realizadas en ambos mundos. Era poco probable que un individuo tuviese a su disposición un ingenio mecánico semejante. ¿Dónde y cuándo podía haberlo construido, y cómo lo habría mantenido en secreto?

Solo un gobierno podía poseer una máquina destructora semejante y, en estos tiempos desastrosos en que el hombre trata de multiplicar la potencia de las armas de guerra, era imposible que un Estado ensayara esa formidable máquina sin informar al resto. Después de los rifles chassepot, los torpedos; después de los torpedos, los arietes submarinos; y después... la reacción. Al menos, así lo espero.

La hipótesis de una máquina militar también fue descartada ante las declaraciones de todos los gobiernos. Al tratarse de una cuestión de interés público, puesto que las comunicaciones transoceánicas se estaban viendo perjudicadas, la sinceridad de los gobiernos no podía ponerse en duda. Además, ¿cómo admitir que la construcción de este buque hubiese escapado a los ojos del público? Mantener el secreto en las circunstancias actuales es muy difícil para un individuo, y ciertamente imposible para un Estado cuyos actos son continuamente vigilados por las potencias navales.

Así, tras las pesquisas realizadas en Inglaterra, Francia, Rusia, Prusia, España, Italia, Estados Unidos y hasta en Turquía, la hipótesis de un monitor submarino fue definitivamente desechada.

El monstruo salió nuevamente a flote, pese a las continuas burlas que le dedicaba la prensa sensacionalista y, en este sentido, la imaginación pronto se abandonó a las más absurdas elucubraciones de una ictiología fantástica.

Cuando llegué a Nueva York, varias personas me hicieron el honor de consultarme sobre el fenómeno en cuestión. Yo había publicado en Francia una obra en dos volúmenes titulada Los misterios de los fondos submarinos. El libro, que tuvo una buena acogida en el mundo científico, me convertía en un especialista en esa parte bastante oscura de la historia natural. Me preguntaron mi opinión. Mientras pude negar la realidad del hecho, me encerré en una negación absoluta, pero pronto, situado entre la espada y la pared, tuve que explicarme categóricamente, y hasta el New York Times instó al honorable «Pierre Aronnax, profesor del Museo de París» a formular una opinión cualquiera.

Y eso hice. Hablé, pues no podía callar. Analicé la cuestión en todas sus facetas, política y científicamente, y doy aquí el extracto de un artículo muy fundamentado que publiqué en el número del 30 de abril:

«Así pues —decía—, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis y rechazado cualquier otra suposición, es forzoso admitir la existencia de un animal submarino de una potencia desmesurada.

»Las profundidades del océano nos son totalmente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué ocurre en esos remotos abismos? ¿Qué seres viven y pueden vivir a doce o quince millas bajo la superficie del mar? ¿Cómo es el organismo de esos animales? Apenas podemos conjeturarlo.

»No obstante, la solución del problema que se me ha planteado puede revestir la forma de un dilema: o conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta, o no las conocemos.

»Si no las conocemos todas, si la naturaleza aún esconde para nosotros secretos ictiológicos, nada más lícito que admitir la existencia de peces o cetáceos, de especies e incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente “abisal”, que habitan los estratos inaccesibles a la sonda y a los que un hecho cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, empuja de tarde en tarde al nivel superior del océano.

»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, entonces hay que buscar al animal en cuestión entre los seres marinos ya catalogados, y en este caso estaría dispuesto a admitir la existencia de un narval gigantesco.

El narval común o unicornio de mar a menudo alcanza una longitud de sesenta pies. Multiplíquese por cinco o por diez esta dimensión, dese al cetáceo una fuerza proporcional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se obtendrá el animal deseado. Este tendrá las proporciones descritas por los oficiales del Shannon, el instrumento requerido para perforar el Scotia y la potencia necesaria para hendir el casco de un buque.

»En efecto, el narval está armado con una especie de espada de marfil, una alabarda, como la describen algunos naturalistas. Se trata de un diente tan duro como el acero. Se han encontrado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de ballenas a las que el narval ataca siempre con éxito. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de buques que estos animales habían perforado de lado a lado, como una broca perfora un tonel. El museo de la Facultad de Medicina de París posee uno de estos dientes, que mide dos metros y veinticinco centímetros de largo y cuarenta y ocho centímetros de ancho en su base.

»Pues bien, supongan el arma más fuerte y el animal diez veces más poderoso, láncenlo a una velocidad de veinticinco millas por hora, multipliquen su masa por su velocidad y obtendrán un impacto capaz de producir la catástrofe de la que hablamos.

»Por lo tanto, hasta obtener más información, yo me decantaría por un unicornio de mar de dimensiones colosales, armado no con una alabarda, sino con un verdadero espolón, como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.

»Así se explicaría este fenómeno inexplicable, a menos que no haya nada, pese a lo que se ha atisbado, visto, sentido y sufrido, lo que también es posible.»

Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero quería proteger hasta cierto punto mi dignidad de profesor y no exponerme demasiado a las risas de los norteamericanos, que cuando ríen, ríen de verdad. Me reservaba una escapatoria, aunque, en el fondo, admitía la existencia del «monstruo».

Mi artículo fue discutido acaloradamente, lo que le valió una gran repercusión, y reunió a un buen número de partidarios. La solución que proponía, por otra parte, dejaba espacio a la imaginación. La mente humana se complace en las concepciones grandiosas de seres sobrenaturales y el mar es precisamente su mejor vehículo, el único medio donde estos gigantes —al lado de los cuales los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, parecen enanos— pueden surgir y desarrollarse. Las masas líquidas transportan las mayores especies conocidas de mamíferos, y tal vez contengan moluscos de un tamaño incomparable y crustáceos que espantan a la vista, como langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? En otro tiempo, los animales terrestres de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los reptiles, las aves, eran de dimensiones gigantescas. El Creador los había arrojado en un molde colosal que el tiempo ha ido poco a poco reduciendo. ¿Por qué el mar, en sus misteriosas profundidades, no habría preservado estas muestras de la vida de otra era, él, que nunca cambia, mientras que el núcleo terrestre cambia casi sin cesar? ¿Por qué no podía albergar en su seno las últimas variedades de estas especies titánicas, cuyos años son siglos y sus siglos milenios?

Pero me dejo arrastrar hacia fantasías que no me corresponde alimentar. ¡Basta ya de esas quimeras que el tiempo ha convertido para mí en realidades terribles! Lo repito, se dictó una opinión sobre la naturaleza del fenómeno y el público aceptó sin discusión la existencia de un ser prodigioso que nada tenía en común con las fabulosas serpientes de mar.

Pero si unos no vieron en eso más que un enigma puramente científico, otros, más prácticos, sobre todo en América e Inglaterra, opinaron que había que eliminar del océano al temible monstruo para garantizar las comunicaciones transoceánicas. Los periódicos industriales y comerciales abordaron la cuestión principalmente desde este punto de vista. La Shipping and Mercantile Gazette, el Lloyd, el Paquebot, La Revue Maritime et Coloniale y todas las publicaciones dependientes de aseguradoras que amenazaban con subir las tarifas de sus pólizas fueron unánimes al respecto.

Después de que la opinión pública se hubiera pronunciado, los Estados de la Unión fueron los primeros en decidirse. En Nueva York se preparó una expedición para perseguir al narval. Se aprestó una fragata muy veloz, la Abraham Lincoln, para hacerse a la mar lo antes posible. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, que aceleró activamente el armamento de su fragata.

Como ocurre siempre, desde el momento en que se decidió perseguir al monstruo, este no volvió a aparecer. Durante dos meses no se oyó hablar de él. Ningún barco se lo cruzó. Parecía que el unicornio estuviera al tanto de las conjuras que se tramaban en su contra. ¡Se había hablado tanto de él, e incluso por el cable trasatlántico! Por eso los bromistas pretendían que el muy astuto había interceptado algún telegrama del que ahora sacaba provecho.

Así pues, no se sabía adónde dirigir la fragata armada para una campaña por mares remotos y equipada con formidables aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuando, el 3 de julio, se supo que un barco de la línea de San Francisco a Shangái había avistado de nuevo al animal tres semanas atrás, en los mares septentrionales del Pacífico.

La conmoción que causó la noticia fue extraordinaria. El comandante Farragut no dispuso ni de veinticuatro horas de plazo. Sus víveres ya estaban embarcados, sus bodegas rebosaban carbón y la tripulación se hallaba al completo. ¡Solo había que encender las calderas, calentar motores y zarpar! No se le habría perdonado ni medio día de retraso. Además, el comandante Farragut estaba deseando partir.

Tres horas antes de que el Abraham Lincoln abandonara el muelle de Brooklyn, recibí una carta que decía así:

Monsieur Aronnax, profesor del Museo de París, Fifth Avenue Hotel.

Nueva York.

Señor:

Si quiere unirse a la expedición del Abraham Lincoln, el gobierno de la Unión verá con agrado que usted represente a Francia en esta empresa. El comandante Farragut tiene un camarote a su disposición.

Atentamente,

J. B. Hobson,

Secretario de Marina.

III

COMO GUSTE EL SEÑOR

Tres segundos antes de llegar la carta de J. B. Hobson, la idea de perseguir al unicornio estaba tan lejos de mi imaginación como la de acometer el paso del noroeste. Tres segundos después de haber leído la carta del honorable secretario de Marina, comprendí al fin que mi verdadera vocación, el único objetivo de mi vida, era cazar a ese monstruo inquietante y eliminarlo de la faz de la tierra.

No obstante, acababa de volver de un arduo viaje, estaba cansado y necesitaba reposo. Solo aspiraba a ver de nuevo mi país, a mis amigos, mi pequeño alojamiento en el Jardín de las Plantas, mis queridas y preciadas colecciones. Pero nada pudo retenerme. Lo olvidé todo, fatigas, amigos, colecciones, y acepté sin darle más vueltas la oferta del gobierno estadounidense.

«Además —pensaba—, todos los caminos llevan a Europa, y el unicornio tendrá la amabilidad de llevarme a las costas de Francia. El buen animal se dejará cazar en los mares de Europa —para satisfacción mía—, y no quiero llevar menos de medio metro de su alabarda de marfil al Museo de Historia Natural.

Pero, entretanto, tenía que ir en busca del narval al norte del océano Pacífico, lo que, para regresar a Francia, era como ir por las antípodas.

—¡Conseil! —grité, impaciente.

Conseil era mi criado. Un joven abnegado que me acompañaba en todos mis viajes. Un buen flamenco al que yo apreciaba y que me lo devolvía con creces. Un ser flemático por naturaleza, metódico por principio, cumplidor por costumbre, poco impresionable ante las sorpresas de la vida, muy hábil con las manos, apto para cualquier tarea y que, a pesar de su nombre, nunca daba consejos, incluso cuando no se le pedían.

En contacto con los sabios de nuestro pequeño mundo del Jardín de las Plantas, Conseil había llegado a adquirir ciertos conocimientos. Yo tenía en él a un especialista, muy ducho en la clasificación de historia natural, que recorría con agilidad de acróbata toda la escala de las ramificaciones, grupos, clases, subclases, órdenes, familias, géneros, subgéneros, especies y variedades. Pero ahí acababa su ciencia. Clasificar era su pasión, y no sabía más. Muy versado en la teoría de la clasificación, pero poco en la práctica, no habría distinguido, creo yo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, ¡qué bravo y buen muchacho!

Conseil, hasta allí y durante diez años, me había seguido adonde quiera que me llevara la ciencia. Nunca hizo ni un solo comentario sobre la duración o la fatiga de un viaje, ni una objeción a hacer las maletas para un país cualquiera, China o el Congo, por lejano que fuera. Iba a un sitio como al otro, sin más preguntas. Además de una salud de hierro que desafiaba todas las enfermedades, tenía sólidos músculos, pero nada de nervios, o apariencia de nervios (en lo moral, se entiende).

El joven tenía treinta años, y su edad era a la de su amo lo que quince es a veinte. Se me excusará por decir así que yo tenía cuarenta años.

Conseil tenía un único defecto. Formalista empedernido, solo se dirigía a mí en tercera persona, hasta el punto de resultar cargante.

—¡Conseil! —repetí, mientras comenzaba a hacer febrilmente los preparativos.

Ciertamente, yo estaba seguro de aquel joven tan abnegado. Normalmente nunca le preguntaba si le venía bien o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de una expedición que podía prolongarse indefinidamente, una empresa azarosa en busca de un animal capaz de hundir una fragata como una cáscara de nuez. Era como para pensárselo, incluso para el hombre más impasible del mundo. ¿Qué diría Conseil?

—¡Conseil —grité por tercera vez.

Conseil apareció.

—¿Me ha llamado el señor? —dijo al entrar.

—Sí, muchacho. Prepárame y prepárate. Partimos en dos horas.

—Como guste el señor —respondió tranquilamente Conseil.

—No hay un instante que perder. Mete en mi baúl todas las cosas de viaje, ropa, camisas, calcetines, sin contarlos, pero todos los que puedas. ¡Deprisa!

—¿Y las colecciones del señor? —me recordó Conseil.

—Nos ocuparemos de ellas más tarde.

—¡Cómo! ¿Los archiotherium, los hyracotherium, los oreodones, los queropótamos y demás esqueletos del señor?

—Los guardaremos en el hotel.

—¿Y el babirusa vivo del señor?

—Lo alimentarán en nuestra ausencia. Además, daré orden de que envíen a Francia nuestro zoo.

—¿Entonces no volvemos a París? —preguntó Conseil.

—Sí... naturalmente... —respondí evasivamente—, pero dando un rodeo.

—El rodeo que plazca al señor.

—¡Oh, será poca cosa! Un camino algo menos directo, eso es todo. Iremos a bordo del Abraham Lincoln.

—Como convenga al señor —respondió tranquilamente Conseil.

—Ya sabes, amigo mío, se trata del monstruo... del famoso narval... ¡Vamos a eliminarlo de los mares!... El autor de una obra en dos volúmenes sobre Los misterios de los fondos submarinos no puede negarse a embarcar con el comandante Farragut. ¡Misión gloriosa, pero... también arriesgada! No sabemos adónde iremos. Estas bestias pueden ser muy caprichosas. ¡Pero iremos de todos modos! ¡Tenemos un comandante que no conoce el miedo!

—Haré lo que haga el señor —respondió Conseil.

—Piénsatelo bien, pues no quiero ocultarte nada. Es uno de esos viajes de los que no siempre se regresa.

—Como guste el señor.

Al cuarto de hora nuestros baúles estaban listos. Conseil los había hecho en un santiamén, y yo estaba seguro de que no faltaba nada, porque el muchacho clasificaba las camisas y los trajes tan bien como las aves y los mamíferos.

El ascensor del hotel nos dejó en el gran vestíbulo del entresuelo. Bajé los pocos escalones que conducían a la planta baja y pagué la cuenta en el largo mostrador siempre asediado por un enorme gentío. Mandé enviar a París (Francia) mis fardos de animales disecados y plantas secas, abrí una cuenta para que cuidaran del babirusa y, seguido de Conseil, tomé un coche.

El vehículo (a veinte francos la carrera) bajó por Broadway hasta Union Square, siguó por Fourth Avenue hasta el cruce con Bowery Street, tomó Katrin Street y se detuvo en el muelle 34. Allí el ferry Katrin nos transportó a hombres, caballos y coches hasta Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del East River, y en unos minutos llegamos al muelle cerca del cual el Abraham Lincoln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chimeneas.

Subieron inmediatamente nuestros equipajes al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el comandante Farragut. Uno de los marineros me condujo a la toldilla, donde me encontré ante un apuesto oficial que me tendió la mano:

—¿El señor Pierre Aronnax? —preguntó.

—El mismo —respondí—. ¿El comandante Farragut?

—En persona. Bienvenido, profesor. Su camarote está listo.

Me despedí de él y, tras dejarlo dirigiendo el desatraque, me condujeron al camarote que me había sido destinado.

El Abraham Lincoln había sido cuidadosamente elegido y acondicionado para su nuevo destino. Era una fragata muy veloz, provista de calderas que permitían elevar a siete atmósferas la tensión de su vapor. Bajo esta presión, el Abraham Lincoln alcanzaba una velocidad media de dieciocho millas y tres décimas por hora, velocidad considerable aunque insuficiente para luchar con el gigantesco cetáceo.

Las disposiciones interiores de la fragata respondían a sus cualidades náuticas. Quedé muy satisfecho con mi camarote, situado a popa y contiguo a la cabina de oficiales.

—Aquí estaremos bien —dije a Conseil.

—Tan bien, si me lo permite el señor, como un cangrejo ermitaño en la concha de un buccino —me respondió.

Dejé a Conseil ordenando debidamente nuestros bultos y regresé al puente para seguir los preparativos de desatraque.

En ese momento el comandante Farragut mandaba soltar las últimas amarras que retenían al Abraham Lincoln en el muelle de Brooklyn. Por lo tanto, un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, y la fragata habría zarpado sin mí, con lo que me hubiera perdido esta expedición extraordinaria, sobrenatural, inverosímil, cuyo relato verídico podrá no obstante encontrar algunos incrédulos.

El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en llegar a los mares en los que el animal acababa de ser avistado, y llamó a su ingeniero.

—¿Tenemos presión suficiente? —le preguntó.

—Sí, señor.

—Go ahead! —gritó el comandante.

A esta orden, que fue transmitida a la máquina por medio de aparatos de aire comprimido, los mecánicos activaron la rueda de arranque. El vapor silbó al precipitarse por las válvulas entreabiertas. Los largos pistones horizontales gimieron y empujaron las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las olas cada vez más rápidamente y el Abraham Lincoln avanzó majestuoso entre un centenar de ferris y tenders cargados de espectadores que lo escoltaban.

Los muelles de Brooklyn y toda la parte de Nueva York que bordea el East River estaban llenos de curiosos. Tres hurras salidos de quinientas mil gargantas estallaron sucesivamente. Miles de pañuelos se agitaron sobre la masa compacta y saludaron al Abraham Lincoln hasta que llegó a las aguas del Hudson, en la punta de la península alargada que forma la ciudad de Nueva York.

La fragata, siguiendo por el lado de Nueva Jersey la admirable orilla derecha del río repleta de casitas, pasó entre los fortines que la saludaron con sus gruesos cañones. El Abraham Lincoln respondió arriando e izando tres veces la bandera estadounidense, cuyas treinta y nueve estrellas resplandecían en su pico de mesana. Luego, cambiando de rumbo para tomar el canal balizado que bordea la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, se deslizó por la lengua arenosa donde algunos millares de espectadores lo aclamaron una vez más.

El cortejo de boats y tenders seguía escoltando a la fragata, y solo la abandonó a la altura del light-boat cuyos dos faros marcan la entrada a Nueva York.

Dieron las tres. El piloto bajó a su bote y regresó a la pequeña goleta que le esperaba a sotavento. Se forzaron los motores, la hélice batió más rápidamente las olas, la fragata bordeó la costa baja y amarilla de Long Island y, a las ocho de la tarde, tras haber perdido de vista al noroeste las luces de Fire Island, se adentró a toda máquina en las sombrías aguas del Atlántico.

IV

NED LAND

El comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que comandaba. Su barco y él eran uno, y él era el alma. No tenía ninguna duda sobre la cuestión del cetáceo y no permitía que en su barco se discutiera la existencia del animal en su barco. Creía en él como algunas buenas mujeres creen en el Leviatán, por fe y no por la razón. El monstruo existía y él había jurado eliminarlo de los mares. Era una especie de caballero de Rodas, un Dieudonné de Gozon, marchando al encuentro de la serpiente que asolaba su isla. O el comandante Farragut mataría al narval o el narval mataría al comandante. No había término medio.

Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles charlar, argumentar, discutir, calcular las diversas posibilidades de un encuentro y observar la vasta extensión del océano. Más de uno, que habría maldecido una tarea semejante en cualquier otra circunstancia, se imponía voluntariamente un cuarto de hora en la cofa de vigía. Mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura se hallaba poblada de marineros con los pies quemados por las planchas del puente e incapaces de estarse quietos. Y sin embargo, el Abraham Lincoln aún no hendía con su roda las inquietantes aguas del Pacífico.

En cuanto a la tripulación, estaba deseando encontrar al unicornio, arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Escrutaba el mar con escrupulosa atención. Además, el comandante Farragut hablaba de cierta suma de dos mil dólares reservada a cualquiera que, grumete o marinero, contramaestre u oficial, avistara al animal. Dejo que el lector imagine si se ejercitaba la vista a bordo del Abraham Lincoln.

Yo no era menos que los demás y no dejaba a nadie mi cuota de observaciones diarias. La fragata tenía cien buenas razones para llamarse Argos. Solo entre todos nosotros, Conseil protestaba con su indiferencia ante la cuestión que nos apasionaba y desentonaba con el entusiasmo general a bordo.

Dije que el comandante Farragut había provisto cuidadosamente su barco de aparejos especiales para pescar al gigantesco cetáceo. Un ballenero no hubiera estado mejor armado. Poseíamos todos los ingenios conocidos, desde el arpón de mano hasta las flechas dentadas de los trabucos y las balas explosivas de las escopetas. En el castillo de proa reposaba un cañón perfeccionado que se cargaba por la culata, de paredes anchas y ánima estrecha, y cuyo modelo debe de figurar en la Exposición Universal de 1867. Este valioso instrumento de origen americano lanzaba sin dificultad un proyectil cónico de cuatro kilos a una distancia media de dieciséis kilómetros.

Así, al Abraham Lincoln no le faltaba ningún medio de destrucción. Pero tenía algo mejor aún. Tenía a Ned Land, el rey de los arponeros.

Ned Land era un canadiense con una habilidad manual fuera de lo común y sin rival en su peligroso oficio. Poseía en grado sumo destreza y sangre fría, maña y astucia, y había que ser una ballena muy avispada o un cachalote particularmente astuto para escapar a su arpón.

Ned Land tenía unos cuarenta años. Era un hombre de gran estatura —más de seis pies ingleses—, complexión robusta y aire grave, poco comunicativo, a veces violento, y muy colérico cuando se le contrariaba. Su figura llamaba la atención, sobre todo la fuerza de su mirada, que acentuaba singularmente su fisonomía.

Creo que el comandante Farragut había acertado al contratar a aquel hombre. Sus ojos y sus brazos valían por toda la tripulación. Solo se me ocurre compararle con un potente telescopio que fuera al mismo tiempo un cañón siempre listo para disparar.

Quien dice canadiense, dice francés, y, por poco comunicativo que fuera Ned Land, debo reconocer que me cogió afecto. Probablemente le atrajera mi nacionalidad, que le daba ocasión de hablar (y a mí de escuchar) la vieja lengua de Rabelais, que todavía se usa en algunas provincias canadienses. La familia del arponero era originaria de Québec, y formaba ya una tribu de audaces pescadores en la época en que esta ciudad pertenecía a Francia.

Poco a poco Ned Land le cogió el gusto a hablar, y a mí me agradaba escuchar el relato de sus aventuras en los mares polares. Él contaba sus capturas y combates con espontáneo lirismo. Su relato adoptaba una forma épica, y me parecía escuchar a un Homero canadiense recitando la Ilíada de las regiones hiperbóreas.

Describo a este valiente compañero tal como lo conozco en la actualidad. Y es que nos convertimos en viejos amigos, unidos por esa amistad inalterable que nace y se cimenta en las situaciones más aterradoras. ¡Ah, mi buen Ned! ¡Solo pido vivir cien años más para acordarme de ti por más tiempo!

¿Qué opinaba Ned Land de la cuestión del monstruo marino? He de reconocer que apenas creía en el unicornio y que era el único a bordo que no compartía la convicción general. Incluso evitaba tratar el tema, sobre el que creí mi deber preguntarle un día.

Una espléndida tarde del 30 de julio, es decir, tres semanas después de zarpar, la fragata se hallaba a la altura del cabo Blanc, a treinta millas de las costas de Patagonia. Habíamos rebasado el trópico de Capricornio, y el estrecho de Magallanes se abría a menos de setecientas millas al sur. En menos de ocho días, el Abraham Lincoln surcaría las aguas del Pacífico.

Sentados en la toldilla, Ned y yo charlábamos de esto y de aquello, contemplando el misterioso mar cuyas profundidades han permanecido inaccesibles hasta ahora a los ojos de los hombres. Llevé la conversación espontáneamente al tema del unicornio gigante y analicé las distintas posibilidades de éxito o fracaso de nuestra expedición. Entonces, al ver que Ned me dejaba hablar sin apenas intervenir, le abordé más directamente:

—Ned, ¿cómo puede no estar convencido de la existencia del cetáceo que perseguimos? ¿Tiene alguna razón particular para mostrarse tan incrédulo?

El arponero me miró unos segundos antes de responder, se dio un manotazo en la frente en un gesto habitual en él, cerró los ojos como para concentrarse y finalmente dijo:

—Tal vez, señor Aronnax.

—Pero, Ned, usted, ballenero de profesión, familiarizado con los grandes mamíferos marinos, usted, cuya imaginación puede aceptar fácilmente la hipótesis de cetáceos enormes, debería ser el último en dudar en circunstancias semejantes.

—Se equivoca, profesor. Que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio, o en la existencia de monstruos antediluvianos que pueblan el interior del la tierra, pase, pero ni el astrónomo ni el geólogo admiten tales quimeras. Lo mismo ocurre al ballenero. He perseguido muchos cetáceos, he arponeado un buen número de ellos y he matado varios, pero por muy poderosos y bien armados que estuvieran, ni sus colas ni sus defensas hubieran podido perforar las placas metálicas de un vapor.

—Sin embargo, se habla de barcos atravesados de lado a lado por los dientes de un narval.

—Barcos de madera, puede —respondió el canadiense—, y tampoco los he visto nunca. Así que, hasta que se demuestre lo contrario, niego que las ballenas, cachalotes o unicornios puedan producir un efecto semejante.

—Escúcheme, Ned...

—No, profesor, no. Lo que quiera menos eso. ¿Tal vez un pulpo gigante?

—Menos aún, Ned. El pulpo es un molusco, y el nombre mismo indica la poca consistencia de su carne. Aunque tuviese una longitud de cinco pies, el pulpo no pertenece a la rama de los vertebrados y es completamente inofensivo para barcos como el Scotia o el Abraham Lincoln. Por lo tanto hay que relegar a la categoría de fábulas a los krakens y otros monstruos de esa especie.

—Entonces, señor naturalista, ¿persiste en admitir la existencia de un cetáceo enorme? —dijo Ned Land en tono burlón.

—Sí, Ned, se lo repito con una convicción sustentada en la lógica de los hechos. Creo en la existencia de un mamífero poderosamente conformado, perteneciente a la rama de los vertebrados, como las ballenas, los cachalotes o los delfines, y provisto de una defensa córnea cuya fuerza de penetración es extrema.

—¡Hum! —exclamó el arponero, sacudiendo la cabeza, como quien no quiere dejarse convencer.

—Piense, mi buen canadiense, que si existe un animal semejante, si habita las profundidades del océano, si frecuenta las capas líquidas situadas a varias millas bajo la superficie, necesariamente ha de poseer un organismo de una solidez sin igual.

—¿Y por qué un organismo tan poderoso? —preguntó Ned.

—Porque hace falta una fuerza incalculable para mantenerse en las capas profundas y resistir su presión.

—¿De veras? —dijo Ned, que me miraba guiñándome el ojo.

—De veras, y unas cifras se lo demostrarán fácilmente.

—¡Ah, las cifras! —respondió Ned—. ¡Se hace lo que se quiere con ellas!

—En los negocios, Ned, pero no en las matemáticas. Escuche. Admitamos que la presión de una atmósfera se represente por la presión de una columna de agua de treinta y dos pies. En realidad, la columna de agua tendría una altura menor, porque se trata de agua marina, cuya densidad es mayor que la del agua dulce. Pues bien, cuando se sumerge, Ned, por cada treinta y dos pies de agua que descienda, su cuerpo soportará una presión igual a la de la atmósfera, es decir, de kilos por cada centímetro cuadrado de su superficie. De ello se deduce que a trescientos veinte pies esta presión es de diez atmósferas, de cien atmósferas a tres mil doscientos pies y de mil atmósferas a treinta y dos mil pies, es decir, a unas dos leguas y media. Lo que equivale a decir que si usted pudiera alcanzar esa profundidad en el océano, cada centímetro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufriría una presión de mil kilos. Pues bien, amigo Ned, ¿sabe cuántos centímetros cuadrados tiene en la superficie de su cuerpo?

—Lo ignoro.

—Unos diecisiete mil.

—¿Tantos?

—Y como en realidad la presión atmosférica es algo mayor que un kilo por centímetro cuadrado, sus diecisiete mil centímetros cuadrados soportarían en ese momento una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilos.

—¿Sin que yo lo note?

—Así es. Si no le aplasta una presión semejante, es porque el aire penetra en su cuerpo con la misma presión. Eso produce un equilibrio perfecto entre la presión interior y la exterior, que se neutralizan, lo que le permite soportarlas sin esfuerzo. Pero en el agua es otra cosa.

—Sí, comprendo, porque el agua me rodea y no me penetra —respondió Ned, cada vez más atento.

—Eso es. Así que, a treinta y dos pies bajo la superficie, sufriría una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilos; a trescientos veinte pies, diez veces esa presión, es decir, ciento setenta y cinco mil seiscientos ochenta kilos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presión, es decir un millón setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilos; y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presión, es decir, diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilos; en resumen, quedaría tan aplastado como si lo sacasen de los platos de una máquina hidráulica.

—¡Diantres! —dijo Ned.

—Pues bien, mi buen arponero, si vertebrados con una longitud de varios centenares de metros y una anchura en proporción se mantienen a semejantes profundidades, ellos, con una superficie de millones de centímetros cuadrados, sufrirán una presión que habrá que estimar en millares de kilos. Calcule ahora cuál debe ser la resistencia de su esqueleto y la potencia de su organismo para resistir tales presiones.

—Deben de estar hechos de placas metálicas de ocho pulgadas, como las fragatas acorazadas —respondió Ned Land.

—Usted lo ha dicho, Ned, y piense ahora en los daños que puede causar una masa semejante lanzada a la velocidad de un expreso contra el casco de un buque.

—Sí... en efecto... puede ser —respondió el canadiense, abrumado por tanta cifra, pero sin querer rendirse.

—Y bien, ¿le he convencido?

—Me ha convencido de una cosa, señor naturalista: que si existen tales animales en el fondo del mar, por fuerza han de ser tan fuertes como dice.

—Y si no existen, mi obstinado arponero, ¿cómo explica el accidente que sufrió el Scotia?

—Tal vez... —dijo Ned, titubeando.

—Adelante.

—¡Porque... no es verdad! —respondió el canadiense, repitiendo sin saberlo una célebre respuesta de Arago.

Esa respuesta demostraba la obstinación del arponero y no otra cosa. Ese día no le presioné más. El accidente del Scotia era innegable. El agujero existía, pues habían tenido que taparlo, y no creo que la existencia de un agujero pueda demostrarse más categóricamente. Ahora bien, el agujero no se había hecho solo y, puesto que no lo habían causado rocas ni ingenios submarinos, había sido debido necesariamente al arma perforadora de un animal.

Pues bien, en mi opinión, y por las razones deducidas anteriormente, ese animal pertenecía a la rama de los vertebrados, clase de los mamíferos, grupo de los pisciformes y, por último, orden de los cetáceos. En cuanto a la familia en la que se incluía, ballena, cachalote o delfín, al género al que pertenecía, a la especie en la que convenía clasificarlo, esa era una cuestión que habría que dilucidar más tarde. Para resolverla, había que disecar al monstruo desconocido; para disecarlo, cazarlo; para cazarlo, arponearlo —eso le correspondía a Ned—; para arponearlo, verlo —eso le correspondía a la tripulación—, y para verlo, encontrarlo —eso le correspondía al azar.

V

¡A LA AVENTURA!

Durante algún tiempo la travesía del Abraham Lincoln no se vio perturbada por ningún incidente. Sin embargo, ocurrió una circunstancia que puso de relieve la extraordinaria habilidad de Ned Land y demostró la confianza que tenía en sí mismo.

El 30 de junio, a la altura de las Malvinas, la fragata comunicó con unos balleneros norteamericanos que nos informaron de que no habían visto al narval. Uno de ellos, el capitán del Monroe, al enterarse de que Ned Land estaba a bordo del Abraham Lincoln, le pidió que los ayudara a cazar una ballena que habían avistado. El comandante Farragut, deseoso de ver a Ned Land en acción, le autorizó a subir a bordo del Monroe. La suerte favoreció de tal modo a nuestro buen canadiense que, en vez de una ballena, cazó a dos de un doble arponazo; a una le atravesó el corazón y a la otra la capturó tras una persecución de varios minutos.

Decididamente, si el monstruo se enfrenta alguna vez al arpón de Ned Land, yo no apostaría por él.

La fragata bordeó la costa sudoeste de América con una rapidez asombrosa. El 3 de julio nos hallábamos en el estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las Vírgenes. El comandante Farragut no quiso adentrarse en ese pasaje sinuoso y maniobró para doblar el cabo de Hornos.

La tripulación le dio la razón unánimemente. Y, en efecto, ¿era probable que pudiéramos encontrar al narval en ese estrecho pasaje? Muchos de los marineros afirmaron que el monstruo no podía atravesarlo «porque era demasiado grande».

El 6 de julio, hacia las tres de la madrugada, el Abraham Lincoln se hallaba a quince millas al sur y dobló ese islote solitario, esa roca perdida en el extremo del continente americano al que los marinos holandeses bautizaron con el nombre de su ciudad natal, el cabo de Hornos. Se puso rumbo al noroeste y al día siguiente la hélice de la fragata batió por fin las aguas del Pacífico.

—¡Ojo avizor! ¡Ojo avizor! —repetían los marineros del Abraham Lincoln.

Y los abrían desmesuradamente. Con los ojos y los catalejos algo deslumbrados, es cierto, ante la perspectiva de los dos mil dólares, no se daban ni un instante de reposo. Día y noche escrutaban la superficie del océano, y los nictálopes, cuya facultad de ver en la oscuridad aumentaba sus posibilidades en un cincuenta por ciento, jugaban con ventaja a la hora de obtener la recompensa.

Yo, poco atraído por el cebo del dinero, no era sin embargo el menos atento a bordo. Reservando tan solo unos minutos para comer y unas horas al sueño, indiferente al sol o a la lluvia, no abandonaba el puente del barco. Inclinado sobre la borda del castillo o apoyado en la batayola de popa, escrutaba ávidamente la espumosa estela que emblanquecía el mar hasta el horizonte. ¡Cuántas veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando alguna ballena caprichosa elevaba su negro lomo sobre las olas! El puente de la fragata se poblaba en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales. Todos y cada uno de ellos, con el pecho encogido y la mirada febril, contemplaban los movimientos del cetáceo. Yo miraba, miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, mientras Conseil, siempre flemático, me repetía tranquilamente:

—Si el señor tuviera la bondad de no abrir tanto los ojos, vería mucho mejor.

¡Y tanta emoción en vano! El Abraham Lincoln modificaba su rumbo y corría hacia el animal avistado, simple ballena o cachalote común, que desaparecía rápidamente entre una salva de improperios.

No obstante, el tiempo seguía siendo favorable y el viaje se desarrollaba en las mejores condiciones. Nos hallábamos entonces en la estación austral más desapacible, pues el julio de esa zona corresponde a nuestro enero de Europa. Pero el mar permanecía en calma y se dejaba observar fácilmente en un vasto perímetro.

Ned Land seguía mostrando la más tenaz incredulidad, e incluso fingía no escrutar la superficie del mar cuando no estaba de guardia, al menos cuando no había ninguna ballena a la vista. No obstante, su extraordinario poder de visión hubiera sido de gran utilidad. Pero el tozudo canadiense se pasaba ocho de cada doce horas leyendo o durmiendo en su camarote. Cien veces le reproché su indiferencia.

—¡Bah! —respondió—. Ahí no hay nada, señor Aronnax, y, si hubiera algún animal, ¿qué posibilidades tendríamos de verlo? ¿Acaso no vamos a la aventura? Dicen que han vuelto a ver a esa bestia misteriosa en las mares del norte del Pacífico, y estoy dispuesto a admitirlo, pero han pasado dos meses desde aquello y, a juzgar por el temperamento de su narval, parece que no le gusta permanecer mucho tiempo en los mismos parajes. Está dotado de una prodigiosa facilidad de desplazamiento. Sin embargo, profesor, usted sabe mejor que yo que la naturaleza no hace nada al revés, y no le daría a un animal lento por naturaleza la facultad de moverse rápidamente si no la necesitara. Conque, si la bestia existe, ya estará lejos.

No sabía qué responder a eso. Evidentemente, marchábamos a ciegas. Pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Además, nuestras posibilidades eran muy limitadas. No obstante, nadie dudaba aún del éxito de la expedición, y ni uno solo de los marineros hubiera apostado en contra del narval y de su aparición inminente.

El 20 de julio atravesamos el trópico de Capricornio a 105º de longitud y, el 27 del mismo mes, cruzamos el ecuador en el meridiano ciento diez. Fijada la posición, la fragata puso rumbo directamente al oeste y se adentró en los mares centrales del Pacífico. El comandante Farragut pensaba, con razón, que era preferible navegar en aguas profundas y alejarse de los continentes o islas a los que el animal siempre había parecido no querer acercarse, «probablemente porque allí no tenía agua suficiente», según el contramaestre. Así, la fragata pasó frente a las islas Potomú, Marquesas y Sandwich, atravesó el trópico de Cáncer a 132º de longitud y se dirigió a los mares de China.

¡Por fin nos hallábamos en el escenario de las últimas piruetas del monstruo! A decir verdad, estábamos en un sinvivir. Los corazones palpitaban terriblemente y se gestaban incurables aneurismas futuros. La tripulación al completo sufría una sobreexcitación nerviosa que yo no sabría describir. No comíamos ni bebíamos. Veinte veces al día, un error de apreciación o la ilusión óptica de algún marinero encaramado a lo alto de un mástil causaban enormes sobresaltos, y estas emociones, veinte veces repetidas, nos mantenían en un estado de excitación demasiado violento para no provocar una reacción inminente.

Y en efecto, la reacción no tardó en producirse. Durante tres meses, tres meses en los que cada día era un siglo, el Abraham Lincoln