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Nikolái Gógol

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Beschreibung

Coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Nikolái Gógol publicamos uno de sus relatos más originales y menos conocidos: "Vi". El mismo autor señala que "Vi es una creación colosal de la imaginación popular. Los ucranianos designan con ese nombre al jefe de los gnomos, cuyos párpados llegan hasta el suelo. Todo este relato es una leyenda popular". El cuento está lleno de elementos terroríficos y espectrales, destacando el maravilloso pulso narrativo de Gógol. El argumento nos muestra la condena de un inocente, al que solo puede reprochársele haber tenido un sentimiento ajeno a un verdadero cosaco: el miedo. Tolstói, aunque incluyó "Vi" en las lecturas recomendables entre los 14 y los 20 años, lo calificó como uno de esos textos que causan una "impresión enorme". Muchos años después, el crítico norteamericano Edmund Wilson, calificó a Gógol como el más grande escritor de cuentos que son a la vez de horror y de problemas psíquicos o morales (comparándolo con Poe, Hawthorne y Melville), y calificó a "Vi" como "un cuento de vampiros, uno de los más terroríficos especímenes de su clase jamás escrito". Este relato de Gógol, que nos atrapa de principio a fin, está magníficamente ilustrado por Luis Scafati.

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Seitenzahl: 78

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Vi

Nikolái Gógol

Ilustraciones de Luis Scafati

Título original: Vij

© De las ilustraciones: Luis Scafati

© De la traducción: Víctor Gallego

Traducción cedida por Alba Editorial, s.l.u

Edición en ebook: mayo de 2016

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16440-93-1

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Ana Patrón

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Nikolái Gógol

(Soróchintsi, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)

Escritor ucraniano en lengua rusa. Hijo de un pequeño terrateniente, a los diecinueve años se trasladó a San Petersburgo para intentar, sin éxito, labrarse un futuro como burócrata de la administración zarista. Entre sus primeras obras destacan Las veladas de Dikanka, Mirgorod y Arabescos.

En 1836 publicó la comedia El inspector, una sátira de la corrupción de la burocracia que obligó al escritor a abandonar temporalmente el país. Instalado en Roma, en 1842 escribió buena parte de su obra más importante, Almas muertas, donde describía sarcásticamente la Rusia feudal. También en ese año publicó El capote, obra que ejercería una enorme influencia en la literatura rusa.

Luis Scafati

Nací en Mendoza, Argentina. Estudié artes en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Cuyo.

Publico desde los 17 años, en diarios y revistas. Algunos de mis libros son Tinta China, que recopila dibujos publicados en periódicos, Mambo Urbano, una visión de Buenos Aires y sus habitantes, El Tren Fantasma, un libro de dibujos y varios más. Ilustré textos de Kafka, Poe, Miguel de Cervantes, José Hernández, Ricardo Piglia y algunos más.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Ilustraciones

Ilustración

Vi*

En cuanto la campana del seminario, suspendida de la puerta del monasterio de Bratski, en la ciudad de Kiev, desgranaba al amanecer sus sonoros tañidos, de todos los rincones de la ciudad acudían tropeles de escolares y seminaristas. Gramáticos, retóricos, filósofos y teólogos1 se dirigían a clase con cuadernos debajo del brazo. Los gramáticos eran aún de muy corta edad; por el camino se empujaban unos a otros y se insultaban con voces atipladas; casi todos vestían ropas andrajosas o sucias y sus bolsillos estaban siempre llenos de porquerías de todo tipo, a saber, tabas, silbatos fabricados con plumas, restos de empanada y a veces incluso pequeños gorriones, cuyo repentino piar en medio del insólito silencio de la clase valía a su propietario unos buenos reglazos en ambas manos y a veces unos azotes con una vara de cerezo. Los retóricos marchaban con mayor gravedad: por lo común sus vestidos estaban completamente inmaculados, pero en cambio siempre lucían en la cara algún adorno a modo de tropo retórico: bien un ojo morado o una ampolla que ocupaba todo el labio o cualquier otra marca distintiva. Conversaban y blasfemaban con voz de tenor. Los filósofos hablaban en una octava más baja y sólo llevaban en los bolsillos tabaco fuerte. Nunca guardaban provisiones y se comían en el acto cuanto caía en sus manos; el olor a pipa y a aguardiente que desprendían era a veces tan intenso que cuando un artesano pasaba a su lado se detenía largo rato y olfateaba el aire como un perro rastreador.

Por lo general, a esa temprana hora el mercado apenas acababa de abrir, y las vendedoras de roscas, panecillos, pepitas de sandía y tortas de semillas de amapola se agarraban de los faldones de aquellos estudiantes que lucían trajes de paño fino o de cualquier tela de algodón.

—¡Señoritos! ¡Señoritos! ¡Aquí! ¡Aquí! —decían por todas partes—. ¡Mirad qué roscas, qué tortas, qué trenzas, qué pasteles! ¡Ah, qué buenos! ¡Están hechos con miel! ¡Yo misma los he preparado!

Otra, levantando un dulce de pasta en forma de lazo, gritaba:

—¡Mirad qué golosina! ¡Compradla, se-ñores!

—No le compréis nada a ésa. Fijaos que pinta tan repugnante: tiene la nariz manchada y las manos sucias...

Pero las vendedoras no se atrevían a importunar a los filósofos y los teólogos, porque sabían que, aunque se servían a manos llenas, sólo querían probar la mercancía.

Una vez en el seminario, todo ese tropel se distribuía por las distintas aulas, habilitadas en piezas espaciosas de techo bajo, con pequeñas ventanas, anchas puertas y bancos llenos de manchas. La clase se llenaba de pronto del zumbido de las distintas voces: los auditores2 tomaban la lección a los alumnos. La voz aguda de un gramático retumbaba en los cristales de las pequeñas ventanas, que le respondían casi con idéntico timbre; en un rincón zumbaba la voz de bajo de un retórico, cuya boca y gruesos labios, al menos, le hacían digno de pertenecer a la filosofía; de lejos ese zumbido se percibía como un bu, bu, bu, bu... Mientras tomaban la lección, los auditores miraban de reojo debajo de los bancos, donde, del bolsillo de alguno de los estudiantes encomendados a su tutela, asomaba un panecillo, una empanadilla o pepitas de calabaza.

Cuando toda esa docta procesión llegaba un poco antes o cuando sabía que los profesores se presentarían algo más tarde que de costumbre, organizaba de común acuerdo una batalla en la que todo el mundo debía tomar parte, hasta los censores, encargados de velar por el orden y las buenas costumbres de toda aquella población escolar. Por lo común, dos teólogos determinaban los términos del combate: si cada clase debía batirse con las demás o si todos tenían que dividirse en dos bandos: escolares y seminaristas. En cualquier caso, los gramáticos eran los primeros en empezar, pero en cuanto los retóricos entraban en liza se retiraban y tomaban posiciones en lugares elevados para contemplar el combate. Luego llegaba el turno de los filósofos de largos bigotes negros y por último el de los teólogos, con sus tremendos pantalones bombachos y sus anchísimos cuellos. Por lo general todo terminaba con la victoria de los teólogos, mientras los filósofos, rascándose los costados, se refugiaban en las clases y se desplomaban en los bancos para descansar. Al entrar el profesor, que en sus buenos tiempos también había participado en refriegas semejantes, no tardaba en adivinar, por los rostros acalorados de sus alumnos, que la pelea había sido encarnizada y, al tiempo que propinaba varazos en los dedos de los retóricos, en otra clase otro profesor prodigaba palmetazos en las manos de los filósofos. A los teólogos, por su parte, se los trataba de una manera muy diferente: cada uno de ellos recibía lo que los profesores llamaban «una medida de garbanzos», es decir, unos cuantos azotes.

En los días solemnes y festivos, escolares y seminaristas recorrían las casas acomodadas montando espectáculos de marionetas. A veces representaban una comedia, y en tales casos siempre se destacaba algún teólogo, casi tan alto como el campanario de Kiev, que interpretaba el papel de Herodías o de Pentefría, la esposa de un cortesano egipcio. Como recompensa se les ofrecía una pieza de tela, un saco de mijo, medio ganso asado o algo por el estilo.

Toda esa docta gente, tanto escolares como seminaristas, divididos por una animadversión hereditaria, padecía de una escasez de medios asombrosa, así como de una voracidad sin igual; en consecuencia, no había manera de calcular el número de galushkas3que cada uno de ellos engullía en la cena; por ello, los donativos voluntarios de los propietarios ricos nunca eran suficientes. Entonces el senado, compuesto de filósofos y teólogos, enviaba a gramáticos y retóricos, bajo la tutela de un filósofo —que a veces se unía a las operaciones—, a que llenaran sus sacos en huertos de los alrededores. En esas ocasiones, en el pensionado se preparaba un puré de calabaza. Los senadores, por su parte, se daban tal atracón de melones y sandías que al día siguiente recitaban ante los auditores dos lecciones en lugar de una: la primera la pronunciaban sus labios, la segunda salía de sus estómagos en forma de gruñido. Tanto escolares como seminaristas llevaban unas levitas largas que se extendían «hasta nuestros días», término técnico que significaba «más allá de los talones».

El acontecimiento más solemne para los seminaristas eran las vacaciones, que comenzaban en el mes de junio, época en que los estudiantes solían regresar a sus hogares. Entonces el camino real se llenaba de gramáticos, filósofos y teólogos. El que no tenía lugar al que ir, se dirigía a casa de algún compañero. Los filósofos y los teólogos daban clases a los hijos de personas acomodadas y recibían a cambio unas botas nuevas y a veces dinero para comprarse una levita. Todo ese tropel se desplazaba como una especie de campamento, preparaba la comida en el campo y dormía al raso. Cada uno de ellos llevaba consigo un saco con una camisa y un par de vendas de paño. Los teólogos se mostraban especialmente cuidadosos y precavidos: para no gastar las botas, cuando había barro se las quitaban, las colgaban de un palo y las llevaban al hombro; en tales ocasiones, se remangaban los pantalones bombachos hasta las rodillas y chapoteaban sin miedo en los charcos. En cuanto divisaban un caserío, abandonaban el camino real, se acercaban a la jata4de mejor aspecto, se alineaban delante de las ventanas y entonaban con todas sus fuerzas un cántico. El dueño de la jata, algún viejo labrador cosaco, les escuchaba un buen rato, con la cabeza apoyada en las dos manos, luego sollozaba con amargura y se volvía hacia su esposa.

—¡Mujer! Lo que cantan estos estudiantes debe de ser muy juicioso. Dales un poco de tocino y alguna otra cosa.