Viaje hacia el amor - Emma Darcy - E-Book

Viaje hacia el amor E-Book

Emma Darcy

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Beschreibung

Julia 1012 El futuro de su familia estaba en manos de Tareq al-Khaima, y Sarah Hillyard tuvo que acceder a ser su compañera de viaje durante un año. Recordaba lo amable que había sido con ella cuando era niña, pero sospechaba que ahora él intentaba seducir a la bella mujer en que se había convertido Sarah, sin ningún compromiso por su parte. Tareq decía que había perdido la capacidad de amar, y su autosuficiencia e inaccesibilidad eran tan frustrantes que Sarah decidió descubrir cómo reaccionaría él si fuera ella la que intentara seducirlo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Emma Darcy

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Viaje hacia el amor, JULIA 1012 - julio 2023

Título original: THE SHEIKH'S SEDUCTION

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801232

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

TAREQ al-Khaima movió la cabeza de lado a lado con desdén. Había sido una estupidez permitir que un recuerdo sentimental influyera en su elección. Había contratado a Drew Hillyard, confiándole algunos de los mejores pura sangre del mundo y el hombre había resultado ser un estafador y un granuja que los había echado a perder para obtener dinero fácil, dinero de soborno.

Le costaba un gran esfuerzo comportarse cívicamente, sentado a su lado en la tribuna de socios del hipódromo de Flemington, a la espera de que comenzara la carrera de la Copa Melbourne, una de las más importantes del circuito internacional. La Copa era un premio codiciado por entrenadores y dueños; imbuía de reputación y fama a un caballo. Era la recompensa a un gran desembolso económico.

Si Firefly ganaba, quizás le daría otra oportunidad a Drew Hillyard. Si Firefly perdía, el entrenador podía olvidarse de los pura sangre de Tareq. Se acercaba el momento de la verdad; estaban metiendo a los caballos en los boxes, la carrera iba a empezar.

—Correrá bien —dijo Drew Hillyard.

Tareq se volvió hacia el padre de Sarah. Tenía el pelo castaño muy rizado y salpicado de canas, y lo llevaba tan corto que los rizos apenas se despegaban del cuero cabelludo. Sus ojos oscuros eran opacos, como si hubiera echado una persiana para ocultar sus sentimientos. El recuerdo de la hija de Drew Hillyard invadió el pensamiento de Tareq: una gloriosa cascada de rizos marrón bruñido que enmarcaba un rostro fascinante, con unos ojos tan oscuros y brillantes que era imposible dejar de mirarlos. No quería ni ponerle la vista encima a su padre.

—Sí, debería —respondió y volvió la cabeza hacia la pista. Firefly era hijo de campeones de carreras de resistencia, si estaba bien entrenado debería ganar esa carrera sin problemas. Debería, pero Tareq no contaba con ello; ninguno de los caballos que había dejado a cargo de Drew Hillyard había cumplido sus expectativas. La promesa de los dos primeros años se había menoscabado por culpa de la corrupción.

—¿Has apostado por Firefly, Tareq? —preguntó Susan Hillyard. Él la miró preguntándose si sabría la verdad. La esposa de Drew Hillyard, su segunda esposa, era una rubia delgada y nerviosa. Tareq pensó que tenía buenas razones para estarlo.

—Nunca apuesto, señora Hillyard. Lo que me interesa son los resultados, a todos los niveles. Me gusta ver a mis caballos cumplir con las expectativas de su raza.

—¡Ah! —dijo ella, echándose hacia atrás y retorciéndose las manos con nerviosismo.

La madrastra de Sarah.

«Mi padre se va a casar otra vez. Como mi madre ahora vive en Irlanda me ha matriculado en un internado, en Inglaterra. Dice que así le será más fácil visitarme. Me dejará visitar a mi padre durante las vacaciones de verano».

Una niña solitaria y desilusionada, cuyo mundo se había venido abajo por culpa de un divorcio. Tareq se preguntó qué habría sido de ella, dónde estaría. Desde luego que en Flemington, no. La había buscado, curioso por saber cómo sería la Sarah mujer. La niña era parte del pasado, de hacía once años, y lo sería para siempre si Firefly fracasaba.

Los gritos del público anunciaron el comienzo de la carrera y Tareq se puso en pie, llevándose los prismáticos a los ojos. La voz del comentarista resonaba por los altavoces, incrementando el entusiasmo. Tareq se concentró en el caballo que lo había llevado hasta allí, un magnífico semental que valdría su peso en oro si ganaba.

Era pura poesía en movimiento y corría con gracia y fluidez. Se colocó a la cabeza a mitad del recorrido, rápido como un rayo. Demasiado pronto, pensó Tareq. Mantuvo una distancia de tres cuerpos hasta los últimos trescientos metros; después flaqueó visiblemente y otros caballos lo alcanzaron y adelantaron. Quedó octavo. La gente diría que no era mala posición entre veintidós caballos campeones, pero Tareq sabía que no era así.

—Se ha quedado sin resuello —dijo Drew Hillyard, mostrando la requerida desilusión en su rostro.

—Sí, es cierto —asintió Tareq con frialdad, sabiendo a la perfección que un campeón de resistencia bien adiestrado no se quedaba sin aliento.

—¿Quiere venir a hablar con el jockey?

—No. Hablaré con usted después de la última carrera.

—De acuerdo.

A Tareq le alegró que él y su mujer se marcharan, aunque sabía que tendría una confrontación con ellos más tarde.

—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Peter Larsen, su más viejo amigo.

Estudiaron juntos en Eton y Oxford y se entendían todo lo bien que pueden llegar a entenderse dos hombres. Peter era quien había investigado las razones del notable fracaso de Drew Hillyard: ni un caballo ganador en un grupo de campeones. Los documentos que había obtenido no dejaban duda sobre la causa de su incompetencia. Para colmo de males, Drew Hillyard había sacrificado incluso la Copa Melbourne.

Tareq negó con la cabeza. Peter solucionaba sus problemas en muchas ocasiones, pero ése no era un asunto corriente.

—Fui lo bastante estúpido como para contratarlo. Es mío, Peter.

Hubo un gesto de comprensión.

Drew Hillyard había traicionado su confianza.

Eso siempre era algo personal.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SARAH ayudó a su medio hermana a acostarse. Jessie ya estaba lo bastante fuerte como para moverse las piernas ella misma, pero estaba cansada; toda su energía se había agotado con las expectativas, nervios y desilusiones del día. Estaba muy desanimada y Sarah no había conseguido contentarla.

Aunque pasó horas sentada ante la televisión, antes, durante y después de la Copa Melbourne, Jessie no había visto al jeque, que se imaginaba vestido con una túnica blanca larga y suelta. Sarah había sugerido que era muy probable que llevara puesto un traje, comentario que no fue bien recibido. Para Jessie un jeque no era tal si no llevaba una túnica blanca. En cualquier caso, la televisión no había retransmitido su imagen.

Y Firefly había perdido. A pesar de ir en cabeza la mayor parte de la carrera, el semental flaqueó justo antes de llegar a la meta. Jessie se había echado a llorar; adoraba al caballo desde la primera vez que lo vio, cuando era sólo un potro, y deseaba que ganara.

—Mamá no ha llamado —se quejó, añadiendo otra desilusión más a la lista.

—Habrá tenido un día muy agitado, Jessie, entreteniendo al jeque —justificó Sarah—. Seguro que han salido por ahí.

—No es justo —replicó con desolación en sus ojos azules—. Papa cuida de sus caballos desde hace cuatro años y es la primera vez que el jeque viene a Australia; y ni siquiera lo he visto.

«Ni yo tampoco», pensó Sarah con tristeza. Aunque no le daba demasiada importancia, sentía curiosidad por ver que aspecto tenía después de tantos años. Era curioso que algunas escenas de la infancia permanecieran vívidas en el recuerdo y otras no. Nunca había olvidado a Tareq al-Khaima ni lo amable que fue con ella la primera Navidad que pasó en Irlanda con su madre.

Entonces era un joven rico y atractivo; y todos los invitados a las fiestas de su madre querían conocerlo. Aun así, él se había fijado en una niña solitaria y triste, que se sentía como un despojo, como un resto de equipaje no deseado del primer matrimonio de su madre, que a nadie interesaba. Él le dedicó tiempo e hizo que se sintiera como una persona válida. Era lo único agradable que recordaba de cuando tenía doce años.

—Quizás mañana salga una foto suya en el periódico —intentó consolar a su hermana.

—Seguro que no —Jessie no se contentaba—. No ha salido ninguna en toda la semana.

Eso era bastante raro, pues se celebraba el Carnaval de Primavera y las páginas de sociedad estaban llenas de fotos de las celebridades visitantes. O el jeque no asistía a fiestas, o evitaba las cámaras.

—Y tampoco vendrá a Werribee a ver a los demás caballos. Papá me dijo que sólo iría a Flemington.

—Jessie, el jeque tiene caballos repartidos por todo el mundo —dijo, recordando que cuando lo conoció, él había ido a Irlanda a comprar caballos—. No creo que dé preferencia a ninguna de sus cuadras.

Se preguntó si la recordaría. Seguramente no, había sido un encuentro breve, demasiado tiempo atrás. Que el agente de Tareq hubiera contratado a su padre para entrenar los caballos que el jeque poseía en Australia no había sido más que una coincidencia. No había nada personal en el acuerdo.

—Pero ha venido a ver correr a Firefly —arguyó Jessie.

—Eso es porque la copa Melbourne es muy especial —Sarah terminó de acomodar a su hermana y, apartándole el pelo de la triste carita, la besó en la frente—. No importa, cielo. Seguro que tu mamá te contará cosas del jeque mañana.

Jessie gruñó y Sarah, ignorándola, se aseguró de que todo estaba en su sitio; la silla de ruedas eléctrica accesible por si tenía que ir al baño, la lamparilla de noche encendida, el vaso de agua en la bandeja. Era increíble lo bien que se defendía la niña ya; en realidad la presencia de Sarah en Werribee no era necesario. Cuando acabara el Carnaval de Primavera tendría que hablar con Susan y retomar su propia vida.

—Buenas noches, Jessie —dijo con suavidad, apagando la luz desde la puerta.

—Mamá no ha llamado y prometió que lo haría —con ese comentario, Jessie puso punto final a un día que no había satisfecho ninguna de sus expectativas.

Sarah cerró la puerta, admitiendo para sí que Jessie tenía razón. Su madre debería haber llamado. Era una promesa, no un deseo o una esperanza vana, y las promesas había que cumplirlas.

Se acercó al dormitorio de sus hermanos. Los gemelos, de siete años, dormían profundamente. Parecían inocentes como bebés, no había huella de travesura y pillería en sus rostros. El problema con los niños era su inocencia, que les hacía confiar en las promesas. Cuando llegaba la desilusión sentían dolor y sufrían.

Mamá no ha llamado…

Esas palabras la hicieron recordar otra celebración de la Copa Melbourne. Ella tenía diez años, igual que Jessie ahora, y la dejaron en Werribee con la esposa del capataz. Su madre tampoco había llamado. Estaba demasiado ocupada planeando abandonar a su marido e hija y fugarse a Irlanda tentada por la promesa de que sería la cuarta esposa de uno de los hombres más ricos del mundo de la hípica.

Su madre consiguió que esa promesa se hiciera realidad, y cuando Michael Kearney eligió a la esposa número cinco, la compensación por el divorcio fue una cifra astronómica. Lo suficiente para que la ex-señora Kearney le pareciera atractiva a un lord inglés. Sarah estaba segura de que su madre nunca volvió a pensar en Werribee. Se indignó cuando su hija despreció «todas las oportunidades» que le habían preparado y volvió a Australia para echar una mano con Jessie.

Sarah no se arrepentía. Aquella vida en Inglaterra le parecía muy remota. Pero… ¿qué iba a hacer ahora? Se acurrucó en el sofá de la sala de estar para pensarlo seriamente.

Siempre le habían gustado los libros. Con ellos se evadía de la soledad, eran sus amigos y compañeros, puertas que se abrían para mostrarle otros mundos. Estaba decidida a dedicarse al mundo editorial. Su licenciatura en Literatura Inglesa le sería útil, pero no tenía experiencia y las editoriales ofrecían pocos puestos de trabajo y muy de vez en cuando. A pesar de eso, nada se perdía por intentarlo.

¿Melbourne? ¿Sidney? ¿Londres? Le desagradaba la idea de volver a Inglaterra. Quería una nueva vida, una vida propia, aunque no sabía cómo conseguir su objetivo. El sonido del teléfono la sobresaltó, sacándola de su ensimismamiento. Levantó el auricular y miró su reloj, eran casi las nueve y media.

—Rancho Hillyard —dijo automáticamente.

—Sarah… prometí a Jessie que la llamaría. ¿Aún me espera?

—No, estaba cansada —contestó Sarah. La voz de Susan sonaba tensa, distinta; pero al menos no se había olvidado de su hija, pensó—. La acosté a las ocho. ¿Quieres que vaya a ver si está despierta?

—No, me acordé y… ay, Sarah… —gimió, echándose a llorar.

—Susan, ¿qué ocurre?

—Lo siento… —sollozó.

—No pasa nada, tranquila —calmó Sarah, intentando controlar su propia ansiedad—. Explícame qué ha ocurrido —¡por Dios! ¡Qué no fuera otro accidente!

—El jeque… le quita los caballos a tu padre.

—¿Por qué? —preguntó Sarah asombrada—. No será porque Firefly no ha ganado la copa ¿verdad?

—No. Hay… más razones. Los últimos dos años… bueno, ya sabes como han sido, Sarah. A Drew le ha sido muy difícil concentrarse en el trabajo.

¿Qué intentaba justificar? ¿Habría dirigido mal el entrenamiento su padre?

—Será nuestra ruina —continuó Susan llorosa—. Alertará a otros dueños, ya sabes que en este oficio la reputación lo es todo.

—No lo entiendo —Sarah había estado demasiado ocupada con Jessie para interesarse por los pura sangre que había en las cuadras—. ¿Cuál es la queja del jeque?

—Los… los resultados —rompió a llorar de nuevo.

—Susan, que se ponga papá. Déjame hablar con él —urgió Sarah.

—Está… está bebiendo. No podemos hacer nada. Nada…

No cuando uno está borracho, pensó Sarah, sabiendo que decirlo sería inútil. Pero la raíz del problema podía estar en que su padre cada vez bebía más. Entendía que bebiera para aliviar su tensión, pero no si por eso descuidaba sus responsabilidades.

—Dile a Jessie que la llamaré mañana.

Se cortó la comunicación y Sarah colgó. El salón le pareció frío de pronto. Si su padre estaba arruinado eso le haría beber aún más… ¿qué sería de su matrimonio? ¿Qué les pasaría a los niños? Siempre eran los inocentes los que salían perdiendo. Sarah se estremeció.

¿Sabía Tareq al-Khaima el efecto que tendría su decisión? ¿Le importaría? ¿Cómo de mala era la situación?

Sarah sacudió la cabeza impotente. No tenía ni idea de cuánto podría haberle fallado su padre al jeque. Pero sí conocía las razones de su fracaso.

Tareq había sido bueno con ella una vez. Si se acordaba de ella… si consiguiera que la escuchara…

Merecía la pena intentarlo. Su padre había mencionado que se alojaba en el hotel Como. Iría allí a primera hora de la mañana…

Cualquier cosa para evitar el desastre.

 

 

Sarah miró su reloj de pulsera, nerviosa. Había tardado más de dos horas en llegar a la ciudad. La mañana se le escapaba; eran casi las ocho y estaba atrapada en el tráfico de Melbourne. Además, una noche en vela unida a su preocupación, enturbiaba su juicio para decidir cuáles eran los carriles que circulaban mejor.

Salió de Werribee lo antes que pudo, pero no tan pronto como hubiera deseado. Había perdido tiempo explicándole a uno de los mozos de la cuadra la rutina de la casa, para que cuidara de los niños hasta que llegara la mujer del capataz. No era la solución ideal, pero necesaria ante la emergencia.

Lo que más temía era que fuese demasiado tarde para hacer que Tareq cambiase de opinión. Podía haber contratado ya a otro entrenador, o podía estar en Flemington en ese momento, negociándolo. El Carnaval de Primavera no había terminado, al día siguiente se celebraría el Día del Roble, y muchos dueños se reunían con los entrenadores al amanecer, en el circuito, para comprobar que los caballos estaban en forma.

Incluso si Tareq estaba en el hotel, no había ninguna garantía de que quisiera verla o hablarle; y mucho menos de que la escuchara. Sarah sólo podía confiar y rezar para que le diera una oportunidad antes de que su decisión fuera irrevocable.

Cuando por fin llegó al hotel Como, se sorprendió. A pesar de que estaba lejos del centro de la ciudad, había esperado encontrarse con un edificio grande y ostentosamente lujoso, lo que uno asociaba automáticamente con los jeques del petróleo. El Como era relativamente pequeño, y Sarah deseó que eso le facilitara el acceso a Tareq.

Dejó el jeep en un aparcamiento cercano y caminó hacia el hotel.

En cuanto entró, notó que la decoración tenía clase, era discreta y exclusiva: suelos de mármol, sofás negros, arreglos florales dignos de considerarse obras de arte moderno. Quizá no fuera un lujo ostentoso, pero aun en su simplicidad era lujoso.

El conserje la encaminó hacia la zona de recepción, que estaba a la izquierda, donde sólo había un elegante mostrador, y la mujer que estaba tras él sonrió amablemente. Sarah deseó que también fuera servicial.

—Vengo a ver al jeque Tareq al-Khaima. ¿Está aquí?

—Sí, señorita. ¿Quién le digo que pregunta por él?

—Si me dice el número de su suite…

—Lo siento, señorita. Eso va en contra de nuestras normas de seguridad. Llamaré a su suite. ¿Qué nombre le doy?

Seguridad, claro. El hotel debía ser más seguro que Fort Knox, ni un visitante imprevisto podía atravesar las puertas de acero del ascensor.

—Sarah Hillyard —dijo, resignándose a lo inevitable. Si Tareq no quería verla, no podía obligarlo.

Se le agarrotaron los nervios, mientras llamaban y daban el mensaje. Tras lo que pareció un largo lapso de duda, hubo una respuesta. Sarah se sintió menos tensa cuando la recepcionista sonrió, como si no hubiera problema.

—Ha enviado al señor Larsen a buscarla. No tardará más de un minuto o dos, señorita Hillyard.

—¿A buscarme?

—La planta de ejecutivos tiene una llave especial. El ascensor no para allí si no se utiliza.

—¡Oh! Gracias.

Sintió un gran alivio, había pasado el primer obstáculo. Pero era posible que el señor Larsen, quienquiera que fuese, supusiera otra barrera. Se preguntó cómo de numeroso sería el séquito de Tareq. No podía haber venido a Australia solo, y era posible que tuviera reservado el hotel completo.

Las puertas de acero se abrieron y un hombre alto, rubio y vestido con un impecable traje gris, salió del ascensor. Tenía un rostro delgado y austero; pómulos altos, nariz larga, boca pequeña y los ojos muy claros. Tenía unos treinta años y un aire muy autoritario. Examinó a Sarah como si se midiera con un oponente; un escrutinio rápido y agudo que la molestó mucho.

—¿Señorita Hillyard ? —preguntó elevando una ceja.

—Sí. ¿Señor Larsen?

Él asintió con la cabeza y le indicó el ascensor con un gesto. No sonrió. Tenía los ojos de color gris plata, como el traje y eran muy fríos. Sin hablar, utilizó la llave para poner en marcha el ascensor y siguió sin decir palabra mientras subieron. A Sarah le dio la impresión de que no existía para él.

—¿Lleva mucho tiempo con el jeque Tareq al-Khaima, señor Larsen? —le preguntó, luchando contra los nervios.

—Podría decirse eso —respondió él con una mueca y mirándola a los ojos.

—¿Es usted un amigo o trabaja para el jeque? —inquirió. Había notado que él hablaba con acento de Oxford, inglés de la clase alta, y quería saber a quién se enfrentaba.

—Soluciono sus problemas. ¿Es usted un problema, señorita Hillyard?

—¿Hablaré con él o con usted? —preguntó, comprendiendo que era su sicario.

—El jeque la verá en persona.

—Entonces espero ser un problema, señor Larsen —espetó, molesta por su aire de superioridad.

—Unas palabras muy valientes, señorita Hillyard.

Y probablemente muy estúpidas, no podía ser nada bueno enfrentarse a la mano derecha de Tareq.

El señor Larsen volvió la cabeza, pero no antes de que Sarah captara un destello divertido en sus ojos. Sintió un escalofrío. Seguramente le divertía la expectativa de ver como la cortaban a tiras. No era un buen augurio para su encuentro con Tareq. Pero al menos lo vería, tendría la posibilidad de persuadirlo.

Sarah se aferró a esa idea. El ascensor paró y el señor Larsen la escoltó por un largo pasillo hasta que llegaron a una puerta en la que llamó, antes de abrirla con una llave. Con cara de póker, hizo pasar a Sarah a una luminosa suite.

Dos enormes ventanales ofrecían una vista espectacular de la ciudad. Tareq estaba junto a ellos. Aunque de espaldas, Sarah lo reconoció de inmediato. El pelo negro y espeso, la tez aceitunada, la estatura y complexión le resultaron muy familiares, a pesar de los años transcurridos. Pero también, instantáneamente, notó que algo era distinto.

Lo recordaba con un aire de confianza , de seguridad en quién era y en qué deseaba de la vida. Para una niña dominada por la inseguridad, esa actitud había resultado admirable. Ahora percibió algo más, una autoridad dominante e inflexible.

Quizá por sus hombros asentados y su espalda recta, con una inmovilidad que transmitía no sólo un completo dominio de sí mismo, sino también de la situación. Incluso el sencillo traje oscuro venía a decir que no le hacían falta accesorios para imponer con su presencia. No tenía que hacer nada, y sin duda no tenía por qué atender a su súplica.

Su escolta había entrado tras ella, cerrando la puerta. Esperaba, igual que ella, a que Tareq se diera por enterado de su presencia. Esperando que diera comienzo el espectáculo, pensó Sarah, y se preguntó si debería tomar la iniciativa y saludar a Tareq. El silencio era tenso, y no daba opción a decir trivialidades.

—¿Te ha enviado tu padre, Sarah?

La tranquila pregunta tenía un tono cortante. Sin moverse, sin mirarla, Tareq había hablado y Sarah comprendió que se enfrentaba a un juicio. Él no se daría la vuelta si la respuesta encajaba con los negros pensamientos que tenía en mente. No sabía que esperaba oír él; sólo podía decirle la verdad.

—No. Venir ha sido idea mía. No sé si recuerdas que nos conocimos en Irlanda, cuando…

—Lo recuerdo. ¿Tu padre ha accedido a que vinieras?

Sarah inspiró profundamente. Tareq al-Khaima no iba a dejarse llevar por reminiscencias del pasado. Él dirigía la reunión y no tenía más opción que seguir sus normas.

—Ni siquiera he hablado con mi padre. Ni lo he visto —respondió—. Ayer estaba en Werribee, cuidando de los niños. Susan, su esposa, llamó. Estaba muy afectada…

—Y has venido a interceder por él —cortó él con dureza.

—Por todos ellos, Tareq. No sólo afecta a mi padre.

—¿Qué piensas ofrecer a cambio para equilibrar lo que ha hecho?

—¿Ofrecer? —la idea ni se le había ocurrido—. Lo… lo siento. No tengo forma de compensarte por… por la ineficacia de mi padre.

—¡Ineficacia!

El corazón le dio un vuelco cuando él se volvió. El vívido resplandor azul de sus ojos fue como una descarga eléctrica que le llegó al cerebro, paralizando su mente, fue como si la atrapara un campo magnético. Se le contrajo el estómago y se le puso la carne de gallina, ni siquiera podía respirar. Nunca antes había sentido que una persona emanara tanto poder y no pudo hacer otra cosa que devolverle la mirada.

El centelleo airado de esos ojos se convirtió en un rayo láser que la analizó. Fue como si la despojara de los años pasados para recordarla con doce años, y luego volviera a añadirlos para reconstruir a la mujer que era ahora. La estudiaba para ver si se había convertido en lo que él esperaba.