Vidas cambiadas - Jackie Braun - E-Book

Vidas cambiadas E-Book

Jackie Braun

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Beschreibung

Un importante ejecutivo y una madre soltera intercambian sus vidas... Kelli Walters trabajaba en el escalafón más bajo de su empresa, pero quería tener la oportunidad de conocer una vida mejor, aunque para ello tuviera que participar en un programa de televisión. Así fue como llegó a intercambiar su vida y su trabajo con un ejecutivo, el vicepresidente Samuel Maxwell. Eso implicaba sentarse en su enorme despacho y decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer, mientras que él debía arreglárselas como madre soltera y un trabajo sin porvenir. Pero cuando Kelli conoció al sexy Sam, con sus sonrisas arrebatadoras, se dio cuenta de que para lograr lo que deseaba no tenía por qué ganar el concurso, sino conseguir el verdadero premio: él.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Jackie Braun Fridline. Todos los derechos reservados.

VIDAS CAMBIADAS, Nº 1948 - noviembre 2012

Título original: The Game Show Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1200-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Kelli Walters volvió a llegar tarde al trabajo; esa vez fue media hora. Llevaba a la niña pequeña en brazos mientras fichaba en el centro de distribución de los grandes almacenes Danbury’s. Para complicar más las cosas, se presentaba con dos niñas y una de ellas bastante irritable porque estaban saliéndole los dientes.

–No te olvides, Katie, tienes que quedarte con Chloe en la sala de descanso –le recordó a su hija de siete años–. Tenéis que estar ahí hasta que la señora Baker os recoja.

Todo el plan se esfumó cuando Kelli dio la vuelta a una esquina y se dio de bruces con el enorme pecho de un hombre. Retrocedió un paso y lo miró con una sonrisa de disculpa. No sabía su nombre, pero la semana anterior lo había visto con uno de los directores adjuntos. La punzada de atracción que sintió entonces la había pillado desprevenida. Se había reprendido por ello, pero también le había devuelto la sonrisa que él le había dirigido.

Allí estaba otra vez, pero ya no sonreía.

–Lo siento –dijo ella.

Él aceptó la disculpa con un gesto de la cabeza.

–¿Qué hacen estas niñas aquí?

Katie se escondió detrás de su madre al oír el tono brusco y Chloe dejó escapar un quejido entre sollozos.

Kelli le dio un beso en la mejilla sonrosada y ardiente.

–No pasa nada. No llores –miró al hombre–. ¿Quién es usted exactamente?

–Sam Maxwell.

El nombre le sonaba, pero no sabía bien de qué.

–¡Ah! El nuevo...

Estaba casi segura de que era el nuevo director del centro de distribución, un puesto que ella había solicitado, aunque ni siquiera habían tenido la delicadeza de hacerle una entrevista.

Los rumores decían que ese tipo tenía una relación lejana con el jefe de personal, aunque a Kelli le parecía muy distinto del bajo y calvo señor Elliot. Medía casi dos metros, tenía el pelo negro y tupido y unos ojos azules que resplandecían debajo de unas cejas oscuras. Kelli, al fijarse en el traje hecho a medida que llevaba, decidió que tenía que estar muy pagado de sí mismo. Unos pantalones de algodón y una camisa eran más que suficientes en el almacén. El traje era una exageración y ahora tenía, encima del impecable pañuelo que asomaba por el bolsillo del pecho, la inconfundible marca de la nariz moqueante de una niña. Kelli pensó que se lo tenía merecido.

–El nuevo... Sí, supongo que soy el nuevo –añadió con ironía.

Fuera director o no, fuera guapo o no, no tenía por qué fastidiar a las niñas.

–Señor Maxwell, ¿había alguna necesidad de que gritara?

Kelli giró la cabeza hacia Chloe, que seguía sollozando.

Las cejas se arquearon sobre los gélidos ojos azules. Evidentemente, no estaba acostumbrado a que lo regañaran y menos a que lo hiciera alguien de un escalafón inferior en la jerarquía de la empresa.

–He hecho una pregunta. ¿Qué hacen estas niñas aquí? –repitió en un tono más suave.

Iba a resultar que era un director de ésos, de los inflexibles y arrogantes que llevaban las reglas hasta sus últimas consecuencias, para los que los empleados no eran personas con familias y problemas sino autómatas que tenían que hacer su trabajo sin quejarse ni hacer preguntas.

Sin poder remediarlo y sin esperarlo, Kelli pensó que era una pena que su maravilloso aspecto no se hiciera extensivo a su personalidad. Se quitó esa idea de la cabeza y se recordó que sus hijas eran siempre lo primero.

–Son mis hijas. La niñera tenía cita con el médico. Vendrá enseguida a recogerlas.

–¿Enseguida? Esto es una empresa, no una guardería.

Kelli suspiró de desesperación. Como si ella no lo supiera. Lo que no sabía era por qué había tenido la esperanza de que él hubiera comprendido que ser madre soltera podía ser una complicación incluso en los mejores días. En días como aquél, bastante hacía con no sentarse al lado de su hija a llorar desconsoladamente.

Chloe la había tenido despierta casi toda la noche. A las muelas que estaban saliéndole, se le añadía la ola de calor que pasaba Chicago. Los dos ventiladores eléctricos movían el aire caliente por las diminutas habitaciones, pero no enfriaban el ambiente. La puntilla llegó con la llamada de la niñera. Le quedaban por delante ocho horas de trabajar como una mula y luego otra hora en casa antes de ir a la clase nocturna. Tendría suerte si se acostaba antes de medianoche y sólo lo conseguiría si pasaba por alto el fregadero lleno de platos sucios y el montón de ropa que tenía para lavar.

–Ya sé que no es una guardería –replicó Kelli intentando no resultar impertinente–, pero no he podido hacer otra cosa.

–Sus problemas personales son eso, personales. Sin embargo, podrían convertirse en los problemas de Danbury’s si una de sus hijas resultase herida –señaló con la mano las existencias apiladas–. No es el sitio indicado para que unas niñas anden sueltas.

–¿Sueltas? –tragó saliva y contuvo un juramento–. Le prometo que las tendré controladas.

–¿Cómo puede hacerlo y realizar su trabajo? –no esperó la respuesta–. No puede. Vuelva a fichar y váyase a su casa.

–¿Que fiche y...? ¿Estoy despedida?

–No, pero esto constará en su expediente. Ahora me toca a mí preguntar. ¿Cómo se llama?

El muy listo estaba dispuesto a labrarse una reputación gracias a ella.

–Kelli Walters –contestó entre dientes–. Kelli con «i» latina.

–Muy bien, Kelli Walters, puede considerar esto como una advertencia. Si vuelve a traer a sus hijas al trabajo, será la última vez que fiche.

Ella seguía mirando sus espaldas con la boca abierta cuando se le acercó alguien.

–Ya veo que haces buenas migas con el señor Maxwell.

Kelli se dio la vuelta y se encontró con su compañera Arlene Hughes. Kelli tenía veintiocho años y Arlene veinte más, tenía una melena pelirroja como Lucille Ball y unos labios muy arqueados a juego. A pesar de la diferencia de edad, las dos se hicieron muy amigas desde que Kelli entró a trabajar allí justo después del nacimiento de Chloe.

–¿Don Comprensivo? Sí, va a ser muy divertido trabajar para él. Hace que el otro director parezca cariñoso y simpático.

–No es el nuevo director del almacén.

–¿Quién es? –volvió a preguntar Kelli.

–Samuel Maxwell, creo que Tercero. El nuevo vicepresidente de los grandes almacenes Danbury’s.

Kelli se quedó boquiabierta, aunque cerró los ojos. Si había tenido alguna esperanza de ascender en Danbury’s cuando hubiera aprobado el másteren Administración de Empresas, aquélla no era la mejor forma de empezar.

–¿Es importante, mamá? –le preguntó Katie

–Muy importante –confirmó Kelli.

–A mí me cae mal –le comunicó su hija–. Grita y ha hecho llorar a Chloe.

–A lo mejor yo también lloro.

Resopló y se levantó el flequillo. Necesitaba un corte de pelo y unos reflejos que animaran su pelo rubio desvaído, pero no tenía ni tiempo ni dinero para esas frivolidades. Ésa parecía ser la historia de su vida últimamente. Daba igual lo arduamente que trabajara, nunca conseguía salir adelante. Parecía un hámster que daba vueltas sin parar en la rueda.

Notó que la ira y la impotencia le salían a la superficie. La gente como Samuel Maxwell Tercero, que seguramente habría nacido entre algodones, nunca entendería lo que era sacrificarse, apretarse el cinturón, renunciar a cosas y, aun así, eludir a los acreedores.

–Seguro que bebe agua mineral, usa ropa interior de marca y todas las semanas le hacen la manicura. Seguro que no aguantaría ni una hora haciendo lo que nosotras hacemos todos los días. Podría mancharse las manos o la ropa –dejó escapar una risa perversa–. ¡Ya verás cuando se dé cuenta de que tiene un moco de niña en su traje carísimo!

Arlene también se rió y el logotipo de Danbury’s se balanceó sobre su monumental pecho.

–Aunque es impresionante –comentó la mujer mayor–. Me recuerda a Pierce Brosnan por el pelo moreno y los ojos azules. Si tuviera diez años menos, no me importaría darme un revolcón con él.

–Si tuvieras diez años menos y hubieras salido en la página central de Playboy, él tampoco se fijaría en ti. Los que son como él salen con unas sosas que se llaman Muffy o Bab. Ni se molestan en fijarse en trabajadoras como nosotras. Si no necesitara este trabajo, ya le bajaría yo los humos un poco.

–¿Sabes lo que tendrías que hacer? –Arlene no esperó a que Kelli respondiera–. Tendrías que ir a ese programa nuevo, Me pongo en su lugar.

Kelli no tenía tiempo para ver la televisión.

–No lo conozco.

–Lo emiten todos los martes por la noche. Es una especie de Gran hermano en el lugar del trabajo.

–Lo siento, pero tampoco veo esos programas –dijo Kelli.

Arlene sacudió la cabeza con incomprensión.

–Ya sé que vas a clase tres días a la semana, pero, ¿qué haces para relajarte?

–Dormir.

–Es deprimente... Eres joven, estás en la flor de la vida, tienes un buen tipo y eres guapa. Tendrías que salir más, quedar con hombres, vivir la vida un poco.

–Tengo demasiadas responsabilidades y no me interesa quedar con hombres –se acordó de la sonrisa que había dirigido a Sam Maxwell–. No necesito un hombre en mi vida.

Arlene suspiró. Era una vieja discusión.

–Muy bien, por lo menos podrías ponerte televisión por cable para evadirte un poco.

–No puedo permitírmelo. Además, sólo uso la televisión para ver viejos vídeos. Así, las niñas sólo pueden ver los vídeos educativos que sacamos de la biblioteca.

–Si vas a Me pongo en su lugar, podrías ganar medio millón de dólares. Con eso podrías comprar un montón de vídeos educativos.

–Ya, también podría ganar diez veces más que eso con la lotería y seguramente haya más probabilidades –sacudió la cabeza–. No, gracias. Conseguiré el dinero por el método tradicional. Trabajaré como una mula.

–Lo harías en Me pongo en su lugar –replicó Arlene–. Si Samuel Maxwell aceptara participar, serías la vicepresidenta de los grandes almacenes Danbury’s durante un mes.

Kelli se paró en seco.

–Lárgate.

–Lo digo en serio, ¿por qué crees que se llama Me pongo en su lugar?

–¿Y él estaría todo un mes haciendo mi trabajo en el centro de distribución?

Arlene asintió con la cabeza y Kelli soltó una carcajada.

–Pagaría por verlo –aseguró mientras se miraba las manos callosas.

–No sólo intercambiaríais el trabajo. Él viviría en tu apartamento, iría a clases nocturnas y se apañaría con tu presupuesto.

–¿Que él viviría en mi apartamento sin aire acondicionado, comería hamburguesas con queso y fregaría los platos, a veces con agua fría, mientras yo viviría en el colmo del lujo durante todo un mes? Eso es un sueño.

Chloe se puso a llorar y acabó con el sueño.

–Entonces, ¿quieres hacerlo?

–Claro –contestó Kelli con los ojos en blanco–. ¿Dónde hay que apuntarse?

Arlene se aclaró la garganta.

–Me alegro, porque ya lo he hecho.

–¿Qué has hecho...?

–Te he apuntado para Me pongo en su lugar –contestó Arlene–. He apuntado tu nombre en la página web del programa.

–¿Cuándo? ¿Dónde?

–Hace unas semanas. Cuando solicitaste el puesto de directora y no te llamaron para la entrevista.

–Así que tengo que ir a una televisión para demostrar al jefazo de Danbury’s lo que soy capaz de hacer...

–Más o menos –Arlene se encogió de hombros–, pero si no estás interesada, cuando te llamen del programa, si te llaman, puedes decirles que no quieres ir.

–Puedes estar segura de que es lo que haré.

Capítulo 1

Cuatro semanas más tarde

Sí, voy a hacerlo. Voy a ir a Me pongo en su lugar.

Kelli no podía creerse que lo hubiera dicho, pero estaba encantada del parpadeo de sorpresa que su anuncio había producido en el vicepresidente de Danbury’s. En ese momento no le importaba que ir a ese programa fuera lo último que quería hacer en su vida. Ya lo pensaría más tarde y seguramente se arrepentiría, pero quería saborear su victoria, aunque fuera minúscula.

Ella se convenció de que su repentina decisión de participar en el programa era sólo una cuestión de orgullo y de que no tenía nada que ver con que el pulso se le disparara cada vez que su jefe la miraba, por muy arrogante y fastidioso que Sam Maxwell fuera. Era una cuestión de nervios y ella era nerviosa.

Estaban sentados en la sala de reuniones del edificio Danbury’s. En otras circunstancias, Kelli podría haber disfrutado de las impresionantes vistas, pero en ese momento estaba demasiado tensa. Tenía un vacío en el estómago desde que recibió la llamada de Samuel Maxwell para que fuera a la oficina principal a la mañana siguiente. No le había dado ningún motivo, pero el tono había sido casi severo. Ella se había pasado casi toda la noche sin pegar ojo al pensar que estaban a punto de despedirla. La semana anterior había llegado tarde dos veces. En ese momento, tampoco estaba segura de que fuera tan malo que la despidieran después de lo que acababa de hacer.

Los asesores legales y otros representantes de Me pongo en su lugar estaban sentados a un lado de la enorme mesa y Sam, los abogados de Danbury’s y una secretaria, al otro. Kelli, cuando entró y vio el ceño fruncido de su jefe, se sentó en la silla que estaba más cerca de la puerta. Durante los veinte minutos anteriores, la productora del programa había sido la única en hablar y en marcar la pauta. Sylvia Haywood se movía por la sala de reuniones con la confianza de un general de cinco estrellas.

–¡Va a hacerlo! Es fantástico.

Casi ni se tomó un respiro antes de pasar a explicarle los pormenores del programa con una voz áspera que Kelli habría asegurado que era el resultado de fumarse dos cajetillas de tabaco al día. Súbitamente, se calló y clavó la mirada en Kelli.

–Tiene hijos, ¿verdad?

–Dos hijas.

–Mmm, eso no funciona.

Kelli se quedó atónita por la franqueza de aquella mujer.

–Tampoco voy a deshacerme de ellas para hacer un programa de televisión...

–No me refiero a eso –Sylvia se pasó la mano por el pelo–. Tienen que vivir en casa del otro y adoptar todos los aspectos de su vida. Eso funciona mejor con personas solteras.

–No estoy casada –explicó Kelli.

–Ya, pero tiene hijas. ¿Qué le parecerá dejarlas al cuidado de él durante un mes?

Kelli sacudió la cabeza con firmeza.

–Ah, no. Ni hablar. Mis hijas van conmigo.

–Eso desvirtúa completamente el programa. Él tiene que meterse en su piel. Es madre soltera y eso tiene que suponer mucho estrés y originar muchas complicaciones para usted, sobre todo cuando trabaja a jornada completa y va a clase por la noche.

–No tiene ni idea –farfulló Kelli.

–No, señorita Walters, el que no tiene ni idea es él –Sylvia señaló a Sam.

–Bueno, pues no voy a dejar a mis hijas con un desconocido.

–Señorita Walters, el equipo de rodaje estará allí casi todo el tiempo –le aclaró Sylvia–. Además, si se siente más tranquila, puede enviar a su niñera siempre que se mantenga en un segundo plano y no se ocupe de las cosas habituales de las niñas. Sus hijas estarán seguras y bien atendidas.

–No. Yo soy la responsable de mis hijas.

Sylvia suspiró.

–¿No pueden quedarse un mes con su padre?

–No sé dónde está –reconoció Kelli con cierto bochorno.

–¿No sabe dónde está? ¿Qué pasa con la manutención? –le preguntó Sam.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había entrado en la habitación. El tono no era crítico sino, más bien, de preocupación. Aun así, Kelli se alteró porque le había recordado lo poco que sus hijas y ella le habían importado a su ex marido.

Kyle había desaparecido cuando todavía estaba embarazada. Nunca conoció a Chloe. La última vez que lo vio fue en un tribunal cuando dividieron sus escasas pertenencias y disolvieron el matrimonio. Él ni siquiera solicitó la custodia o pidió un régimen de visitas. Sencillamente, se despidió.

–Tengo entendido que se fue a otro Estado al poco tiempo de nacer Chloe.

Kelli no explicó que se fue con su novia, que no había cumplido los veinte años, por la que tiró por la borda nueve años de matrimonio.

–Debería hacer que alguien le siguiera la pista –insistió Sam–. Puedo ponerle en contacto con un buen abogado.

Kelli levantó la barbilla con orgullo.

–Soy perfectamente capaz de mantener a mis hijas, gracias.

–No estaba insinuando que no lo fuera, pero su padre tiene la responsabilidad de...

–¿Responsabilidad? –Kelli soltó una carcajada irónica–. Le aseguro que Kyle no sabe el significado de esa palabra.

–¡Ya está! Ya sé cómo podemos hacer que funcione el programa los interrumpió Sylvia para alivio de Kelli–. Tendremos que adaptar un poco las reglas, pero creo que será un giro muy interesante que gustará a los espectadores.

–Adaptar las reglas, ¿cómo? –preguntó Kelli.

–Usted podrá pasar los fines de semana con sus hijas siempre que se lo permita el trabajo. Seguramente no utilicemos mucho de lo grabado en esos momentos, pero el señor Maxwell tendrá que participar y él tendrá que ocuparse de las tareas del hogar y de los problemas que surjan. Durante la semana, podrá colarse en el apartamento alrededor de medianoche, siempre y cuando se vaya antes de las ocho de la mañana.

Sam se puso tenso.

–Mmm, ¿dónde me meteré yo?

–Doy por supuesto que ella tiene un sofá –contestó Sylvia con una ceja arqueada–. Tendrá que quedarse ahí.

Kelli tragó saliva, pero tuvo la satisfacción de ver que Sam hacía lo mismo.

–Él... no puede quedarse en mi apartamento –espetó Kelli–. ¿Qué pensarían las niñas?

–Tiene razón. No sería... adecuado –opinó Sam.

–Esa parte no se emitirá –Sylvia se apoyó en la mesa y los miró con cierta desesperación–. Somos todos adultos y esto no debería ser un problema. Ustedes no tienen una relación sentimental ni este programa es Laisla de las tentaciones. Es la última concesión que pienso hacer.

Claro que no tenían una relación sentimental. Casi ni se conocían y lo que Kelli sabía de Sam Maxwell Tercero no le gustaba. Aun así, lo de tener a un hombre en su apartamento por la noche...

–No lo sé –dijo ella.

–La recompensa es medio millón de dólares, señorita Walters.

Kelli miró a Sam. Sylvia ya había explicado que si él ganaba, el programa de televisión haría una generosa donación a la obra benéfica que Danbury’s eligiera. Él no tenía nada que perder y Danbury’s recibiría una considerable publicidad gratis. ¿Si perdía ella, qué conseguiría? Sylvia adivinó lo que estaba pensando.

–Está yendo a clase por la noche, ¿verdad?

–Sí. Quiero sacarme el máster en Administración de Empresas.

–Ésta podría ser la mejor ocasión que tenga en su vida para demostrar su capacidad de gestión. Considérelo como una forma de presentarse a todas las empresas del país. Al último ganador lo entrevistaron en los programas más importantes de la televisión y fue portada de la revista Time. Incluso al perdedor lo entrevistaron en varios programas.

Kelli tenía que reconocer que su porvenir en Danbury’s no era muy prometedor. No sólo porque el director de personal estuviera contratando a familiares y no hiciera caso de sus solicitudes. Miró a su jefe y tomó aire.

–De acuerdo.

–Perfecto. Les asignaremos un equipo de grabación a cada uno de ustedes. Tendrán cierta intimidad, el cuarto de baño, ciertos asuntos económicos... pero se grabará todo lo demás. No se emitirá todo lo que grabemos. Se hará un montaje con los momentos más señalados. Naturalmente, tendrán que firmar una renuncia a reclamaciones legales. Pueden pedirse consejo o ayuda, pero lo principal tiene que deducirse –los miró a los dos–. No debería ser un inconveniente, pero si colaboran demasiado se les descalificará.

Kelli miraba a Sam mientras Sylvia seguía hablando. Estaba segura de que llevaba un traje hecho a medida. Esos hombros perfectos seguramente serían la obra de un sastre más que la de un gimnasio. La imagen era esencial para los jefazos de las empresas. Aun así, era atractivo y mucho más cuando sonreía. En ese momento, sus labios estaban bien apretados, lo cual era una pena porque tenía una boca muy bonita. Era más bien grande y con una pequeña cicatriz justo debajo del labio inferior.

Kelli se preguntó cómo se la habría hecho, pero fuera como fuese le daba un toque muy sensual.