Vidas secretas - Lucy Monroe - E-Book

Vidas secretas E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

Cuando el millonario griego Dimitri Petronides se vio obligado a abandonar a Xandra Fortune, su hermosa amante, estaba seguro de que ella no sufriría demasiado. A pesar de toda la pasión que habían compartido, Xandra no le había permitido llegar hasta su corazón. Una mujer tan reacia al compromiso nunca podría ser su esposa. Pero después de la separación, Dimitri descubrió que Xandra Fortune no era quien él pensaba… y además estaba embarazada de un hijo suyo. ¡Ahora debía encontrarla y convertir a su antigua amante en su esposa!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Lucy Monroe

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vidas secretas, n.º 1519 - diciembre 2018

Título original: The Billionaire’s Pregnant Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-033-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Prólogo

 

 

 

 

 

 

 

ALEXANDRA Dupree apoyó la frente contra el borde del lavabo rogando que se le pasasen las náuseas matinales que sentía por tercera vez durante tres días consecutivos. Respiró trabajosamente y luego intentó enderezarse. Tuvo una leve sensación de repugnancia en el estómago, pero logró controlarla. Tenía que hacer algo todavía más desagradable que aquello: el test de embarazo.

Dimitri siempre había insistido en usar preservativos, así que ella no le dio importancia al retraso de su regla hasta que, tres días atrás, se despertó con ganas de vomitar. Al principio pensó que tenía la gripe, segura de que no estaba embarazada, ya que, a pesar de que el preservativo se les había roto hacía un mes, había tenido el período de forma normal una semana más tarde.

Seguía sin comprender cómo podía ser aquello posible, pero tenía todos los síntomas: los pechos doloridos, el constante cansancio, las lágrimas que había derramado cuando Dimitri le dijo que tenía que ir a Grecia y ausentarse del apartamento de París durante varios días…. ella no lloraba nunca.

Siguió las instrucciones del test de embarazo. Diez minutos más tarde sintió que le daba un vahído al ver la línea azul que confirmaba que llevaba en su vientre un vástago de Dimitrius Petronides.

 

 

Dimitri apretó los puños para controlar su frustración.

–Ya es hora, hombre. Tienes treinta años, ¿no? Necesitas una esposa, unos niños, un hogar –el anciano inclinó la cabeza cana con altanería y le lanzó a Dimitri una mirada que indicaba que se mantendría firme en sus trece..

–Todavía no estoy senil, abuelo –sonrió Dimitri. No quería discutir con su abuelo, que había sufrido un ataque al corazón hacía cinco días

–No intentes conquistarme con tu simpatía –resopló el hombre que se había ocupado de criar a Dimitri y a su hermano desde que éstos perdiesen a su padres–. Ya sabes que no me afecta. Eres mi heredero y quiero irme a la tumba sabiendo que cumplirás con tu obligación con el apellido Petronides.

–No te vas a morir –dijo Dimitri, con el corazón oprimido.

–¿Qué sabemos nosotros? –se encogió de hombros su abuelo–. Ya estoy viejo, Dimitrius. Mi corazón no es tan fuerte como antes. ¿Sería demasiado pedirte que te casases con Phoebe ahora? ¿Para qué retrasarlo? Es una joven encantadora. Será una perfecta esposa griega. Te dará descendencia Petronides –agitado, cerró los ojos, sin fuerzas tras el corto discurso.

Dimitri lo miró impotente. Los médicos que atendían a su abuelo querían que se sometiese a una operación de corazón, pero él se había negado en redondo.

–¿Por qué no quieres que te hagan el by-pass que recomienda tu médico?

–¿Por qué no quieres casarte? –replicó el anciano–. Quizá, si tuviese la ilusión de unos nietos, valdría la pena pasar por el dolor de una operación tan seria.

–¿Quieres decir que no te operarás si no me caso con Phoebe Leonides? –preguntó Dimitri, poniéndose pálido.

Los profundos ojos azul oscuro se abrieron para mirar fijamente a Dimitri con toda la obstinación de la que podía ser capaz un Petronides.

–Exactamente –dijo el abuelo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

 

ALEXANDRA se alisó nerviosamente el plano vientre cubierto por el top que se abrochaba en la nuca y le dejaba la espalda al descubierto.

La agradable temperatura de finales de primavera le había permitido ponerse la sensual prenda para levantar un poco su hundida moral. De perfil, se miró en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Su esbelto cuerpo enfundado en los ajustados pantalones de seda color champán y el top parecía no haber cambiado desde que él se marchase a Grecia.

Quizá saber que estaba embarazada de Dimitri se le notase en los temerosos ojos color dorado que las lentillas convertían en verdes, pero todavía no le había afectado la silueta. Se colocó la cadena de oro que le colgaba de las caderas y múltiples brazaletes tintinearon con su movimiento. Luego se retiró nerviosamente un mechón de cabello del rostro.

Su larga melena, que expertos profesionales habían rizado y teñido en distintos tonos de rubio parecía brillar como el sol cuando se la dejaba suelta y era el sello de Xandra Fortune. Pero ahora no se sentía como Xandra, la popular modelo y amante del magnate griego Dimitrius Petronides. Sentía que era Alexandra Dupree, la descendiente de una rancia familia de Nueva Orleans, educada en un colegio de monjas, horrorizada al pensar que estaba soltera y embarazada de su novio.

–Estás hermosa, pethi mou.

Alexandra se dio la vuelta. Dimitri se hallaba en el vano de la puerta con los llamativos ojos azules relucientes de admiración. Por un segundo, ella se olvidó de su estado, se olvidó de todo menos de lo mucho que había echado de menos a aquel hombre durante las últimas tres semanas.

–¡Mon cher, el tiempo parecía no pasar nunca cuando te marchaste! –exclamó, atravesando la habitación para apretarse contra su pecho.

Los fuertes brazos la apretaron en un convulso movimiento mientras el cuerpo masculino mantuvo una extraña rigidez.

–Sólo ha pasado un mes y has estado ocupada con tu trabajo. No puedes haberme extrañado tanto.

Sus palabras le recordaron a ella lo mucho que a él le había molestado que se negase a dejar su profesión de modelo cuando se hicieron novios, pero ella no había querido ser la mantenida de nadie. Además, no habría podido hacerlo aunque hubiese querido: necesitaba el dinero que ganaba para ayudar a una familia cuya existencia él desconocía.

–Te equivocas. Por mucho que trabaje, te sigo extrañando. Un día. Una semana. Un mes. Todos me causan pena –le molestaba sentirse vulnerable. ¿Dónde había ido a parar la impertérrita elegancia y sofisticación que habían conquistado a Dimitri?

La primera grieta había aparecido cuando él se despidió de ella para ir a Grecia y ella había llorado. Después de dos semanas y media de vómitos al levantarse, un test de embarazo que había dado positivo y la reacción horrorizada de su madre ante la noticia, el personaje de Xandra Fortune estaba en decidido peligro de extinción.

 

 

Dimitri intentó mantener la compostura, algo que le costaba trabajo hacer cuando se encontraba con ella. Era una Xandra desconocida para él: muy apegada, casi vulnerable. Pero sabía que no podía ser verdad. Hacía un año que, a pesar de que ella compartía su cuerpo con una generosidad que lo emocionaba, no le había entregado su corazón y había partes de la vida de ella que desconocía totalmente. Su relación era moderna y libre de compromisos a largo plazo, algo que ella le había indicado a él con su comportamiento. En aquel momento, apretó su cuerpo contra el de él de forma provocativa y él rió.

–Lo que quieres decir es que lo que has echado de menos ha sido mi compañía en la cama, ¿verdad?

Aquél era el único sitio donde él estaba convencido de que ella lo necesitaba, ya que se negaba a que él la mantuviese y le demostraba con sus actos que prefería estar a veces separada de él a tener que dejar su carrera. Ninguna de estas cosas, sin embargo, le simplificaba la tarea de decirle lo que le tenía que decir. En realidad, estaba seguro de que le resultaría más difícil a él hablar que a ella oír lo que tenía que decirle. A aquella mujer sofisticada le molestaría tanto como a él que se pusiese sentimental al despedirse de ella.

Xandra alargó los brazos y le rodeó con ellos el cuello, acariciándole el cabello de la nuca.

–Te he echado en falta, Dimitri. No tiene gracia cocinar para mí sola. Tampoco me gustó demasiado el Abierto de Francia sin tenerte a mi lado protestando cuando tu tenista favorito cometió una doble falta a punto de ganar.

Él frunció el ceño al recordar el partido. Ella le sonrió y su mirada le hizo pensar que tenía que darle la noticia antes de que fuese demasiado tarde. Su cuerpo ya había reaccionado ante el contacto femenino.

–Tengo que darte una noticia.

–¿No puede esperar, mon cher? –preguntó Xandra, preocupada por su tono.

Él intentó que lo soltase, pero ella se sujetó a su cuello con inusitada fuerza.

–Tenemos que hablar ahora –dijo él, tomándola de las muñecas.

 

 

Alexandra no quería hablar. No estaba lista para darle la noticia. Él la había seducido desde el primer momento y ella le había entregado su corazón, su cuerpo y su fidelidad como si hubiese sido su esposa. Pero no era su esposa, y no sabía cuál sería la reacción de él al enterarse de su embarazo.

–No –dijo, y movida más por el miedo que por el deseo, apretó sus caderas contra las de él–. No quiero hablar –sus pechos, libres de sujetador, rozaron la blanca camisa masculina a través de la fina seda del top–. Primero, esto.

–Xandra, no.

Soltando las manos de ella de su nuca, cometió el error de no sujetárselas.

–Dimitri, sí –dijo ella, metiéndolas por debajo de la chaqueta de él.

Él la miró, furioso, pero no le impidió que se la quitase y la dejase caer al suelo.

–Te deseo, Dimitri –sonrió ella, que necesitaba asegurarse de que eran dos mitades de un todo antes de poder hablarle del bebé que llevaba en su vientre y de quién y qué era ella en realidad–, podemos hablar más tarde.

Él la tomó por la cintura y la levantó hasta que sus labios se encontraron.

–Que Dios me perdone, pero yo también te deseo.

Hubo algo en su tono que ella no comprendió, pero sus cálidos labios le despertaron tal pasión que no pudo pensar en ello demasiado. Le tironeó de la corbata mientras él le desabrochaba rápidamente el top. Desabotonaron juntos la blanca camisa y ambas prendas cayeron juntas sobre la gruesa alfombra mientras sus labios permanecían unidos. Él la estrechó contra sí y los rígidos pezones femeninos rozaron el cálido pecho, haciéndola gemir de deseo.

–No deberíamos estar haciendo esto –dijo Dimitri, pero ella no pudo responder conscientemente a sus palabras, tan sumida se hallaba en las emociones que le despertaba el roce de su piel tras un mes de separación. Él parecía estar igual de afectado, ya que sus brazos la apretaron hasta casi quitarle el aliento.

Segundos más tarde se hallaban en la cama, desprovistos del resto de su ropa, las manos recorriendo con ansia rincones ocultos, las bocas devorándose mutuamente. Los gritos masculinos de placer se unieron a los de ella cuando llegaron al clímax juntos con una rapidez que nunca habían experimentado antes y que los dejó exánimes.

 

 

Alexandra apoyó su mano sobre el corazón de Dimitri. Todavía latía con el acelerado pulso de la pasión reciente.

–Un corazón fuerte –murmuró–. Un hombre fuerte –¿se volvería aquella fuerza en contra de ella al enterarse de lo que tenía que decirle?

Dimitri se envaró, como si tuviese una premonición de lo que estaba por venir. Se apartó y se levantó de la cama.

–Necesito una ducha.

Ella se quedó mirando al sexy gigante junto a su cama. Podía sentir la tensión emanando del cuerpo masculino.

–Voy contigo.

–Quédate aquí –dijo él, negando con la cabeza–. Enseguida vengo.

–De acuerdo –dijo ella. Aunque con el corazón oprimido por su rechazo, aceptó de buena gana otra excusa para retrasar la noticia que tenía que darle.

A los quince minutos, él salió del cuarto de baño vestido con su habitual elegancia.

–¿Tienes una reunión? –le preguntó ella al ver que él había elegido otro de sus trajes a medida en vez de un atuendo más cómodo.

La seriedad esculpió una máscara en el atractivo rostro varonil.

–Xandra, tengo algo que decirte.

–¿Qué? –preguntó ella, sentándose en la cama y cubriéndose con la sábana de la mirada azul que la había subyugado desde que se conocieron.

–Me caso.

–¿Ma… matrimonio?

–Sí –dijo él, los puños apretados a los lados, el cuerpo envarado con una tensión que ella no pudo ignorar más.

–Si esto es una declaración de matrimonio –dijo ella, incrédula. ¿Estaría bromeando?–. Se te da muy mal hacerlo.

–No seas ridícula –dijo él, con una mueca–. Eres una mujer dedicada a su profesión –hizo un violento gesto con el brazo–. Una mujer con tus ambiciones no sería la esposa adecuada para el heredero del imperio Petronides.

Un gélido estremecimiento la recorrió de la cabeza a los pies.

–¿A qué te refieres?

–Me caso y, como es lógico, nuestra relación tiene que acabar –anunció, pálido.

–Me dijiste que no saldrías con otras mujeres mientras compartieses la cama conmigo. Dijiste que podía confiar en ti –dijo ella, sintiéndose utilizada, sucia.

–No me he acostado con nadie más –declaró él con un suspiro.

–Entonces, ¿con quién te casas? –exclamó ella.

–No la conoces –volvió a suspirar él, pasándose la mano por el pelo–. Se llama Phoebe Leonides.

Griega. La otra era griega y probablemente educada para casarse con alguien con dinero y convertirse en la perfecta y sumisa esposa.

–¿Cuándo os conocisteis? –tenía que saberlo, aunque la pena la desgarrase.

–Desde que éramos niños. Es la hija de un amigo de la familia.

–¿La conoces de toda la vida y te acabas de dar cuenta de que la amas?

–El amor no tiene nada que ver con ello –dijo él con una risa cínica.

Nunca habían hablado de amor, pero ella quería a Dimitri con cada fibra de su ser y suponía que él también la amaba, aunque no en la misma medida, lo suficiente para hacer que resultase bien un matrimonio entre los dos ahora que estaba embarazada, pero estaba claro que él no creía en ese sentimiento.

–Si no amas a esa mujer, ¿por qué te casas con ella?

–Ha llegado el momento.

–Lo dices –tragó el nudo que tenía en la garganta–, como si siempre hubieses planeado hacerlo.

–Así es.

Una súbita debilidad hizo que ella se tambalease.

–¿Estás bien, pethi mou? –jurando en griego, la sujetó por los brazos.

¿Qué se creía? ¿Cómo iba a estar bien? Le acababa de decir que iba a casarse con otra, una mujer con la que siempre había pensado hacer su esposa. Durante un año la había utilizado a ella como a una prostituta.

–¡Suéltame! –masculló.

Él la soltó, ofendido, y Alexandra sintió deseos de abofetearlo.

–¿Me convertiste en tu fulana a sabiendas de que nuestra relación nunca pasaría del mero sexo? –preguntó, lanzando una mirada de rabia al rostro al que había amado por encima de cualquier otro durante catorce meses.

–No te convertí en mi fulana –dijo él, retrocediendo como si ella le hubiese dado una bofetada–. Eres mi amante.

–Ex amante.

–Ex amante –dijo él, con la mandíbula apretada.

–¿Por qué? –exclamó ella–. ¿Por qué acabas de hacer el amor, quiero decir… el sexo conmigo, entonces?

–No he podido evitarlo.

Lo creyó. A ella le había pasado lo mismo con él desde el principio. Era virgen a los veintidós años, pero su inocencia no había servido de barrera a los sentimientos que él encendió en ella.

Aunque sorprendido por su virginidad, no había desistido en su empeño de hacerla su amante. Tras dos meses de mantenerlo a raya, ella se le había finalmente entregado. Había sido fantástico. Él la había hecho sentirse mimada y había habido momentos durante el pasado año en que incluso había creído que la amaba.

–No puedo creer que quieras separarte de mí.

–Ha llegado la hora –dijo él nuevamente, como si ello lo explicase todo.

–¿La hora de desposar a la mujer con quien pensabas casarte todo el tiempo? –preguntó ella, que necesitaba que él se lo confirmase.

–Sí.

A pesar de la rabia que la invadía, sintió la vergüenza de estar desnuda. Había entregado su cuerpo sin inhibiciones a aquel hombre durante un año; doce meses durante los cuales él sabía todo el tiempo que se casaría con otra. Girando sobre sus talones, se dirigió al cuarto de baño y se puso el albornoz que colgaba tras la puerta. Cuando volvió al dormitorio, Dimitri se había ido. Recorrió todas las estancias, pero él la había dejado.

Se detuvo en medio del salón. La soledad del apartamento la oprimió de tal manera que cayó de rodillas, deshecha en lágrimas. Dimitri se había marchado.

 

 

Dimitri se apoyó contra la pared fuera del apartamento. Se había marchado con esfuerzo cuando Xandra entró al cuarto de baño. De lo contrario, jamás habría podido hacerlo. Resistió la tentación de volver a entrar y decir que todo era un error.

Pero no era un error. Si no se casaba con Phoebe, fallecería el anciano a quien amaba más que a su vida, más que a su felicidad personal. Su abuelo se mantenía firme en su ultimátum, sentado en una silla de ruedas, negándose a que lo operasen hasta que Dimitri fijase su fecha de boda.

Se dio un puñetazo con rabia en la palma de la mano. ¿Por qué habría mencionado ella el matrimonio si era algo que no le interesaba? De haber sido así, al menos una vez durante el año que estuvieron juntos habría antepuesto su relación con él a su carrera. Pero no lo había hecho. Ni una vez.

Xandra se hallaba enfadada, herida en su orgullo femenino. Le había dolido enterarse de que él pensase casarse con otra desde el principio, pero Dimitri no podía creer que creyese seriamente que se casarían. Sin embargo, era obvio que ella suponía que él no tenía otros planes al respecto.

Más culpa se añadió al torbellino de emociones que lo sacudían.

No había sido su intención acostarse nuevamente con ella, pero había perdido el control en cuanto ella comenzó a seducirlo. A pesar de su mundana sofisticación, Xandra no era una amante agresiva. Era afectuosa y sensible, más sensible que cualquiera de las mujeres con las que él había estado, pero normalmente no tomaba la iniciativa. Y si lo hacía, era con total sutileza. Pero la forma en que acababa de hacerlo no tenía nada de sutil, lo cual había minado las defensas de Dimitri con la fuerza de un batallón de infantería.

Le había resultado más difícil todavía anunciarle su próxima boda. Con un esfuerzo, se apartó de la pared y se dirigió al ascensor. La única forma de separarse de ella era cortando por lo sano.

 

 

Alexandra esperó treinta y seis horas para llamar a Dimitri al móvil, convencida de que el hombre que amaba, el padre de su hijo, volvería a ella.