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Aquel hombre la llevaba a alturas que jamás habría imaginado… Después de perder aquel avión, Erin O'Connell, compradora de diamantes, creyó que había perdido para siempre sus posibilidades de ascenso… pero quizá no fuera así. Necesitaba tomar un vuelo a la idílica isla de Blue Hearth para hablar con el propietario de una mina, así que la incombustible Erin tendría que convencer a Striker Reeves de que pusiera en marcha su hidroavión y se preparase para la acción. Para todo tipo de acción.
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Seitenzahl: 132
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Barbara Dunlop
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Viviendo al límite, n.º 2031 - noviembre 2021
Título original: Flying High
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-119-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si Striker Reeves tuviera el menor interés en una charla y una seria reprimenda, le habría dicho que sí a la preciosa morena con pantalón de cuero negro que se acercó a su mesa la noche anterior en Carnaby´s.
Pero no lo tenía.
Y no lo hizo.
Y estaba empezando a ser demasiado viejo para aquello.
Su padre, Jackson Reeves-DuCarter, se inclinó hacia delante, apoyando la mano en el sillón de cuero.
–Y luego me enteré de que cinco… cinco de mis ejecutivos se han visto obligados a quedarse un día entero en París sin hacer nada. Por tu culpa.
Striker apretó los dientes. Solo la presencia de su madre en el comedor, al otro lado de la puerta, evitó que le dijera a su padre que dejaba su trabajo como piloto en Reeves-DuCarter Internacional.
En lugar de eso contó hasta diez.
–Si no te importa, yo fui el único que cumplió el horario.
–El horario está sujeto a cambios. Para eso tenemos un avión privado, por eso no volamos en aviones comerciales.
–Pues entonces quizá deberías contratar un equipo entero de pilotos, así siempre habría alguno dispuesto las veinticuatro horas.
–No tendría ningún sentido tener una flota de pilotos cuando tú te llevas el avión.
Striker volvió a contar hasta diez. Su padre podía dedicar su vida entera a la empresa familiar, pero él no era un robot. Era un hombre de carne y hueso.
–Yo también tengo derecho a vivir.
Jackson hizo un gesto con la mano.
–¿A eso lo llamas vivir? Yo lo llamo estar siempre de juerga. Y estoy empezando a cansarme de que uses mi avión para irte por ahí a buscar mujeres.
–No voy a buscar mujeres… tenía una cita. Y el avión es de la empresa, no tuyo.
–La próxima vez, llévate tu diez por ciento a Londres y deja mi sesenta por ciento en la pista, donde debe estar.
–Si vas a ponerte puntilloso, solo lo usé un diez por ciento del tiempo –sonrió Striker.
A su padre no le hizo gracia la broma.
–Si vas a ponerte puntilloso… ¿cuándo nos vas a presentar a tu novia?
Striker se irguió. Jeanette no tenía pensado ir a Seattle. Y, la verdad, ni siquiera recordaba su apellido.
La había conocido en una discoteca, en París. Como muchas mujeres, se había quedado impresionada por el hecho de que fuese piloto. Y cuando le preguntó si la llevaría a algún sitio en su avión, él pensó: ¿por qué no? La llevaría a dar una vuelta a Londres… y a ver qué pasaba.
Desgraciadamente, cuando volvieron a París Striker ya había utilizado todas sus horas de vuelo para aquel día. Y cuando el grupo de ejecutivos quiso marcharse, Striker no podía pilotar.
–Ya me lo imaginaba –suspiró su padre, sacudiendo la cabeza–. Has perdido el control de tu vida, Striker.
–¿Porque me divierto?
–Diviértete en tus días libres. Cuando estás trabajando, estás trabajando.
De nuevo, Striker empezó a contar silenciosamente hasta diez, pero Jackson no le dejó llegar ni a dos.
–Estás castigado durante un mes.
–¿Qué?
–He contratado a otro piloto.
–Eso es ridículo –replicó Striker. Y humillante y totalmente absurdo. Él era un adulto, no un crío. Y no estaba de meritorio en la empresa–. ¿También quieres que escriba cien veces «no volveré a hacerlo»?
–Se me ha pasado por la cabeza, sí.
–Tengo treinta y dos años…
–Algunos días, me resulta imposible creerlo.
–No puedes hacerme esto.
–Acabo de hacerlo.
Striker abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Su padre era el presidente de Reeves-DuCarter Internacional, y él no era más que un empleado y un accionista menor. Discutir no lo llevaría a ningún sitio.
Pero sí podía hacer una cosa. Algo que debería haber hecho mucho tiempo atrás.
Sin decir una palabra, se dirigió a la puerta. Redactaría una carta de renuncia en menos de media hora.
¿Castigarlo? De eso nada. Su padre podía ser el poderoso presidente de la empresa, pero él no era un niño. Había miles de aviones y cientos de empresas de aviación. Mucho trabajo para un buen piloto.
De modo que entró, decidido, en el comedor, donde su madre estaba colocando los cubiertos. En el centro de la mesa había un jarrón oriental con rosas blancas y capullos de cerezo artísticamente colocados. Los platos eran de la mejor porcelana inglesa.
Iba a decirle que no se quedaba a cenar… lo de que se iba de la empresa se lo contaría más tarde. No tenía sentido darle un disgusto ahora. Además, no estaba seguro de poder decírselo a la cara.
Ella se volvió al oírlo entrar.
–Cariño, ¿puedes bajar a la bodega un momento?
–Lo siento, mamá, pero no voy…
–Tyler y Jenna vienen a cenar y necesitamos otra botella de vino.
–Mamá, papá y yo acabamos de tener otra…
–Striker, ya sabes que no tiene ningún sentido hablar con tu padre a esta hora del día. Ve a buscarme una botella de vino, por favor. Además, hace siglos que no ves a tu hermano.
Por su expresión, Striker intuyó que sabía algo.
¿Habría oído la discusión? ¿Le habría confiado su padre algo sobre el «castigo»? Su madre tenía que saber que él no soportaría algo así.
–Jacques ha hecho salmón en salsa de eneldo esta noche. Tu plato favorito.
Salmón en salsa de eneldo podría haber calmado a Striker cuando tenía doce años, pero Jacques ya no podía sobornarlo.
–Mamá…
–Y como postre tenemos mousse de chocolate blanco.
–Mamá, de verdad…
–No seas bobo –lo interrumpió ella–. Sé un buen chico y baja a buscar el vino.
Striker vaciló, frustrado. Pero después de un momento se tragó lo que iba a decir. ¿Cómo demonios iba a dejar su trabajo si ni siquiera era capaz de decirle a su madre que no pensaba cenar con ellos?
Si dejaba la empresa familiar, la pobre se llevaría un disgusto tremendo.
Él lo sabía bien.
Siempre lo había sabido.
Su madre había sufrido mucho por su hermano Tyler, que había decidido abrir un negocio propio. Y ahora, cuando el hermano menor volvió al redil, se sentía feliz porque estaban todos juntos otra vez.
Si se iba ahora, destrozaría la felicidad de su madre. ¿Qué clase de hombre haría eso?
Erin O´Connell no podía creer que su jefe le estuviera haciendo eso a ella.
–¿Esto es a lo que tú llamas mi gran oportunidad?
–Te estoy pidiendo que coquetees con él, no que te acuestes con él –le explicó Patrick Aster, cerrando la puerta de la sala de juntas.
–¿Y para que coquetee con Allan Baldwin la empresa me compra un vestuario de diseño?
Erin se sentía como una prostituta. Sí, llevaba meses intentando que Patrick le diera la oportunidad de negociar con algunos de los proveedores más importantes de Joyerías Elle, con base en Nueva York, pero no así, no a costa de su ética profesional y personal.
Patrick se acercó a la mesa donde tenían la cafetera y se sirvió una taza de café. Se volvió hacia Erin.
–Estamos hablando de Allan Baldwin. Allan, el rey de los diamantes Baldwin. ¿Tú sabes la oportunidad que te estoy ofreciendo?
Erin se cruzó de brazos, llevaba una blusa de color crema.
–¿Y cómo se supone que voy a conseguir reconocimiento y respeto en la empresa coqueteando con un cliente?
Patrick levantó la taza.
–Si consigues la cuenta de Baldwin, el consejo de administración te besará los pies.
–Pero todo el mundo pensará que me he acostado con él.
–No.
–Sí.
–Bueno, aunque lo pensaran, les daría igual.
–No me conoces en absoluto, ¿verdad? –replicó Erin.
Patrick sonrió.
–Claro que te conozco. Eres inteligente, comprometida, trabajadora… y estás hambrienta de éxito.
Muy bien. Sí la conocía. Llevaba cuatro años siendo compradora regional para Joyerías Elle y se moría por conseguir un ascenso. Pero ella tenía sus límites y tenía su orgullo. No pensaba usar su género, su atractivo físico y su cuerpo para conseguir un contrato.
Patrick suspiró, con un exagerado gesto de paciencia.
–Lo único que tienes que hacer es ir a Seattle, alquilar una avioneta para llegar a la isla Blue Earth, acudir a la exposición de arte en Pelican Cove, para la que te he conseguido una invitación, y encontrarte accidentalmente con Allan Baldwin.
–¿Para ofrecerle que firme un contrato con nosotros?
Patrick le hizo un guiño.
–Eso es. Haz lo que haga falta, cariño –Erin abrió la boca, indignada–. Lo digo de broma, mujer. Siempre se hace así. Te lo encuentras por casualidad, charlas con él, haces que se sienta cómodo contigo antes de hablar de negocios…
–No.
La puerta de la sala de juntas se abrió entonces y la gemóloga de Joyerías Elle, Julie Green, asomó la cabeza.
–Puedes llevarte a Julie.
–¿Llevarse a Julie adónde? –preguntó ella, entrando en la sala y cerrando la puerta.
–A Seattle –contestó Patrick–. Al hotel Mendenhal Resort, en la isla Blue Earth, con todos los gastos pagados.
–¿Al Mendenhal? –repitió Julie, abriendo muchos los ojos.
–La empresa incluso pagará un vestuario nuevo de Pucci… para las dos.
Julie se volvió hacia Erin, su corta melenita rubia daba saltos de alegría.
–Sí. Llévate a Julie. Por favor.
–No te emociones. Patrick quiere que me acueste con un cliente.
Julie miró a Patrick y luego volvió a mirarla a ella. En voz baja, dijo la palabra Pucci.
–Eso no está bien –dijo en voz alta.
Erin levantó los ojos al cielo.
–¿Has visto la colección de verano? –preguntó Julie entonces–. Yo no tendría que acostarme con él, ¿verdad? ¿Quién es él, por cierto?
–Allan Baldwin –respondió Erin.
–¿Allan Baldwin, Allan Baldwin?
No le sorprendía nada que lo conociera. Allan Baldwin había revolucionado la industria de los diamantes. Después de encontrar una mina al norte de Canadá, algo completamente inesperado, decidió tallar una microscópica ballena en cada diamante… y ese detalle había despertado la atención del público y las revistas especializadas, convirtiéndose desde entonces en el proveedor de diamantes más moderno del mercado. Ahora, todos los compradores del mundo querían las gemas de Allan. Incluido Joyerías Elle.
–Allan Baldwin –le confirmó Patrick.
Julie hizo una mueca.
–Bueno, la verdad es que está buenísimo. Si yo tuviera que acostarme con él…
–¿Que esté bueno es lo único que necesitas para tirar tus principios por la ventana? –le espetó Erin.
–No, claro que no. Que esté bueno y que tenga una mina de diamantes.
Patrick soltó una risita.
Erin sacudió la cabeza.
–¿No has visto su foto en el Empresarios de este mes? –preguntó Julie.
Erin había visto la fotografía. Y sí, Allan era definitivamente un hombre muy guapo.
Aunque eso daba igual. La propuesta de Patrick era completamente ridícula.
–Yo soy una compradora de gemas profesional, no una golfa.
–Los hombres hacen esas cosas todo el tiempo –protestó Patrick–. Díselo, Jules.
–Los hombres hacen esas cosas todo el tiempo.
–¿Qué hombres? –preguntó Erin.
–Jason Wolensky, por ejemplo –contestó su jefe.
Erin lo miró, guiñando los ojos. Jason Wolensky era uno de los compradores más importantes de la empresa.
–Y Charles Timothy –siguió Patrick–. Los dos lo intentaron con Allan Baldwin, pero fracasaron.
Julie le dio un codazo.
–Ya te dije que tantas horas en el gimnasio, tarde o temprano, servirían de algo.
–¿O sea, que voy a conseguir mi gran oportunidad en la empresa gracias a que estoy en buena forma? –preguntó Erin, irónica.
–No, gracias a tu estupendo trasero –contestó Julie con toda tranquilidad.
Erin no estaba dispuesta a aceptarlo. Durante su infancia, en un diminuto apartamento en el Bronx, no había tenido mucho, pero contaba con la sabiduría de su madre. Su madre siempre le había dicho que trabajando y perseverando se conseguía todo en la vida. Nunca había dicho nada de tener buenos glúteos.
Patrick dio un paso adelante.
–Erin, Jason lo intentó. Charles lo intentó. Créeme, utilizaron todo lo que pudieron. Si Allan fuera homosexual, habrían usado sus glúteos.
–Allan no es homosexual –protestó Julie.
–No te estoy pidiendo que te acuestes con él. Solo que vayas a Seattle y hables con ese hombre. Charla con él, ríete con él, síguele la corriente. Luego ofrécele nuestro mejor precio y a ver qué pasa.
Erin vaciló. A pesar de las palabras de su jefe, aquello no sonaba nada bien.
–Puedo garantizar que, si lo consigues, llevarías el Departamento de Compras de la empresa.
Muy bien. Eso la animaba un poco. Quizá su ética y su sentido de la moral tenían un precio después de todo.
–Hay una oficina vacía en la planta novena –insistió Patrick.
Erin sintió que su resolución flaqueaba. Desde luego, no se acostaría con ese hombre, quizá ni siquiera tendría que tontear… reírse un poco con alguien no era tontear.
Y compraría un vestido que le tapase el trasero.
–Eres una profesional –dijo Patrick–. Y ahora, sal ahí y haz todo lo que puedas para conseguir esa cuenta.
Julie la tomó del brazo.
–Y llévate a Julie contigo.
Striker abrió la tapa del depósito de aceite de su avioneta Cessna y se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Las palabras de su padre no dejaban de darle vueltas en la cabeza.
Luego había visto la mirada de su madre, su expresión esperanzada y vulnerable… y supo que tendría que encontrar la forma de solucionar el asunto como fuera. No sabía cómo iba a hacerlo, pero dejar la empresa no era una opción.
Haciendo un esfuerzo por concentrarse en algo, lo que fuera, para no pensar en su desastrosa vida profesional, se había pasado el día buscando repuestos para sus tres avionetas. Buscar repuestos de decomiso le parecía una buena forma de airear su frustración. Podía no ser capaz de dejar su trabajo, pero no tenía por qué quedarse en tierra.
La Tiger Moth y la Thunderjet estaban en un hangar en Sea Tac. Tardaría meses, quizá años, antes de poder volar con ellas. Pero la Cessna estaba en buenas condiciones. Quizá esa misma semana saldría con ella a dar una vueltecita.
La brisa fresca del Pacífico hacía que las olas golpearan rítmicamente contra el muelle del hangar. Striker apartó la tapa del depósito y se metió bajo la avioneta con una llave inglesa.
–¿Perdone? –oyó entonces una voz femenina.
Striker vio un par de piernas, un estupendo par de piernas, unas sandalias de tacón y el bajo de una falda corta.
En circunstancias normales, habría estado más que interesado en esas piernas y en esa voz, por no hablar del segundo par de piernas que había detrás. Pero aquellas no eran circunstancias normales.
Aun así, salió de debajo de la avioneta, limpiándose las manos con un paño.
–¿Sí?