Vivificar - Andreas Weber - E-Book

Vivificar E-Book

Andreas Weber

0,0

Beschreibung

Se nos ha dicho que vivimos en el Antropoceno, una era geológica moldeada por los seres humanos más que por la naturaleza. En Vivificar, el filósofo alemán Andreas Weber presenta una visión alternativa de nuestra relación con la naturaleza, argumentando –contra la idea de que los humanos controlan la naturaleza– que los humanos y la naturaleza existen en un fondo común de transformación mutua. Sostiene que no existe un dualismo naturaleza/humano, porque la dimensión fundamental de la existencia se comparte en lo que él llama la «vivacidad». Así, la poética que plantea Weber consiste en ver a todos los seres en un hogar común de materia, deseo e imaginación, una economía de transformación metabólica y económica. Esta visión nos permite ir más allá del pensamiento ilustrado que despoja a la realidad material de toda subjetividad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 252

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Andreas Weber

Vivificar

Una poética para el Antropoceno

Traducción del inglés al castellano de Juan Manuel Cincunegui

Este libro ha sido financiado con la ayuda de:

Título original: ENLIVENMENT. Toward a Poetics For The Anthropocene by Andreas Weber

© Matthes & Seitz Berlin Verlag, Berlín 2016

All rights reserved by Matthes & Seitz Berlin

Verlagsgesellschaft mbH.

© de la edición en castellano:

2022 Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Juan Manuel Cincunegui

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Octubre 2022

Primera edición en digital: Octubre 2022

ISBN papel: 978-84-1121-059-1

ISBN epub: 978-84-1121-104-8

ISBN kindle: 978-84-1121-105-5

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.

Sumario

AgradecimientosIntroducción: una poética de lo real1. La ideología de la muerte2. Bioeconomía: la megaciencia oculta3. Biopoética: el deseo de ser4. Anticapitalismo natural: el intercambio como reciprocidad5. Puesta en común: invitar al otro6. Objetividad poética: comprender cómo estar plenamente vivo7. Cultura: imaginar al otroNotas

«En todas partes, el amor se distinguede sus falsas aparienciaspor la forma en que se respeta la realidadindependiente de lo que se ama.»

RAIMOND GAITA, El perro filósofo

«Solo la montaña ha vivido lo suficientecomo para escuchar objetivamente el aullido del lobo.»

ALDO LEOPOLD, «Elegía de los pantanos»

Agradecimientos

Muchas de las ideas de este libro tienen su origen en los encuentros fructíferos de mi propia investigación sobre la biología, como una historia de relaciones y cuestiones existenciales en desarrollo, con un grupo de activistas y filósofos del procomún muy innovadores en una época que, en el futuro, podría recordarse como el apogeo del pensamiento del procumún berlinés entre 2010 y 2018. Estoy especialmente agradecido a Heike Löschmann (que acuñó el término vivificación) y a David Bollier, quienes me animaron a seguir mis pensamientos en inglés y me abrieron algunas puertas vitales que me permitieron hacerlo, y por ello me hacen experimentar el procomún en un sentido real. Me alegro de que Hildegard Kurt sea una compañera de camino desde entonces, en varios escenarios y proyectos, en una búsqueda común de nuevas culturas de la vida y de una ontología en la que el yo se produce a través del florecimiento del otro, y el otro a través de la plena realización del yo. Esta es la ontología que ya conocemos a través de nuestros cuerpos, y como comuneros en un vasto círculo de donación, el del ecosistema. Es con Alessandra Weber que exploro cómo se siente «ser» la ecología. Le agradezco que comparta a diario cómo se despliegan las hojas y crecen los brotes, y la comprensión de que la comunión es, al fin y al cabo, un proceso de amor.

Introducción: una poética de lo real

Este ensayo propone una nueva perspectiva sobre la relación de los seres humanos con la esfera que comúnmente llamamos «naturaleza». A lo largo de este libro, me acercaré tanto a los seres humanos como a la naturaleza de una manera que disuelve la separación entre las dos categorías. Exploraré cómo podemos empezar a ver a todos los seres como participantes en un hogar común de materia, deseo e imaginación, una economía de transformaciones metabólicas y poéticas. A esta perspectiva la llamo vivificación.

La identidad de todo ser vivo se despliega como una transformación del otro a través del propio yo. Este yo surge a través de las percepciones, de ser tocado, de los intercambios sensuales, de los símbolos y metáforas, y del impacto de las moléculas y de la luz; todo lo cual transfiere de alguna manera su relevancia a la autocreación continua del cuerpo. Desde su inicio, la vida toda está hecha de tales transformaciones mutuas. Nuestra existencia en una ecoesfera impregnada de vida forma parte de un vasto patrimonio común, incluso antes de que percibamos nuestra individualidad. Toda subjetividad es ya intersubjetividad. El yo es el yo a través del otro.

Cada individuo que pertenece al mundo es, al mismo tiempo, dueño de este mundo: dueño de esta piedra áspera, moteada por las olas, erizada por el viento, acariciada por los destellos de luz. Toda percepción es un bien común: una danza de interdependencia con el mundo. El mundo nos pertenece por completo y, al mismo tiempo, nos confiamos plenamente a él. Solo a través de este «dar y recibir» llegamos a ser conscientes del mundo y de nosotros mismos. Solo si honramos este dar y recibir de manera que nos proporcione vida, podremos construir nuestro lugar en el mundo. Este es el principio de la identidad encarnada y del hogar.

En lo que sigue desarrollaré un conjunto de alternativas a algunos de los supuestos básicos que subyacen a nuestra actual visión del mundo. Al hacerlo, me comprometeré con el debate sobre el Antropoceno, tratando de recalibrar su tendencia básica a considerar nuestra época como el comienzo de una Tierra dominada por el ser humano, en la que nuestra especie lo controla todo de facto, y la especie humana y la naturaleza, en principio, están separadas, pero se encuentran en el mismo nivel.

La idea del Antropoceno es que estamos viviendo en una nueva era geológica en la que la cultura humana se ha apoderado en gran medida de las realidades biogeoquímicas del hogar terrestre; los humanos ahora dominan y controlan la materia, los flujos de energía y la distribución y existencia de las especies biológicas. Se ha pretendido resolver la diferencia entre los humanos y la naturaleza, no a través del reconocimiento de que todos los seres y sistemas vivos están sujetos a la misma dinámica natural y a los mismos principios creativos, sino declarando que los humanos pueden afirmar su dominio sobre toda la naturaleza inanimada y animada de la Tierra. De este modo, la idea del Antropoceno ha superado el dualismo que ha definido nuestra cultura, al menos durante quinientos o quizá dos mil años. Se trata de un movimiento de época, pero que podría adoptar una deriva desencaminada.

Este ensayo es un intento de imaginar el fin del dualismo de una manera diferente. Trata de disolver la oposición entre la humanidad y la naturaleza, no concibiendo la naturaleza como algo que debemos controlar, como algo que se presta a las prácticas culturales porque tiene la misma configuración profunda que la tecnología humana: un proceso sin propósito de eficiencia y optimización emergentes. Más bien, propongo que entendamos la identidad de los seres humanos y la naturaleza a través de un conjunto de transformaciones creativas que subyacen a toda la realidad y que encuentran una expresión especialmente contundente en la vida. Sostengo que no puede haber dualismo, porque la dimensión fundamental de la existencia es ya compartida: es la vitalidad, el deseo de conectarse a través del tacto y el cuerpo con el fin de crear comunidades fértiles de florecimiento mutuo, cuyos miembros experimentan sus identidades como un yo.

En cuanto al Antropoceno, estoy de acuerdo con el poeta y ecofilósofo Gary Snyder en que «lo “salvaje” es el proceso, ya que ocurre fuera de la agencia humana, aunque pueda ocurrir dentro de nosotros mismos. Por muy lejos que la ciencia pueda llegar, nunca llegará al fondo, porque la mente, la imaginación, la digestión, la respiración, el sueño, el amor y tanto el nacimiento como la muerte forman parte de lo salvaje. Nunca habrá un Antropoceno».1

Todas las transacciones humanas y nuestra imaginación en su conjunto están enredadas de manera fundamental con la naturaleza. Son manifestaciones humanas de una naturaleza incontenible, de una autoorganización poética y productiva que simplemente no puede someterse al control o a la administración. El control es una ficción. Es imposible porque la naturaleza incontenible de la que nos habla Snyder –las asociaciones de la fantasía, la digestión, la complejidad del lenguaje, lo absoluto de las emociones y los instintos– proporciona los mismos instrumentos con los que nos esforzamos por lograr el control.

Los bienes comunes de la realidad son un entramado de afiliaciones a través de las cuales se despliega la vitalidad en los ecosistemas y la historia. El procomún de la realidad es portador de la vitalidad de las comunidades biológicas y humanas desde la perspectiva de la dependencia metabólica, el intercambio de dones y el enredo de los actores a través de su deseo de conectarse entre sí y su necesidad de sobrevivir. Los agentes vivos se crean mutuamente estableciendo relaciones (ya sean metabólicas, de depredador/presa o sociales) y, al hacerlo, no solo producen sus entornos, sino también sus propias identidades.2

El procomún describe una ontología de las relaciones sociales que es, a un mismo tiempo, existencial, económica y ecológica. Enfatiza un proceso de transformación y formación de la identidad que emerge de una relación mutua que no es solo material, sino también experiencial. Para los humanos, esta ontología produce una realidad significativa y emocional. Para la biosfera, que incluye a los humanos, produce la energía necesaria para la vida.

Utilizo el término bienes comunes para referirme a las relaciones de reciprocidad y cocreación mutua.3Bienescomunes es un término económico que se refiere a una organización particular de los medios de vida en la que no hay usuarios ni recursos, sino solo diversos participantes en un sistema fértil, que tratan de acuerdo con un objetivo superior: que este siga dando vida. El término bienescomunes caracteriza una forma de socioeconomía que integra relaciones materiales y emocionales. Se basa en el intercambio de bienes, pero, también, en transformaciones de significado. Históricamente, los bienes comunes son una franja de la naturaleza que era utilizada y protegida por un determinado grupo de seres humanos, como los bienes comunes rurales de la Gran Bretaña medieval, donde los campesinos hacían pastar su ganado según un complejo conjunto de normas que permitían el acceso a todos y prohibían el uso excesivo por parte de algunos.

Actualmente, vemos restos de esta forma de relacionarse con la biósfera y con los demás en todo el mundo, ya sea en los bienes comunes de las praderas alpinas, en los sistemas de riego de Sudamérica o en la forma en que los san del sur de África distribuyen sus presas de caza. La economía de los bienes comunes domina las economías de subsistencia de la población rural en muchos lugares del mundo. Ha sido la forma de subsistencia preponderante desde los albores de la humanidad premoderna, hace al menos un millón de años. Su característica primordial es que no distingue entre usuarios y objetos, sino que une a todos los agentes en una vasta red interconectada de dar y recibir, cuyo objetivo es crear la mayor fertilidad posible para todos. Los bienes comunes están creando un mundo de unión a través de la transformación mutua.

Esta fertilidad no es solo exterior, sino también una experiencia emocional. En los entornos tradicionales de los bienes comunes, esta dimensión emocional se venera explícitamente mediante celebraciones y rituales. Los bienes comunes tratan de proteger la vitalidad mediante la participación y la reciprocidad. Son una forma de imaginar nuestro papel ecológico dando al ecosistema más vida. La realidad en su conjunto puede verse como un vasto procomún, el cual se produce gracias a la participación de todos los seres, incluidos los seres humanos. Experimentar la pertenencia a este procomún desde dentro, sintiendo una relación con otros miembros y compartiendo la identidad profunda de este mundo, es la sensación única de estar vivo. La economía del procomún establece, por tanto, el nicho ecológico humano a través de medios culturales.

En este ensayo, pintaré un cuadro en el que la realidad prospera a través del entrelazamiento de todos los seres humanos, todas las criaturas y los agentes físicos y materiales que participan en los procesos de intercambio de la realidad, como el agua, las rocas y el aire. Para ello, será necesario acabar con las nociones habituales de «cultura» y «naturaleza», que la modernidad ha considerado invariablemente como separadas y divergentes. Pero estas dos dimensiones implican de facto el mismo enredo de la materia con el significado simbólico. Para ver esto, tenemos que entender que la vitalidad es el elemento de conexión crítico de la realidad. La vitalidad es intrínseca a todos los procesos sociales y biológicos y al cosmos como un todo biogeoquímico.4 Todos estos procesos están impulsados por un deseo inherente de conexión, autorrealización y transformación. La vitalidad tiene una sustancia objetiva y empírica (en los cuerpos de los seres del mundo) y una dimensión subjetiva y tangible (en nuestros propios cuerpos). La vitalidad siempre está entrelazando las dimensiones de la materia con la percepción y la experiencia, desde la primera célula está repleta de esas dimensiones que normalmente reservamos para la cultura: el significado y la expresión.

Es esencial que complementemos la actual comprensión del Antropoceno con el punto de vista de una ontología de los bienes comunes. Sin esta perspectiva para completar el cuadro, el Antropoceno –la nueva época caracterizada por la supremacía del ser humano– dejaría de lado un elemento fundamental de la realidad. En la actualidad, me preocupa que la idea predominante en el planteamiento del Antropoceno –de que podemos reconciliar a la humanidad con lo inconsciente, lo orgánico en sí mismo y en los demás (humanos y no humanos) subvirtiendo todo eso bajo el poder de la cultura– no sea más que otro intento de domesticación. Podemos ver en ello una pretensión más de controlar el mundo.

La cultura como control

Actualmente, este control se ejerce en su mayor parte a través de la economía. El sistema del libre mercado neoliberal y sus prerrequisitos, la separación de los recursos (que se comercializan) y los sujetos (que comercian con estos recursos para distribuirlos) son productos de la Ilustración histórica. Siguen su método de ejercer el control dividiendo el mundo en dos mitades: una esfera no viviente que necesita ser colonizada y otra que supervisa y gestiona este control. El mundo, sin embargo, no mejora a través del control, sino a través de la participación.

Solo podremos sobrevivir al Antropoceno y transformarlo en una forma más productiva de tratar con nuestra propia humanidad y la biosfera si entendemos que los seres humanos no impregnan e influyen únicamente en la naturaleza. Por el contrario, la esfera humana está constituida y llena de algo que no puede someterse al control y la gestión cultural, porque alimenta nuestra identidad en un nivel profundo: nuestra vitalidad autoorganizada e irreductible, que fluye hacia la realidad de los ecosistemas, los impulsos emocionales y la imaginación poética.

El enfoque del Antropoceno carece de la consciencia de que es la mutualidad la que enciende nuestra vitalidad, aunque no la entendamos. No comprende que todo intercambio tiene dos caras, ya sea de cosas (en la economía), de significados (en la comunicación biológica o en la expresividad humana) o de identidades (en el vínculo entre dos sujetos). Tiene una dimensión exterior, material. Pero también un aspecto interior, existencial, en el que la interioridad sale a la superficie. Lo que falta es el aspecto profundamente poético de la realidad, de cualquier existencia en ella.

Todo proceso que existe es una forma en la que una relación se despliega y transmite un significado: un significado que nosotros –sujetos humanos, animales, plantas y otros– experimentamos a través de nuestras emociones. Por eso debemos desarrollar nuestra comprensión de un cosmos vivo, de su devenir natural, de sus transformaciones sociales y de la forma en que nos proporciona nuestras necesidades materiales. Solo podemos hacerlo de una manera que no sea automáticamente reduccionista por medio de una poética. El mundo es peso y volumen, y es interioridad (o «gravedad y gracia», como decía Simone Weil),5 y lo segundo solo es posible a través de lo primero. El mundo es materia que desea entrar en contacto con otra materia, y crea sentido en la medida en que este deseo se realiza o no.6

Este impulso constante de las cosas por conectarse unas con otras, por hacerse más individuales a través de las conexiones, y por ser transformadas por esas conexiones y, por lo tanto, por hacerse más otras, más una «con-división», por participar en un intercambio mutuo, ofrece la presencia del sentimiento en el mundo. Si existe el deseo de conectarse, este deseo puede fracasar. Si existe la posibilidad de fracasar, existe el sentido: el anhelo de florecer. Si hay anhelo, este mundo tiene un lado interior, y como todos los procesos del mundo son materiales, este lado interior se hace asequible a través de la materia.

Es la presencia respiratoria de los cuerpos –cuerpos de roca, agua, carne y aire– lo que transmite la interioridad de la materia a nuestros sentidos: cuerpos que son tanto «mera materia» como una presencia de sentido y mismidad. Materia que se experimenta a sí misma como interioridad por ser materia: esta es una definición de la vida. En su mayor parte, el pensamiento actual del Antropoceno no capta esta perspectiva. Tiende a mirar de forma exagerada lo que está en el centro de la realidad tal y como la experimentamos, y lo que constituye el núcleo de la realidad: la profunda vitalidad del mundo.

El Antropoceno propone una reconciliación entre el hombre y la naturaleza. Pero solo favorecerá la vida y conducirá a la humanidad a una forma más pacífica de tratar al otro si dejamos de considerar que la naturaleza está irremediablemente bajo el control humano. Por el contrario, tenemos que comprender que nosotros mismos somos naturaleza, es decir, que somos transformaciones transitorias en relaciones materiales y significativas continuas. Este proceso se experimenta emocionalmente y se desarrolla en una manera fértil, produciendo grados cada vez más complejos de libertad, así como dependencia. Este proceso existencial de autorrealización es la imaginación, que se expresa materialmente.

¿Techné o poiesis?

Después de más de trescientos años de pensamiento ilustrado, el Antropoceno nos ofrece la posibilidad de superar su característica fundamental: la de vaciar la realidad material de toda subjetividad. Ahora podemos desarrollar una idea del deseo intrínseco de desarrollarse a través del tacto y la transformación de la realidad. El pensamiento ilustrado puede definirse por su omisión de lo que marca la vida en su esencia: el entrelazamiento de la materia y el deseo. Para el pensamiento ilustrado, o bien existe la materia (contabilizada en términos de ciencia y tecnología) o bien el deseo (reservado para los seres humanos y sus esfuerzos, el lenguaje y la cultura).

Varios autores han comenzado a superar esta división dualista, dotando de agencia a los seres no humanos e incluso a las cosas. Esta es la tarea en la que se han embarcado algunos defensores del llamado nuevo materialismo, con el fin de evitar el callejón sin salida de un mundo que carece de vida.7 Pero la idea de agencia sigue siendo demasiado corta si no se explica cómo llega la agencia al mundo, y cómo surge el deseo de ciertos objetivos, sin los cuales la agencia no tiene sentido. Los agentes tienen intereses. Tenemos que entender cómo surgen estos intereses en un cosmos hecho de materia que no se opone al cambio.

El punto crucial que hay que destacar en este ensayo, y que todavía se pasa por alto en gran medida, es que la agencia viene con la interioridad. La interioridad establece sus propios valores de desenvolvimiento y se esfuerza para que esos valores se cumplan. La vida tiene necesidades, porque es materia que desea conservar un sentido específico de la interioridad. El mundo es materia, y esta materia siempre está trabajando hacia un cuerpo sensible que intenta florecer. Nuestro sentido del deseo y del florecimiento está ligado a este vector mayor, y nos hace responsables del grado en que se desarrolla.

Por lo tanto, tenemos que sustituir el concepto de techné, que marca profundamente el Antropoceno, con su optimismo en la administración humana de la Tierra, por el concepto de poiesis. Esta poiesis no es un juego del lenguaje. Es más bien el elemento que hace surgir la realidad. La poiesis no puede cerrarse. Solo puede pasarse por alto o malinterpretarse de una manera siempre dolorosa, y muy frecuentemente de manera letal.

Debemos comprender que vivimos en un mundo que no se divide en cosas e ideas, ni en recursos y consumidores, ni en cultura y naturaleza. Cualquier pensamiento en términos de relación solo puede surgir como una poética.8 Toda práctica de la vitalidad solo puede ser una práctica poética. Lo que echamos de menos, y lo que los partidarios del Antropoceno (y sus diversos sinónimos, ya sea posthumanismo, ecopragmatismo u ontología orientada al objeto) pasan por alto, es una poética de la vitalidad. Este ensayo pretende ser una contribución a su definición.

La posición adoptada aquí se llama vivificación,9 porque su tesis central es que tenemos que reconsiderar la «vida» y la «vitalidad» como categorías fundamentales del pensamiento y de las acciones prácticas. La vivificación intenta complementar –no sustituir– el pensamiento racional y la observación empírica (las prácticas centrales de la posición ilustrada) con la «subjetividad empírica» de los seres vivos, y con la «objetividad poética» de las experiencias significativas.

Sostengo que el mayor obstáculo a las enojosas cuestiones de la sostenibilidad (un término muy elástico, con significados múltiples y conflictos) es el hecho de que la ciencia, la sociedad y la política han perdido durante los últimos doscientos años su interés en comprender la existencia real vivida y sentida, la de los humanos, pero también la de los otros seres. El progreso científico –y todas las explicaciones de los procesos biológicos, mentales y sociales– se basa en los bloques de construcción más pequeños posibles de la materia y los sistemas, y se obtiene mediante el análisis que supone que la evolución en la naturaleza está guiada por los principios de escasez, competencia y selección de los más aptos. Para decirlo en términos provocativos, se podría decir que el pensamiento racional es una ideología que se centra en la materia muerta. Sus premisas no pueden comprender la realidad de la experiencia vivida. ¿Debería ser tan sorprendente, entonces, que la supervivencia de nuestro planeta se haya convertido en el problema más urgente?

Basándome en los nuevos descubrimientos, predominantemente en biología y economía, propongo una visión diferente. Sostengo que la experiencia vivida, el significado encarnado, el intercambio material, y la subjetividad son factores clave que no pueden excluirse de una imagen científica de la biosfera y sus actores. Una visión del mundo que solo puede explicar el mundo en «tercera persona», como si todo fuera, en última instancia, algo no viviente, niega la existencia de los mismos actores que han expuesto este punto de vista. Es una visión del mundo que ignora deliberadamente el hecho de que somos seres humanos subjetivos y con sentimientos, miembros de una especie animal cuyos metabolismos vivos están en constante intercambio material.

En la visión del mundo que propongo aquí, los seres humanos somos siempre parte de la naturaleza. Pero esta naturaleza es mucho más parecida a nosotros de lo que podríamos imaginar: es creativa y late con vida en cada célula. Es creadora de autonomía y libertad individual por sus propias limitaciones. La realidad desea, y expresa este deseo a través de los cuerpos vulnerables de los seres.

Como somos criaturas vivas y vulnerables en esta Tierra animada, podemos entender o «sentir» las fuerzas de la naturaleza, aunque solo sea porque estamos hechos de ellas. Pero estos principios –el hecho de que la vida surja de forma inevitable a través de la tendencia de la materia a divergir, conectarse y transformarse mutuamente– no garantizan de ninguna manera una imagen idílica de una «Madre Naturaleza» benigna a la que hay que proteger. La verdad de la naturaleza reside en su apertura creativa, que constantemente da vida y comercia con la muerte, y no en una ostensible plenitud o salubridad. Que existe tal verdad está autentificado por nuestra propia experiencia individual a lo largo de nuestra vida.

Propongo aquí un nuevo enfoque para entender nuestro «dilema de la sostenibilidad» instando a que adoptemos una nueva orientación cultural hacia los procesos abiertos, encarnados, generadores de sentido, paradójicos e inclusivos de la vida. A algunos les parecerá que estoy proponiendo un nuevo naturalismo, es decir, que todo está compuesto por entidades materiales. Pero si es así, se trata de un naturalismo de segundo orden que tiene en cuenta que la naturaleza no es un ámbito libre de significado o neutral, sino que es una fuente de significado existencial que se produce continuamente por las relaciones entre los individuos, una historia de libertad que se despliega.

Las siguientes páginas pretenden ser los primeros pasos para explorar el terreno. Intentaré sustituir los principios bioeconómicos que guían muchas de nuestras decisiones económicas, políticas, educativas y privadas actuales por nuevos principios de vivificación. Estos se basan en la observación de que vivimos en una biosfera compartida y cocreada, que somos parte de un proceso de desarrollo de la libertad natural y que, como humanos, no solo somos capaces de experimentar directamente esta vitalidad, sino que también necesitamos experimentarla. La experiencia de estar vivo es un requisito humano básico que nos conecta con todos los organismos vivos.

Reconocer esta necesidad existencial, además de ser importante para el progreso futuro de las ciencias de la vida, es imperativo para nuestro futuro como especie en un planeta en peligro. Nuestra incapacidad para honrar el «estar vivo» como una categoría de pensamiento rica y robusta en el pensamiento crítico, la economía, la política pública y el derecho significa que no entendemos realmente cómo construir y mantener una sociedad sostenible, que fomente la vida y esté animada. Significa que estamos atrapados en un error fundamental sobre nuestro propio carácter profundo, y sobre el del cosmos.

La libertad como comunión

La vivificación no es un asunto histórico o filosófico arcano, sino un conjunto de principios profundos que ordenan cómo percibir, pensar y actuar. Si somos capaces de captar la vivificación como una visión, podemos empezar a entrenarnos para ver de forma diferente y abordar las luchas políticas y la política con una nueva perspectiva. Las consecuencias políticas de adoptar este enfoque, que yo llamo cultura vivificada, cultura de la vida o incluso política de la vida, son de gran alcance. Solo un punto de vista no dualista permite la plena inclusión y cooperación, porque no hay disyuntiva entre la teoría racional y la práctica social; ambas están entrelazadas. La existencia en la realidad no permite disyunciones radicales. Nuestra propia existencia, en la que el metabolismo y el sentido se entremezclan constantemente, es una prueba de ello.

Nuestra propia existencia, si queremos volver a abrazarla por completo sin excluir aspectos indeseables o rasgos que necesiten control, o estén destinados a la optimización, depende de que aceptemos que nuestro mundo puede ser desmontado, que todo impacto material genera sentido y que todo sentido engendra consecuencias materiales.

Al mismo tiempo, no estoy proponiendo una utopía. Al contrario: solo pretendo reclamar más ternura hacia lo que realmente existe. La perspectiva que defiendo aquí permite un reconocimiento más profundo del inevitable desorden de la vida –conflictos, malos momentos, carencias– para el que hay que cultivar reglas de negociación y acomodación. En una realidad que se crea masivamente a través de un constante tejido de relaciones y la transformación recíproca asociada, los conflictos no solo son inevitables, sino que son parte de la forma en que se manifiesta el deseo. Estos dilemas se encienden entre el yo y el otro, entre el bien del conjunto y el propio bienestar, entre el valor y el éxtasis.

Estas son las antinomias fundamentales de la existencia, cuya percepción llevó a Gershom Sholem al audaz pensamiento de la necesaria incompletud de toda creación.10 Siempre hay que negociar; hay que encontrar y cultivar constantemente reglas de juego, sin llegar nunca a un estado de estabilidad, sin alcanzar nunca un óptimo. Y esto es precisamente la vitalidad. La libertad que anhela no quiere asegurarse y encerrarse, sino transformar las tensiones en nuevas imaginaciones.

La libertad ha sido el gran proyecto de la Ilustración. El ethos de promover la autonomía personal del individuo, de ser su propio dueño, de emanciparse de las limitaciones, sigue determinando gran parte de nuestro mundo, desde la imagen que tenemos de nosotros mismos hasta las acciones políticas que se consideran apropiadas. El asunto en cuestión es la autonomía personal del individuo, que necesita ser su propio dueño para satisfacer sus propias necesidades de acuerdo con la dignidad humana. La libertad que pretende promover la vivificación no revoca estos objetivos. Más bien los sustituye por nuestra libertad como individuos y grupos para estar «vivos en conexión», la libertad que proviene de alinear las necesidades e intereses individuales con los de la comunidad más amplia. El yo es siempre una función del todo: el todo, sin embargo, es igualmente una función del individuo. Solo esta libertad integrada puede proporcionar el poder de reconciliar a la humanidad con el mundo natural.

La vivificación entiende la libertad como la forma fértil de la necesidad, que surge del hecho de que estamos conectados entre nosotros como cuerpos sensibles, como individuos y como grupos, y que estamos en mutuo intercambio con la biosfera. La libertad solo se manifiesta cuando las necesidades e intereses individuales se imaginan junto con los de comunidades mayores en un equilibrio precario, tenso e incluso paradójico. Solo esta libertad integradora puede desplegar el poder necesario para reconciliar a la humanidad con el mundo natural.

1.La ideología de la muerte