Vivir la Santa Misa - Javier Echevarría Rodríguez  - E-Book

Vivir la Santa Misa E-Book

Javier Echevarría Rodríguez

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Beschreibung

El autor propone un itinerario espiritual que sigue de cerca el desarrollo de los ritos litúrgicos, y ofrece así a sacerdotes y seglares materia de meditación sobre la Santa Misa. Expresa también su deseo "de ayudar a hacer realidad -en mí mismo y en otras muchas personas- la gran aspiración de San Josemaría Escrivá de Balaguer: "Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?"". "Publico estas páginas con el afán de secundar las recomendaciones del Romano Pontífice, mientras suplico a la Trinidad, por intercesión de la Santísima Virgen, que produzcan un efecto saludable en los lectores" (De la Presentación del autor).

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Veröffentlichungsjahr: 2010

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Vivir la Santa Misa

© 2010 byJavier Echevarría

© 2010 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: La Cena(detalle), Pedro Pablo Rubens. Pinacoteca de Brera. Milán

© 2010. Foto Scala. Florencia. Cortesía del Ministerio Beni e Att. Culturali.

ISBN eBook: 978-84-321-3801-0

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

Índice

Presentación

I. Preparación para la Santa Misa

Un intercambio admirable

Preparación remota e inmediata

Revestirse de Cristo

Los ornamentos sacerdotales

II. Ritos iniciales

Canto de entrada y acto penitencial

Alabar a Dios uno y trino

Colecta: unidad de peticiones

III. Liturgia de la Palabra

Diálogo de Dios con su Pueblo

Primera lectura: Dios habla a los hombres

Respuesta de los fieles a la Palabra de Dios

La proclamación del Evangelio y la homilía

La profesión de fe

La oración de los fieles

IV. Presentación de las ofrendas

Los dones de la creación

La aportación de los fieles

Sentimientos de humildad

V. La plegaria eucarística

Diálogo inicial

Prefacio: Acción de gracias

Las intercesiones

La Misa, acción trinitaria

La «epíclesis» o invocación al Espíritu Santo

Consagración: momento culminante de la Misa

Transustanciación: el milagro de las palabras de Cristo

Acompañar al Señor en su sacrificio

Una existencia eucarística

Memorial de las maravillas divinas

La ofrenda de la Iglesia unida a la de Cristo

El Espíritu Santo y la Iglesia

Interceder por todo el mundo

El «memento» de difuntos

Doxología final

VI. Rito de la Comunión

El Padrenuestro, oración de los hijos de Dios

Petición por todas las necesidades

El perdón de Dios y el perdón a los hermanos

Rito de la paz

La «fractio panis»

Preparación personal para la Comunión

La Comunión: unión con Jesucristo

Purificar nuestras miserias

Después de la Comunión

VII. Rito de la conclusión

«Ite, missa est»: de la Misa a la misión

Acción de gracias después de la Misa

Presentación

Hace cinco años, el Papa Juan Pablo II dispuso la celebración de un Año de la Eucaristía en la Iglesia universal. Su finalidad, además de honrar al Santísimo Sacramento, era preparar el desarrollo de la sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se reuniría en Roma durante el mes de octubre de 2005 para profundizar en el Misterio eucarístico. La convocatoria seguía a la publicación de la Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003), última carta encíclica de aquel gran Pontífice y Siervo de Dios. Para ayudar a la celebración delAño de la Eucaristía, Juan Pablo II publicó tambiénla carta apostólica Mane nobiscum (7-X-2004), en la que, tras recordar que «es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas»1, añadía: «Los Pastores deben dedicarse a la catequesis «mistagógica», tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida»2.

Correspondió a su Sucesor presidir y clausurar el Sínodo, así como concluir el Año de la Eucaristía, que tantos frutos produjo en la vida de la Iglesia. Desde los primeros momentos de su elevación a la cátedra de San Pedro, Benedicto XVI manifestó un particular empeño en otorgar a la celebración eucarística, en todas sus formas, el máximo esplendor posible. Ya al día siguiente de su elección, en el primer mensaje dirigido a la Iglesia, declaraba: «Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que he sido llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.

»La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de suCuerpo y su Sangre. De la comunión plena con Él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.

»Por tanto, en este año se deberá celebrar deun modo singular la solemnidad del CorpusChris­ti. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será: “La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”. Pido a todos que, en los próximos meses, intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre todo con celebraciones solemnes y correctas.

»Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Ce­náculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. “La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, forma eucarística”, escribió en su última Carta con ocasión del Jueves Santo (n. 1). Aeste objetivo contribuye mucho, ante todo, ladevota celebración diaria del Sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote»3.

Benedicto XVI ha manifestado innumerables veces su deseo de que, dentro y fuera de la Misa, los sacerdotes y los fieles redescubran la dimensión latréutica, de adoración a Dios y a la Humanidad Santísima de Cristo, profundamente inscrita en el Misterio eucarístico. En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, que resume las conclusiones del Sínodo de los Obispos, el Romano Pontífice recuerda que, para participar con fruto en la Santa Misa, «es necesario esforzarse en corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero. Por este motivo, el Sínodo de los Obispos ha recomendado que los fieles tengan una actitud coherente entre las disposiciones interiores y los gestos y las palabras. Si faltara ésta, nuestras celebraciones, por muy animadas que fueren, correrían el riesgo de caer en el ritualismo»4.

Refiriéndose a la explicación del significado y riqueza de los ritos litúrgicos del Santo Sacrificio, el mismo documento señala tres principios que han de tenerse siempre en cuenta:

a) interpretar los ritos a la luz de los acontecimientos salvíficos, según la Tradición viva de la Iglesia. «Efectivamente, la celebración de la Eucaristía, en su infinita riqueza, contiene continuas referencias a la historia de la salvación. En Cristo crucificado y resucitado podemos celebrar verdaderamente el centro que recapitula toda la realidad (cfr. Ef 1, 10). Desde el principio, la comunidad cristiana ha leído los acontecimientos de la vida de Jesús, y en particular el misterio pascual, en relación con todo el itinerario veterotestamentario»5;

b) introducir a los fieles en el significado de los signos contenidos en los ritos. «Este cometido es particularmente urgente en una época como la actual, tan imbuida por la tecnología, en la cual se corre el riesgo de perder la capacidad perceptiva de los signos y símbolos. Más que informar, la catequesis mistagógica debe despertar y educar la sensibilidad de los fieles ante el lenguaje de los signos y gestos que, unidos a la palabra, constituyen el rito»6;

c) enseñar el significado de los ritos en relación con la conducta cristiana. «En este sentido, el resultado final de la mistagogia es tomar conciencia de que la propia vida es transformada progresivamente por los santos misterios que se celebran. El objetivo de toda la educación cristiana, por otra parte, es formar al fiel como “hombre nuevo”, con una fe adulta, que lo haga capaz de testimoniar en el propio ambiente la esperanza cristiana que lo anima»7.

Al hilo de las recomendaciones del Magisterio, en las cartas pastorales que envié a los fieles del Opus Dei durante el Año de la Eucaristía, fui proponiendo un itinerario espiritual que, siguiendo de cerca el desarrollo de los ritos litúrgicos, ofreciera a sacerdotes y seglares materia de meditación sobre la Santa Misa. Deseaba fomentar el espíritu litúrgico, que impulsa a cuidar el trato con Jesucristo, no sólo en el momento de la Misa, sino a lo largo de toda la jornada, y a transmitirlo a otras personas.

Me movía, en definitiva, el deseo de ayudar a hacer realidad –en mí mismo y en otras muchas personas– la gran aspiración de San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?»8. De este modo, lograremos «servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida»9.

Doy gracias a Dios porque, con la ayuda de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, este anhelo ha calado en millares y millares de personas de todos los continentes y de todas las condiciones sociales. La reciente proclamación del Año sacerdotal, por parte de Benedicto XVI, me ha inducido a revisar y dar nueva forma a aquella catequesis sobre la Misa.

Estas consideraciones van dirigidas a seglares y a sacerdotes, pues todos –cada uno según su situación concreta en la Iglesia, en razón de los sacramentos recibidos– concurren en el ofrecimiento del Sacrificio eucarístico. «La belleza y armonía de la acción litúrgica –escribe Benedicto XVI– se manifiestan de manera significativa en el orden con el cual cada uno está llamado a participar activamente. Eso comporta el reconocimiento de las diversas funciones jerárquicas implicadas en la celebración misma»10.

Publico estas páginas con el afán de secundar las recomendaciones del Romano Pontífice, mientras suplico a la Trinidad, por intercesión de la Santísima Virgen, que produzcan un efecto saludable en los lectores. Y, en particular, pido que los sacerdotes tengamos siempre presente que «por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada»11.

+ Javier Echevarría Prelado del Opus Dei

Roma, 8 de septiembre de 2009. Fiesta litúrgica de la Natividad de Nuestra Señora.

1 Juan Pablo II, Litt. apost. Mane nobiscum, 7-X-2004, n.17.

2Ibid.

3 Benedicto XVI, Primer mensaje al término de la concelebración eucarística con los Cardenales electores en la Capilla Sixtina, 20-IV-2005.

4 Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 64.

5Ibid.

6Ibid.

7Ibid.

8 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154.

9 San Josemaría, Notas de una meditación, 19-III-1968 (AGP, P09, p. 98).

10 Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 53.

11Ibid., n. 64.

I. Preparación para la Santa Misa

La tradición cristiana ha querido cantar de innumerables maneras su profundo agradecimiento a Dios, por el Misterio de amor y de fe que se nos ha entregado con la Eucaristía. Son incontables los himnos y motetes eucarísticos, que, con palabras de ardorosa piedad, mueven a una mayor reverencia ante el Sacrificio de Cristo y su presencia real en la Hostia Santa. Todos esos textos –Pange lingua; O Sacrum Convivium; Panis angelicus; O salutaris Hostia; Adoro te devote, etc.–, si bien pretenden expresar el máximo de alabanza que los hombres podemos elevar al Cielo, se quedan muy cortos ante la bondad divina que se manifiesta en la Santa Misa y, en consecuencia, ante el hecho portentoso de la presencia real de Jesucristo bajo las especies eucarísticas.

Benedicto XVI recuerda en una homilía un breve relato tomado de la literatura universal. Un rey quiso saber cómo es Dios y pidió a los sabios y a los sacerdotes de su reino que se lo mostraran. Como es lógico, no fueron capaces de cumplir ese deseo. Pero un pobre pastor ofreció una solución: aunque ni siquiera los ojos del rey bastaban para ver a Dios, él podría mostrarle, al menos, lo que hacía Dios; y le propuso intercambiar los vestidos. El rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor, mientras que él se puso la sencilla ropa campestre. «Esto es lo que hace Dios», fue la respuesta del pastor.

«En efecto –comentaba el Papa–, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios»1.

Gran maravilla ha de producir en el alma del cristiano esta participación en el diálogo con el mismo Dios, que no es un Ser lejano. Su infinitud no le impide su próxima y generosa cercanía al alma; una amistad con la que, como afirmaba San Agustín, no le transformaremos en nuestro pobre yo, sino que nos identificará con Él2.

Aquel grito santo –consummatum est (Jn 19, 30)– que nos abrió las puertas del Cielo, se hace presente en cada Santa Misa, con tal eficacia que la última palabra en la vida del cristiano no la dice ni la muerte física, ni la muerte espiritual del pecado, sino la misericordia de Dios. En el Calvario, las tres Personas divinas actuaron en su perfecta unión de amor para el bien de toda la humanidad. Y en cada celebración de la Eucaristía –actualización plena del Sacrificio de la Cruz en el espacio y en el tiempo– se da –para nuestro beneficio– esa misma intervención de la Santísima Trinidad.

Un intercambio admirable

Este admirable intercambio comenzó, para cada cristiano, en el Bautismo, donde –como explica San Pablo– todos los bautizados nos hemos revestido de Cristo (cfr. Gal 3, 27). «Él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con Él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí: así describe San Pablo en la carta a los Gálatas (cfr. Gal 2, 20) el acontecimiento de su Bautismo»3.

Esta configuración con Cristo, iniciada en el Bautismo, se hace más y más perfecta mediante la recepción de los demás sacramentos, especialmente la Eucaristía, que exige, para su participación completa, la ausencia de pecado grave en el alma. Al unirnos a su sacrificio pascual, que se actualiza en el altar, y al recibir la Comunión, ese parecido con Jesús se torna más intenso y nos permite llamar cada día con mayor verdad «Padre nuestro» a Dios Padre.

Insiste Benedicto XVI, al explicar estos misterios, que «Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus “vestidos”. Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple “hecho” del Bautismo –el don del nuevo ser–, San Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo (...), y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada uno con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis (Ef 4, 22-26)»4.

También es la Santa Misa el sacramento de la unidad con nuestros hermanos los hombres. En ese momento santo, con el que Cristo nos incorporó a su oblación a Dios Padre, movido por el Espíritu Santo, se nos ofrece la posibilidad de vivir la petición que el Maestro dirigió a su Padre, en su oración sacerdotal en presencia de los primeros Doce: ut omnes unum sint, sicut tu, Pater, in me et ego in te (Jn 17, 21). Un hombre o una mujer que vive la Misa y de la Misa, al saberse hijo de Dios en Jesucristo, necesariamente siente el peso grandioso de la fraternidad con la humanidad entera.

Para participar con fruto en el Sacrificio eucarístico, se requiere que nos presentemos ante el altar revestidos del traje nupcial al que se refiere el Señor en el Evangelio (cfr. Mt 22, 11-19); es decir –insistamos en este punto capital–, libres de pecado mortal, purificados lo mejor que podamos de las manchas de los pecados veniales y de las faltas que puedan afear nuestra alma. En este sentido, nos puede ayudar –como recoge Benedicto XVI en una homilía– el comentario de San Gregorio Magno a la parábola de los invitados a las bodas, relatada por San Mateo.

«El rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también a uno de ellos sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces San Gregorio se pregunta: “Pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del Bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué le falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?”.