Vudú urbano - Edgardo Cozaronsky - E-Book

Vudú urbano E-Book

Edgardo Cozaronsky

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"Hay libros que son siempre contemporáneos. Están adelante de las convenciones literarias establecidas y son siempre nuevos, no porque busquen la novedad, sino porque nos asombra su capacidad premonitoria. Vudú urbano es uno de esos libros. Escrito con un lenguaje a la vez lírico y conceptual, el montaje es su procedimiento básico. Los cortes, las interrupciones, los contrastes producen un efecto de inminencia, como si el libro fuera al mismo tiempo breve e interminable. El autor ha definido sus fragmentos como tarjetas postales. Y lo son, en más de un sentido, porque transmiten la emoción que produce la lejanía. Cozarinsky escribe del lado blanco de la postal y su escritura comenta lo que vemos, y transmite la sensación de urgencia y de nostalgia que acompaña los mensajes que parecen llegar del pasado o de un lugar que no existe" (Del prólogo de Ricardo Piglia).

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Edgardo Cozarinsky

Vudú urbano

“Hay libros que son siempre contemporáneos. Están adelante de las convenciones literarias establecidas y son siempre nuevos, no porque busquen la novedad, sino porque nos asombra su capacidad premonitoria. Vudú urbano es uno de esos libros. Escrito con un lenguaje a la vez lírico y conceptual, el montaje es su procedimiento básico. Los cortes, las interrupciones, los contrastes producen un efecto de inminencia, como si el libro fuera al mismo tiempo breve e interminable.

El autor ha definido sus fragmentos como tarjetas postales. Y lo son, en más de un sentido, porque transmiten la emoción que produce la lejanía. Cozarinsky escribe del lado blanco de la postal y su escritura comenta lo que vemos, y transmite la sensación de urgencia y de nostalgia que acompaña los mensajes que parecen llegar del pasado o de un lugar que no existe.”

Del prólogo de Ricardo Piglia

EDGARDO COZARINSKY (Buenos Aires, 1939)

Es escritor y cineasta. Fue guionista y director de numerosos filmes por los que recibió diversos premios y reconocimientos. Publicó libros de cuentos, novelas, ensayos y crónicas, entre ellos: La novia de Odessa (2001), El rufián moldavo (2004), Museo del chisme (2005), Tres fronteras (2006), Maniobras nocturnas (2007), Lejos de dónde (2009), Blues (2010), La tercera mañana (2010), Dinero para fantasmas (2012) y En ausencia de guerra (2014). Vudú urbano es su primer libro y fue publicado en 1985.

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorPrólogoDedicatoriaEl viaje sentimentalEl álbum de tarjetas postales del viaje(Early Nothing)(Fascist Lullaby)(Star Quality)(Madeleine Creole)(Shanghai Blues)(Glad Rags)(Cheap Thrills)(Painted Backdrops)(Shoplifting Casualties)(Babylone Blues)(Fast Food)(Welcome to the 80s)(One for the Road)NotaCréditos

 

 

Serie del Recienvenido

dirigida por

RICARDO PIGLIA

 

La Serie del Recienvenido propone al lector grandes obras de la literatura argentina de las últimas décadas del siglo XX, seleccionadas y prologadas por Ricardo Piglia. Los libros que conforman la serie han sido elegidos de acuerdo a la presencia —y la actualidad— que estas obras tienen en la literatura del presente. En un sentido estos libros han anticipado —o promovido— temas y formas que tienen un lugar destacado en la narrativa contemporánea. Siempre recién venidos, los títulos de la colección están en diálogo y en sincronía con las propuestas más novedosas de la literatura actual.

Prólogo

Hay libros que son siempre contemporáneos. Parecen estar alerta y conectados misteriosamente con los cambios en los modos de leer. Están adelante de las convenciones literarias establecidas y son siempre nuevos, no porque busquen la novedad, sino porque nos asombra su capacidad premonitoria. Vudú urbano es uno de esos libros. Escrito con un lenguaje a la vez lírico y conceptual, el montaje es su procedimiento básico. Por un lado, articula entre sí los capítulos y, por otro, define el ritmo quebrado de la prosa. Las escenas fluyen y se conectan con redes diversas. Se puede comenzar en París y pasar, sin ser notado, en la misma noche, a Buenos Aires. Los gustos culinarios de un padre abren una microhistoria de las especias como mercancías de consumo refinado en los orígenes del capitalismo. Los cortes, las interrupciones, los contrastes producen un efecto de inminencia, como si el libro fuera al mismo tiempo breve e interminable.

El autor ha definido sus fragmentos como tarjetas postales. Y lo son, en más de un sentido, porque transmiten la emoción que produce la lejanía. A la vez podríamos decir que la asombrosa colección de citas que abren cada capítulo puede ser vista como el paisaje al que remiten las imágenes. Cozarinsky escribe del lado blanco de la postal y su escritura comenta lo que vemos, y transmite la sensación de urgencia y de nostalgia que acompaña los mensajes que parecen llegar del pasado o de un lugar que no existe.

Las prosas de este libro dialogan implícitamente con una serie de libros muy personales, como El hacedor de Borges o Calle de dirección única de Benjamin o Steps de Kosinski. Esas referencias las construye el lector que instala —como yo hago ahora— Vudú urbano en la biblioteca de obras inolvidables que cada apasionado por la literatura tiene en su corazón.

La ópera prima de Cozarinsky cristaliza la figura de un autor muy diferente a los escritores argentinos de su generación (que es la mía); escribió su tesis sobre Henry James dirigida por Borges y compuso luego un notable ensayo sobre el chisme como forma narrativa. Pero también se dedicó al cine y fue, en su juventud, uno de los críticos más renovadores; con su primer filme … (Puntos suspensivos) abrió paso a una estética de vanguardia —a la que, por supuesto, su autor nunca anunció como tal— y fue una referencia para los caminos futuros del cine argentino.

En estos tiempos en que la construcción de la imagen del autor se ha convertido en el centro del interés por la literatura (incluso esa figura, a veces, ni siquiera necesita haber escrito libros), el itinerario de Edgardo Cozarinsky podría ser un ejemplo de la azarosa historia personal de un literato sudamericano. La figuración indirecta —muy a la Henry James— es la clave de su estilo autobiográfico. En el libro se habla en primera, segunda o tercera persona de un potencial escritor argentino que se ha alejado de su país con una mezcla de rencor y nostalgia. Siempre está a punto de escribir pero lo distrae la realidad, y sus “paseos sin prisa” por los pasajes urbanos sustituyen —y anuncian— lo que va a registrar “en su cuaderno en blanco”. Su percepción del mundo no es la de un exiliado sino la de un utópico ciudadano del mundo que, desde lejos, sigue ligado a su país natal y mantiene con él una relación distante y pasional. Cozarinsky remplaza la nostalgia por la diatriba: captura la mitología argentina con un encono que muestra lo que fueron esos acontecimientos fantásticos y malignos en su niñez. Eva Perón es, en ese sentido, la reina de las miserias luminosas y las verdades altivas de su patria.

Conocí a Cozarinsky en 1967 y en el primer encuentro se inició una amistad hecha de correspondencias y sobreentendidos que dura hasta hoy; esa tarde, con la generosidad de un auténtico lector, Cozarinsky me pasó —como una clave secreta— el original de La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig. En esa escena estaba ya concentrada la historia de una complicidad: fue una contraseña porque Puig era el cine, era los géneros populares, era la entonación argentina y la experimentación novelística. En ese terreno nos situamos desde entonces, y en ese ámbito común se instalarían nuestras conversaciones y también nuestros libros. Por eso editar ahora su extraordinario primer libro es, entre otras cosas, un modo de evocar la época en la que éramos inéditos, ambiciosos y apasionados por la literatura, el cine y por la vida misma (en tercer término).

 

Ricardo Piglia

Noviembre de 2014

Para Sara. Para Miron.

El viaje sentimental

Anoche, buscando una radiografía que evidentemente había extraviado, pasó más de media hora sumido en un cajón lleno de papeles rara vez aireados: monótona maraña de facturas de electricidad y gas, horarios de tren y folletos publicitarios de hoteles. Entre ellos descubrió un pasaje de avión que automáticamente puso a un lado: pensó archivarlo más tarde junto a otros documentos que, con más suerte que astucia, podrían procurarle una deducción fiscal. Descorazonado, devolvió finalmente todo ese papelerío a su purgatorio común, sin atreverse, como ya había ocurrido otras veces a lo largo de los años, a hallarles un nuevo, transitorio domicilio en el tacho de la basura.

Una rápida mirada le informó que el pasaje era demasiado viejo como para ser objeto de cualquier redención; también le reveló que la última página, no utilizada, aún estaba en el cuadernillo. Solo entonces, con un aguijón tan breve y penetrante como la electricidad, reconoció que ese era el pasaje con que “se había ido”: la última página correspondía al nunca realizado tramo París-Buenos Aires de una ida y una vuelta plenamente pagadas.

Como el recuerdo de una vieja enfermedad derrotada, recuperó entonces los escrúpulos de su actitud sensata, migajas y mendrugos de una educación prudente, temores y resquemores de una persona ahora descartada: aun en el momento de tomar una decisión angustiosa, confrontado a un caos inminente, era capaz de invertir (lo que en aquel momento le parecía) una suma considerable para asegurarse la posibilidad de volver: “por las dudas”...

París-Buenos Aires. OPEN. Clase turista. Equipaje permitido: 20 kg. No válido después del...

Sí, casi un año después de comprarlo, sabiendo ya que no volvería (aunque no lo hubiera decidido: como suele ocurrir, había llegado a lo que otros podían ver como una elección definitiva mediante una serie de gestos menudos, casi imperceptibles), visitó en París la oficina de la compañía aérea para averiguar si podía recuperar su dinero o canjear esa última página por el millaje equivalente en otra dirección. Con invulnerable cortesía, el empleado le explicó que las ininterrumpidas devaluaciones de la moneda argentina (la entrevista debía ocurrir a fines de 1975) los obligaban a observar una rígida política de no conversión.

Tardó un momento en traducir esa jerga administrativa para enterarse de que podía recuperar su dinero, no en los durísimos dólares (impuestos por la Asociación Internacional de Transportistas Aéreos) que el pasaje le había costado, sino en la suma de pesos, ya debilitadísimos, con que había comprado aquellos dólares... Horas más tarde, un llamado de larga distancia le informó que esa suma, apenas doce meses después de pagada, solo podía comprarle en Buenos Aires un par de zapatos o, bueno, también un estuche nada desdeñable de tres casetes: Grandes Damas en la Historia del Tango.

Sin emoción, con cierta curiosidad por la persona pretérita sobre la que parecía revelarle algo, inspeccionó el pasaje, más bien su única página restante. Por un instante reconoció uno de sus reflejos de archivista de museo en la tentación de enmarcarlo... Pero su viejo yo supersticioso se sobrepuso: minutos más tarde observaba cómo los restos del cuadernillo desaparecían, entre llamas y cenizas, en el fondo del inodoro.

 

Más tarde en la misma noche hizo una pausa en su trabajo y miró por la ventana.

El tabac de la esquina seguía ruidoso y concurrido aunque todas las otras luces de la calle ya se habían apagado; ni siquiera su rombo de neón color fucsia era visible. Tras reiterar sin gran convicción sus esfuerzos por avanzar en una traducción al castellano de Leiris —La literatura considerada como una tauromaquia— se resignó a aceptar que realmente tenía ganas de salir a tomar un trago.

Era una de esas noches agradables, poco frecuentes en París, en que el calor del día de verano, mitigado por una brisa fresca, permite quedarse en la vereda, en mangas de camisa, sentado ante una mesa de café, hasta bien pasada la medianoche. El tabac de la esquina parecía inusitadamente animado para el arrondissement 20. Sus voces, sus ruidos, petulantes aunque indistintos, lo agredieron como una radio a un volumen demasiado fuerte. Solo cuando, al no haber podido encontrar lugar afuera, se quedó parado dubitativamente a la entrada, advirtió la renovación considerable que había sufrido el establecimiento. Habían desaparecido, por ejemplo, las intrincadas luces de neón y el reluciente mostrador de cobre, también las mesas con tapa de madera y las letras de pintura blanca que, encima de la caja, anunciaban en el espejo un plat du jour no siempre diariamente variado.

El local parecía renovado, por cierto, en un estilo de fórmica brillante e iluminación indirecta. Pero también resultaba familiar, de una manera que él no acertaba a precisar. Algo pareció sugerirle una clave: el letrero luminoso sobre la entrada ya no anunciaba a Stella Artois, Reina de las Cervezas Belgas, sino a los cafés y tés Alabama, marca que parecía en camino de remplazar el nombre original del café, aún visible, aunque apenas, en la oscura pared donde estaba fijado ese letrero eléctrico. Detrás del neón aún podían descifrarse, cruzando las cuatro hojas verdes de una enseña despintada, las palabras El Trébol.

La incredulidad lo golpeó, más breve sin duda y más intensa no solo que estas líneas que escribo sino, tal vez, más aún que la más admirable proeza sintáctica. La sustituyó, si es posible, otro asombro mayor: Guillermo salía, sonriente, a abrazarlo, a conducirlo, como envuelto en su abrazo, hacia un automóvil estacionado a la vuelta de la esquina.

—Típico tuyo, volver sin avisarle a nadie... No importa, estás descubierto: ¡se su-po!

Con las manos abiertas barre el aire a derecha e izquierda como para sugerir la escandalosa amplitud del titular de un diario vespertino.

—Pensamos tanto en vos el otoño pasado... Elisa y yo estuvimos una semana en París, quisimos llamarte, alguien nos había dado tu teléfono, debe haber sido Emilio, en fin: ya no estabas en ese número. —Sus brazos se cierran alrededor del amigo reencontrado—. ¡Qué bueno volver a verte!

Él murmura algo, frases aproximativas, que no lo distraigan, absorto como está ante las dimensiones del decorado, ante los deslumbrantes efectos de iluminación que habrán requerido cientos de electricistas avezados para estar logrados en tan pocos segundos: toda la avenida Santa Fe se despliega frente al Mercedes convertible, y las luces se reflejan en su lustrosa carrocería (en la mejor tradición de los efectos cinematográficos “noche en la ciudad”) mientras el automóvil avanza entre extras innumerables que, con aire despreocupado, cubren las veredas o se sientan ante mesas de café, en la tibieza de una noche que finalmente ha reconocido.

—Vamos a casa, a buscar a Elisa. Tenemos que tomar un trago para celebrar la sorpresa. —Él olvida por un momento sus réplicas inconvincentes. No siente necesidad de justificar el hecho de estar allí, como si el esfuerzo para ocultar su perplejidad la hubiese llanamente cancelado. Improvisa algunas exclamaciones para sugerir ¿su exaltación?, ¿su entusiasmo?; reitera palabras, sin embargo sinceras, para decir que Guillermo no ha cambiado (mientras se enfrenta en el retrovisor con su propia calvicie, con los pliegues que rubrican sus ojos), antes de caer en una de esas preguntas omnívoras, del género “Qué tal”, inevitables después de años al abrigo del cotidiano intercambio de trivialidades.

Pero Guillermo no parece advertirlo.

—No estuviste en casa, en la nueva, ¿no? Claro que no, me olvido que te fuiste hace tanto: no sé, no parece real... Nos mudamos el año pasado. Para los chicos es espléndido: ¡tocamos madera, esperando que la terraza y la piscina les quiten las ganas de salir a la calle! No los vas a reconocer: Mariano ya tiene once años, María Marta siete. Pero quiero saber qué hacés, no vas a salvarte de contarnos. Sé que escribís, también que... El título se me escapa... Una película tuya pasó en el Festival de Cannes, ¿no? Lo leímos en el diario. ¡Magnífico!

El espectáculo de la ciudad es tan hipnótico que no atina a responder. Todo lo que durante años solía recordar está allí, cada detalle fielmente, minuciosamente reproducido, y el resultado es la verosimilitud de un sueño, inquietante como podría serlo un dibujo animado hiperrealista... Pero tal vez Guillermo no espera que responda. Él adivina que en la bienvenida de su amigo lo espera un personaje ya confeccionado. No puede distinguirlo aún y debe caminar con cuidado para no pisar fuera de las marcas de tiza que le han sido asignadas. Guillermo sonríe y un matiz de melancolía cortés colora su voz: