Zonas de tensión dialógica - Claudia Mársico - E-Book

Zonas de tensión dialógica E-Book

Claudia Mársico

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Beschreibung

La actitud intelectual de entablar una relación crítica con el material argumentativo heredado constituye una de las marcas distintivas que la tradición griega lega a Occidente. En esa línea, la propuesta de Claudia Mársico se enmarca en el estudio de la filosofía y en la práctica de su enseñanza como problemas teóricos y filosóficos en sí mismos, indagando sobre aquellos dispositivos que reproducen una lógica de traspaso de saberes atomizados. Frente a esa fragmentación, el remedio es el contacto materializado en diálogos. Por eso, reconstruir ciertas zonas de tensión dialógica se presenta no sólo como un modo de orientar el estudio de la historia de la filosofía, sino también como una manera de concebir la práctica filosófica: una práctica compartida –arraigada a su ámbito de surgimiento–, que nos permita pensar un acceso a la filosofía antigua, pero también una opción general sin condicionamientos epocales.

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Claudia T. Mársico

Zonas de tensión dialógica

Perspectivas para la enseñanza de la filosofía griega

Mársico, Claudia

Zonas de tensión dialógica : perspectivas para la enseñanza de la filosofía griega . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014.

E-Book.

ISBN 978-987-599-351-8

1. Enseñanza de la Filosofía. I. Título

CDD 107

© Libros del Zorzal, 2010

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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Asimismo, puede consultar nuestra página web:

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Índice

Introducción | 5

Capítulo 1

La relevancia del caso griego | 11

Capítulo 2

Instrumentos de análisis: estrategias argumentativas y zonas de tensión dialógica | 18

2.1 “Ocultamiento del adversario” como figura argumentativa: el reverso del argumentum ad autoritatem | 19

2.2 La noción de “zona de tensión dialógica” y sus elementos | 26

2.3 Un elemento omitido: el fenómeno de lossokratikoì lógoi| 32

Capítulo 3

Algunos ejemplos de aplicación del enfoque por Zonas de Tensión Dialógica (ZTD) | 41

3.1 La defensa de Sócrates, los ecos de Gorgias y los orígenes del diálogo socrático | 42

3.2 Los socráticos en el relato platónico de la muerte de Sócrates | 53

3.3 Las críticas de Antístenes y la reformulación de la Teoría de las Ideas | 62

3.4 Aristipo y el número del tirano | 70

3.5 La paradoja del Menón y los megáricos | 83

3.6 Aristóteles y los megáricos en torno de lo posible | 93

Capítulo 4

A modo de conclusiones sobre la producción y enseñanza | 104

Bibliografía

Catálogo de fuentes | 109

Bibliografía secundaria | 111

Introducción

Enseñanza y filosofía son nociones que desde los orígenes han estado sujetas a contactos y tensiones, dado que la práctica filosófica tiene como condición de posibilidad la transmisión de los saberes sedimentados por la tradición. En este sentido, frente a las líneas que asocian el surgimiento de la filosofía con el asombro, cabe notar que una actitud de este tipo se nutre en los procesos de apropiación de los sistemas explicativos narrativos enraizados en el mito, y nunca se trata de desarrollos ab nihilo cimentados en un supuesto contacto sin mediaciones entre sujeto y mundo que pueda ser pensado desde perspectivas de ruptura. Muy por el contrario, los dispositivos de explicación ya estaban presentes en el formato etiológico de los relatos que conformaban el imaginario griego. Enseñar los mitos era entonces transmitir una cierta exégesis colectiva respecto de la realidad que podía ser variada y recreada a través de las perspectivas propias. El complejo proceso que desencadena el surgimiento de dispositivos argumentativos no hace más –ni menos– que ofrecer una alternativa para estas explicaciones narrativas en un nuevo formato.

En rigor, las lecturas teñidas de positivismo, que enfatizaron los elementos de ruptura en el surgimiento de la filosofía con el propósito de identificarlo con un impulso de tipo científico, riñen con el texto madre de las doxografías y responsable último de que Tales encarne el momento de los inicios. Nos referimos al primer libro de Metafísica, donde Aristóteles justifica el papel inaugural del Milesio apelando a las razones que pueden sostener su propuesta, pero agrega de inmediato que la preeminencia otorgada a un elemento como el agua no dista demasiado de la que el mito asignaba a Océano y Tetis como padres de la generación. El primer sistema argumentativo resultaría así una traducción a otro formato de un contenido virtualmente similar cuya diferencia fundamental radica en el abandono de la lógica narrativa en favor de un andamiaje de justificación inferencial.1

Esta innovación, que determinó un proceso de redefinición del modo en que puede verterse el entramado conceptual, fue acuñando paulatinamente la filosofía como disciplina e imprimió en consecuencia un cambio a la relación entre la enseñanza y este nuevo modo de decir el saber. Frente al poeta que aprendía el acervo tradicional y lo recreaba, el filósofo pasó a enfatizar, dentro de ese marco, el material argumentativo con el que entabla una relación crítica, en un movimiento que probablemente sea la marca identitaria más profunda que la tradición griega lega al Occidente posterior. Esta dinámica posiciona el fenómeno de la enseñanza de un modo totalmente diferente, e incluso lo rescata del papel oscuro que la época arcaica le reservaba en contraste con el poder de las capacidades innatas. Basta pensar en el cruento enfrentamiento que atraviesa las obras del siglo vi a. C., donde la lucha entre clases sociales se refleja en la producción intelectual de los grupos conservadores, que se lamentan del asedio de los brutos y desarrollan la oposición marcada entre la nobleza de cuna y la grosería irredimible de las clases bajas, que pretendían ascender culturalmente por medio de la educación.2

La complejización de los sistemas argumentativos jugó en este proceso un papel de plena importancia, ya que ninguna marca de cuna podía suplir el acceso a la enseñanza de las teorías que de a poco fueron conformando un panorama intelectual nutrido. Así, la enseñanza se transformó en un elemento imprescindible para ingresar en el diálogo teórico. En este sentido, el hincapié habitual en el éxito de la sofística, asociado con la demanda de entrenamiento retórico que permitiera dominar los discursos forenses y políticos, debe ser integrado con la mención de la enseñanza de saberes estrictamente teóricos que concitaban un interés creciente. En esta línea se ubica la transmisión de la enseñanza de los físicos a la que Platón se refiere cuando traza el conocido pasaje acerca de la formación filosófica de Sócrates en Fedón.3

En última instancia, puede pensarse que este posicionamiento de la enseñanza en el centro del escenario intelectual es coronado por los grandes sistemas del siglo iv, que le reservan por regla general un sitial de plena importancia. Un proceder de este tipo se encuentra paradigmáticamente en Platón y su planteo de República. Como no había sucedido hasta entonces, Platón expresó la relación intrínseca entre enseñanza y filosofía postulando que en una ciudad bien gobernada todo ciudadano debe tener acceso a un curriculum formativo orientado a desarrollar sus tendencias vocacionales, y filósofo es aquel que lo sigue hasta sus instancias más avanzadas de manera que consigue alcanzar conocimiento cierto.4 Asimismo, este conocimiento, definido en términos platónicos como una creencia verdadera justificada causalmente que puede recibir, según algunos contextos, el respaldo de una captación intuitiva de carácter no hipotético, es adoptado más tarde por Aristóteles, quien, a pesar de las transformaciones en el modo de definir el plano ontológico, persiste en definir la sabiduría como un conocimiento causal. Lo que interesa en particular a nuestra búsqueda es precisamente que el Estagirita elige la asociación con la enseñanza para caracterizar este conocimiento causal. Llegados a este punto nos encontramos con que el aspecto que distingue al sabio del ignorante es poder enseñar.5 Así, ser filósofo no es sólo haber recibido una cierta enseñanza, sino también estar en condiciones de transmitir el propio saber, de modo que hacer filosofía es, al fin y al cabo, insertarse en la cadena de producción y transmisión de saberes que conforma el acervo cultural.

Por su parte, la época helenística radicalizó la relación entre filosofía y enseñanza al plasmarse en una organización donde el protagonismo descansaba en las hairéseis, grupos intelectuales o escuelas de pensamiento que reunían a los adeptos a un determinado tipo de opiniones. En este sentido, no es sorprendente que sea en el seno de una filosofía como la aristotélica que comiencen a gestarse los estudios que prestan especial atención al pensamiento previo y que sea el pensamiento helenístico el que desarrolla nociones tales como la de “corpus clásico” o dedica ingentes esfuerzos a la doxografía, la cronología y el registro biográfico, condiciones todas de la conservación del pensamiento previo y de su presentación en modelos más fáciles de transmitir y aprender.

En última instancia, los efectos de estas prácticas en la producción filosófica pueden atisbarse desde su conformación etimológica. Cabe recordar que la noción de educar, tanto en su variante léxica latina de educare como en la griega de tréphein, está relacionada primariamente con el criar en tanto dar alimento y, por proyección, con el criar en el aspecto formativo intelectual y espiritual. Por su parte, enseñanza, a través de insignare, nos remite a la idea de un signo que se debe seguir para alcanzar algo, de modo que enseñar consiste en colocar señales, marcas para que otros puedan orientarse.6 En el terreno que nos ocupa, enseñar es indicar dónde están los surcos que han seguido los pensadores previos para enfrentar problemas, de un modo que permita alcanzar más prontamente el núcleo de resultados obtenidos hasta el momento, juzgar allí de forma crítica sus logros y determinar los procedimientos para proyectar esos surcos a la espera de dar con respuestas y modalidades de mejoramiento de las condiciones de vida individuales y colectivas.

Si la enseñanza, responsable de la transmisión, tiene esta relevancia, se hace perentorio estar atentos a su accionar y evitar que se convierta en un elemento de distorsión. Más allá de la necesaria selección que la tradición debe operar sobre los productos de una época, los criterios para llevarla a cabo no deberían ser pasados por alto en aras de una recepción ingenua, dado que la enseñanza convierte la selección de la tradición en una estructura modélica que necesariamente impacta sobre el dispositivo de recepción. No importa si se pretende acatar o reaccionar frente a este legado. En cualquier caso el status de modelo permanece vigente en tanto pretendido registro del modo en que se organizó el imaginario en un tiempo previo. Por esta razón, desde el momento en que se acepta la relación intrínseca entre enseñanza y filosofía, sus mecanismos de conexión deben ser estudiados con cuidado. Un trabajo de este tipo es el que proponemos en lo que sigue, donde el diálogo entre ambas prácticas es analizado desde un punto de vista primariamente historiográfico, pero con el marcado propósito de que este enfoque no constituya sólo un modo de enfrentar el acceso a la filosofía antigua, sino que se erija también en una opción general para tener en cuenta en el estudio de la producción teórica en sí misma y sin condicionamientos epocales.

Para ello comenzaremos por plantear brevemente, en el Capítulo 1, la pregunta misma por el sentido de la transmisión y la enseñanza del pensamiento griego, con el objeto de que esto nos permita sugerir algunas líneas programáticas para fundar una perspectiva alternativa a las que han jalonado los estudios tradicionales. Sobre esta base, en el Capítulo 2, nos ocuparemos de un elemento que es preciso tener en cuenta en el trabajo con las fuentes y que consiste en una estrategia argumentativa persistente que ha operado sensiblemente en la transmisión. Esta estrategia de “ocultamiento del adversario”, como podemos llamarla, tiene el efecto de desdibujar las referencias a interlocutores teóricos creando un foco de atención sobre el planteo propio. Sobre la base de este condicionamiento, caracterizaremos luego la noción de zona de tensión dialógica y sus elementos constitutivos. Estos señalamientos permitirán, en el Capítulo 3, aplicar este enfoque a una serie de ejemplos en torno a la interrelación de posiciones en juego, que altera de modo notable los lugares comunes acerca del decurso de las ideas en la época clásica. Estos ejemplos estarán centrados en las relaciones de la línea filosófica más reputada, representada por la progresión Sócrates-Platón-Aristóteles, con otras escuelas de raigambre socrática sistemáticamente acalladas por la tradición desde tiempos antiguos, pero que sin embargo ocuparon un espacio preponderante en los diálogos teóricos de la época clásica, hasta el punto de que numerosos desarrollos platónico-aristotélicos pierden su sentido si se los desvincula de las polémicas con estas escuelas.

A modo de corolario, en el Capítulo 4, volveremos sobre el punto inicial, para trazar puntos de contacto entre el modo de abordar los estudios que propiciamos y el modo de encarar la práctica de la filosofía y su enseñanza. Con este primer movimiento, pretendemos sugerir una línea de trabajo en el ámbito de la filosofía clásica que imprima dinamismo y rasgos propiciadores de una integración y que, sin caer en anacronismos, resulte conciliable con las perspectivas actuales que bregan por la construcción de una filosofía para nuestro contexto.

Capítulo 1

La relevancia del caso griego

Nuestra posición conjuga el clima de la posmodernidad en América Latina; esto es, un momento de paradigmas débiles en los “márgenes” de un mundo de globalización fuertemente desigual. Entre las tareas pendientes se encuentra la gestación de un pensamiento propio que recupere las particularidades de la cosmovisión que surge de esta perspectiva local. En este marco, los estudios sobre filosofía y pensamiento clásico en general han permanecido al margen de estos intentos o se han identificado directamente con inclinaciones conservadoras y retrógradas. En un contexto de este tipo, es imprescindible comenzar por el planteo de la pregunta acerca del motivo por el cual es para nosotros significativo persistir en el estudio de la antigüedad griega. Un primer acercamiento muestra que esta antigüedad griega comparte con la contemporaneidad en la que estamos insertos numerosos núcleos problemáticos relevantes y presenta, a los efectos del análisis, la ventaja de mostrar esos núcleos en formatos más simples, ajenos a la sedimentación conceptual con que se manifiestan en épocas posteriores. En este sentido, esta similitud no responde a un parecido puntual aislado, sino que es lícito señalar que nos encontramos frente a un horizonte más amplio, en el cual la tradición griega es la encarnación de los orígenes de una constante en Occidente, de manera que para estudiarla nada es mejor que volver a ese punto en que las claves operan en la superficie. Sin embargo, bien podría objetarse que precisamente en las capas de sedimentación se asientan elementos que hacen de las diferentes épocas y contextos culturales puntos inconmensurables. ¿Por qué, entonces, para nosotros, comprometidos con una filosofía que dé cuenta de nuestra peculiar perspectiva histórica y nuestra identidad cultural, es relevante el estudio de los inicios de la tradición clásica?

Podríamos tentar una primera respuesta y sostener una especie de analogía, según la cual conviene examinarlos por la misma razón que hace que la medicina y la psicología se pregunten por la etiología y los primeros síntomas. Ante un malestar o un conflicto, conviene determinar su naturaleza, y para eso el estudio de sus comienzos suele ser iluminador. La comparación con las ciencias que curan los males humanos no es ociosa. ¿Los griegos tenían, entonces, una enfermedad? En cierto sentido, sí. Si desde una perspectiva práctica, para nada bucólica, asociamos los problemas y las enfermedades a obstáculos que queremos superar, los griegos fueron los primeros portadores de un mal extraño y sumamente contagioso, a la vez que persistente como pocos.

En rigor, las justificaciones del estudio del pensamiento griego basadas en que “tiene algo que decirnos” pueden ser entendidas como las crónicas de los primeros convalecientes de una peste. Lo que dicen tiene vigencia porque no hemos salido de la situación de problema que bosquejan, que lejos de tratarse de una situación universal que atañe a todo hombre, está constituida por rasgos que se acuñaron en terreno griego y se difundieron a partir de ahí. Si actualmente asistimos a la presencia de una cosmovisión cuyos vestigios se adivinan en buena parte del orbe, esto responde al poder de expansión de este núcleo cultural de problemas y no tanto a una naturaleza humana instalada en todos los casos en el mismo conflicto.El “caso griego”, del cual el nuestro es su continuidad, es especial en múltiples aspectos.

La noción de “problema” revierte hacia la de “obstáculo”, a algo arrojado delante que produce una molestia.7 Esta molestia es la que nos ha llevado a la analogía con la enfermedad. Lejos de la línea analítica que interpreta en los problemas filosóficos el síntoma de una enfermedad de la que es necesario “curar” al pensamiento, convendría pensar en términos de un rasgo constitutivo que, en principio, es necesario identificar y comprender, antes de tomar acciones para fortalecerlo o desterrarlo. En ese sentido, podríamos decir que cabe reeditar el reclamo platónico que atraviesa sus obras como una letanía, exigiendo que la primera cuestión analizada sea la de qué es una cosa o asunto antes de enredarse en sus características secundarias o en el pregón de repentinas recetas de acción. Para nuestro caso, entonces, un modo de preguntarnos qué es la tradición cultural de la que formamos parte está dado por el examen de sus orígenes, que en última instancia no es sino un examen de las causas que articularon los procesos que la constituyen. Ahora bien, este rasgo constitutivo en cuestión propio de la tradición tiene características ligadas con el problema, el obstáculo o la molestia que, como dijimos, nos reconducen a la analogía del cuadro médico, pero ¿en qué consiste esta “enfermedad” que nos obliga a volver a los iniciadores del “contagio”?

Es preciso, entonces, diagnosticar el cuadro griego originario que impregnó los estadios posteriores de la tradición. ¿Qué rasgo hay que priorizar? Quizá no es menor la relevancia de la ausencia raigal de parámetros que permitan aminorar el conflicto derivado de la confusa captación del mundo. Precisamente, esta captación es conflictiva porque no está compelida por parámetros generales, de modo que se propicia una variación individual que termina por revelar la falta de un imaginario compacto. La marca griega, podríamos agregar, es la de una verdad frágil, plasmada en un desideratum de estabilidad que inunda la tradición pero que nunca se concreta, dado que los requisitos de cuestionamiento que se ponen a la verdad son tales que acaban siempre por quebrar sus pretensiones de efectividad. Las ideas de un paso del mito al lógos o de un estadio de discurso sacralizado a uno de desacralización que atravesaron la historiografía de los siglos xix y xx han tenido, en cierto sentido, un efecto similar sobre el modo en que atisbamos el punto de partida del pensamiento griego.8

Si se tienen en cuenta los rasgos de alto grado de colisión entre los mandatos y modelos ofrecidos por el plano divino, que sancionan la imposibilidad de un dogma unívoco, así como el carácter no exclusivo de los cultos que permitieron durante toda la época antigua que la adhesión religiosa consistiera en opciones acumulables, sumados a la ausencia de estamentos institucionales con autoridad sobre el discurso religioso, el panorama general está por completo alejado de los ejemplos de sacralización vigentes en otras tradiciones. Desde esta perspectiva, si aplicamos la categoría de “estadio de sacralización del discurso” a la situación de la Grecia arcaica, ¿qué nos queda para dar cuenta de dispositivos culturales como los que en esa época regían en la India? Con un poco de ánimo comparativo, deberíamos optar por una caracterización menos exagerada respecto del caso griego, lo cual nos permitirá captar, por debajo de los contrastes entre el clima arcaico y clásico, una serie de líneas directrices que subrayan una continuidad marcada por el estado de verdad frágil que signa la tradición entera.

Si tenemos esto en cuenta, no es difícil intuir los puntos de contacto con el perfil de la contemporaneidad al que nos referíamos en el inicio. Sin riesgo de error podría decirse que la contemporaneidad está constituida también como un momento de verdad frágil, y, por lo tanto, como una emergencia del estado griego por antonomasia. Es sobre esa base que podremos preguntarnos qué significa experimentar la verdad frágil desde nuestro lugar en el marco de la tradición. Pero antes, en esta instancia, es preciso dirigirse a los orígenes para iniciar nuestro peregrinar por los rasgos que dan forma al imaginario griego y a la fragilidad de su verdad, condición de posibilidad para comprender la conformación histórica de las constantes que la contemporaneidad que habitamos no ha abandonado.

Al mismo tiempo, la pregunta por las constantes de nuestra tradición nos coloca frente a los problemas nodales que dan identidad a la práctica filosófica en tanto rasgo característico de la corriente que se abre con los griegos. Pensar en la filosofía en tanto aspecto peculiar de una tradición cultural no implica omitir el plexo de reflexiones que cimientan otras tradiciones, y mucho menos algún tipo de juicio valorativo que coloque a esta línea en un peldaño inferior o superior a otras. En rigor, sólo implica enfatizar la relación entre los avatares de su surgimiento, condicionado por un imaginario marcado por la ausencia de dogmas unificadores, y la emergencia posterior de un andamiaje explicativo de tipo argumentativo asociado con la multiplicidad de interpretaciones del mundo en juego (Mársico, 2010).

En este sentido, siguiendo con la analogía de la enfermedad, cabe decir que no hay lugar para una terapia wittgensteniana respecto de los problemas filosóficos, porque no se trata de meros malentendidos derivados del lenguaje. No somos moscas atribuladas a las que se deba mostrar la salida de la botella, según la conocida metáfora (Wittgenstein, 1987: 309), porque, en todo caso, no se trata de una mera botella lingüística que desaparecería al conjurar los malentendidos, sino que los males, cuestionamientos y dudas que nos acechan son propios del modo en que se posiciona la tradición occidental, por herencia griega, frente a la realidad. Así, salir de la botella no es una opción, porque el estado griego que marca la tradición podría tal vez describirse como un estar siempre fuera de una botella y por tanto acuciados por la angustia del vagar permanentemente en busca de algún parámetro ordenador en el vasto cielo de la existencia. En lugar de estas pretendidas soluciones al estilo de un imposible corte del nudo gordiano, contamos como alternativa con el avance en el diagnóstico, en la etiología de las constantes de nuestra tradición, como paso ineludible previo a cualquier terapia.