Zoom - Hernán Valdés - E-Book

Zoom E-Book

Hernán Valdés

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Publicada originalmente en 1971, en México, esta novela de Hernán Valdés tuvo una escasa repercusión en Chile, donde es la obra más silenciada de su literatura por circunstancias históricas y políticas, no por su calidad. Por esta tendría que estar entre sus altas cumbres. Por aquellas se adelantó a su tiempo y vio en un viaje a la Checoslovaquia de los sesenta el fin del proyecto comunista. Novela de formación en la que dos personajes –uno el maestro, en el que se percibe el perfil de Teófilo Cid; el otro el discípulo, en el que se adivina al autor joven– se toman el escenario en un juego de correspondencias. A ellos se suman como otros personajes la memoria, la musa y la ciudad, ofrecidos al lector con el cuidadoso empleo del lenguaje, en el que se reconoce la huella del poeta de Apariciones y desapariciones. Enrique Lihn, uno de los pocos que hizo una lectura crítica en 1972, y quien con ella estimuló post mortem al autor a reescribirla, señala: "La lectura de Zoom incita a una polémica con respecto de la cual la novela se desentiende. Pues ella cumple con una función a la vez inquietante y receptiva, desplegándose en un plano rigurosamente literario". Un ejercicio refrescante de ensamblaje de distintos enfoques teóricos para abordar un problema tan longevo: la construcción de mejores arreglos sociales que combinen estabilidad, gobernabilidad y justicia social. Mediante una pluma precisa y llana, su autor hilvana un agudo examen del contexto político chileno y ofrece una propuesta para pensar sus desafíos. Yanira Zúñiga, Universidad Austral de Chile Guillermo Larraín pone en un completo, reflexivo y muy oportuno libro un conjunto de ideas muy importantes para entender el Chile de hoy y para pensar nuestro futuro conjunto. Presenta su visión como académico, hacedor de políticas, intelectual y ciudadano de un modo cercano, y con ello estimula conversaciones sobre nuestro contrato social. Francisco Gallego, Pontificia Universidad Católica Desde el 2019 han proliferado estudios que intentan explicar por qué Chile, uno de los países más prósperos de América Latina, entró en una severa crisis de legitimidad. Echando mano de la economía política y otras ciencias sociales, Larraín ofrece un novedoso aporte para entender los orígenes —y posibles salidas— a la encrucijada en que se encuentra el país. Javier Couso, Universidad Diego Portales y Utrecht University.

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Valdés, Hernán

Zoom. Indagación de objetos perdidos / Hernán Valdés. — Santiago de Chile: FCE, 2021

226 p.; 21 × 14 cm (Colec. Tierra Firme)

ISBN 978-956-289-181-3

ISBN digital: 978-956-289-234-6

1. Novela chilena 2. Literatura chilena – Siglo xx I. Ser. II. t.

LC PQ8098 Dewey Ch863 V125z

Distribución mundial para lengua española

© 2021, Hernán Valdés

Versión revisada y renovada de la novela Zoom, publicada por Siglo xxi Editores, México, en 1971

D.R. © 2021, Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

www.fondodeculturaeconomica.cl

Comentarios: [email protected]

Teléfono: (562) 2594 4132

Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

www.fondodeculturaeconomica.com

Registro de Propiedad Intelectual N° 293.463

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Cuidado de la edición: Carlos Decap

Diseño de portada: Macarena Rojas Líbano

Fotografía de portada: archivo de Hernán Valdés

Diagramación: Gloria Barrios A.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluidos el diseño tipográfico y el de portada—, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

ISBN 978-956-289-181-3

ISBN digital 978-956-289-234-6

Índice

Restauración de este libro

1. Al principio, llevó la cuenta de los días

2. Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices

3. El mayordomo del kolej

4. Solo cuando quedó atrás la cordillera

5. Ya en otro tiempo te dijiste

6. Andaban en grupos o solitarios

7. Cuando se detuvo frente al kolej

8. No hay camellos en Beirut

9. No hay como la pachanga, maestra

10. Como una cáscara de nuez

11. En esa pequeña fisura

12. A las cinco de la tarde

13. En ciertos estados de percepción

14. A lo largo de los troncos

15. Salió del baño

16. —Mierda —musitó Teófilo

17. El Turco lo condujo

18. Sentado en una piedra

19. Aparición de Octavia

20. En la pared está la fotografía del General

21. Una vez interrumpida la absorción

22. Entró en la cantina

23. A mitad de la tarde

24. Las palabras ausentes

25. Mañana de oleandras rosas

26. Tuvo la evidencia de que empezaba

27. El presentimiento

28. Viaje a Praga

29. Praga

30. La cómplice

31. Teófilo y el General

32. Ramadán

33. Pese al tiempo transcurrido

34. En el espejo retrovisor

35. Cada cual sabía

36. El poder y las palabras

37. Los lugares

Acerca de Zoom, una novela chilena

Restauración de este libro

En algún día de 1972, Enrique Lihn apareció en mi casa con un ejemplar de la revista colombiana Eco, donde había publicado un largo artículo sobre Zoom, que de inmediato me leyó. Si no hubiera sido por eso, pienso ahora, quizá este libro no habría sido reescrito y reeditado.

La novela, publicada originalmente en México en 1971, llegó en escasos ejemplares a Chile, debido a la miseria de divisas. Aparte de los que yo regalé, no supe de nadie más que lo hubiera leído. Siendo yo una persona de izquierda, que trabajaba en una institución comprometida con el nuevo gobierno, la prensa de derecha no lo mencionó; la de izquierda tampoco lo hizo, sin duda a causa de la imagen sombría y a la vez hilarante de una Checoslovaquia aún comunista, donde se desarrolla parte de la acción.

En ese tiempo la vida intelectual de la izquierda estaba dominada por la sociología. La literatura era considerada un objeto de consumo burgués, los escritores éramos valorados o bien como agentes de ese pensamiento burgués, o bien como eventuales propagandistas de la fe revolucionaria.

Frente a ese silencio o indiferencia, yo mismo terminé por pensar que había escrito un texto inoportuno para un tiempo inadecuado. Inmerso en el ambiente tenso y enardecido de esos días, escondí mi frustración para mejores oportunidades.

Ello hasta el momento en que Lihn, él mismo un marginado de los favores del nuevo pensamiento, descubrió el interés del libro e intentó incluso una interpretación que iba más allá de mis propias pretensiones. Eso fue un alivio y una especie de recompensa más que amistosa para mí en esos días. Pero, aparte del ejemplar de la revista que él había recibido, no había otros. En ese tiempo las fotocopiadoras o impresoras domésticas eran desconocidas, de modo que aquel artículo permaneció como parte de una publicación privada.

Las cosas no fueron más allá. La realidad política y sus efectos en la vida privada se imponían. Poco a poco sepulté la frustración por ese libro. Cuando me preguntaron por él, décadas después, insistí más bien en sus debilidades, sus inconsecuencias. Yo había asumido inconscientemente la indiferencia de los otros.

Hasta que redescubrí, solo hace un par de años, el texto de Lihn en la red. No provenía de la misma revista que él me había mostrado entonces, Eco, sino como un artículo en la Revista Chilena de Literatura, de 1972, de la cual en aquellos tiempos no tuve noticias, debido tal vez a que no llegó a los escasos canales de distribución.

Ello me impulsó a releer el libro. Me sorprendió descubrir que había partes bien escritas, algunas bastante mordaces, y de una calidad literaria poco común. De modo que, con el propósito de rescatarlo, me puse a eliminar todo lo superfluo, lo mal concebido, lo incoherente como continuidad dramática, y luego de algunas modificaciones reescribí las partes que debían corresponder mejor al propósito de la novela, al carácter y destino de los personajes en relación con los diversos ambientes y tiempos. Este es pues el resultado que, espero, consiga restituir una obra que raramente existió.

1. Al principio, llevó la cuenta de los días

Al principio, llevó la cuenta de los días que lo distanciaban de ese encuentro, ayer tan inminente. Durante el primero, y en parte del segundo, había agotado todas las posibilidades visibles de la aldea; entre el tercero y el cuarto, conoció los diversos senderos que conducían a los alrededores, a unos sembrados de papas y betarragas, al bosque, al riachuelo.

Tres angostos caminos asfaltados conducían, sin duda, a aldeas semejantes. Intentó descubrir, primero entre sus compañeros, y luego entre los habitantes de la aldea, a alguien que indicara poseer esos signos especiales que le permitirían reconocer lo esperado, compartir y tal vez perseguir sus aspiraciones. Casi de inmediato le pareció improbable. Salía una y otra vez, desconfiando todavía de la intrascendencia del lugar, regresaba nuevamente al kolej*, como para recuperar, en la neutralidad de su cuarto, la prometedora imagen que traía antes de llegar. La mayor parte de sus compañeros —casi una centena— comenzaban a reorganizar sus vidas o, al menos, buscaban simpáticamente las formas de adaptarse a ese nuevo medio. Casi todos ellos recurrían a esos simples lenguajes de observación y reconocimiento físico —sudamericanos y africanos, enmarcados por su ventana, jugaban fútbol con los muchachos del colectivo de enfrente— que a él no podían servirle de gran cosa. Desde el primer momento, los argentinos habían formado una célula comunista y, entendiéndose con autoridades que nadie más había podido descubrir, participaban en las brigadas de recolección de betarragas.

Mexicanos y ecuatorianos flirteaban en la plaza con dependientas y estudiantes, a veces los veía asaltados por un grupo de ellas que reía de sus bromas y se excitaba por sus relatos y proposiciones, y él no podía explicarse qué lenguaje empleaban para hacerse entender. Se sentía torpe, impotente y, además, sufría una especie de vergüenza por la imagen pintoresca que ofrecían sus compañeros. Solo los asiáticos se mantenían aparte; chinos y vietnamitas habían empezado a estudiar el idioma desde el primer día, nadie sabía con qué métodos, y únicamente un cambodiano, pequeño y de movimientos melifluos, se mezclaba con todo el mundo y abrazaba a hombres y mujeres por la cintura. Como él, los otros muchachos también entraban y salían, pero a toda carrera, excitados, pues en la puerta del kolej se había establecido un pequeño comercio con los muchachos de la aldea, en el que se vendían o trocaban toda clase de chucherías del mundo occidental. Los árabes regresaban a cada momento cargados de provisiones y se encerraban a comer, a bailar y a cantar en sus cuartos. En el baño, la colombiana cantaba pero si bailo con Pepe, con Pepe no siento ná, y él se levantaba o cerraba la ventana con impaciencia y, pensando que todavía podía suceder alguna cosa, volvía a bajar a la cervecería de la plaza.

En el mismo sitio, en su silla de paja, en uno de los portales de la plaza, a toda hora del día y desde el momento en que llegó, se encontraba con el viejo cuya única actividad consistía en fumar su larga pipa turca arqueada, con hornilla labrada, tapa de estaño y la cánula adornada con cintas y flecos colgantes. A través de sus párpados polvorientos, de las cejas aparronadas y del humo de las hojas de tilo que nunca cesaba de echar, advirtió que le hacía una seña con los ojos.

—¿Austriacos?

Gracias a su dedo punzándole el pecho y a su pequeño ademán envolvente, señalando a sus compañeros, consiguió entender. Negó con la cabeza.

—¿Alemanes?

Volvió a negar.

—¿Rusos? ¿Americanos?

—No, no —le gritó, confundido, e hizo un ademán circular, como para explicarle que eran de todo el mundo.

Apenas tuvo tiempo de eludir el torpe bastonazo. Sin embargo, mientras se alejaba, todavía sin explicársela, se sintió culpable de la indignación del anciano, que durante un largo rato aún tosió sofocadamente, sin poder levantarse ni seguir fumando.

Ni entonces, ni durante todo el tiempo que vivió en la aldea, en la cervecería sucedió algo que contuviera algún indicio correspondiente a la persistencia e intensidad de su búsqueda, cuya formulación exacta, por otra parte, se oscurecía cada día más. ¿Era qué? ¿Almas afines? ¿Un mundo idílico? En los primeros días conoció allí a un viejo obrero, sobreviviente de las brigadas internacionales de España, de campos de concentración franceses y alemanes y de procesos todavía recientes, motivados por el complejo delito de su sobrevivencia, que habían determinado su destierro a la aldea. Recordaba palabras en español y, sobre todo, las canciones de la guerra —a los dieciocho años las cantabas en coro en los bares de Santiago, sin entender siquiera sus alusiones, y luego por las calles, al amanecer, en grupos de festejantes ya sin destino, de pronto exaltados y nostálgicos de una acción revolucionaria que no coincidía con el despertar trivial de la ciudad y que, sin embargo, te hacían sentir estar viviendo momentos de rebeldía y generosidad—, pero después de hartarse con él de cerveza un par de noches, de abrazarse y de cantar otra vez, no hubo más que hacer juntos. Venían pocos de sus compañeros; excepcionalmente, ellos bebían una cerveza y partían a acostarse; nada les intranquilizaba en exceso, sus malhumores, sus inquietudes, su melancolía, eran pasajeros, ninguno parecía correr hacia algún suceso inminente que trastornaría sus vidas.

Se sentó con unos uruguayos que hablaban de mujeres y política. Tampoco ellos habían sido informados, antes de viajar, de que serían traídos a la aldea, y en Praga, lo mismo que él, debieron arreglárselas solos en el aeropuerto y mediante la ayuda de los taxistas encontrar algún representante de la sección de becas del Ministerio que los recibiera.

Ya pronto serían las once, la hora de cerrar, y sin ganas de beber pidió un jarro de cerveza tras otro, con un propósito desesperado de llegar hasta el final de ese momento y esa eventual compañía, y de postergar así las imágenes insistentes, reivindicativas de una acción, un encuentro, una reconciliación intangibles, que le atormentarían si llegaba con alguna lucidez a su cama. Por lo demás, esa exigencia de su conciencia de obtener día a día un resultado del día vivido, un cierto hallazgo —¿de dónde venía?— y este ánimo delictuoso al aproximarse la noche, esta impaciencia de encontrarse entonces con alguna oportunidad rápida de vivir, de recuperar las horas insignificantes del día, estos largos recorridos del atardecer, vehementes y vigilantes y, más tarde, otra vez, este reconocimiento de su culpabilidad o de la adversidad, esta extenuación alcohólica —o erótica, si estaba con suerte—, este incipiente cinismo, ¿hasta qué punto se acrecentarían y hasta cuándo serían soportables?

—La última —les advirtió el camarero, poniéndoles los jarros y trazando nuevas rayas de consumo en los cartones redondos que los soportaban.

Tus pequeños resentimientos: desórdenes digestivos, flatulencias, insomnio, escamas de la piel, impurezas de los ojos, pasarán inadvertidos esta noche con semejantes torrentes de cerveza.

—¿Vos sos del partido, vos?

—Según qué cara ponen, voto por sus candidatos.

—Yo igual. Vos sabés, en Uruguay el partido es un quilombo. Este año, en la Facultad, casi no hubo clases. ¿Te acordás, Gordo? Que viene al país Rockefeller, huelga. Que la cia derriba al gobierno de Irak, huelga. Que los estibadores están en huelga, huelga. Que la puta madre, huelga. Pero mirá que nosotros hacemos huelga sin el acuerdo del partido: somos oportunistas de izquierda. Che, que no me hinchen.

—¿Sabés que es genial la idea de hacernos creer en el paraíso de los trabajadores y en la macana del hombre nuevo, mientras levantás el imperio del siglo? El terrorismo ideológico nos hace cómplices de cualquier macana. Decíme, ¿qué sos vos fuera de los dos imperios? ¿O de los tres, o de los cuatro? Estás en el limbo, hermano.

—Pará, che. Tomáte un trago. Yo, vos sabés, estoy jodido. Tengo un complejo de Orestes con el Partido Comunista. Una bolina, che.

Mirando las marchas desde la puerta del Café, los lienzos, los puños cerrados, oyendo los gritos contra los yanquis, contra el gobierno, contra los empresarios, observando cómo la policía asume y representa un odio, una pasión —¿que tiene quién?—, justamente un sistema desapasionado, los apaleos, las detonaciones, las redadas, comentando y maldiciendo desde el interior del Café, emocionados y ofendidos en una relativa seguridad —¿cuánto tiempo así?—, a veces empujados por la muchedumbre —¿cuánto tiempo, marchando y gritando con ella un momento?—, nunca con la total convicción de que ese u otro movimiento les concierna absolutamente, y deseosos de que alguna vez, al fin, esos mitines sean otra cosa que una conjuración, algo más que una danza sugestiva y atemorizadora: un acto de posesión de la ciudad y la vida; durante años y años, Teófilo aun el doble de años, asistiendo a esos regulares ensayos, para volver nuevamente al interior del Café, cuando las muchedumbres han sido diezmadas o han ido a parar a la cárcel, siempre con la sensación de no discernir en los acontecimientos la veracidad, la oportunidad que impongan esa total convicción que debería comprometerles, liberarles de permanecer como simples curiosos, simpatizantes, sin nada propio dentro de los muros del Café, y con la nostalgia de las acciones colectivas absolutas y la melancolía de los ciudadanos pródigos y solitarios, sacudes discretamente el brazo de Teófilo —su cabeza está a punto de golpearse sobre el borde de la mesa— y él abre los ojos no en ese momento, no respondiendo a tu advertencia, sino en un tiempo que ya pasó, y como reanudando una situación que le ocupaba en su reciente somnolencia, se levanta con un impulso desmedido en relación a su peso, busca un cierto equilibrio y dirige su copa chorreante hacia el Candidato del Pueblo, sin recordar que todos los discursos ya han sido dichos, los brindis hechos, los postres y el café terminados, y sin ver que entonces el Candidato y su comitiva se ponen de pie, pero para despedirse. Sus ojos blancos, atraídos por otras visiones, miran más allá, hacia el muro de ese salón del Club Social Pinochet Le-Brun. “De este modo —dice patéticamente—, usted termina, compañero, de hacernos comprender nuestra inutilidad. Todos sospechábamos que esta sería una nueva farsa para halagarnos y para obtener, todavía una vez, que no hagamos uso de nuestros poderes. Atraernos, comprometernos, entretenernos y esterilizarnos, esos son los propósitos secretos e irracionales de los partidos políticos de izquierda. Hace unos meses, usted no lo ignora, los intelectuales que hoy le agasajamos, manifestando así nuestra adhesión al Candidato Popular, hace unos meses, en pleno verano y después de almuerzo, nos presentamos a una reunión convocada en la Casa del Pueblo, sede de su candidatura, en una habitación antiguamente destinada a la servidumbre, donde lúcidamente nos asfixiamos y perdimos la voluntad. Sin embargo, nosotros habíamos ido allí con el propósito de darle nuestras fuerzas, que, cuando son invocadas por la justicia o la belleza, no son poca cosa. ¿Sabe usted lo que sentíamos? ¿Sospecha usted el valor y sentido que tenía nuestro encuentro allí, en las circunstancias actuales, para la vida de todos? ¿Sabe usted el curso que se dio a nuestra generosidad, a nuestra inspiración? Creímos, una vez más, que nuestro poder de inventar, de animar, de embellecer, percibir y significar, que no tienen usos ni aplicación oportuna en nuestra sociedad, encontrarían allí una causa de excitación y una exigencia concreta; creíamos que nuestra imaginación —fatídico don, por sospechoso desterrado de nuestra sociedad— encontraría allí un aprovechamiento feliz, un cauce de comunión con el pueblo. ¿Qué creíamos aún? En ningún caso, que seríamos anonadados, desanimados con abyectos procedimientos. En vez de recibir de nosotros todo aquello, se nos tuvo allí horas esperando la llegada de un representante, y luego, mientras bullíamos de ideas y deseos, el tiempo fue ocupado mañosamente en la designación de un presidente, un secretario, un tesorero, en el levantamiento de un acta, en la redacción de un manifiesto, en la especificación de nuestros datos, hasta el momento en que, confundidos, invalidados en nuestras fuerzas, se nos propuso organizar tómbolas, amenizar con nuestro ingenio los entreactos de los discursos, vender bonos, firmar autógrafos, pintar motes, desfilar como curiosidades en sus marchas del Hambre, de la Esposa Proletaria, de la Dignidad, del Triunfo y, por fin, brindarle esta comida, todo lo cual sirve para demostrar a las masas nuestra incapacidad y superficialidad. ¿Seríamos nada más que elementos superponibles en cualquier proceso social, amenos y decorativos, utilizables en los actos públicos, y solo marginalmente responsables en la transformación del hombre? Las fuerzas creadoras de la imaginación, ¿no tendrían un significado político y económico preciso? ¿O es que nosotros mismos, los hombres de imaginación, hemos sido incapaces de definir tal significado?”.

—Che, ¿me vas a decir que en la vida te has cogido a una negra? En los quilombos de Montevideo no hay más que negras y chilenas.

—Y, contale mejor la curda que nos mandamos antes de abandonar la decadente vida de occidente. Aquello fue divino.

Vio que el camarero venía desnudo con una espada de fuego y que su voz tronaba, diciendo terminamos-cerramos. Ni una cerveza más, la menor piedad.

En un instante las sillas fueron sentadas sobre las mesas, las escobas se pusieron a formar montículos de puchos, servilletas, escupitajos. ¿Sería sábado? El goce de imaginarse, presente e impalpable, distanciado de sí por el grueso volumen de la cerveza. El pequeño grupo de borrachos expulsados, se dispersó en las sombras, en las callejuelas que conducían directamente al campo, y ellos tres, en silencio, sacaron taciturnamente sus miembros y mearon largamente en medio de la plaza, al pie de la torre de piedra, construida en conmemoración de alguna de esas habituales epidemias de peste del siglo diecisiete ¿o dieciséis?

—Pero, decíme vos, ¿la gente qué hace?

La torre, en el centro de la plaza empedrada, rectangulada por edificios de dos pisos con algunos portales abiertos en las plantas bajas. Sería sábado, y algo más de las once. Las tres meadas siguieron rumbos trivergentes, la ligera embriaguez se pasaría pronto, y no tenía ganas de volver todavía a la cama. Sin embargo, no había ninguna otra cosa que intentar.

—Che, Gordo, va para un mes que yo no cojo.

—Y, la piba del barco, aquella.

—Ma, qué piba, era una antigüedad.

—Y, mirá —guarda su pene y tira el cierre de la cremallera con el cuidado que se presta a un maletín sobrecargado, alza los hombros y mira alrededor de la plaza: las dobles ventanas están herméticamente cerradas, no hay un perro en las calles, el viento agita irregularmente el lienzo trabajamos por el comunismo, el minutero del reloj de la torre cae un minuto más abajo con un ruido seco—. Mirá, hermano, en este pueblo tenés que hacer como en el tango: o pensás en la viejecita, o te cortás las bolas.

Se encaminaron hacia el hogar de estudiantes, pateando un viejo zapato que estaba en el camino, con ganas de cansarse en algo. De pronto, el Gordo se detuvo, se sujetó el vientre y se puso a reír. No supieron cuál era el motivo, pero igualmente se pusieron a reír con él hasta que les dolieron las mandíbulas.

2. Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices

Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices y las conversaciones y los llamados producen en ti una confusión de la realidad, un aislamiento sensorial, ya estás viendo el presente como pretérito. En la noche te has ido a dormir a casa de tu mujer, como en un último don de tu presencia antes de ese viaje, después de años de separación imprecisa, con una vaga intención de conservar un puente en caso de nostalgia, ahí estás con ella en el aeropuerto, como un hombre que hace las cosas correctamente y, sin embargo, no puedes evitar que todo eso tan tangiblemente presente —el peso de las maletas, el certificado de vacuna, sus dedos que se hunden en tu brazo, como para obligar el paso de una pasión que nunca ha convenido a su naturaleza—, no puedes evitar que todo eso se convierta de inmediato en un remoto pasado, en una imagen que has visto indiferentemente en uno u otro film en un cine de barrio, no tienes paciencia con esa lentitud de la realidad. Además, todo se convierte en algo insensato, la fantasía de lo real se hace inverosímil e insoportable: estás viendo, a pocos metros de ti, justamente a Octavia, la misma Octavia, que en el mismo momento viene a despedir a un amigo, que sin duda viaja en el mismo avión. Demasiado complicado y calculado para la realidad, es insensato que Octavia despida a un amigo que quizá es el amante que no eres tú y que tu mujer despida a un esposo que tampoco eres. Te has puesto rígido, como si así no pudiera vertirse tu emoción. Hay alguien que está físicamente demás en ese cuarteto —¿probablemente tú?—, hay algo en su distribución que un simple intercambio de personas no remediaría. Y, no obstante, hace dos días o menos, Octavia reapareció en tu cuarto, desesperada de tu partida, reanimada de aquella caprichosa pasión y avidez de otro tiempo.

¿Y si todos los actos, todas las posibilidades hubieran sido para ella igualmente legítimos? Esa caída de tu estómago hacia un abismo submarino, ese mareo de la contención erótica, esa lentitud en partir. No puedes reconocer que la ves, has elegido que sea tu mujer quien te despida —¿qué habría hecho Octavia si se lo hubieras pedido?—, a tu mujer los abrazos, las promesas, pero comprendes que al abrazarlo a él ella también te está abrazando, que al abrazar a tu mujer la abrazas a ella, con esa otra emoción que crea el tacto de Octavia en tu memoria, y mientras caminas por la pista hacia el avión, y mientras él camina a unos pasos tuyos —el ruido de los motores y el viento de los reactores enmudece todas las voces, deforma todas las expresiones, y los rostros gesticulan y las manos se alzan en un territorio que ya está fuera del espacio sensorial—, mientras caminas ves ambos rostros en la vidriera de los visitantes y sus múltiples expresiones hacia atrás, agitas tu mano en dirección a ellos y, enseguida, todo eso entra a formar parte del pasado con una vertiginosidad que te desespera y excita.

3. El mayordomo del kolej

El mayordomo del kolej les representó su más absoluta ignorancia: adelantó el mentón, alzó las cejas y los hombros, puso los ojos en blanco y tornó las palmas hacia arriba. No, él no sabía nada. Dio a entender, siempre gesticulando, que eso dependía únicamente del Ministerio, allá, en Praga. Le instaron, en esa misma forma, a que llamara por teléfono, para obtener alguna información sobre el comienzo de los estudios, pero entonces él adoptó una actitud casi escandalizada, como si acabaran de decir un despropósito. Viendo el desconcierto de ellos, intentó explicarse: tal intervención podría ser mal considerada, una falta de tacto, una demostración de desconfianza, justamente cuando allá todos estarían preocupados y conocerían mejor que ellos mismos sus conveniencias y necesidades. ¿Qué podrían pensar de su prudencia, y qué de su impaciencia, cuando, en fin, no les faltaba nada? Además, todavía quedaban unos días de sol y podían libremente pasear, jugar al fútbol, descansar. ¿No era eso enteramente agradable antes de que se iniciaran las clases de idioma y de que comenzara el duro invierno? Más tarde, echarían de menos esa libertad.

Semanas después, vieron llegar a un joven melancólico, alto, desarreglado, con un saco de viaje en la espalda, que dijo ser un profesor. Hablaba español e inglés, y fue asediado a preguntas. Fue prácticamente forzado, esa misma tarde, a dar una clase de checo, pues ya nadie soportaba seguir viviendo en la aldea sin tener algún contacto con sus habitantes, sobre todo con las muchachas. El hombre enseñó como pudo una veintena de frases, que nadie consiguió pronunciar, pero no respondió adecuadamente a ninguna pregunta. Él mismo parecía no saber si estaría en condiciones de dictarles una próxima clase, el Ministerio no le había dado ninguna instrucción precisa a ese respecto. Tampoco sabía si vendrían otros profesores pronto, eso dependía de una sección especial a la cual él no tenía acceso. No pudo tampoco explicar nada sobre la aldea ni sobre las razones de su elección para albergarlos. Dijo que era la primera vez que pasaba por allí y que a lo más podía suponer que su nombre, Dobruška, podía significar “buenísima” o algo parecido. Numerosos muchachos, que pertenecían en sus países a organizaciones comunistas, le pidieron que los relacionara con el partido local, para ser de alguna manera útiles a la aldea, o para conocerse simplemente con los jóvenes, pero él afirmó no pertenecer al partido y explicó que, aun en el caso de haber pertenecido, no podría haberlo hecho sin una autorización especial de Praga, refrendada por el Ministerio. ¿No podía entonces promover personalmente una reunión, presentarlos, servir de intérprete en alguna conversación con los jóvenes de la aldea? No, él no estaba autorizado ni era conocido allí. Era mejor esperar alguna circunstancia propicia, que se diera espontáneamente.

4. Solo cuando quedó atrás la cordillera

Solo cuando quedó atrás la cordillera y comenzó el vuelo sobre la monótona pampa, su cabeza rubia, que habías estado observando de reojo mientras hojeabas una revista, se volvió hacia ti.

Jamás le habías visto y no había motivos para que él tuviera información sobre ti, a menos que Octavia le hubiera contado. ¿Contado qué? Siguiendo una absoluta objetividad, deberían haberse ignorado. Aun así ambos parecían estar conscientes de algún nexo que los relacionaba más allá de cualquiera formalidad, sin que sus expresiones hicieran de ello la menor alusión, pero delatando, de un modo solo perceptible para ambos, una curiosidad contenida y hostil, un resentimiento que parecía buscar cualquiera turbación en la mirada del otro.

En esos segundos ambos parecen buscar la respectiva significación que sus miradas dan de ella. Antes de volver los ojos sonríe, asiente, se vuelve hacia su propia revista. Tú también te vuelves, ignorándole. Cualquier figura sobre tu página se transfigura en Octavia, la una y la otra, la de hace un par de días, su indescifrable avidez de ti, la de hace unos momentos, la ambigua, la de una y otra vez, poseída e inasequible a la vez. ¿Cuál es la Octavia en la revista de él, si es que hay una en vez de las previsibles fotos de coches y modelos? ¿Es el mismo rostro, sus líneas, sus turgencias, sus sinuosidades? ¿Darán el mismo resultado, la misma persona, los ojos, fondo de arroyo de reflejos áureos, expresarán lo mismo? Percibida por otra piel, aspirada por otro olfato, deseada con otras asociaciones sensuales y de la memoria, ¿darán la misma Octavia, una que no fue conocida ni tocada por ti? Es la envidia por la posesión de esa desconocida lo que te hiere, lo que, si alguna vez volvieras a aquel lugar del que te alejas, te induciría a buscarla, a quebrar su olvido.

—¡No, no, no, no! —gritó Teófilo, dando un puñetazo sobre la mesa, y los vasos saltaron, las gentes de las otras mesas interrumpieron sus propios gritos y quedaron a la expectativa de lo que iba a pasar—. En la pintura no hay poesía, en la música no hay poesía, cómo se atreve a decirme tales tonterías en la cara. La poesía pertenece a las palabras y solamente a las palabras. Sin palabras y, por lo tanto, sin pensamiento, no hay poesía, ¡cómo puede decirme a mí, a mí, semejantes burradas!

El tipo interrumpido en alguna observación trivial trata, desconcertadamente, de explicarse, pero Teófilo no deja espacio para ninguna otra voz, ahora que se encuentra posesionado por ese estado de indignación vengadora que le ha sustraído de su embotamiento. Ahora que, desde el fondo de la sala, alguna aparición terrible, desde un nimbo celestial, como en las pinturas mitológicas, parece aprobar, para él solo, su defensa exaltada. Todo lo que pueda hacer confundir sentidos y pensamiento, lo que intente disociar verbo y poesía, lo que pretenda asumir poderes creadores solo posibles al lenguaje, es maldecido y vituperado con una furia que ninguna otra suerte de injusticia podría hacer tan sublime.

Como para compensar el espacio desalojado por las palabras, se echa un vaso repleto de vino, de color casi azul, en la garganta, y los amigos que están a su lado lo palmotean, con ganas de tranquilizarle y de volver a hacer trivial esa conversación.

Desde las otras mesas, unos le aplauden y otros aprovechan de venir a brindar con él, aunque a nadie le importa demasiado eso que acaba de decir, sino como un buen estímulo para discrepar y hacer más ruido. Justamente esa es la situación de mayor júbilo en el Club Social Pinochet-Lebrun, cuando las vociferaciones y la euforia impiden escuchar a su vecino, y cuando todo acontecimiento ruidoso —una pelea, la caída de una mesa o de un cuerpo, un canto o un discurso— no son sino una buenas ocasiones para celebrar y pedir más botellas que estimulen nuevas manifestaciones. Teófilo percibió distantemente esos ¡bravo, Teófilo!, ¡buena, negro!, ¡putas, Teófilo!, ¡salud, poeta! y sonrió con extrañamiento hacia las voces, sin poder tornar sus ojos y reconocer la proximidad de ese mundo bullente. De todos modos, clavando sus uñas en la mesa, hizo un intento por poner su peso de pie y por decir algo, que parecían versos de Mallarmé, o de Breton, que ya otros ruidos cubrieron; le pareció tener que ir hacia otra parte, pero el impulso que se dio no fue suficiente para poner todo su cuerpo en equilibrio y recayó simplemente en su silla, donde volvió a quedarse quieto, rechinando los dientes, como para adormecerse. De tiempo en tiempo, en el resto de la noche, reabrió los ojos, blancos, exorbitados, fijos, pero solo para visualizar mejor, en las tablas amarillentas del cielo, sus primeras revelaciones poéticas en las calles desiertas y sin destino de Temuco.

5. Ya en otro tiempo te dijiste

Ya en otro tiempo te dijiste quizá pase el tiempo y recuerde todo esto sin la misma emoción, sin que todo mi organismo —y te referías especialmente a esa perplejidad del cuerpo separado del cuerpo amado— se subleve, y recordaste tus diferentes grados de recuerdo a medida que el tiempo había ido pasando, y reconociste que en ninguno de ellos se alcanzaba la sensación prevista por el anterior —un mayor desprendimiento emocional—, sino que, por el contrario, transfiriéndose a la totalidad de la vida, se desarrollaba una violenta nostalgia del estado exaltado y doloroso que se había querido olvidar al comienzo, una nostalgia de lo irrepetible.

La puerta de la torre se encontraba cerrada.

6. Andaban en grupos o solitarios

Andaban en grupos o solitarios rondando la aldea, ociosos, con caras de avidez o fastidio. Se encontraban entre sí una y otra vez, en la plaza, bajo los portales, frente a las únicas dos o tres vitrinas, o en los interiores de esas mismas tiendas, comprando objetos inútiles, solo para poder acercarse a las vendedoras; sobre todo se encontraban en la confitería o en la cervecería, e incluso en los caminos que conducían al bosque, al riachuelo, a otros posibles pueblos, se saludaban y se hacían bromas en una mezcla pueril y complicada de idiomas, y de algún modo, en cada nuevo y repetido encuentro se transmitían la sensación de hallarse en el culo del mundo. A pesar de la insistencia con que pasaban frente a las mismas puertas y a la avidez con que miraban hacia el interior de los hogares, ninguno de ellos, ni siquiera los argentinos, que ayudaban a recoger remolachas, había sido invitados a entrar por los aldeanos. En esa situación ellos reconocían los límites de sus vagabundajes y, también, los límites de la medida curiosidad y tolerancia de los habitantes. Solo se acercaban espontáneamente a ellos, en la calle, algunos estudiantes del gimnasio que les pedían fotografías de Elvis Presley que nadie tenía y envases de cigarrillos extranjeros; les saludaban los camareros y las dependientas y, en la plaza, se les juntaban un par de muchachas granujientas y descoloridas, de ascendencia gitana, que unos mexicanos y ecuatorianos habían obtenido como mascotas. Así, para no sentirse desamparados, los jóvenes hacían ruido y, sobre todo, cantaban. En la plaza y en la cervecería cantaban canciones de la revolución cubana; al atardecer, en la puerta del kolej, guarachas, mambos y boleros, y después de comida, en sus cuartos, tangos y otros cantos humorísticos. Los aldeanos les observaban pensativos, entre corteses y chocados, con esa simpatía bien educada que inspiran los temperamentos y los ritos de los pueblos exóticos.

Sonrió melancólicamente al recordarse imaginando la vida excitante y plena de sentido que iba a llevar allí. No estaba seguro de sentir piedad por su ignorancia o burla por su ingenuidad. Una beca para estudiar cine en Praga. Se había echado de bruces en la oportunidad, la única de viajar al continente que en toda su propia historia de amistades y literatura era el centro de la cultura. Y el cine, encima, el medio perfecto para fundir literatura, arte, las experiencias y sueños de la propia vida y las ajenas enlazadas. Y hete aquí en una aldea más tediosa que las del propio país, donde no habría aguantado dos horas, y el idioma, cuya existencia, lo mismo que la mayoría de los muchachos, había ignorado. Y el socialismo. Esos rebeldes remanentes de convicciones políticas agonizantes. ¿No había pensado que quizá, a pesar de todo lo dicho y escrito en contra, algo hubiera sobrevivido? ¿La amistad entre los pueblos? ¿La solidaridad? ¿Los jóvenes del mundo danzando entrelazados en rondas de afirmación en el triunfo final? Los demás muchachos —él ya no era uno— no tenían historias, eran adaptables y parecían conformes con la perspectiva de pasar un año allí, felices de la oportunidad de adquirir profesiones asequibles en sus países solo a las clases altas.

Las gordas de caras rojas apaleaban las alfombras lo mismo que el día anterior, en los balcones del colectivo de enfrente; los ciruelos demarcaban un monótono camino, detrás suyo; el cielo anunciaba un cielo exactamente igual, velado, para el día siguiente; la carnicería exhibía unos huesos y un par de pollos, el pequeño mercado nada de color, unas acelgas, nabos y otros curiosos tubérculos terrosos; la tienda de comestibles oxidadas conservas rusas y vinos con aspectos de medicamentos; la farmacia, al menos, tenía unas pinturas alegres.

—¿Por qué me llamas?

—Por nada. Para preguntarte cómo estás.

Ella se quedó en silencio en el teléfono, esperando qué de tu memoria, deseando qué, en su secreto.

—¿Dónde estabas?

—Lejos. Llegué hace un mes. Hace tiempo.

—¿Qué hiciste?

—Estudié. Estuve olvidándote.

—¿Lo conseguiste?

—Sí.

—¿Y así lo demuestras?

—Sí.

Un escalofrío. ¿Qué más preguntas, entre los muros inconvenientes de tu oficina? Sabías que ella se detendría allí, sin sobrepasarse en una palabra más, en nada que la comprometiera o definiera.

Su silencio y su imagen tras el rumor del teléfono, e inmediatamente la idea de la desesperación que podrás sentir más tarde si ahora no entras en la trampa. ¿Con qué objeto abstenerse? ¿Para salvar qué?

—¿Quieres que nos veamos?

—¿Quieres tú?

Un poco más gruesa, el pelo más corto y menos dorado, la piel menos viva y tostada, pero siempre la misma Octavia, sus juegos al caminar y mover la cabeza, movimientos de Arlequín o Colombina en la Comedia del Arte para disimular lo que realmente quiere o piensa, la imposición inmediata, transmutante, del deseo en todo tu cuerpo, en tu memoria, ella cerró la puerta tras de sí con prisa, como para evitar que alguien la alcanzara a coger desde fuera, y apoyó su espalda en ella, el tiempo de escuchar algo detrás o de calmar su respiración; luego, recobrándose, se quitó el pañuelo de la cabeza y sonrió, excusándose de no saber cuál expresión mostrarte después de ese tiempo sin verse.

—Has engordado.

—Un poco. Tú también. ¿Más viejo?

Una simple sonrisa de su cara sonriente equivale a la risa, descubriendo sus encías, los mismos colores de su intimidad, los grandes huesos que tensan su piel.

Tus manos traicionan todo el orden de un proceso que debería tal vez motivarse en otro plano y conducir con otros medios —¿con palabras, con encuentros provocadores de su memoria y la tuya?— a ese reencuentro físico que es el único capaz de crear su real presencia. Tus manos la acarician, con esa torpeza del desacostumbramiento, y tu cuerpo percute incoherentemente el suyo, sin correspondencia a tu reticencia de unos segundos antes.

—No, no vine por esto.

Abrazándola, tu memoria reconoce su desolación. El poder de convicción de ese deseo, que nace de ella, y que se sirve de la avidez que despierta en ti para satisfacer la suya sin expresarlo. Sin prisa, interrumpiéndose, como para evitarlo todavía, ella se desviste, ella se corporiza lentamente, en la medida en que la tocas, como antes, el mismo prodigio; como antes, los mismos procedimientos, repetidos con la misma fe, producen los mismos resultados. Sin embargo, momentos después apenas crees en todo eso, como apenas se cree en un prodigio que ya no tiene un sentido sagrado. El tiempo transcurrido sin su goce, el olvido y su paciente trabajo te reprochan una especie de infidelidad.

—¿Te acordaste de mí? —poniéndose de pie, sacudiendo su melena, se pasea.

—Todo el tiempo. ¿Por qué te fuiste?

—Tú eras tan raro.

—¿Qué querías tú?

—Y tú, ¿qué querías?

Ella vuelve a anudar el pañuelo en la cabeza, las axilas rubias, los brazos en el aire, los dedos entrelazados atando el pañuelo, podrías fijarla definitivamente en ese instante.

—¿Has tenido otro amante?

Recoge sus ropas del suelo. Te mira a los ojos, desafiante y burlona.

—¿Pensaste alguna vez que habríamos podido vivir juntos, casarnos?

—¿Cómo podía pensar? Para ti era natural tener una cierta vida, ciertas cosas, y yo no tenía dónde caerme muerto. Eras menor de edad, tus padres me detestaban, no tenía con qué pagarme un divorcio.

—Pero, ¿pensaste?

Habrías tenido que olvidar todo lo que creías ser, renunciar a todo lo que querías tener, que no era más que sueños, quimeras, vivir para eso, para ella y su mundo, un mundo cuyo esplendor estaba solo quizá en tu imaginación. Borrar todo, rendirse, pactar con la ciudad y sus normas.

—No, no pude pensar. No supe.

—Y, ¿ahora?