A partir del fin - Hernán Valdés - E-Book

A partir del fin E-Book

Hernán Valdés

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Beschreibung

Las obras de Hernán Valdés se distinguen, ante todo, por sus temáticas discrepantes de valores establecidos, así como por la indagación en la conciencia y la memoria de los personajes ante sus experiencias. En ocasiones, el uso del humor y lo absurdo sustituye a las visiones sociológicas e históricas. A partir del fin se sitúa en los tiempos previos y posteriores al golpe de Estado de 1973, y en el día mismo en que este ocurre. Pero más que del golpe, la novela se ocupa de cómo este quiebre político se refleja en las conciencias de los personajes, una pareja cuya relación va desmoronándose a la par que el intento de crear una nueva sociedad. Si bien hay numerosas escenas semidocumentales acerca de situaciones y consecuencias del golpe de Estado, ellas sirven más bien como desencadenantes de las reacciones de los personajes. Porque la intención de la escritura es esa: utilizar los hechos para observar los efectos perturbadores en las conciencias, las memorias, los sentimientos de una pareja de amantes. Los choques exteriores repercuten así en las conductas de ambos, las exaltan, las modifican, las agudizan. Y revelan en los protagonistas la posibilidad de enfrentarse a sus demonios, de asumir sus convicciones morales e intelectuales, de reconocer la verdad o falsedad de sus sentimientos. De ponerlos al desnudo el uno frente al otro. "De existir alguna 'justicia literaria', el libro deberá ser reconocido como la gran novela sobre el golpe militar". MARÍA TERESA CÁRDENAS. "La novela nos revela dramáticamente un país donde los mitos han suplantado a la realidad y a la historia, mitos insertos en el propio lenguaje, y en la formación de una imagen autocomplaciente que obstruye todo enjuiciamiento de la actualidad". JAIME VALDIVIESO. "A partir del fin es un texto valioso, tanto desde el punto de vista literario, o bien visto bajo una perspectiva ética. Valdés ha concebido una crónica deprimente, pero saludable, en su retrato de unos seres sin salida ni escapatoria". CAMILO MARKS.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

A PARTIR DEL FIN

Hernán Valdés

© Inscripción Nº 2021-A-5026

Derechos reservados

Junio 2021

ISBN 978-956-14-2849-2

ISBN digital 978-956-14-2850-8

Diseño:

Salvador Verdejo Vicencio

versión productora gráfica SpA

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Valdés, Hernán, 1934-, autor.

A partir del fin / Hernán Valdés.

1. Novelas chilenas.

I. t.

2021 Ch863 + DDC23 RDA

ÍNDICE

I La briosa refundación del escenario, perturbada por fuerzas adversas

II El goce del orden inmanente

III Reunión de intelectuales

IV Reflexión sobre la inconfortable proximidad del pasado

V La gata

VI El frenético asalto al Instituto

VII Encuentro con Dagoberto Flores, un diplomático de carrera

VIII Muchacha violada

IX Escapes

X Evocaciones de Kurt por Eva durmiéndose

XI El hombre que camina por la ciudad soy yo

XII La partida de Eva

XIII La visita de Alain

XIV Sueño en que Hache cuenta a Eva el sueño del jardín

XV Reparaciones matinales del mundo y discusión sobre el país

XVI Desmoronamiento de la plataforma matinal

XVII Interpelación al Presidente

XVIII Viaje a La Ligua

XIX La visita a Kurt

XX Nuevo viaje a La Ligua

XXI Cita con el desconocido

XXII El volantín nocturno

XXIII Nueva visita a Kurt

XXIV El huésped de Eva contempla el manuscrito mutilado

XXV Del borde de un cero al borde del otro, el sentido se revela como una simple operación volitiva

Epílogo

A Ulrike

I

LA BRIOSA REFUNDACIÓN DEL ESCENARIO, PERTURBADA POR FUERZAS ADVERSAS

Un día de la primavera de 1970, Hache descendió de un taxi en la calle Victoria Subercaseaux y con la ayuda del chofer descargó un pequeño lecho de la baca y un par de maletas del interior. Mientras se esforzaba en todo eso –y ya antes, toda esa mañana y durante el trayecto–, en él seguía reproduciéndose ese mismo estado emocional sentido otras veces, en tantas parecidas circunstancias, en que todo quedaba cortado hacia atrás, inconexo, y el futuro se ofrecía como una completa aventura. El dolor de tantas y repetidas pérdidas se compensaba así con esta recaptura de un estado anímico eufórico, anterior a ellas, el de la pérdida original y la vehemencia original de colmarla. Tras pagar, afirmó sus pertenencias en la acera, contra una acacia, y antes de subir se quedó un instante mirando la puerta de su nueva casa, las perspectivas de la calle. Era esto: se sentía con esa inocencia del alma totalmente disponible para lo contingente, pero lo contingente ahora tenía ese signo positivo y auspiciante de un proceso de cambios en marcha en todo el país. Justo en esa parte, una luz verdosa, espléndida, llegaba hasta él filtrada por los árboles del Santa Lucía, volcados hacia la calle por sobre el muro de piedra que contenía la falda, antiguamente recortada. La calle seguía la dirección sinuosa del cerro, convertido a comienzos del siglo en un parque público, de un estilo que no había sabido resistirse a todos los estilos, comenzando por los muros, almenas y troneras del castrense español, que en sus diferentes terrazas iban segregando grutas y fuentes barrocas y senderos románticos, jardines japoneses y patios andaluces, y entre cuyos elementos se había sabido integrar también la invocación en bronce, casi apolínea y ya inofensiva de algún indomable guerrero indígena.

Hache aspiró confiadamente el aire primaveral, que aún combinaba con los gases urbanos una reminiscencia de los eucaliptos del cerro. ¡Ah!, por fin volvía a instalarse en ese barrio donde había transcurrido buena parte de su vida de adulto. Pensando en su afición a este lugar, ya se había dicho antes que probablemente esta pequeña parte de la ciudad expresaba mejor que cualquier otra aquel carácter finisecular de incorporación precipitada y casi carnavalesca de una naciente clase criolla a la economía industrial y la moda europeas. Con esos términos, claro, se reducía una experiencia humana a su pura conceptualización; lo que sin duda contaba para él era imaginar la soledad histórica y territorial de quienes habían levantado esas casas décadas atrás, imitando con una pobreza y buena fe de tinglado parroquial todos los estilos europeos, yuxtaponiéndolos y combinándolos, tratando de mitigar con esas viviendas su marginación cultural. No podían seguir tratando con los nuevos explotadores, ingleses en su mayoría, desde esas casonas de adobes y tejas y corrales donde habían nacido; tenían que identificarse y emularse con el nuevo orden que los hacía emerger a la vida contemporánea aquí, en la nada, como un puro y caprichoso efecto de necesidades externas. Con el tiempo, al modificarse y diversificarse la nueva clase y sus dependencias, los originales fundadores del barrio se habían mudado a las partes altas y modernizadas de la ciudad; y ahora estas fachadas semirruinosas, tras las cuales vivían descendientes discretamente empobrecidos y algunos artistas, quizás a falta de significaciones arquitectónicas en el resto de la ciudad, producían en Hache una cierta sensación de amparo estético, de verosimilitud histórica, como si la imitación de la historia al fin y al cabo hubiera conseguido a su vez hacerse historia. Sin duda, era una sensación válida únicamente en comparación con esas otras desoladoras que producía el resto de la ciudad, por cierto los cubos de cemento céntricos que poco a poco habían remplazado edificios comerciales igualmente imitados de las metrópolis, y luego con ese paisaje ceniciento del valle, cubierto enteramente de viviendas levantadas una y otra vez, cada vez sobre las ruinas o con las ruinas precedentes, con la misma precariedad que hizo caer las anteriores, con una precariedad reiterada, monótona, que muy probablemente manifestaba la agresividad por la incertidumbre de la vida, o la indolencia de toda incertidumbre.

Hache podía interrumpir sus acciones así, en los momentos más inadecuados, para reflexionar; o más bien dicho eran sus propias reflexiones, independientemente de las situaciones en las que él se encontrara, las que le obligaban a interrumpirse; él no podía evitarlo, pero tampoco veía la conveniencia de oponerse a esta necesidad inmediata de definir lo que estaba sintiendo en cada momento: de otro modo no habría podido seguir adelante. A veces esto debilitaba sus acciones o las hacía ambiguas, en circunstancias extremadamente graves, pero se tomaba ese riesgo. Así, los transeúntes ya comenzaban a mirarle con curiosidad y algunos niños iban acercándose para examinar su lecho afirmado en el árbol; no faltaría el alma caritativa y perversa, era de temer, que vendría a preguntarle si se había extraviado o si le habían desalojado; de modo que para concluir sus reflexiones sobre el barrio se preguntó si no había estado disimulando, como suele pasar, las propias debilidades y contradicciones con el examen de las ajenas; si tras su goce de lo estético-pintoresco y lo pseudohistórico del barrio no subyacían aspiraciones al fin y al cabo no tan distanciadas de aquellas de los fundadores, no tan fácilmente ironizables: como esta de sentir una mínima confianza material en el destino dentro de un espacio históricamente demostrable; un aplacamiento, no importaba cuán superficial, de la angustia que él sentía a veces en relación a la vaguedad de su origen como individuo y como ciudadano. El tema merecía ser profundizado, pero Hache convino en que no podía seguir considerando allí en la acera, en esta ocasión, asuntos tan complejos, y se puso a la obra para recomenzar su propia historia. Con las llaves que tenía en su poder desde el día anterior abrió primero el candado de la verja de hierro, y tras esta la pequeña puerta de aspecto castelar, con sus gruesos clavos, mirilla, argolla y cerradura de hierro forjado, y tomando aliento inició la ascensión de sus bienes, comenzando por las maletas. La escalera era sombría, estrecha y empinada, y conducía exclusivamente hasta el cuarto piso a través de dos planos perpendiculares, en cuyo vértice había un rellano donde se invertía la dirección, con un pequeño tragaluz en el muro del fondo. El segundo plano se curvaba como un signo de interrogación inclinado y conducía finalmente a un pequeño descanso de baldosas valencianas y a una nueva puertecilla, también de imitación medieval, empotrada en el vano toscamente cintrado del muro blanco. Y entonces el piso que tanto le había fascinado, que se había obstinado en alquilar, y cuya existencia, por lo demás, era imposible imaginar desde la calle. Hache tuvo que hacer al menos cuatro viajes para subir sus escasos bultos, y cuando por fin cerró la puerta tras de sí se dejó invadir completamente por el placer de la posesión de ese espacio, sus misterios, sus potenciales usos, y aún excitado y sudoroso como estaba por el esfuerzo físico, caminó una y otra vez por sus diversos compartimentos, lleno de sensaciones de impaciencia y codicia. Esta situación de instalarse allí desde ese instante le imponía la certidumbre de que a partir de ese instante y de ese espacio inmensamente vacío su vida recomenzaba a correr, como las cifras o agujas de un marcador recién vuelto a cero. Todavía sin poder recobrar su respiración normal, le pareció que desde entonces, mediante el simple hecho de haber cerrado la puerta tras de sí, comenzaba a organizarse irresistiblemente en torno a él, el protagonista, una construcción dramática cuyo ansiado desarrollo desconocía totalmente. Tenía prisa por exponerse a esas contingencias, por conocer los pasos de esa nueva cuenta en el tiempo y en el espacio, y a la vez le atraía una posible voluptuosidad en demorarlo. Pero ¿cómo apurar lo desconocido, cómo contenerlo? De pronto, al mirarlos desde una cierta perspectiva, sus bultos le parecieron insignificantes, inútiles para amueblar esa inmensidad y para conseguir que el espacio pudiera articularse con un uso eficaz dentro del tiempo. Todo podía depender de cosas así, de detalles: el buen comienzo era tan importante. Perdido como estaba en esas divagaciones, un pensamiento lo sobrecogió, con esa fuerza de las evidencias irrefutables: había una ley de gravitaciones psíquicas, ineludible, y por el solo hecho de ponerse él en este escenario, aun así, sin muebles y polvoriento como se hallaba, con su solo peso sobre esas viejas tablas, estaba trastocando el equilibrio y la composición humanas de otros espacios insospechados de la ciudad y pudiera ser que del planeta, determinando remotamente desde aquí el desalojo de alguno de esos espacios por alguno de sus ocupantes, rompiendo vínculos, succionando elementos de combinaciones humanas hasta ese momento sólidas hacia este vacío, reordenando el equilibrio universal. Eso podía ser: que él estuviera succionando desde allí con una ciega e invisible trompa, atrayendo no sabía qué presencias hacia este espacio secreto. Sintió una especie de vértigo por todo ese movimiento en marcha hacia sí mismo, y abrumado por sus posibles consecuencias se dejó caer, con los brazos abiertos, sobre un viejo diván despanzurrado que habían dejado los anteriores inquilinos. Inaprehensibles imágenes que aludían a la materialización de aquellos movimientos dentro de esos muros se formaban y desvanecían en su espacio visual, llevándole de unas sensaciones de goce a otras de temor. Sacudió fuertemente la cabeza y suspiró, considerando entre preocupado y divertido sus ocurrencias. Pero no, no, se dijo, hasta cuándo iba a seguir imaginando el mundo como un adolescente. Era una etapa nueva, las cosas habían dejado de tener esa autonomía fantasmal del pasado. El mundo externo estaba dejando de serlo; y ya no se trataba de producir individualmente fisuras o deslizamientos en la realidad para intercalar la propia vida, sino que de apropiársela colectivamente. Costaba modificar las relaciones de uno con el mundo, eso era todo; el espacio exterior debía ser cada vez menos ajeno; estaba aquí justamente para encontrarse armónicamente con el exterior, en esta etapa de transición, para abolir por último todas las diferencias. Por lo demás había tantas cosas prácticas que considerar, tanto trabajo por delante antes de que ese espacio pudiera estar en condiciones de servir a las posibilidades de su nueva existencia. Y antes de siquiera pensar en las tareas de limpieza y de reparación que necesitaba aquello, tenía que salir, por ejemplo, en un momento más, y comprar los utensilios más elementales: una olla, una sartén, un par de platos, de vasos y de tazas, al menos una pareja de cubiertos. Sábanas. Quizás se le olvidaba algo, pero ni siquiera necesitaba hacer una lista, todo era así de simple, como en el primer día. No pudo aguantarse más y se puso de pie, caminó impaciente hacia el amplio dormitorio, abrió las puertas vidriadas plegables y salió a la terraza. El sol refulgía sobre los techos de dispareja altura del barrio, entre los que sobresalía el campanario descubierto de la parroquia de la calle Lastarria, y aquí, en la terraza, calcinaba unas plantas secas. Al fondo, casi encima, estaba la cordillera, desnuda de toda vegetación tras siglos de rapiña forestal. A la derecha, ocupando todo el frontis de la Universidad Católica, un lienzo con letras rojas anunciaba esto: “Un hombre nuevo está naciendo”. El mensaje tenía algo de esotérico para la mirada que de inmediato se desplazaba, inquisitoria, por la ciudad: de un lado los barrios ricos, trepando cada vez más alto con sus piscinas y sus pabellones por la cordillera, y del otro lado las barriadas que descendían sin fin hacia el sur, del color de la tierra, apenas tierra y materiales de fortuna levantados sobre ella. Hache pensó que tiempo atrás estos grandes signos le habrían divertido bastante, que habría sido fácil atribuirlos a esa manía poetizante y verbalizante del país, a esa necesidad de anticipar con las palabras la realidad, como había sido el caso cada vez que la deseada realidad no existía, comenzando por la del propio país, pero ahora tuvo dudas de cómo reaccionar, como si temiera poner en peligro su propia fe. Quizás podían referirse a un hecho social latente hasta entonces y por fin revelado, especialmente para él, que había vivido tanto tiempo afuera. Había tantos hechos nuevos en el país, tantas posibilidades hacía poco inverosímiles. Esa terraza podría transformarse en un pequeño paraíso, imaginó Hache enseguida. Solitaria, coronando caprichosamente las superficies desniveladas y en desorden de los demás techos, frente al oriente, la cordillera y sus montes que avanzaban casi dentro de la ciudad, Hache la vio convertida prontamente en un jardín colgante que lo contendría con su futura dicha. Se figuró las plantas exuberantes que podrían crecer allí, el sol que podría tomar largamente y esos extensos atardeceres del verano, cuando su vida sería ya otra. Había tanto que arreglar, limpiar, pintar las barandas, transportar tierra, quizás poner un toldo. Pero mucho más urgente era buscar el modo de cubrir los vidrios de esas puertas plegables, del ancho de todo el dormitorio: era como estar en plena intemperie y la luz del amanecer no le dejaría dormir. Entró; no sabía por dónde comenzar. Ya en la gran sala, contempló de nuevo las posibilidades del espacio: esa enorme chimenea, una gran puerta barroca de dos batientes, empotrada en el muro divisorio del departamento vecino como puro objeto decorativo, y sin darse cuenta volvió a dejarse llevar por las ensoñaciones sobre el uso y destino de ese lugar, tan complejamente distribuido en tantos planos y niveles: el vano abovedado del muro de la puerta de entrada, que subía curvándose a su vez en una profunda arcada en cuya parte superior se había construido esa especie de coro eclesial o palco de taberna, con su cancela de oscuros listones festoneados; la íntima, penumbrosa atmósfera bajo las vigas que sostenían el palco, las estanterías y aquel mesón de maderas ennegrecidas y gruesos pasadores de hierro, manteniendo esa ambigüedad constante entre el mobiliario religioso y el tabernario, y la minúscula puerta, en un extremo, bajo el palco, con falsos vitrales coloreados que simplemente ocultaba los fusibles y unas repisas, y que ya la primera vez que visitó el piso había pensado iluminar interiormente para crear una sensación de distancia y de invitante más allá. Luego, la cara exterior de la arcada subía verticalmente, para formar con los otros muros laterales una gran caja rectangular, con un cielo de maderas y vigas de color negro caoba, alto, que pasado el centro de la habitación volvía a recortarse, subiendo una parte perpendicularmente y formando el espacio de la claraboya. Una parte del muro lateral, allí donde estaba él, se cortaba al bajar y descansando en una gruesa viga abría el cielo más bajo del recinto donde se hallaba la chimenea y las entradas, por un lado al dormitorio, de techo más bajo, y por otro a la cocina. Un extenso ventanal alto hasta el cielo llenaba el fondo de la habitación, en la parte opuesta al palco, y su luz, así como la que entraba por la claraboya, tamizada por los vidrios sucios, se diluía sin efectos, refractada por los muros polvorientos y sus altos zócalos de madera oscura. Mezcla de taller flamenco, de refectorio frailesco y de tasca madrileña; y luego el dormitorio de proporciones, ligereza y luminosidad de uno de aquellos hoteles mediterráneos del novecientos, toda esa invención arquitectónica le parecía a Hache fundamentalmente un escenario, y no cabía ninguna duda de que había sido construido con ese afán lúdico y a la vez anhelante de implantar una realidad significativa frente a lo que debió haber sido originalmente ese paisaje: arenales y cañaverales del cercano río, haciendas, campos de maíz y casas de adobes y tejones, de una planta, frente a la soledad casi inmaculada de la cordillera, el muro inconducente. Cabía preguntarse por qué aquel escenario, válido para representar y seguramente vivir –que originalmente debió haber sido lo mismo– una determinada práctica cultural en tales condiciones de soledad, seguía siendo apropiado y sobre todo significativo para él en circunstancias tan distintas. Hache pensaba que el problema de la fundación del país no estaba todavía resuelto, pero, al mismo tiempo, que el hecho de la fundación y sus aberraciones era irreversible. Los fundadores habían ido tan lejos con su enmascaramiento de la soledad de la naturaleza, con su necesidad de distanciarla mediante escenarios parecidos a este, que ahora no cabía sino refundarlo todo, lo que era impensable, o usar lo ya hecho para darle una nueva orientación. Pero lo ya hecho eran también los hombres, él mismo, la sociedad donde vivía, y a pesar del disgusto por sus defectos, no quedaba otra que actuar a partir de sus consecuencias. La única posibilidad de reencontrar algo de la soledad primitiva, es decir la libertad y la armonía naturales, era a partir de su disfraz, único intermediario histórico. Lo mismo que, en términos políticos, para cambiar la sociedad, otros no veían más alternativa que usar las viejas instituciones, así Hache, para cambiar su vida dentro del país que iba a cambiar, sentía la necesidad de habitar las viejas formas estéticas, de hacerlo usando los elementos de mixtificación de la libertad que buscaba. Era una trampa de la cual en el país no escapaba nadie, ni los más puros revolucionarios: la de formar parte entrañable y sentir incluso simpatía hacia aquello en cuya destrucción se estaba empeñado. Por eso creía que en la medida del reacondicionamiento del viejo escenario, al final de los trabajos de limpieza, pintura y alhajamiento, no faltaría más que encender las luces para que, convocados por el marco de lo caduco y lo artificial, los nuevos personajes de la nueva vida fueran entrando uno a uno, y la trama se pusiera en acción, inaugurando entonces, solo entonces, el tiempo nuevo, la libertad de acabar con todo eso. Pero había que darse prisa. Hache intuía algún peligro, por ejemplo, que otras acciones, ajenas a su proyecto, extraviadas por ahí y al mismo tiempo atraídas por este aspecto caótico y desolado del escenario actual, pudieran tomarlo por asalto, imponiéndole sus propios fines. Había una especie de tiempo vulnerable por delante. Hache siguió explorando el lugar, momentáneamente angustiado, incapaz de precisar alguna tarea inmediata y radical, tendiente a disminuir el peligro. Ya en la cocina, olvidándose de lo anterior, cedió en seguida al impulso de levantar esa trampa que estaba perfectamente disimulada en el piso. Antiguamente –le había contado la propietaria– ocultaba una escalerilla que conducía hasta alguna puerta también secreta de la planta baja. Más precisamente, situada en lo que había sido el escritorio de su abuelo, le había dicho la segunda vez: un hombre que se había desdoblado en vidas entonces incompatibles, la de los negocios y su hogar y la del arte. Cuando por las tardes se encerraba en su escritorio con el pretexto de estudiar, los de la casa –su mujer, las criadas o los niños– espiaban por las ventanas a las modelos y la media docena de artistas bohemios de la ciudad, que con sus vistosos sombreros y capas, entraban por la puertecilla contigua de la calle, a la vez que oían las pisadas crujientes del padre, que iba a reunírseles por la escalera secreta. Hache descendió unos peldaños y se encontró, agachado, dentro de un estrecho cuarto lleno de polvo y trastos, todo lo que quedaba del secreto, luego de que el acceso inferior hubiera sido clausurado. Se preguntó para qué podría servirle ese escondite. ¿Lo haría formar o no parte del escenario? Eso podría llegar a ser una decisión importante en el momento dado y tendría que pensarlo con calma. Por ahora se había puesto a examinar el contenido de un viejo baúl. A veces, vagos ruidos, retazos de llamadas y conversaciones llegaban desde los pisos bajos. La luz mezquina, el encierro, esas viejas hojas de periódicos que iba desenvolviendo para descubrir el contenido de los paquetes del baúl, le habían ido induciendo a un completo olvido de lo que se proponía hacer. Por eso, el estridente ruido del timbre que le llegó por la apertura de la trampa le hizo saltar. Pasada esa primera reacción, pensó en seguida en un error acústico –podía haber sido el timbre del piso inferior–, y luego de salir y de cerrar la trampa con todo sigilo se quedó en el umbral de la cocina, confuso, expectante. Pero ahora el timbre, además de sonar, se remeció físicamente encima de su cabeza, donde estaba colocado. Seguro de una equivocación o de una visita de la propietaria para advertirle de algún detalle superfluo, fue y abrió la puerta decididamente. En la penumbra del descanso, sofocada por la subida y a pesar de ello sonriendo como dichosa de encontrarle, había lo que a Hache le pareció una mujer de gran tamaño.

—Ah –dijo ella–, tenía miedo de que usted no hubiera llegado todavía.

Hache se quedó allí, afirmando la puerta, dispuesto a cerrarla lo más pronto posible, ante lo que le parecía una rotunda equivocación. Notando de reojo que tenía la ropa llena de polvo y que una larga telaraña colgaba de su brazo, el que apoyaba en el marco, preguntó, imperturbable:

—¿Viene usted de parte de la propietaria?

En efecto, nadie más conocía su dirección. Tras largo tiempo de ausencia de la ciudad era a él a quien correspondía reanudar los contactos.

Negando con la cabeza, la mujer rio y Hache vio en esa risa como el intento de excusarle por su ignorancia. Pero reírse y avanzar resueltamente hacia el interior había sido casi un solo movimiento del cuerpo de la mujer y él se había visto obligado a retirarse de la puerta.

—Frío, frío –decía, volviéndose hacia él, ya desde dentro, como jugando a las adivinanzas. Con las manos entrelazadas tras su nuca, agitaba su largo pelo, echándose aire. Y como verdaderamente sorprendida–: ¿Pero es que no le digo nada, hijo?

Hache la examinó perplejo, esas ropas incoloras, como de otra persona, ese rostro maduro, pero sin edad, temeroso de ceder a ese sentido de culpabilidad anticipada por lo que bien podría haber sido alguna falla de su memoria.

—Ah, pero déjeme usted tomar aliento –prosiguió, con otro tono, y sin más, con esos movimientos suyos, que ponían en acción todo el espacio, se dirigió derechamente hacia el desastroso diván, tumbándose en él cuán larga era–. Es como si estuviéramos ya en pleno verano, qué me dice.

Hache fue y se plantó delante de ella, esperando una explicación. Toda esa conducta de familiaridad que ella mostraba con el lugar, el diván, donde estaba echada como si hubiera sido su lugar favorito, y sobre todo con él mismo, le había inhibido para manifestarse firme y expeditivo, como correspondía. Pero comenzaba a impacientarse y a demostrarlo, con una elemental discreción. Tenía tantas cosas que hacer. Por lo demás, lo que le irritaba particularmente era que alguien hubiera interrumpido su preciosa soledad inaugural en el departamento, su secreto, las fantasías que ese espacio le estaba proponiendo para su vida futura.

—Me perdonará, pero no la recuerdo en absoluto. ¿Puede decirme quién es usted y qué quiere?

Oyó su propia voz como sonando a despropósito y de inmediato sus propias preguntas le parecieron desacertadas.

—Son cosas que pasan –dijo la mujer–. Tenemos que darle tiempo al tiempo.

—Mire –insistió Hache, mientras la mujer se iba enderezando y le miraba dulcemente–, usted se ha confundido. Yo acabo de mudarme aquí –recalcó las palabras y mostró sus bultos– y ahora, una vez que descanse, le ruego marcharse.

La mujer paseaba la vista pensativa por todo el espacio vacío, por la puerta abierta hacia el dormitorio y la terraza.

—¡Pero qué solito va a estar aquí! –exclamó, conmovida. Una oleada de calor vergonzoso y por lo mismo de indignación abrasó la cara de Hache.

—¿Pero cómo se atreve usted?… Yo no la conozco… no la he visto en mi vida… ¿Quién le dio mi dirección?

La mujer aprovechó uno de esos movimientos interrogativos y rechazantes que él configuraba delante de ella con los brazos para alargar la mano y sacudirle el polvo y quitarle la telaraña de la manga.

—Usted, siempre tan descuidado con su ropita –dijo. Hache contuvo esa reacción que subía por su sangre, porque se dio cuenta de que no sabría resolver a tiempo el modo de manifestar esa mezcla explosiva de ira y angustia que le causaba el comportamiento de la mujer; todo lo que podría haber hecho o dicho le pareció, en el último instante, de una violencia desproporcionada para la situación. Frustrado, con el brazo recién recogido, con la boca abierta a punto de gritar, sin saber dar con el justo término medio, señaló la puerta.

—Hágame el favor de irse inmediatamente –dijo con una calma cortés, que le recordó vagamente las maneras de porteros de hotel, de guardias palaciegos.

Así, firme, se quedó esperando a que la mujer se levantara y, de reojo, pudo ver su propio brazo estirado señalando la puerta, como un objeto ligeramente extraño. En vez de moverse, la mujer se quedó mirándole con una rendida ternura que le hizo sentir que no solamente ella, sino también él, estaban fuera de lugar.

El brazo comenzaba a pesarle.

—Pero no se me enoje, mi querubín –dijo al fin–, mire que tenemos tanto que hacer. Venga, venga a sentarse aquí conmigo. Quiero decirle algo en la orejita.

Instintivamente, Hache retrocedió un poco más. La mujer estaba ahí haciéndole mimos y golpeándose los muslos con las palmas, como animándole con eso a aproximarse.

—Por favor –dijo–, ya he tenido bastante paciencia con usted. Le repito que acabo de mudarme a esta casa y que soy yo el que tiene muchísimo que hacer. Lo que usted tenga que hacer vaya a hacerlo a otra parte.

Dio unos pasos hacia la puerta, invitándola a seguirle y a dar por terminada esa historia. Pero percibió un vacío en esos gestos suyos que querían tener un efecto perentorio. Se volvió, solo para comprobar que la mujer, además de continuar en el mismo sitio, solo seguía sus movimientos con la mirada, sacudiendo la cabeza, como resignada a su arbitrariedad. Hache se preguntó, furioso consigo mismo, qué podía hacer. ¿Era acaso el gran tamaño de la mujer lo que le desanimaba a intentar una acción más radical, quizás a cogerla de un brazo y arrastrarla hasta la salida? ¿O había otra cosa, quizás una especie de contradicción invisible en sus intentos para echarla, que hacía que no surtieran efecto?

Está bien ya –dijo ella, como queriendo cortar por lo sano–. ¿Para qué seguimos perdiendo el tiempo? Podríamos empezar por abrir sus maletas y poner todo en orden. Hache no se esperaba eso y otra vez no supo cómo reaccionar. Incapaz de definir sus reacciones en el momento justo, sospechando que aquello le exasperaba más de lo debido, se quedó unos segundos mudo, y ahora tuvo la clara noción de que cada lapso en su conducta jugaba a favor de la conducta de la mujer. Dio unos pasos amenazantes hacia ella.

—¿Qué quiere decir?

—Pero, hijo, tenemos que ordenar su ropita, su…

—Pero ¿por qué?… ¿Cómo…?

—¡Uy, tantas preguntas! Si parece un juez… ¿Pero no se da cuenta, después de tantas penas, de lo solito que está en esta casa tan grande, con tantas cosas por hacer? ¡Dios mío! ¿Cómo no? No, no se me enoje…

—Pero usted… ¿qué sabe? ¿Quién le dio mi dirección? Hache había ido avanzando agresivamente hacia ella, que mientras hablaba le sonreía con una turbia y maternal compasión.

—¿Quién le dio mi dirección? –insistió, vehemente, casi encima de su cara, sintiendo una especie de repugnancia hacia esa inmutable ternura que emanaba de la mujer y al mismo tiempo hacia una oscura nostalgia de esa ternura que registró en alguna parte de sí mismo.

Exasperado por el mutismo de la mujer y además por esa expresión que tenía, de desconcierto y congoja, repitió su pregunta una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que la estaba remeciendo de los hombros, casi montado encima de ella, lastimándola. Con la cara ahora oculta por las manos, la mujer sollozaba. Hache se apartó, confundido.

—Perdone –dijo, con un tono de asco e irritación, y se quedó un instante absorto, mirándola en silencio.

Pero en seguida, sintiéndose vagamente culpable, ya con un tono más conciliador, volvió a la carga:

—¿Por qué no se va usted? Ya se ha dado cuenta de que tengo muchísimas cosas que hacer; entienda que ahora me está quitando el tiempo.

Comenzó a pasearse delante de ella; iba y venía, haciendo gestos de indignación y conmiseración para sí mismo. Esa enorme mujer haciendo pucheros en el diván despanzurrado, sus maletas todavía sin abrir, nada suyo, ni siquiera su cepillo de dientes, instalado en la casa. Sus proyectos comenzaron a parecerle inaccesibles. Debe ser una loca, pensó; debe ir así, de casa en casa, produciendo estas situaciones. Pensó también en la solución que habría buscado cualquier otra persona en tal caso: recurrir a la policía, que estaba a unos pasos, en la misma calle, pero esto a él le repelía definitivamente, por principio. Le pareció que la mujer le espiaba detrás de sus apagados sollozos, sus pelos sobre las manos que cubrían la cara. Se le ocurrió incluso que detrás de toda aquella apariencia penosa, a través de sus pelos y sus dedos, podía adivinar una sonrisa ávida y concupiscente. Pero podían ser fantasías suyas, y lo mejor, por ahora, era terminar con cualquier clase de fantasía. Recién ahora que tenía el rostro cubierto, pensó en la apariencia de la mujer. Recordó que, como desaprovechando el espacio de la cara, muy amplio, tenía los ojos pequeñísimos, muy juntos y altos, casi pegados al puente de la nariz. Lo que en la parte inferior venía a ser justamente lo contrario, pues la boca, una gran boca carnosa, ocupaba todo el espacio, haciendo pensar en ciertas jarras de cerámica indígenas, en un órgano poderosamente prensil. Recordó también la gran mata de pelo negro, liso, que cubría su espalda, esta que ahora estaba ocultando su cara inclinada. Tenía la piel muy blanca, pero era difícil imaginar la verdadera forma de su cuerpo. Quizás en otras circunstancias habría percibido algo de atractivo en ella, pero esa clase de atracción, pensó Hache distraído, simultáneamente repulsiva que suelen tener ciertas mujeres adultas para algunos niños.

—Mire –dijo–, yo debo arreglar mis cosas, e inmediatamente tengo que salir. Ahora que ya ha descansado, puede irse.

—¡Pero si yo le arreglo todo, salga nomás! –se apresuró a responder ella, descubriendo súbitamente el rostro, reanimada, los ojillos chispeantes de voluntad.

—¡Pero no! –protestó Hache, golpeando el suelo, y con ello haciendo un esfuerzo por librarse de la confusa impresión que le causaba la mujer, cada vez más irritado consigo mismo por no haber sabido, desde el comienzo, cortar toda posibilidad de semejante situación–. No tiene nada que arreglar aquí. Váyase.

Las palabras no sonaron, le pareció, con la firmeza y objetividad debidas; su eco le trajo unas reminiscencias de riñas y rupturas con personas con quienes había tenido alguna intimidad. Y entonces creyó darse cuenta de que cada acción suya, en esas circunstancias creadas por la mujer, no conducía sino a traicionarle un poco más, a comprometerle un poco más con lo indeseable, alejándole proporcionalmente de la libertad y las promesas de ese primer día de instalación.

La mirada de la mujer permaneció fija en él, inalterada por su rechazo, llena de radiantes promesas y anhelante de algún signo final de transigencia. Súbitamente, Hache le dio la espalda, partió a largos trancos y con un ademán brusco abrió la puerta de entrada de par en par, forzando sus goznes al máximo, para señalar así a la intrusa que no había ninguna otra alternativa, nada más que decir. Planteadas así las cosas, contaba con que en un momento u otro ella tendría que darse por vencida y salir por allí, devuelta a su anonimato. Inmediatamente, y ya como ignorándola por completo, prosiguió con las ocupaciones supuestamente interrumpidas por su llegada, esto es, se agachó para coger el somier que había dejado allí en la entrada, para llevarlo al dormitorio. Pero al hacer esto, con esos movimientos ciegos del enfado reprimido, no advirtió que ahora la puerta venía cerrándose de vuelta, contraimpulsada por sus goznes, así que al levantar la cara, cuando iba a partir con el somier al hombro, dio brutalmente de bruces con su canto. Soltó un grito y, al llevarse las manos a la cara herida, dejó escapar el somier, que cayó sobre el empeine de uno de sus pies. Lanzó otro grito, mucho más fuerte, de ira y dolor, y polarizado, escindido por ambos dolores, tuvo la sensación de que todo su ser se dividía entre ellos, fugándose irrecuperablemente hacia direcciones opuestas. Así, abandonado de sí mismo, gimiendo, comprimiendo con una mano el pie herido y encogido y con la otra la cara sangrante –la parte del pómulo y del arco ciliar–, sintió que la mujer le rodeaba con sus brazos y se afanaba en calmar sus sufrimientos.

—¡Ay, mi pobre niño –decía plañidera– se ha hecho nana!

Y ya besándole el pie herido, ya soplándole su aliento en la cara, entre mimos sin cuento, oyó que canturreaba con prisa “sana, sana, culito’e rana” o algo por el estilo.

Como para disminuir la distancia de sus lesiones, o como para reunir sus dolores en uno solo, que era lo mismo, Hache se había ovillado en el suelo, juntando el pie herido con la cara herida, y en esa posición le pareció del todo natural oír aquellos insensatos sonidos que se abatían sobre él. Pero no olvidaba –ante todo no quería olvidar– que lo fundamental era defenderse. Y al mismo tiempo que reducía su cuerpo de aquel modo, para reducir el campo de acción del dolor, daba manotazos hacia afuera, hacia esa masa extraña y confortable de carne y calor, de opresión y palabras, que envolviéndole trataba de introducirse en su soledad, de interponerse entre él y sus dolores, de mediatizarlos. Pero no tenía fuerzas para aplicarse en esas dos luchas contrarias. Vestigios de una conducta remota minaban su voluntad, instándole a aceptar el dolor y el consuelo. Y entonces advirtió que, como en un tiempo también remoto, derramándole desde lo alto arrumacos y palabrejas, sin esfuerzo la mujer lo alzaba del suelo y comenzaba a transportarlo. Pataleó en el aire con su pie sano, estiró la mano y buscó en el espacio, ciego, algún objeto del que aferrarse, pero con esto solo consiguió que la mujer ciñera todavía más su cuerpo y redoblara sus manifestaciones de consuelo. Fue durante esos escasos segundos, mientras era transportado así, en ese nido aéreo, cuando algo se modificó en los sentimientos de Hache, algo así como la necesidad de ceder. De volver a un estado de inocencia conflictiva, aunque enseguida, dándose cuenta de que el viaje iba a terminar, advirtió que debía oponerse a ello. Sintió la inclinación del cuerpo de la mujer para tenderlo, probablemente en el diván, y se abrazó a su cuello.

Era una profunda sensación de desgarramiento y tuvo ganas de berrear, en protesta del aterrizaje, pero ya estaba tendido y por lo mismo recordó que debía rechazar globalmente, de raíz, todas aquellas complacencias consigo mismo. Penosamente, ahora que estaba libre, hizo un esfuerzo por apartarse de esa atmósfera cálida y meciente. Pero con ello, como rompiendo algún encanto, los dolores le volvieron brutalmente, paralizándole, y así no tuvo más remedio que someterse a los alivios que ese refugio le brindaba. Por un tiempo, a regañadientes, se dejó estar. Pensaba que debía tener un ojo herido y por un reflejo defensivo había mantenido hasta entonces los dos fuertemente cerrados. Ahora, con cautela, comenzó a abrir aquel que sin duda estaba sano. No vio casi nada, apenas una referencia luminosa refractada, unas sinuosidades rosáceas. Levantó un brazo, para palpar la fuente de ese vislumbre, y lo que sintió fue la cara de la mujer, radiante de gozo y solicitud, ahora que consiguió ajustar la vista. Se incorporó con fuerza para escapar de su proximidad.

—Quieto, mi querubín, estese quietecito –le decía, meciéndole–. Ahora vamos a limpiarle la carita, el piececito, y entonces vamos a ponerle una pomadita y pronto va a estar sanito otra vez.

Sintió una subterránea oleada de furia y al mismo tiempo de vergüenza de hallarse así, tan íntimamente a merced de la vocecilla melosa, infantiloide, que pretendía introducirse en su cerebro y encontrar allí, probablemente, alguna oscura complacencia. Pero a su vez, desde esta complacencia, también sintió un disgusto por estas reacciones que amenazaban turbarla, por este impulso de su torso para zafarse de la cuna. Ya sentado, le pareció que venía en su auxilio un vago sentimiento de culpabilidad: ¿no iba a ofender los sentimientos de la mujer al querer escapar así de sus cuidados? Se quedó absorto en preguntas semejantes, mientras ella rascaba su cabeza, incapaz de mirar ahora la situación fuera del nuevo contexto de esas relaciones. Como una escapatoria, se le ocurrió que necesitaba mirarse en un espejo, verificar por sí mismo el carácter de sus heridas.

—Déjeme ir al baño –susurró, tratando de hallar un tono ni consentido ni rudo, casi disculpándose de tener que apartarla.

—Pero si yo lo llevo, mi ángel.

Diligentemente, con dulzura, la mujer se puso de pie, ofreciéndole su cuerpo y sus brazos para que se cargara en ella. Hache hizo un ademán discreto, deferente, para rechazar su ayuda e intentó levantarse y avanzar por sus propios medios. En el fondo, no había creído hallarse tan mal herido. Al pisar, gritó como si hubiera recibido el golpe del somier por segunda vez. Recogió el pie y lo anidó entre sus manos, equilibrándose dificultosamente con el otro, gimiendo y dando saltitos para mantener el equilibrio, pero ya entonces estaba a su lado la mujer, sosteniéndole, abrazándole por las caderas, besuqueándole el pie, “mi niño porfiado, ya me lo decía yo, prométame que va a ser buenito ahora”, y reducido por el dolor él no tuvo otro recurso que aceptar su apoyo y así, pegado a ella, avanzó cojeando hasta el baño. Pero una vez adentro, ya afirmado en el lavatorio, la apartó hacia el exterior con unos reiterados y tranquilizantes gestos, y cuando la mujer, desconfiada, después de largas recomendaciones se avino a dejarle solo, él aproximó miedosamente la cara hasta el espejo. Abriendo cautelosamente el ojo sano descubrió que no le había sucedido nada en el otro; en cambio sí tenía una profunda herida, llena de sangre coagulada, en el borde externo de la ceja, y un hematoma crecientemente violáceo en el pómulo. En cuanto al pie, no observó ninguna herida visible, aunque persistía esa extrema sensibilidad que no le permitía siquiera apoyarlo en el suelo. Tuvo la intención inmediata de limpiarse la sangre, pero ahí advirtió que en el baño no había nada apropiado para hacerlo. Aun aceptando que eso era perfectamente natural, puesto que nunca antes había vivido allí, tuvo ese tipo de reacción malhumorada de quien busca atribuir a alguien un acto de negligencia. No le quedaba otra que lavarse directamente con el agua del grifo con ayuda de los dedos, pero esto, sin mayor reflexión, le pareció repulsivo e incluso escalofriante. Podía ser debido a que los grifos estaban oxidados, el lavatorio grasiento y en general todos los bordes llenos de polvo, manchas, telarañas e insectos muertos. Entonces se dio cuenta, escandalizado, de que estaba pensando en pedirle ayuda a la mujer. Sin embargo, inmediatamente luego de haber rechazado de plano tal ocurrencia, sintió un vago temor de que ella ya no estuviera allí. ¿Iba a comprobarlo? ¿Qué pasaba? Le pareció estar mirándose no en el espejo sino en una masa acuosa que deformaba su apariencia y sus pensamientos. ¿Dónde estaba él, dónde? Algo se había desconectado en su relación consigo, pero también una especie de estupor le impedía pensar en ello.

Trató de buscar algún auxilio en el exterior, mirando por la ventanilla, y a través de la densa suciedad solo adivinó una difusa superposición de techos, un cielo que no podía corresponder a ninguna hora definida. Estaba con ambas manos afirmadas en los bordes del lavatorio, viéndose en el espejo cubierto de salpicaduras secas con esa mirada mediocremente interesada del espectador que duda aún de la calidad del drama. Algo le parecía poco convincente, pero no lograba acertar. Mientras se miraba así, vio que el otro, el que se reflejaba, oía con cierta complacencia diversos ruidos que más allá de la puerta sin duda hacía la mujer. Ruidos de barrer, de soplar, probablemente, de diligentes idas y venidas, de arrastrar objetos. Todo eso oscuramente le reconfortaba, le vaciaba de pensamientos. Estaba inmóvil allí, dejándose mirar, y el que miraba dejándose embeber poco a poco por el abismo abierto en su memoria. No es nada, se dijo, solo a causa del golpe, y al instante se dio cuenta de que se estaba dando la explicación a través del espejo, para tranquilizarse allí, afuera. Se volvió. La mujer había entreabierto la puerta y le estaba mirando con ese aire de maliciosa severidad de los adultos. Se la veía acalorada y había comenzado lo que parecía un comentario sobre sus recientes actividades, algo que comenzaba con uf…, pero dándose cuenta de ese estado absorto y negligente en que se hallaba Hache se interrumpió, dejando ver, por un instante, un gesto de desconcierto, que borró de inmediato con un largo suspiro y movimientos laterales y reiterados de la cabeza, como autocompadeciéndose de los trabajos que él le daba, ya sonriendo otra vez, al tiempo que entraba y ponía un rollo de papel en el sujetador.

—Por si quiere hacer caquita.

Hache se volvió hacia ella, lleno de un desolado asombro.

—Vamos, vamos –prosiguió la mujer–, qué flojito es. Si ni siquiera se ha lavado la cara, debería darle vergüenza.

—Pero usted…

Iba a recriminarla por… por… por su… Buscaba la palabra y se detuvo, la boca abierta, el gesto inconcluso, comprendiendo que lo inasible no eran las palabras, sino el fundamento del ultraje que quería impugnar. Allí donde esperaba sentir la ofensa y desencadenarse la respuesta iracunda para expulsar a la intrusa, solo halló una abrasante y confusa emoción que subía a su cara y hacía remontar unas densas lágrimas hasta sus ojos.

—Venga, mi tesoro –dijo la mujer, tomándole de la mano y conduciéndole–, venga conmigo a la camita. Vamos a curarle sus llallitas, vamos a…

Envuelto por esa melopea de protectores y dulzones proyectos, Hache se dejó conducir, como si siempre hubiera aspirado a que fuera así y solo perversas circunstancias se lo hubieran impedido. Siempre iba quejándose al caminar, cojeando, pero ya de una manera puramente retórica, al tiempo que observaba que no le asombraba en lo más mínimo encontrar su cama ya hecha en un rincón, abierta, con las sábanas bien estiradas, ni tampoco ver que los vidrios de las puertas plegables estuvieran cubiertos cuidadosamente con hojas de periódicos. Era así, siempre había sido así: diversas estampas y chucherías –que por su parte no había poseído jamás– adornaban dudosamente los muros; unas florecillas, quizás de origen silvestre, puestas en una lata, en el piso, en el sitio del inexistente velador, querían crear una ilusión hogareña. Protestó aún, refunfuñando, mientras la mujer desnudaba su pie, pero sabía que esto no era más que la manifestación de un viejo hábito suyo, conocido y tolerado por la mujer, nada sino la necesidad de mostrar enojo para disimular el placer que ese tipo de cuidados íntimos le producía. Mientras la mujer iba ahora en busca de elementos para curar sus heridas, mirando el cuarto vio en un rincón sus maletas, aparentemente vaciadas. En efecto, más allá de la puerta, en un armario empotrado en el muro, se alcanzaban a distinguir algunas de sus ropas colgando. La ventana que había en el centro del cuarto tenía sus postigos cerrados, de manera que era difícil saber la hora o el clima que había en el exterior. Como restituyéndose a un orden pretérito y perdido, Hache cruzó las manos sobre el doblez de las sábanas y reclinando la cabeza en la almohada se dejó formar parte de esa atmósfera crepuscular. Cerca de su cabeza, en el papel del muro, redescubrió el pequeño rayo de sol, intensamente amarillo, que durante incontables horas de fiebre había sido su única referencia del transcurso externo de un mundo animado; el mismo que cada tarde, si es que existían tardes y mañanas, durante todos estos días de fiebre, debilidad y abandono, se había abierto camino hasta él a través de una ranura de la ventana, recapturándole a la vida por unos instantes, descubriéndole frente a los ojos los inquietos e impalpables átomos pobladores de su trayectoria, aparentemente errantes, pero, sabía él, regularmente sometidos a su suerte de gravitaciones y rechazos, subiendo, descendiendo al parecer sin sentido, copulando al azar, desprendiéndose al azar, sustituyéndose sin identidad ni memoria. Cansado ya de llamar, quemado por la fiebre, desesperanzado de todo auxilio y consuelo, Hache se abandonó a la dulzura, como otros días, de volver a irse con aquellos corpúsculos, como un extraño más por la vía solar, vagabundeando ingrávido y de pronto girando sobre sí mismo, subiendo en espirales, cayendo y remontando sin comprender, y otra vez flotando en medio de ellos, solidario y absolutamente solitario a la vez, ciego y traspasado de luz, puro objeto y revelación de la luz, complacido y distraído al mismo tiempo de ser uno más entre ellos, hasta la vuelta de este momento, crecientemente angustioso, en que el haz se iba haciendo más angosto y denso, amarillo ígneo, amarillo naranja, rojo, rosa, y en que los viajantes entonces comenzaban a desaparecer en la medida en que desaparecía el camino, opacándose cada vez más rápidamente y él volvía a su postrada posición, a esta fiebre, a esta sed que eran suyas, nada más que suyas, y el silencio volvía a hacerse sentir, el miedo. Pero esta vez no: ahora oyó que la voz respondía a sus llamados, que los fuertes pasos indudablemente se aproximaban, y pronto sintió que la mano de ella calmaba el ardor de su frente, humedecía con algo la sequedad de su boca. La percibió reclinada sobre él, reconfortándole con sus zalamerías y cantingas y recibió como un bálsamo para aquella remota pero inextinguible fiebre el algodón empapado de quemante líquido con que limpiaba las heridas de su ceja y pómulo; gruñó aún por el renovado dolor, pero ya más bien con ese desenfado de quien comunica el dolor, seguro de compasiones y recompensas. Luego sintió el untuoso contacto de una pomada, la presión de una venda, y cuando su curación pareció terminada oyó un crujido de papeles que estaban siendo desenvueltos.

—Le había traído una patita de pollo –la oyó decir–; todavía está calientita.

Y él recibió en la mano el bocado, aspiró el evocador, estimulante perfume de la carne asada y se puso a mascarla. Le pareció que todo estaba bien así, que mientras él iba arrancando las tiras de carne, tragándolas, ella, más allá, casi borrosa, fuera masajeando unciosamente su pie, musitando cosas como

ya se va la nana intrusa,

mi patita hedionda y sucia.

Antes de cerrar los ojos, mientras la habitación iba oscureciéndose, entregado a ese orden, tuvo la desesperante sensación de ser feliz.

II

EL GOCE DEL ORDEN INMANENTE

Estoy respirando el aire cálido y celestial de un clima inmutablemente primaveral; dentro de esta temperatura, que es a la vez mi cuerpo, mi sangre serpentea de goce; mis placas verdes, romboidales, vibran al paso del aire con un zumbido musical y resplandecen, devolviendo esta luz suave, filtrada por tiernas y protectoras vegetaciones; bajo las placas, que mantengo entreabiertas, mis vísceras laten deleitosamente. La sensación de que soy bellísima, la única de su género, la última y la más hermosa. Además, estoy encinta, pero esto no tiene otro significado que no sea el perfeccionamiento totalizante de mi goce corporal. El mundo es nada más que este espacio inmediato donde mi cuerpo se complace, nada más que este clima, este aire verdoso y claro que me alimenta; no se me ocurre hacerme preguntas ni sobre el tiempo que me ha precedido ni sobre el futuro; posiblemente todo el espacio está ocupado por esta belleza mía, y en él todo coincide conmigo en este amor y deleite –mi gigantesco cuerpo verde vibrando en la floresta–, en este poderoso sentimiento de que soy la última, de que soy bella y de que estoy protegiendo el fruto de mi vientre, que es inmutable y no tiene más destino que este goce de sentirlo perennemente en mí.

LA PROPIA BATALLA EN LA MAÑANA DEL GOLPE

Emerger brutalmente desde allá a la blancura del día, calzar esta conciencia heladísima que ya está esperándonos con la explicación adecuada: es el trueno del aire desgarrado por los aviones, a unas decenas de metros sobre el techo, lo que nos despierta. Marginado del sueño, pero aún tratando de no abandonarlo, aún queriendo volver a él si fuera posible, saco un brazo de alguna parte de la cama, un brazo que conoce los objetos por sí solo y que conecta la radio. Recuerdo que Eva está conmigo otra vez, siento que se ha sentado bruscamente en el lecho y cuando entreabro los ojos reconozco su torso donde los viejos colores del sol han empalidecido tras los meses de invierno, encuentro sus ojos que me buscan y más que preguntar afirman y cuyo verde mi rencor ha descolorido y sí, digo que sí con la mirada mía, venciendo espontáneamente el desamor, los turbios resquemores que se han venido acumulando, qué pueden importar ya estas cosas, estableciendo tan fácilmente, como si ese trueno fuera la consigna para situarnos en otro plano, una fraterna y sombría complicidad: vamos a asistir juntos a esta representación mil veces esperada, conjurada, exorcizada. “Habla el Presidente de la República desde el palacio de La Moneda”, así, después de todo juntos, como si al fin se hubieran abierto las cortinas del escenario y nosotros pudiéramos interrumpir nuestras querellas, nuestras discusiones ociosas, nuestros juegos y enredos marginales, para volver nuestra atención hacia la voz del Prologante y a la vez Héroe que va a exponernos los elementos del drama y que al mismo tiempo va a consumarlo frente a nosotros. Pero ya antes de despertar del todo, una duda: ¿es que verdaderamente va a haber drama esta vez? ¿No estaremos comprometiendo nuestra atención y no iremos a arriesgar nuestras emociones en una nueva farsa, con dudosos vencidos y héroes de pacotilla y un final de fiesta feliz, verboso-musical al final del día para recompensarnos a las masas de la energía psíquica –dirán después del fervor revolucionario– puesta en juego? “Informaciones confirmadas señalan que un sector de la marinería habría aislado Valparaíso” –Eva salta de la cama, abre precipitadamente las ventanas plegables que dan a la terraza– “y que la ciudad estaría ocupada” –cielo alto lechoso, que ha vuelto de inmediato a fijarse en una perfecta inocencia tras el desgarro de las máquinas bélicas “lo cual significa un levantamiento en contra del gobierno, del gobierno legítimamente constituido, del gobierno que está amparado por la ley y la voluntad del ciudadano”.

Despertar, despertar, al menos hoy, ser consciente de algo más que estos ruidos y discursos, adivinar sus significaciones extrainmediatas. Develar su última verdad semántica. Siempre me ha costado pasar del sueño a la vigilia, no entiendo cómo hacen los demás, cómo se dividen indoloramente en conductas diurnas y nocturnas. Un trabajo de transición que me toma horas, que necesita ritos y mimos para no extraviarme en la buena dirección de mí mismo. Si el fin es recapturar la propia sensibilidad, las ideas, las opiniones de la víspera; remplazar los caóticos, regresivos sueños por aquella personalidad relativamente coherente que uno había llegado a rehacer al final del día anterior, se hacen necesarios estos ritos: gestos repetitivos, invocaciones, ensayos de reconocimiento, pequeños actos y juegos reiterativos y dulces que vayan inspirando confianza en el propio cuerpo, domesticándolo, reconstruyéndolo cotidianamente. Hoy no habrá tiempo, la transición es brutal: “legítimamente constituido”, “amparado por la ley”, “la voluntad del ciudadano”, despertar antes de ser hipnotizado por las palabras, asistir al esperado y temido espectáculo con los ojos bien abiertos, comprender quiénes realmente son y qué quieren los héroes y los malvados. No habrá tiempo y probablemente no habrá ni verdadero desprendimiento del sueño ni verdadera vigilia. Eva grita que ve los soldados en el techo de la Universidad Católica, ahí al frente de la terraza. Probablemente guardando las antenas del canal derechista. ¿Guardando u ocupando? Los vuelos rasantes siguen rasgando el cielo, en sordina, en otros puntos distantes de la ciudad. “En estas circunstancias”, continúa el Hablante –voz de vieja, eficiente máquina política, que conoce sus multiplicantes engranajes– “llamo sobre todo a los trabajadores” y de pronto, en un segundo, los aviones vuelven otra vez sobre nuestras cabezas y Eva salta hacia el interior, como si hubiera estado a punto de ser decapitada, y se vuelve insultando furiosamente hacia el cielo. “Como primera etapa, tenemos que ver la respuesta, que espero sea positiva, de los soldados de la patria, que han jurado defender el régimen establecido”. Como diciendo en qué mundo hemos despertado, Eva trata de fijar su mirada en un punto inteligible, ya en mí, ya en la Voz, que cree necesario invocar en nuestra defensa los mismos preceptos sagrados que el enemigo parece haber invocado con más oportunidad y éxito, y como desamparada ha tomado mi mano, gesto tan inusual en los últimos tiempos, y yo incluso se la aprieto, dando a esa presión un signo amistoso, de condolencia casi, que ella no podrá confundir con una caricia. “En estas circunstancias, tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación. De todas maneras, el pueblo y los trabajadores…”. “Enculé”, grita Eva a la Voz y escupe encolerizada, porque no acepta el hecho discriminatorio de que los insultos consistan casi exclusivamente en la mención de los órganos sexuales femeninos.

Ojos abiertos pero qué extrañeza. Que los sueños terminen de volver a sus cavernas, a sus correspondientes bobinas, que esta, la realidad histórica y mensurable pueda instalarse en su lugar, de una vez por todas, en mi cabeza. Entonces, debe ser hoy. Ese desgaste emocional de los sucesos demasiado esperados. Pero aun más: esta desconfianza fundamental: ¿por qué no nos han anunciado la fecha y la hora exacta de la representación? ¿Por qué, si los preparativos estaban en marcha, a la vista de todos, hace tanto, tanto tiempo?

Junto con la circunstancia de la enunciación retórica del drama, esta omisión, esta desatención, va condicionando en mí un ánimo de disgusto, de suspicacia. Otra vez condenado al rol del espectador, y peor: del espectador desprevenido. ¿Seremos nosotros los únicos? Mis dedos ruedan la perilla buscando otras emisoras, otras alternativas, más felices, del sueño interrumpido: músicas marciales, voces aparentemente neutras, paternales, que piden por ejemplo no asomarse a la calle, mantenerse en casa, en calma. A esta hora el coro enemigo pretende ser todavía inocente; todavía no estima oportuno volcar contra nosotros sus oscuras pasiones, escupirnos con la sangre envenenada que ennegrece sus venas. Eva va, desnuda, de una parte a otra de la casa, oigo que intenta telefonear. Adormilado aún, me pongo el pantalón de baño y me deslizo hacia la terraza. Cielos con una delgada y alta pátina de nubes, como a través de una galería de vidrios empañados. Todo quieto en este instante. Recién me doy cuenta de que lo único insólito es este silencio que emana de la ciudad. Es mejor, después de todo, que Eva esté conmigo. Me digo que es mejor, se habrá aburrido donde los Akesson, con quienes se había ido a vivir después de nuestra última pelea. El fuego estalla cuando empezaba a recordar con renovada furia la odiosa escena, tras la cual me prometí no verla más; como si los contendientes hubieran estado emboscados, sin respirar ni moverse, en espera de alguna señal. Los disparos parecen provenir del ala derecha de este hemiciclo de altos edificios que se forma en las proximidades, más allá de la terraza, y aun cuando me he echado al suelo, compelido por algún reflejo que no puede ser sino congénito, siento que las balas silban sobre mi cráneo, o así me parece, y la piel se me encoge con sus latigazos en los muros de concreto de los edificios vecinos. A mis espaldas, detrás de nuestra casa, quizás desde el cerro Santa Lucía, responde la ráfaga de una metralleta. Reptando, vuelvo hacia el interior, paso junto a los pies de Eva que, asomada, insiste en mirar el diálogo de las balas con la curiosidad más imprudente; trato de que al menos se tire al suelo también, y sigo a gatas hacia la otra habitación, cómo llamarla, salón, taller, cocina, comedor. Conecto la radio de mayor potencia.

Aquí nos asalta la otra Voz por la radio: proximidad de lo fantasmal que lo hace algo ridículo, y lo fantasmal es probablemente todo eso que nos habíamos obstinado en encubrir y recubrir con hojas de acanto, frontispicios y alegorías sin cuento y, subsecuentemente, en olvidar: la primigenia voz de cuadra y cuartel que inauguró nuestra historia, la voz originaria de todas nuestras instituciones y preceptos morales, voz simbiótica de lo divino y lo castrense, hablando ahora no remotamente lejos, montada en sus cabalgaduras de bronce, rompiendo los otros sonidos del paraíso, y ni siquiera en los vagos recintos suburbanos donde al final suponíamos haberla relegado, entretenida en su discurso de ritos patrios, caballerías, emblemas, antiguallas bélicas pintadas incansablemente de verde, sino aquí, de pronto en nuestra propia casa, con la mayor legitimidad del mundo, casi en el umbral de nuestros propios sueños; y es que quizás todo lo que aquí se hizo e hicimos para distanciarnos de la Voz de mando y modificar el lenguaje de obediencia no fue sino una fenomenal mascarada, un acto de ventriloquismo histórico, y la Voz estuvo siempre ahí, diciéndonos las mismas cosas, pero llegándonos con otras modulaciones, con teatrales subterfugios, hipócritamente disfrazada con fachadas democráticas. En un instante, toda la compleja construcción de mediaciones amortiguantes y de metamorfosis institucionales: cabildos, municipios, parlamentos, sindicatos, se viene sin mayor problema abajo, como las telas pintadas de los fotógrafos de playa, y la Voz se oye con su primitiva desnudez cortante, y esto es aún más curioso: aun cuando nunca antes la hayamos oído, el poder autoritario, angustiante, de la Voz sobre nuestras emociones, queda de inmediato restaurado. Fantasmal y familiar: paternal, patriarcal: ecos del terror de la violación original que subyace en la memoria colectiva, toda una cadena de transmisiones de la misma voz