Zulú - Mariano Gómez García - E-Book

Zulú E-Book

Mariano Gómez García

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Beschreibung

Carlos Zúñiga es un tipo duro, por dentro y por fuera, pero es también una persona decente. La vida lo llevó a ser portero de un elegante bar de copas. Allí, una compañera le contará una historia que su sentido de la justicia no puede pasar por alto: la de una joven prostituta de alto standing que ha aparecido muerta sin que nadie sepa por qué… Una novela negra bien construida y detallista, ambientada en un mundo a la vez lujoso y sórdido, oculto y prohibido.

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Primera edición digital: noviembre 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Alexander Krivitskiy | Unsplash Maquetación: Raquel P. Zarzuelo Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Juan F. Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 Mariano Gómez García © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-57-2

Mariano Gómez García

Zulú

A mi segunda madre, mi tía Ana María, con todo mi cariño. Y a Patricia, mi preciosa compañera, aunque nunca se lee mis libros, con amor.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Zulú

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

1

 

El cadáver se mecía suavemente a merced de las olas. De vez en cuando, alguna más traviesa que el resto lo empujaba con mayor empeño, como si quisiera despertarlo. Mientras flotaba boca abajo, la espalda mostraba ya los signos de la cruel acción del sol, que había requemado la suave piel, llenándola de ampollas. Una larga melena negra colgaba hacia el lejano fondo como una oscura medusa, al tiempo que ondulaba sin cesar alrededor del rostro, deformado por la muerte y por el efecto del agua salada. Los habitantes del abismo habían dado comienzo a su labor destructora, de manera que el cuerpo empezaba a presentar ya esa estremecedora apariencia propia de los ahogados en alta mar. Las gaviotas, inmisericordes, se posaban sobre los restos para picotear golosas entre las quemaduras, con ese ansia ciega tan suya, tan indiferente.

Los despojos avanzaban desde hacía ya varios días hacia un lugar ignoto, plegándose a la terca voluntad de las mareas, volubles bestias de piel azul y blanca, poderosas, implacables. Durante su periplo pasaron cerca de un par de embarcaciones, una de recreo, la otra mercante, que no se apercibieron de su presencia. Y si lo hicieron, sin duda confundirían el cuerpo con un cúmulo de desperdicios de los que la mar soporta, mancillada por la desidia del ser humano.

Días después, ya harto de su silenciosa travesía, de sol y de picotazos, quedó varado en las arenas tostadas de la playa, en una muestra final de obediencia. Enredado en las tupidas algas que las olas arrastran hacia las rompientes, girando sobre sí mismo como un pelele descoyuntado, continuó pudriéndose medio enterrado entre el agua y la tierra.

Al día siguiente, un vecino paseaba con su perro de mañana, temprano, por la playa. El animal trotaba alegre levantando con violencia la arena a su paso; saltaba en el aire y volvía a correr a toda velocidad cuando sus patas tocaban de nuevo el húmedo suelo. De pronto, se paró en seco para observar algo que distinguió entre la arena y las algas y, mientras agitaba la cola, comenzó a ladrar y a gemir al tiempo que giraba la cabeza hacia su amo.

Pocos minutos después, la playa se llenaba con las luces azules de los coches de la Policía. El dueño del perro, consternado, sujetaba por la correa a su nerviosa mascota, que luchaba por romper la presa del hombre para acudir junto al recién descubierto cadáver. Quería olisquear, cotillear, enredar con aquellos restos de penetrante olor, de apetitosa y macerada presencia.

Y al igual que el perro, con idénticos deseos y venteando con fruición malsana el olor de la sangre, un grupo de personas invadía discreta pero imparablemente las inmediaciones del lugar en el que apareció el cuerpo.

—Tiene toda la pinta de una violación, me parece a mí —pontifica una rolliza maruja entrada en la cincuentena, con el móvil ya en la mano—. Yo tengo un sobrino policía que está harto de llevar casos de estos y sé lo que me digo —remata con cara de interesante.

—Señora, no se adelante usted. Dejemos trabajar a los profesionales, que para eso lo son —la recrimina, molesto, un hombre de mediana edad muy atildado y elegante. Se coloca el jipijapa con un gesto rotundo, decidido a meter en cintura a la sabihonda.

Un sujeto delgaducho, calvo, barrigón, con una enorme perilla y unos pantalones cortos por completo inverosímiles cuya cintura queda a la altura de su esternón, permanece atento a la jugada sin perder detalle. A su lado, una gachí de aspecto tan estrambótico como el de su galán chupa una enorme piruleta de extraños colores.

—Cari, vámonos ya, que llevamos aquí mucho rato. Me aburro; quiero playa y compras —farfulla durante uno de los escasos momentos en los que no lame con ruidosa gula el dulce de apariencia alienígena.

—Calla, coño —replica el calvorota. Se rasca la oreja derecha, atravesada por varios aretes—. Que ahora viene lo bueno, ya verás… —Mueve la arena con la punta de unas deportivas de color fosforito y se llena con ella los calcetines blancos con franjas rojas que llegan hasta mitad de sus pálidas piernas.

A pocos metros de la masa de gente, un grupo de técnicos de la Policía, envueltos en sus blancos trajes de campo, se azacanea dentro de los estrechos límites demarcados por cuerdas y estacas sobre la arena de la playa. Agachados unos, otros de pie, registran palmo a palmo, como una bandada de meticulosos charranes, el húmedo escenario en el que el cadáver ha hecho su aparición.

—Garcés, quíteme usted de encima a toda esa tropa, hágame el favor. La gente asiste a las tragedias ajenas como si viera una puta película.

—A sus órdenes, inspector.

—Y avíseme en cuanto lleguen los de los medios. Tardarán poco, enseguida huelen la carroña.

Alto, con un bigote bien recortado; el pelo engominado y siempre vistiendo traje y corbata. El inspector Martín Barrientos, de la Judicial, contempla su caro reloj con gesto malhumorado, los pies clavados en la arena. Se coloca unas gafas de sol para protegerse de la fuerte luz que ilumina la escena. Huele a bofia a treinta pasos y resulta ser un madero elegante, quizá demasiado para su sueldo. Podría deberse a que vio la luz de este mundo en el seno de una familia acomodada; podría deberse a una moral algo laxa, a saber mirar hacia otro lado en según qué circunstancias. Hace algunos años, el policía se habría molestado en aclarar tan enojoso asunto a quien le preguntase sobre él. Pero ya no. Ese tiempo pasó, quedó atrás para siempre. Que cada cual opine lo que le venga en gana.

Malhumorado, se acerca al agente que, arrodillado junto a los restos, toma notas en una pequeña tablet, con la lengua asomándole entre los dientes. Sus manos enguantadas manejan un puntero, que acribilla con un ruido hueco el teclado virtual con la habilidad que da la costumbre. El sol reluce indiscreto sobre su calva incipiente y pecosa, en la que la brisa mueve media docena de raquíticos cabellos.

—Bueno, Rodríguez —ataca Barrientos con un suspiro de resignación—, dígame qué es lo que tenemos aquí.

Rodríguez mira a su jefe a través de unos gruesos cristales, cuyo peso le obliga a contraer la nariz y a abrir la boca en un gesto ridículo que nada positivo aporta a su rostro conejil e imberbe, como a medio cocer.

—Mujer caucásica, de entre veinte y veinticinco años de edad; creo que lleva en el agua unas setenta y dos horas, más o menos, a juzgar por el estado del cuerpo. Tiene la espalda abrasada y con unos cuantos picotazos de las aves marinas… Manos y pies muy cuidados, uñas esmaltadas, tiene las marcas de un bikini sobre la piel…

—Y desnuda como un gusano. ¿Indicios de abusos sexuales? —indaga el inspector, casi arrepentido de su frase inicial al ver el rostro del otro.

—Bueno, ya sabe, eso tendrá que confirmarlo el forense después de un examen más meticuloso —contesta el de las gafas, turbado por la insensibilidad de su superior—, pero a simple vista opino que es posible que la víctima mantuviera relaciones sexuales consentidas, aunque… aunque un tanto… peculiares, por así decirlo, de manera que…

—Rodríguez, ¿cuánto tiempo lleva usted en la brigada? —interrumpe de súbito Barrientos. Se mira las uñas bien cuidadas, como si Rodríguez no estuviera allí.

—Va para quince años, señor, creo recordar…

—Pues ya va siendo hora de que hable usted con más claridad y sin rodeos, ¿no le parece? Le quedaría muy agradecido si no desperdiciase usted ni mi tiempo ni el suyo.

Rodríguez traga saliva ante la andanada. No tiene nada que hacer en las distancias cortas ante un killer como su jefe.

—Mis disculpas, señor inspector. Me refería a que el cuerpo presenta señales de estrangulamiento erótico, se ha sometido a asfixia erótica, aunque esa no es la causa de la muerte. Esta joven se ha ahogado después de mantener ese tipo de relaciones sexuales.

—¿Está usted seguro?

—Razonablemente, señor, a expensas del informe forense. Y hay algo muy importante que debe usted saber. Es la primera vez que veo una cosa así.

—Usted dirá… —asiente desganado el inspector.

Rodríguez le da la vuelta al cuerpo de la muchacha, que yace de espaldas, los ojos muertos desafiando a un sol que ya nada puede contra ellos. Lo hace con cautela, con mimo, como el que maneja un objeto delicado.

—Fíjese. No me dirá que no es llamativo, ¿verdad?

El inspector observa el perfecto trasero de la chica. En cada una de las nalgas, tatuado con primor, un ojo femenino mira al espectador con expresión serena.

—Ambos dibujos parecen bastante recientes, inspector. No creo que sean muy antiguos, aunque con el agua salada ya se sabe…

Barrientos examina de cerca los trazos. Se pasa la mano por el atractivo pelo entrecano, sujeto por un caro y aromático fijador, y mira la cercana rompiente de las olas. Está subiendo la marea; la espuma blanca y amarillenta lo invade todo. En pocos minutos, engullirá el cadáver y con él una historia humana que ha llegado a su fin abruptamente.

—Muy bien. Muchas gracias, Rodríguez; buen trabajo —afirma, conciliador, mientras echa de menos un cigarrillo con toda su alma.

«Hace doce años ya y me apetece tanto como siempre. Qué cabronada», piensa entristecido.

—Qué pena, por Dios. Una joven tan guapa, tan linda como esta…

Rodríguez se ha incorporado y mira con genuina tristeza el cadáver de la muchacha, los brazos del agente extendidos a lo largo del cuerpo, las manos unidas, los hombros sumidos como si estuviera orando. Del bolsillo superior de su traje de campo sobresale la tablet; de uno de los laterales, como al descuido, uno de los guantes de nitrilo azules. Ni siquiera ha oído el elogio de su superior.

Barrientos contempla a su subordinado. Es el único de sus hombres a quien trata de usted, porque no consigue tutearle por más que lo intenta. Se ajusta el nudo de la corbata, que ya era perfecto, y carraspea.

—Cierto. Cuanto más jóvenes y más hermosas, más doloroso resulta… —añade, por mera cortesía—. En fin, supongo que su señoría no tardará mucho en asomar por aquí. Cuanto antes levante el cadáver, mejor para todo el mundo. La marea está ya en marcha.

A unos veinte metros del lugar donde se hallan Barrientos y Rodríguez, el agente Garcés pelea por mantener a raya a la muchedumbre que poco a poco se ha congregado en número creciente al avanzar la mañana. Suda bajo su camisa negra a causa de los ímprobos esfuerzos que hace para contener a la masa.

—Por favor, circulen; por favor, este es un escenario policial; vamos, circulen, pueden ustedes entorpecer la investigación… —repite, en un vano y monótono intento, ya desganado, de disolver al monstruo de mil cabezas.

El inspector alcanza a distinguir a la gorda sabihonda, que capta imágenes con el móvil bajo la iracunda mirada del dandy.

—Señora, por favor, que está usted ante un ser humano fallecido, un poco de buen gusto y de misericordia… —se acalora el elegante.

—Oiga, oiga, que esto lo hago para que lo vea mi sobrino, qué se ha creído usted… —se defiende ella, muy digna, para proseguir con su macabro reportaje.

—Cari, vámonos, que quiero playa y compras… —canturrea la tipa de la piruleta mientras tira del brazo de su hombre, que le hace caso omiso.

—Calla, coño… Hazte un selfi, anda. Que se vea el muerto y a la poli y todo eso. Y luego lo subes a donde quieras. Verás qué de likes vas a pillar.

Un niño de corta edad corretea descalzo por las inmediaciones del lugar mientras su madre, a grito pelado, intenta controlar a la bestezuela. El padre charla con el dandy y deciden de consuno que la actitud de la gorda es inaceptable, por muy policía que sea su sobrino. Un vendedor de helados vocea su mercancía en un intento por aprovechar la pequeña aglomeración que se ha producido en la playa. Echa un vistazo a la escena y prosigue con su tarea, impertérrito.

El inspector siente una poderosa sensación de asco que le sube por la garganta. La conexión con el resto del género humano que sentía al comienzo de su andadura profesional se va desdibujando dolorosa y lentamente, como si recibiera a diario una granizada de golpes sordos y continuados, hasta quedar reducida a una especie de pulpa moral carente de contenido, cortocircuitada y amarga.

Un coche negro se detiene en el paseo marítimo aledaño a la playa. De él descienden una mujer de mediana edad, rubia platino, y un hombre joven, que porta un maletín de cuero gris. Un sujeto grueso y sudoroso, otro funcionario, se baja también del auto.

—Aquí vienen su señoría y la secretaria del juzgado con el forense, señor inspector. Menos mal que se han dado prisa.

—Ya los veo, Rodríguez, ya los veo —asiente como para sí el policía.

Avanza hacia los funcionarios judiciales, lo que le hace acabar muy cerca de la multitud de curiosos que, impertérritos y encantados con la carnaza, siguen allí. Los intentos de Garcés han conseguido detener su avance, pero no les han enviado de vuelta a sus hogares.

—Señores, se acabó el espectáculo. Den media vuelta y regresen a sus casas; aquí ya no hay nada que ver. Basta ya; repito, váyanse —pronuncia, con toda la dureza de la que es capaz.

Está a punto de añadir un par de groserías subidas de tono pero se contiene. De todos modos, la imponente presencia del policía parece surtir el efecto que la del agente Garcés no ha logrado. A regañadientes, la masa comienza a disolverse, seguida por la mirada del inspector, cargada de desprecio. Abandonan el lugar despacio, entre murmullos y comentarios no demasiado piadosos con las fuerzas del orden.

—Y luego piden colaboración ciudadana, no te amuela… —se ofende la cotilla, con el móvil aún en la mano—. Mi sobrino no se habría portado así.

—Pues sepa usted que somos nosotros los que pagamos sus sueldos, señora. Tanto impuesto y tanta leche para que luego nos traten de esta manera —remata con mucha autoridad el calvorota, mientras su chica se hace selfis con la escena de fondo guiñando mucho el ojo y abriendo una boca como un serón, sonrisa seductora y chicle churretoso incluidos, más que harta ya del espectáculo.

—Qué país; qué tiempos bárbaros nos ha tocado vivir… —se lamenta el petimetre, con la cabeza gacha y el gesto entristecido.

—Y usted que lo diga —remata el papá, asombrado del vocabulario del hombrecillo.

Martín Barrientos respira hondamente, al tiempo que observa la llegada a la playa de la secretaria y del juez, larguirucho y desgarbado. Ella, mujer al cabo, se descalza de inmediato para no estropear los zapatos de tacón alto; él parece andar a golpes con su propia corbata, desmanotado y torpón, y se agarra a ella como si su equilibrio dependiera de la prenda. «Acabará con la cara enterrada en la arena, sin duda, o perdiendo los zapatos. Imbécil», piensa sardónico el policía. «Bien. Vamos, levantad el cadáver de una puta vez y cada uno a lo suyo».

El inspector camina hacia los funcionarios, que se acercan con un torpe anadeo, mientras con una mano se protege el rostro de la infinidad de pequeños mordiscos que el viento marino le propina, cargado de sal y de arena.

«Lo que daría por fumarme un cigarrillo», piensa, antes de estrecharle la mano al juez.

2

 

El barrio portuario de la población en cuya playa ha aparecido el cadáver pasa por ser el punto desde el cual germinó la actual ciudad. Desde aquí partió el esfuerzo que llevaría a su construcción, en un tiempo que ya roza lo inmemorial. Casas de fachadas comidas por la sal, conservadas a duras penas por el celo de sus propietarios, resisten en primera línea el embate feroz de las olas y de los años, siempre mirando hacia el horizonte con los ojos vacíos de sus balcones. Detrás de ellas se abren manzanas de edificios menos bravíos, más conservadores, que se agazapan acobardados a la sombra de sus valientes semejantes. Las calles aledañas al mar, resbaladizas por la humedad, albergan casi de continuo un aroma a pescado que en muchas ocasiones es más pestilencia que otra cosa, mientras sus habitantes se mezclan en una pintoresca algarabía de tipos humanos bajo un toldo trenzado por los chillidos de las aves marinas y los golpes del viento.

Viejos pescadores reparan sus redes, colilla en la boca. Charlan entre ellos más con gestos que con la voz a la puerta de la lonja. Otros toman el primer café de la mañana en ese pequeño bar que nunca falta en un puerto que se precie de serlo, con el suelo alfombrado de cáscaras de mejillón y de serrín; algún chaval pesca en las sucias aguas, tan solo para sacar sin esfuerzo de las mismas peces de mediano tamaño que resultan imposibles de consumir, contaminados y oscuros.

Mientras, combadas mujerucas se mueven entre las viejas tiendas cuyos escaparates se asoman al paseo que bordea el puerto. Dos furcias veteranas fuman un cigarrillo a la puerta de un local de alterne que, a juzgar por su aspecto exterior, ha conocido tiempos mejores, sin duda impulsados por las ganancias del comercio de allende los mares, por la dadivosidad de los indianos y por la alegre facilidad con que los marineros de antaño derrochaban sus pagas.

En conjunto, todos y cada uno de los diversos negocios que jalonan el puerto viejo no son sino un pálido reflejo del comercio de ultramar que en otro tiempo hizo rica a esta tierra, que levantó hermosas propiedades, que inundó las arcas de la ciudad con un río de oro, hoy cegado. Ultramar es una hermosa palabra que sabe a aventura, a mercaderes sin escrúpulos, a marinos con grandes pendientes. Pero nada de eso resta hoy en la amplia rada que se extiende ante los ojos del viajero, delimitada por un enorme espigón que acuchilla la mar salvaje para sujetar su furia. Los barcos que allí se mecen son viejos pesqueros, embarcaciones coloridas y sucias, con nombres sencillos, que han olvidado sin remisión su glorioso pasado para echarse en brazos de un presente insignificante y poco rentable.

Casi enfrente del espigón, a varios cientos de metros, una enorme roca cierra el abrigo que la bahía ofrece a los navegantes, separando el espacio que alberga el puerto pesquero del que ocupa el puerto deportivo. En este se habla una lengua distinta: los cuidados buques tienen nombres más rimbombantes, los rostros de sus dueños están más relajados, como si el astro rey les hubiera bronceado con menos crueldad que a los pescadores del puerto cercano. Imperan las velas sobre los motores y las embarcaciones que viven para dar placer a sus dueños reflejan el mimo con que sus propietarios las tratan; las cuidan como cuidarían a una mujer bella pero voluble: carentes del arrojo necesario para conquistarla, intentan comprar sus favores a base de dinero y de atenciones, pensando en evitar así su desamor.

A cierta distancia del paseo marítimo, allá donde el rumor de las olas no pasa de ser una lejana amenaza, las calles resultan más aburguesadas y tranquilas. Ya cerca del corazón de la ciudad florecen el comercio y la hostelería de cierto nivel, muy diferentes a las modestas tiendas que pespuntean por doquier el puerto de pescadores. Burgueses acomodados, servidos por camareros con delantal de cuero, chaleco y pajarita, sorben infusiones en las terrazas estilo art-decó que en invierno les cobijan con sus elegantes braseros. Grupos de estudiantes pasan cogidos del brazo, alborotadores y risueños. Se comportan con un desparpajo propio de efímeros dueños del mundo, mientras disfrutan a voces de una juventud que muy pronto les traicionará, dándoles la espalda con una sonrisa descarnada. Muchas personas entran y salen con sus compras de los selectos comercios de la zona, aunque el público escasea más que en la parte del puerto viejo.

Y escondido entre comercios y cafeterías, en una de las calles más discretas de ese barrio, se halla un local de copas que lleva varios años en pleno apogeo. Su existencia es un secreto a voces: pese a que la ciudad entera pelea por alternar en semejante escenario, nada en los medios publicitarios que se ocupan de la oferta hostelera de la población habla sobre este lugar; ningún periódico exhibe anuncio alguno que pregone sus bondades y tampoco se pueden encontrar ni su localización ni su teléfono en internet.

Sin embargo, todo aquel que en esta vieja urbe cree ser alguien —o quiere serlo— tiene que franquear el dintel de la pesada puerta de acero localizada en la parte derecha de la fachada neoclásica con una frecuencia más o menos digna. A la izquierda de la puerta puede verse un gran escaparate de cristal esmaltado en negro, cuya muestra reza «La Salamandra» en elegantes letras color plata. Sobre el rótulo, una hermosa reproducción del legendario reptil se retuerce en una ágil pirueta de tinta dorada mientras abraza con sus patas delanteras una leyenda contenida en una banda de tela: «Conmigo no acaba el fuego».

Nada más entrar en el local, y después de atravesar el hall del guardarropa y franquear una cortina de damasco rojo, se divisa al fondo una gran barra de madera de roble. Su barniz brilla con suavidad bajo las luces que penden del techo, alojadas en enormes lámparas cuadrangulares de madera y cristal. Es un local muy amplio, con un aforo superior a las trescientas almas, y amueblado con cómodos sofás de negro cuero. Grabados eróticos de alto voltaje adornan las paredes, que también albergan objetos étnicos de todos los rincones del mundo en extraña simbiosis con las imágenes. La gran sala huele a un ambientador de encargo algo denso, aunque evocador.

Tras la barra, una inmensa estantería, también de madera y cristal, en la que se codean antiguas botellas del mejor brandy con rones de diversa procedencia. El despreocupado bourbon, tan juvenil como la nación que lo inventó, compite con su sabor alegre contra la europea sobriedad de los más ilustres hijos del valle de Glenn. Todo primeras marcas, todo muy caro y selecto, exclusivo.

—Brianna, ¿cómo tengo que decirte que aquí solo vendemos brandy, whisky, bourbon y ron? Que aquí no hay cerveza ni nada por el estilo, coño…

—Lo siento, Andoni, yo solo querer hacerlo muy bien, para vender mucho y yo… Yo quiero que tú ganas mucha pasta y así yo…

—Mira, reina, la próxima vez que la cagues, te vas a ir a la puta calle, ¿te enteras? ¿Tu pequeño cerebro búlgaro entiende lo que es irse a la puta calle?

—Sí, yo entenderlo, Andoni, yo lo siento mucho, no ocurrirá más veces, yo lo juro, yo solo quería ser amable…

—A ver si es verdad. Fíjate en Laura y procura imitarla; ella sí es una profesional.

Andoni se estira los puños de la camisa y se ajusta los gemelos mientras mira a Laura. Brianna, el bellezón búlgaro que acaba de llevarse el rapapolvo, no es demasiado lista, piensa el empresario. Sabe que un buen par de tetas venden más alcohol que cualquier otro reclamo posible y hay que rentabilizar el sueldo que le paga a la joven.

Este vasco alto y grueso está ya en los cuarenta cumplidos. Barbudo, calvo y con un gesto algo despectivo en su rostro alargado, apareció de repente en la ciudad sin que nadie supiera de dónde había venido. De paso rápido y movimientos felinos, adquirió nada más llegar y por un elevado precio el local que hoy regenta y se embarcó en una reforma que duró una buena temporada, para acabar abriendo La Salamandra en una Nochevieja festiva que la urbe tardaría en olvidar, según se dice. Nadie conoce su historia, aunque, como es lógico, circulan toda clase de teorías más o menos descabelladas sobre sus oscuros orígenes y sobre la procedencia de su dinero. Y lo cierto es que él tampoco se ha ocupado de desvelar semejantes enigmas ni tiene intención alguna de hacerlo: el misterio ambienta su negocio y hace cantar a la caja.

—Laura, por favor, saca una caja más de Van Winkle’s para esta noche. Creo que viene Aguirre con sus hermanos y aparecerá con ganas de fiesta, así que ya sabes, cuidado con él.

—Ahora mismo, Andoni.

—Por cierto, guapa…

—Tú dirás…

—Échale un vistazo a Brianna. Está agilipollada, ayer le ofreció cerveza a un cliente de toda la vida.

—Lleva aquí poco tiempo aún… —quita hierro ella.

—Que espabile, que para eso cobra. No le quites el ojo de encima. Si no se corrige, se le acabó la vaina. A la puta calle sin más.

—Tranquilo.

Laura es morena, con los ojos de un azul tan oscuro que deja a los hombres parados en el sitio, hipnotizados, pese a las gafas de miope que luce de continuo. Se acercan a ella como alobados, en busca de un mohín de la oscura melena, de un gesto de los labios carnosos y lúbricos. Y se encuentran con una hermosa lesbiana que les aclara su personal orientación sexual sin que haya lugar a equívocos de ninguna clase. Eso los deja más parados aún que el color de sus ojazos, que ríen al ver la cara que se les queda a los apabullados galanes cuando les da la mala noticia con su ronca y sugestiva voz.

—No te apures, reina. Lo estás haciendo muy bien; ya sabes que aquí no vendemos otra cosa más que alcohol del bueno —le comenta a la camarera.

—Lo intentaré, lo prometo. Gracias, Laura; Andoni me ha chillado mucho y yo estoy triste, pero ahora me pongo contenta… —chapurrea la búlgara, a la que la bronca conversación con su jefe le ha dejado los ojos un poco húmedos.

Brianna arribó a este país hace ya bastante tiempo en busca de un modo de ganarse la vida que no incluyera alquilar su atractivo cuerpo, y por ahora parece que lo consigue, aunque su tipo eslavo, su pelo rubio y sus pechos prominentes, que a veces parecen luchar con denuedo por permanecer dentro del sujetador, la hacen objeto de todas las miradas y de todas las proposiciones, salvo las dirigidas a Laura. Pero no parece que macho alguno le haga la corte, al menos de momento. Recorre la barra arriba y abajo con sus largas piernas apoyadas sobre dos tacones inverosímiles para espanto de Laura, que no entiende cómo se puede trabajar así.

—No le hagas demasiado caso a Andoni. No es un mal tipo, pero tiene unas cuantas manías. Pon atención y verás como todo va sobre ruedas… —sonríe Laura—. Voy a por más bourbon, ahora te veo.

Y se dirige hacia la trastienda del local, donde esperan en silencio las cajas de los valiosos licores para ser consumidas por los clientes del vasco, que siempre vienen a su casa en busca de lo mejor o del trago de moda, moda que sale del calvo caletre de Andoni y que siempre está sospechosamente relacionada con las bebidas más caras de su carta. Además, si dentro de los lujosos baños alguien experimenta la necesidad de jugar con los polvos blancos que te hacen ser el más bravo del lugar, tampoco hay inconveniente, siempre y cuando el pollo a esnifar haya salido de la caja fuerte del dueño del negocio. Hay más de un camello imprudente que ha recibido una paliza de muerte para recordarle que en La Salamandra tan solo Andoni campa a sus anchas y que es dueño y señor de toda la guita que su casa pueda generar, lo que incluye la procedente del tabaco que se consume con descaro en el local a todas horas, en flagrante violación de las leyes vigentes. Cuando lo compró, el vasco ya debía tenerlo muy claro: invirtió un dineral en un potente equipo de extracción de humos y en la maquinaria de aire acondicionado y, puesto que jamás ha tenido tropiezo alguno con la ley, habremos de concluir que ambos equipos funcionan sin problemas. Quizás engrasados con dinero que corre de mano uniformada en mano uniformada, eso sí, pero esa es otra historia.

Son las diez de la noche y La Salamandra acaba de abrir sus puertas. Comienzan a llegar los clientes de costumbre poco a poco; aún no ha sonado la hora de las copas largas.

Acodado en la esquina de la gran barra más cercana a la puerta del local, un hombre con un gesto amargo en el rostro, que algunos chirlos decoran, fuma despacio y saborea el humo del tabaco americano que se trajo de Nueva York hace un par de meses. Carlos Zúñiga es portero de discoteca. Bueno, eso dice él. Quienes no le conocen bien suponen que no pasa de ser un encefalograma plano, una nariz rota y muy mala baba, todo ello debajo de una mata de pelo hirsuto y entrecano cortado en plan marine. Quienes sí le conocen podrían contar otras muchas cosas que no parecen guardar relación alguna con su amedrentador aspecto. Pero suelen guardar silencio, incluidos los infelices camellos que han sido objeto de su atención profesional por trapichear en el lugar equivocado.

De estatura media, muy musculoso, vestido siempre con colores oscuros y elegante a pesar de su complexión, sueña Carlos con el culo ostentoso de Brianna. Le embrujan esa cintura, ese pecho hechicero y ese acento del Este del que ella abusa cuando quiere conquistar a alguien, aunque el portero ignora si es realmente consciente de ello. Cada noche la ve entrar por la puerta de empleados con una airosa gabardina que cubre apenas su anatomía, al tiempo que taconea sobre sus estiletes, los que tanta grima le dan a Laura. Y al ruboroso gorila le cuesta un triunfo musitar un tímido «buenas noches» con la vista clavada en el suelo.

Es capaz de reventar una boca o de hacer estallar un tímpano sin pestañear, sin reparar en ello siquiera. No tiene problema alguno en acabar en comisaría o en el juzgado de guardia si la velada se tuerce. Y, sin embargo, unas noches con otras, no le queda más salida que apagar su sed agachado entre un par de muslos mercenarios mientras la sensual búlgara gira sin parar en su mente. Durante los últimos meses, nada tiene importancia para él como no sean las ocasiones en las que ella le sonríe y despliega sin querer su voluptuoso palmito. Brianna no es consciente del efecto devastador que ejerce sobre su compañero, no se da cuenta de los esfuerzos que Carlos tiene que hacer para no sonrojarse, para no quedarse mirándola con fijeza mientras sonríe como un tolai.

—Buenas noches, Carlos.

—Hola, Andoni, qué tal.

—De momento bien. Hoy tenemos partido de fútbol de los buenos. Vendrá la gente un poquito alumbrada, ya sabes. Igual tienes más trabajo que otros días.

—Mejor. Así me aburriré menos —contesta el portero, con una susurrante voz—. Estar toda la noche de plantón en la puerta o entrando y saliendo sin hacer nada es un tanto desesperante.

Andoni mira a su empleado más peligroso con fijeza. «“Un tanto desesperante…”», piensa, «qué vocabulario. Este muchacho está lleno de sorpresas».

—Eso es verdad. De todos modos, acábate la copa con tranquilidad y luego sales un rato a ver qué pasa.

—Por supuesto.

Mientras observa con aparente atención los cubos de hielo que nadan en su caro bourbon, los ojos sagaces del portero no dejan de seguir las evoluciones de Brianna tras la gran barra. Ella abrillanta la bella madera con ginebra cruda, un truco que ha aprendido de Laura, y su hermosa melena cae descuidada a ambos lados de su rostro mientras se centra en la tarea. Tras ella, relucen limpísimos vasos y copas en la parte más baja de la estantería de los licores. La búlgara, ya más animada, tararea una melodía que Zúñiga no conoce a la par que limpia la suciedad inexistente de un par de grandes ceniceros de cerámica.

—No es para ti, rey; no te conviene.

La voz grave y sugerente de Laura se deja oír, risueña, junto a Carlos. Enciende un cigarrillo y expulsa el humo sobre la cara de su compañero.

—¿De qué coño hablas?

—De ese mismo que tienes ahí enfrente y que vas a desgastar de tanto mirar. Está buena, pero te aburrirías rápidamente de ella, créeme. —Se apoya el pulgar y el índice sobre la frente y los va uniendo, con los otros dedos cerrados, en señal de cortedad mental. Se sube un poco las gafas, que se le han deslizado por el puente de la bonita nariz.

—Oye, Laura…

—Fíjate si es cierto lo que digo que ni se ha enterado de las ganas que le tienes. Y las mujeres cogemos estas cosas al vuelo. —La lesbiana sonríe con todos sus dientes, con un cierto aire de conmiseración en la mirada juguetona, suave a base de miope.

Zúñiga no dice nada. Se limita a seguir con la vista fija en su copa.

—¿Todavía no le has dicho nada? ¿No le has tirado los trastos? Qué desastre… —se burla ella.

Carlos suspira con resignación. Juguetea con la petaca de plata en la que guarda sus cigarrillos en un completo y hosco silencio.

—Bueno, ya sabes… El no lo tienes y el sí lo buscas. —Laura se encoge de hombros y abre ambas manos con las palmas hacia arriba, como si estuviera hablando de una verdad inmutable y universal—. Además, con tu aspecto, cualquier gachí estaría encantada de que le dieras un revolcón…

La bella miope mira con detenimiento a su compañera, que sigue ajena a cuanto la rodea mientras trabaja detrás de la barra. No intenta parecer ocupada; realmente lo está, piensa Laura, sorprendida, puesto que el local está ya en perfecto orden y preparado para cumplir con la noche que les espera.

—Y no creo que te fuera a rechazar así de repente. Porque, de todos modos, echar un polvo de vez en cuando no le viene mal a nadie. No sabemos si a tu amorcito le quita las penas alguien, así que…

Carlos no responde. No se encuentra capaz de sobrellevar la irónica conversación de su compañera.

—Me voy afuera. Empieza a llegar la gente —escapa el portero.

—Muy bien, corazón; luego nos vemos —suelta la presa Laura.

Carlos se encamina hacia el hall que se abre entre las grandes puertas y la sala del local.

—María, ¿me das mi abrigo, por favor?

De las entrañas del guardarropa surge una mujer alta y huesuda de cierta edad. Posee la amenazadora apariencia de una gran araña, largos brazos y manos de dedos finos; sus rasgados ojos negros brillan rodeados de kohl. Las bien definidas cejas se curvan ligeramente hacia arriba y un abultado moño, cogido con agujas, remata su cabeza y deja ver unas orejas blancas como el alabastro, élficas en su longitud y en su forma. No es una mujer hermosa, pero el conjunto, rematado por un ceñido vestido negro y sandalias de alto tacón, destila un extraño atractivo.

—Ahora mismo, Carlos —dice, mientras se gira para alcanzarle al otro un abrigo largo de pelo de camello, capricho de algún modista italiano.

—Gracias, María.

—No te vistas con colores claros, tío. El negro te queda de fábula, te hace más alto y resulta muy masculino. —Los ojos femeninos chispean con interés.

—Si tú lo dices, así será. Siempre has sido una mujer con muy buen gusto para todo… o para casi todo —contesta Carlos.

—¿Para casi todo? —El largo cuello se echa hacia atrás en un gesto de sorpresa e incredulidad, mientras inclina sonriente la cabeza.

—Sí. Todavía me acuerdo de aquel novio tuyo que decía que era cirujano. Al final creo recordar que no pasaba de ATS o algo similar, ¿verdad? Pero nos dimos cuenta cuando ya te había sacado una cierta cantidad de dinero que pretendía invertir en su nueva clínica, según él. Y hubo que… rogarle encarecidamente que te lo devolviera, vaya… —La expresión de Carlos está cargada de hiriente ironía—. ¿O me falla la memoria?

María no se deja amilanar, evaporada por completo la sonrisa.

—No hace falta que me recuerdes que fuiste tú quien me sacó las castañas del fuego. Tú también te equivocas al juzgar a las personas. Y además no trabajaste gratis —contesta ella con peculiar dureza.

Carlos la mira sin pestañear. El atractivo rostro de la mujer refleja ahora una ira contenida con esfuerzo, los ojos desafiantes clavados en el rostro del portero, como si le retasen.

—Vale. Mensaje recibido. Mejor nos olvidamos de ese asunto, ¿no? —recula con sorna Zúñiga.

La barbilla de la elfa se levanta y se vuelve a bajar sin apartar la vista de Carlos.

—Mejor. Aquí todo el mundo tiene mucho que callar, querido. Tú no eres una excepción —sentencia con sequedad María.

—Muy cierto, María, muy cierto —responde el portero, que no tiene más ganas de gresca.

Al tiempo que se enfunda el abrigo, Carlos se dirige a ocupar su lugar frente a la entrada del local mientras escapa de la furibunda araña. Se planta allí, las manos cruzadas sobre el regazo, la mirada fija y perdida en sus propias soledades. Saluda con cortesía a los clientes que comienzan a llegar a sus dominios e intercambia algunos breves comentarios con los más conocidos de entre ellos. Según la noche se interne en los tenebrosos territorios de la madrugada, la sombra de Carlos se fundirá poco a poco con las otras que pueblan la arcada que da paso al local. Tan solo parecerá cobrar vida cuando la llama de un encendedor le ilumine el duro rostro o al entrar en el interior de la sala para proseguir con su tarea, al igual que una gran gárgola que se hubiese desprendido de la cornisa que defiende. Y si la suerte quiere que la jornada sea tranquila, el amanecer le encontrará en el mismo lugar, con el cuello del abrigo levantado, las manos enguantadas y un cigarrillo en la boca, sin rastro de sueño.

Como cualquier otra noche, como todas las noches.

3

 

Meses después el puerto deportivo se halla envuelto en un casi completo silencio a primeras horas de la madrugada. Las embarcaciones reposan en sus amarres en espera de la aurora, las velas plegadas, las defensas colgando de sus bordas. Algún que otro navegante madrugador apareja su barco para aprovechar el día; el amanecer en el mar es una de las cosas más hermosas que el ser humano puede contemplar. Y si tiene el privilegio de disfrutarlo como capitán a bordo de su propio buque, como un hombre libre y dueño de su rumbo, entonces la sensación no admite comparación alguna.

Junto a la marina de las instalaciones se halla el pantalán A, que acoge los atraques mejor situados del puerto, no demasiado grande. Se divisan desde los buques amarrados aquí la zona comercial y el restaurante, cuya terraza es un placentero lugar para el flirteo y el aperitivo durante los calurosos meses de verano. Mientras el calor golpea iracundo, bajo sus frescos toldos se refugian viajeros de toda laya. Entre los orgullosos propietarios de los buques se mueve un nutrido enjambre de turistas que llenan las sufridas tarjetas de memoria de sus teléfonos con cientos de imágenes que olvidarán en pocos días, como si el obligado retorno a la realidad tras el viaje eliminase todo recuerdo del mismo. Mujeres bronceadas que intentan sin éxito disimular su edad a base de melanina, cobijadas bajo grandes pamelas y gafas negras; hombres elegantes de pelo blanco y modales de marino, muy curtidos, que lucen pulseras de plata, cuero y pelo de elefante; gordos traficantes de mirada torva; prostitutas de cinco estrellas y nuevos ricos cubiertos de oro como descarados gitanos. Todos ellos pululan por este microcosmos selecto y lleno de vida.

Y entre esta colorida mixtura, Carlos Zúñiga. A mucha gente, incluidos algunos compañeros de trabajo, le intriga cómo ha llegado un simple portero de local de copas a compartir mesa y mantel con la supuesta élite de esta antigua población marinera.

—¿De dónde ha salido este tío, Andoni?

Mientras saca brillo a las mejores botellas del local, Laura, con un cigarro en la boca y el pelo recogido en un grueso moño, interroga a su jefe. Faltan aún dos o tres horas para que La Salamandra abra sus fauces.

El vasco levanta la vista de un periódico y enciende un cigarrillo con parsimonia. Se quita las gafas de farmacia y muerde una de las patillas con suavidad antes de contestar.

—¿Te interesa el mozo, Laurita? Pero ¿tú no eras de las de la cáscara amarga? —contesta.

La lesbiana le mira con el cigarrillo humeante en la boca y decide pasar por alto la impertinencia.

—Simple curiosidad profesional. Mi vida sexual es perfecta tal y como está. —Se cala las gafas y echa atrás la cabeza al tiempo que se suelta la hermosa melena.

Andoni sonríe socarrón. Es una auténtica lástima que este bombón sea bollera.

—Es una historia curiosa, hay que reconocerlo —comienza—. El tipo este nació en una buena familia. Una familia con dinero. El padre era abogado y la madre arrimó un buen montón de guita al matrimonio.

—Ya veo —asiente Laura.

—Aunque el abogado era un hacha a la hora de hacer pasta, unas veces en negocios limpios y otras no tantos, según dicen. Lo cierto es que nunca se pilló los dedos, eso sí. Y para celebrar su prosperidad, encargaron un heredero, que no es otro que nuestro amigo Zúñiga —prosigue el vasco, en medio de una nube de aromático humo—. Ya sabes lo que conlleva el cargo de hijo único. —Sonríe con desprecio—. Un niño mimado desde el mismo momento de su nacimiento, con todas las ventajas que dan el dinero y el cargo, por así decirlo: un pijo en toda regla; ropita de marca, colegios caros, coches y gachises. Lo habitual.

«Qué retorcido eres, compañero», piensa la camarera.

—Entonces, visto el éxito de papá, al niñato le dio por estudiar Derecho. Parece que no le iba mal del todo cuando alguien muy importante para él muere. Una novieta, creo recordar. En circunstancias, digamos… trágicas. Un accidente o algo así, no sé. El caso es que solo la madre pudo consolarle y devolverle, mal que bien, al buen camino. Siguió con sus estudios y empezó a frecuentar gimnasios. Para ponerse guapo y fuerte, supongo.

—Te veo muy enterado de la vida y milagros de Carlos, Andoni —observa Laura.

El vasco la mira con ironía.

—Procuro empaparme del historial de mis empleados antes de contratarlos. No me agradan las sorpresas en el trabajo.

—¿Conoces mi historia igual de bien que la suya? —indaga Laura, que sabe la respuesta.

El otro expulsa una nube de humo y sonríe con frialdad, sin contestar.

—¿Acabo de contarte o no, reina?

—Acaba, por favor.

—Bien. Pues así las cosas, papá y mamá se estampan a la vuelta de un viaje a las Bermudas o destino similar, y la diñan los dos. Entonces ya sí que se arma la de Dios, porque el mocito no tiene quien le tasque el freno y acaba de echarle mano a un buen montón de dinero. Y, claro, no le faltan coleguitas a la hora de pulírselo, sobre todo porque tiene poco más de veinte años.

—Sí. Cierto es que esos colegas desaparecen con la misma rapidez con la que asomaron… —tuerce el gesto Laura.

—Desde luego. Para terminar el cuento —remata el vasco, ya un poco hastiado de la conversación—, un buen día, después de un huevo de juergas, de tiros y de zorras, el amigo Carlos se despide de todo eso, se compra un velero y se hace formal. Bueno, o medio formal, porque se queda a vivir en el barco y al poco empieza a ganarse la vida en el circuito de peleas ilegales, figúrate. Creo que se ha dado de hostias con medio país… —dice pensativo.

—Y ahí es donde tú le encuentras —acaba la encargada de La Salamandra.

—Pues sí, ahí es donde yo le encuentro por mediación de un amigo común. Un buen hallazgo, creo, aunque a veces no tengo muy claro de qué va este pavo. Y eso es todo: un tipo algo rarito pero eficaz y profesional. Aún recuerdo alguna de sus peleas, y la verdad…

Andoni guarda silencio, con la mirada perdida y una sombría expresión en el rostro, sin acabar la frase.

—Vale. Eso es todo, muchas gracias, Andoni.

—De nada.

El vasco vuelve a calarse las gafas y prosigue con su lectura, que tan solo interrumpe para sorber el caro licor de su copa.

Laura continúa con sus tareas y sigue con el pensamiento puesto en la maciza figura de su compañero. Se hace una idea más que completa de los avatares de la vida de Zúñiga tras la conversación con Andoni. Imagina al portero rodeado de gorrones ávidos de emociones fuertes y pagadas por un bolsillo ajeno. El belule, sembrado a espuertas, arroja una cosecha de miserables ejemplares humanos que acuden al olor de las sardinas, como el gato aquel de la canción infantil. Las noches de juerga no parecen tener final; mientras su casi acabada carrera se va al traste, Zúñiga pierde la cuenta de sus fugaces amoríos, de sus violentas peleas de bar, de sus excesos con todo tipo de sustancias legales e ilegales y se acostumbra poco a poco a despertarse en camas ajenas, en lugares inverosímiles, la cabeza a punto de estallar y la náusea golpeándole sin piedad detrás de los ojos, al tiempo que se pregunta quién es la desconocida que duerme la curda a su lado. De nuevo al gimnasio, a entrenar otra vez con renovada furia en busca del cansancio que traiga bajo el brazo un sueño reparador y profundo, sin fantasmas aullantes. Pero a la caída de la noche, cuando los miedos se agigantan a base de alimentarse de oscuridad, vuelta a empezar. Y así un día tras otro, sin reposo alguno.

La encargada de La Salamandra tendría que haber presenciado la transformación sufrida por el portero aquella noche de verano, una de tantas, plenas de desenfrenada amargura, cuyo regusto ácido Carlos intenta ahogar con alcohol. Tendría que haber estado allí, en compañía de la desquiciada tribu de su amigo, para aparecer con ellos en un local de lujo junto al puerto deportivo de una hermosa isla en la que Zúñiga está de visita. Y entonces, hubiera asistido al descubrimiento de Carlos, abrazado a una joven y asomado a la terraza del bar, desde la que se contemplan las negras aguas. De pronto, el muchacho queda paralizado mientras mira con fijeza un enorme objeto que flota frente a él.

—Carlos, vamos a pedir otra ronda, cariño… —La rubia le acaricia zalamera la cara, ya bastante bebida—. Carlos, joder, hazme caso; Carlos, ¿te ocurre algo? ¡Contesta!

Entre la preocupación de la rubia y las risas de los otros miembros de su demencial corte, Carlos acaba de experimentar una auténtica epifanía. Se ha quedado embobado, absorto en una visión única que ha iluminado su noche: a algunos metros de distancia de la terraza y por debajo de ella, se halla un hermoso yate que ha captado de inmediato la atención de nuestro hombre sin que este tenga ni de lejos claro el por qué; es un flechazo en toda regla, sin duda.

La nave, de veinticinco metros de eslora, se mece sobre las aguas del puerto, junto a otras muchas embarcaciones de su clase. Ligeras olas chapotean contra el blanco casco, recién carenado. Los obenques golpetean lúgubres contra el mástil y la cubierta de teca, encerada y limpia, emite suaves reflejos bajo la luz de la luna. Dos ruedas de timón permiten gobernar la embarcación, que tiene el velamen recogido y todos sus aparejos en perfecto orden, impecables. Pero, aun así, da la impresión de que el bello velero está abandonado y triste, que pide auxilio con voz trémula. Entonces, Carlos entiende la causa del sentimiento que emana del barco: en ambos costados de la nave, rotulado con primor, el nombre, como un infame golpe bajo en la dignidad de un héroe: María Teresa. Y en la popa, una buena noticia, un canto a la esperanza: un cartel anuncia que el buque está a la venta, junto con el teléfono del vendedor.

—Pero ¿se puede saber qué coño te pasa, tío? Mírale, está más colgado que un chumbo… ¡Carlos, tío! —La gachí le zarandea con fuerza.

—Déjalo, que tome el aire; serán los canutos… —tercia otro colega.

—Bueno, pues estamos dentro, vamos a pedir otra copa; ven cuando quieras… —La rubia se aleja, taconeando despectiva.

Carlos apura la copa de un trago, gira en redondo y sale del local sin dirigirle la palabra a nadie, ni siquiera a los gorrones que le acompañan. De repente, ha perdido todo el interés en las espléndidas tetas de la rubia. Monta en su coche y se pierde en medio de la noche isleña, cálida y susurrante, con una idea fija en la mente.

De haber estado allí, Laura le hubiera visto ampliar su estancia en la isla sine die nada más llegar al hotel. A primera hora de la mañana del día siguiente hubiera sido testigo de la entrada del propietario del barco en el restaurante del establecimiento.

—Buenos días; ¿Carlos Zúñiga? —pregunta un hombre muy moreno, de pelo canoso, que viste un blazer azul, camisa blanca y pantalones color crema. Sus impecables zapatos de ante asoman bajo la boca de los pantalones. Huele a dinero y a Bulgari como si se hubiera duchado en ambos.

—Sí, soy yo, buenos días.

—Soy Javier Benítez, he hablado hace un rato con usted…

—Cierto. Quiero comprarle su barco de inmediato —dispara Carlos, que está vestido como un hippie resacoso, sin afeitar y con los ojos enrojecidos.

—Bien, eso es estupendo, pero… ni siquiera lo ha probado usted. Es muy marinero y está recién repasado, se lo garantizo, y supongo… —contesta Benítez, entre cauteloso y avasallado.

—No hace falta probarlo, confío en usted. ¿Aceptaría una señal del treinta por ciento para reservarlo? Todavía necesito obtener toda la titulación necesaria para navegar con él. —Carlos le da un largo sorbo a su taza de té rojo.

—Claro, por supuesto, no hay inconveniente alguno, señor Zúñiga. El barco puede permanecer en el amarre un tiempo más, siempre y cuando…

—Me hago cargo de los gastos del amarre hasta que el barco sea mío. De paso, le agradeceré que hable con el puerto para poder conservar ese mismo amarre a mi nombre. Me gusta su situación. Supongo que dispondrá usted de un abogado que se haga cargo de todos los trámites, por descontado.

Carlos saca un cigarrillo de su petaca de aluminio y lo enciende con parsimonia, tras golpearlo contra la esfera de su reloj para comprimir el tabaco. Le ofrece otro a su interlocutor, que lo rechaza con un gesto de la mano, aún sorprendido por la andanada.

—¿Le apetece un café, por cierto? Disculpe mi descortesía, estoy un poco cansado. —Zúñiga mira con toda la placidez del mundo al dueño del velero—. Mientras tanto, ¿es usted tan amable de facilitarme un número de cuenta corriente para enviarle el anticipo?

Benítez, hombre de mundo al fin, ha distinguido el brillo del dinero. Sonríe y extiende la mano sobre la mesa en busca de la de Carlos.

—Venga ese café, señor Zúñiga. Pero permítame que sea yo quien le invite.

Y así, con la inopinada rapidez con la que suceden de vez en cuando las cosas importantes, Carlos cambia de vida de la noche a la mañana. En seis meses escasos, obtiene la titulación que le permitirá navegar hasta los confines de la Tierra con su nuevo velero, con esa extraña criatura oceánica que le ha enamorado a primera vista. Se olvida de su agotadora existencia, del séquito delirante que le vampiriza sin cesar; vuelve al entrenamiento físico y a la vida más tranquila, al tiempo que abandona casi todos los excesos. No quiere saber nada más de su carrera, casi finalizada; intentará ganarse la vida en alguna ocupación anónima y poco destacada. Nada de oropeles ni de brillantes negocios: el olvido en el que quiere sumirse le llama con fuerza. Si administra con cautela el dinero que le queda tras comprar el velero, puede vivir con comodidad muchos años. Aunque Laura ya sabe que el destino le deparará otros acontecimientos bien distintos a la hora de ganarse la vida, eventos previos a su desembarco en La Salamandra.

Pero ahora, antes de comenzar a surcar las aguas a bordo de su corcel y en busca de sí mismo, hay que cumplir con un rito primordial e imprescindible. Por un precio razonable, Carlos remata la faena: un fabricante de rótulos se sienta frente a él, con una carpeta llena de diseños, de ideas para nombrar a todas y a cada una de las criaturas marinas, terrestres y aéreas que pueblan el planeta. La lesbiana hubiera sonreído ante la escena, sin duda.

—Vea usted, señor Zúñiga. Para un velero como el María Teresa disponemos de un amplio surtido de sugerencias, que incluyen un nuevo rótulo con distinta fuente, más acorde con… con su propia personalidad, ya que…

—No se llama María Teresa —acota secamente Carlos.

—¿Perdón? ¿Decía usted?

El comercial para su cháchara y formula la pregunta con un aire intrigado ante la brusca interrupción.

Carlos toma una profunda bocanada de aire.

—Le decía que mi barco no se llama María Teresa. Ya no.

Zúñiga sabe que para poseer algo antes hay que nombrarlo; hay que sacarlo de la oscuridad primigenia, de entre las tinieblas de la Creación, a base de invocar su nombre, lo único que nadie podrá arrebatarle jamás a tal criatura. Y su velero le ha susurrado al oído cómo se llama nada más verle.

—Bueno, pues usted me dirá; tenemos diseños para cualquier nombre que le parezca oportuno… —reacciona con mercantil rapidez el otro.

—Zulú. Se llama Zulú —le espeta Carlos—. De hecho, creo que siempre se ha llamado Zulú, aunque su primer dueño no lo sabía… —dice, más para sí que para su interlocutor.

—Ese es un buen nombre, señor Zúñiga; sonoro y atractivo; además, si lo rotulamos con esta fuente y le añadimos estas grafías que le muestro… —prosigue impertérrito el fenicio.

A los pocos días, nuestro hombre ya se ha hecho a la mar a bordo de su recién nombrado compañero. Recorre las muchas calas de la isla con tranquilidad, sin prisa alguna. La relación entre un hombre y su nave es algo complejo, difícil de entender para quien no forma parte de esa sutil ecuación. Hay que construirla sobre la base de la mutua confianza, muy poco a poco, porque sabido es que si ese vínculo se estrecha tanto como es de desear, el buque peleará fielmente junto al hombre hasta el fin de los días y le ayudará a capear las peores tormentas de su existencia sin desmayarse ni rendirse jamás, sin doblar la cerviz ante la fuerza del viento.

De Cala Bassa a Portinatx, familiar y encantadora; del Puerto de San Miguel, protegido del viento y el oleaje, a la serenidad de Cala Llonga. De allí a Cala San Vicente, buscando la blancura de sus arenas y las vistas del islote de Tagomago, y luego a Cala Salada, de aguas color turquesa, salvaje y apenas mancillada por el progreso. Carlos recorre sin prisa pero sin pausa las aguas cercanas al puerto en el que se enamoró del Zulú. Su relación con el velero se fortalece así y el navegante adquiere a pequeños tragos la experiencia necesaria para atacar travesías más importantes.