Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias - Werner Herzog - E-Book

Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias E-Book

Werner Herzog

0,0

Beschreibung

Las esperadísimas memorias del gran cineasta alemán Werner Herzog, uno de los últimos grandes aventureros de nuestro tiempo. Las historias de Herzog llegan a los límites de la experiencia humana: transportó un barco de vapor por una montaña en la jungla, caminó de Munich a París en pleno invierno, descendió a un volcán activo, vivió en la naturaleza entre osos pardos… una vida única. Un registro personalísimo de una de las grandes vidas autoinventadas de nuestro tiempo y un hipnótico remolino de recuerdos, en el que Herzog cuenta su historia por primera y única vez.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 517

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



A la perrita Blackie le encantaba eso que decía Herzog

de que el Universo es terriblemente indiferente a la existencia

del hombre. Pero no a la del perro, añadía ella.

Índice

Portada

Cada uno por su lado y Dios contra todos

Créditos

Prólogo

1. Estrellas, el mar

2. El Alamein

3. Héroes míticos

4. Volar

5. Fabio Máximo y Siegel Hans

6. En la frontera

7. Ella y Rudolf

8. Elisabeth y Dietrich

9. Múnich

10. Encuentro con Dios

11. Cuevas

12. El valle de los diez mil molinos de viento

13. El Congo

14. El doctor Fu Manchú

15. John Okello

16. Perú

17. El Privilegium maius, Pittsburgh

18. La NASA, México

19. Pura vida

20. En la cuerda floja

21. Menhires y la paradoja del área perdida

22. La balada del pequeño soldado

23. La mochila de Chatwin

24. El Arlscharte

25. Mujeres, niños

26. Esperando a los bárbaros

27. Sin resolver

28. La verdad del océano

29. Hipnosis

30. Villanos

31. La transformación del mundo en música

32. La lectura de los pensamientos

33. Lectura lenta, sueño largo

34. Amigos

35. Mi anciana madre

36. El final de las imágenes

Filmografía

Producciones de ópera

Agradecimientos

Werner Herzog creció en un remoto pueblo de montaña de Baviera. De niño nunca fue al cine, no tenía televisión ni teléfono. En 1961, cuando todavía estaba en secundaria, trabajó como soldador en el turno de noche para producir su primera película. Tenía diecinueve años. Desde entonces ha producido, escrito y dirigido más de cincuenta películas, entre ellas Aguirre, La cólera de Dios, El enigma de Gaspar Hauser y Grizzly Man. Pero no solo dedica su tiempo al cine, sino también a la (buena) literatura. De hecho, lo que escribe se convierte instantáneamente en obra de culto: Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2010), diario de rodaje de su mítica Fitzcarraldo, es considerada una de las crónicas más importantes del siglo xxi. Después escribió El crepúsculo del mundo (Blackie Books, 2022), sobre un soldado japonés en terreno enemigo, uno de los episodios más asombrosos y salvajes de la Historia moderna. Ahora llegan sus memorias, Cada uno por su lado y Dios contra todos, donde cuenta por primera vez su propia historia. Herzog vive en Los Ángeles, donde dirige una serie de seminarios de cine en los que no se imparte ningún tipo de enseñanza técnica, una escuela «para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental (...) en resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior». El fuego que siente Werner a sus ochenta y un años, y el que transmite en todo lo que escribe y hace.

Título original: Jeder für sich und Gott gegen alle - Erinnerungen

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la fotografía de la cubierta: Clive Oppenheimer

© de la fotografía del autor: Lena Herzog

© Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, Múnich, 2022. Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent

© de la traducción: Marina Bornas, 2023

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: febrero de 2024

ISBN: 978-84-10025-47-9

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Enkidu suspiró amargamente y dijo:

«Gilgamesh, el guardián del bosque nunca duerme».

Gilgamesh respondió:

«¿Dónde está el hombre que puede subir al cielo?».

Prólogo

En un principio, mi película Aguirre, la cólera de Dios iba a terminar así: cuando la balsa de los conquistadores españoles llega a la desembocadura del Amazonas, solo hay cadáveres a bordo. El único que sigue vivo es un loro parlanchín. Cuando la marea del Atlántico devuelve la balsa al caudaloso río, el loro grita sin cesar: «¡El Dorado, El Dorado!». Mientras rodábamos, sin embargo, encontré un desenlace mucho más bonito: cientos de monitos invaden la balsa y Aguirre fantasea con ellos sobre su nuevo imperio mundial. Hace poco me topé con un relato no confirmado sobre el final del personaje —ese sí, históricamente confirmado— de Aguirre. Abandonado por todos, tras haber asesinado a su propia hija para que no tuviera que presenciar su caída en desgracia, ordena al único hombre que le permanece fiel que le dispare. Este lo apunta con el mosquete y la bala le impacta en el pecho. «Eso no ha sido nada», protesta Aguirre, y le ordena disparar de nuevo. El hombre le da entonces en el corazón. «Esto debería bastar», dice Aguirre, y cae muerto.

Estoy seguro de que el desenlace de los monos es la más hermosa de todas las alternativas, pero me pregunto cuántas posibilidades, de cuántas alternativas no vividas he dispuesto. No solo como inventor de historias, sino en la vida misma. Alternativas que nunca se han hecho realidad, o solo lo han llegado a ser muchos años después.

Ya utilicé el título de este libro para mi película sobre Kaspar Hauser, pero casi nadie fue capaz de reproducirlo con exactitud. Aquí hago un segundo intento. Aunque el título me defina como un lobo solitario, la verdad es que casi siempre he tenido compañeros de trabajo, familia, mujeres. En este libro no aparece nada sobre ninguna de ellas, con contadas excepciones. Todas eran extraordinariamente independientes, fuertes, guapas e inteligentes. Sin ellas solo sería una sombra de mí mismo.

¿Adónde me ha llevado el destino? ¿Cómo se las ha arreglado para dar siempre nuevos giros a la vida? Pero también hay muchas cosas que han sido constantes: una visión que nunca me ha abandonado y, como buen soldado, el sentido del deber, la lealtad, el coraje. Siempre quise mantener unos puestos de avanzada que los demás ya habían abandonado a la desbandada. ¿Cuánto de todo lo ocurrido era previsible? El soldado japonés Hiroo Onoda se rindió veintinueve años después del final de la Segunda Guerra Mundial. De él aprendí que, a la luz del atardecer, una bala de fusil disparada contra ti parece una bala trazadora. En ese momento puedes ver el futuro por un instante.

Estaba escribiendo el final de este libro. Levanté la vista porque atisbé un destello al otro lado de la ventana, algo que se precipitaba hacia mí, con un intenso brillo verde cobrizo. Pero no era una bala enemiga perdida, sino un colibrí. En ese momento decidí dejar de escribir. La última frase simplemente se interrumpe en el momento en el que estaba.

1

Estrellas, el mar

El llanto de las mujeres cesó hacia el mediodía. Algunas habían estado gritando y tirándose del pelo. Cuando todas se hubieron ido, me dirigí hacia allí. Era un pequeño edificio de piedra junto al cementerio, en el pueblo de Hora Sfakion, en la costa sur de Creta: un puñado de casas dispersas sobre las escarpadas rocas. Yo tenía dieciséis años. El pequeño velatorio carecía de puerta. En la penumbra del interior vi dos cadáveres juntos, tan cerca que se tocaban. Eran dos hombres. Más tarde supe que se habían matado el uno al otro por la noche. En aquella zona remota y arcaica aún existían las venganzas de sangre. Solo recuerdo el rostro del muerto que yacía a la derecha. Era azulado como el saúco, con matices amarillentos. En las fosas nasales tenía dos grandes pelotas de algodón empapadas de sangre reseca. Había recibido una perdigonada en el pecho.

Al anochecer me hice a la mar. Trabajaba en un barco pesquero las noches más oscuras, justo antes o después de la luna nueva. Un barco arrastraba seis barcazas, lampades, a mar abierto, cada una con un solo tripulante. Allí, repartidos a lo largo de un kilómetro, nos desenganchaban y nos dejaban solos. El mar era liso como el cristal, sin olas; una balsa de aceite. Además, había un profundo silencio. Cada barcaza tenía una gran lámpara de carburo que iluminaba las profundidades. La luz atraía a los peces, sobre todo a los calamares. Se pescaban con una técnica peculiar: en el extremo del sedal se ataba un pedacito de papel parafinado de la forma y el tamaño de un cigarrillo. El brillo del papel atraía a los calamares, que rodeaban a la supuesta presa con sus patas succionadoras. Para facilitarles el agarre, se fijaba un anillo de cerdas de alambre en el extremo del cebo. Había que saber exactamente hasta qué profundidad se había hundido el cebo en el agua porque, en el momento en que los calamares emergían, lo soltaban enseguida y volvían al mar. Por tanto, cuando el sedal estaba a un brazo de la barcaza, había que dar un rápido tirón para que el calamar aterrizara en ella de un solo golpe.

Las primeras horas de la noche transcurrieron en inmóvil espera hasta que, en un momento dado, la luna artificial de la lámpara empezó a hacer su efecto. Sobre mí estaba la cúpula del universo, las estrellas al alcance de la mano, todo me mecía suavemente en la cuna del infinito. Debajo de mí, el mar profundo, brillantemente iluminado por la lámpara de carburo, como si la cúpula del firmamento se uniera a ella para formar una esfera. En lugar de estrellas había pececillos de plata centelleando por doquier. Inmerso en un universo sin par, por encima, por debajo, por todas partes, donde todos los sonidos me dejaban sin aliento, experimenté de pronto un asombro inexplicable. Estaba seguro de que lo sabía todo aquí y ahora. Se me había revelado mi propio destino. Y también supe que, después de una noche como esa, difícilmente me resultaría posible envejecer. Estaba seguro de que no viviría hasta los dieciocho años porque, iluminado por tanta gracia, el tiempo ordinario no volvería a existir para mí.

2

El Alamein

Hace algún tiempo, encontré en mis archivos una postal de mi madre escrita a lápiz, fechada el 6 de septiembre de 1942. Tiene un sello con el retrato de Adolf Hitler. En el matasellos se lee claramente: múnich, capital del movimiento. La postal está dirigida al profesor doctor R. Herzog y familia, en Großhesselohe, a las afueras de Múnich. Era mi abuelo, Rudolf Herzog, el patriarca de la familia. Al parecer, mi madre no avisó a mi padre.

«Querido padre —escribe a mi abuelo—. Te informo de que anoche di a luz a un niño. Se llamará Werner. Con mis mejores deseos, Liesel.» Mi nombre, Werner, fue un acto de rebeldía contra mi padre, que había elegido para mí el nombre de Eberhard. Mi padre era un soldado destinado en Francia cuando yo nací. Había sabido escaquearse de la primera línea de fuego y estaba en la retaguardia, donde se distribuían los suministros, sobre todo víveres. Me había engendrado durante su último permiso, poco después de Año Nuevo. Mi madre descubrió más tarde que, antes de presentarse en casa, había pasado la primera mitad de su permiso de diez días con una amante.

Nací justo antes del punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial. En el este, la Wehrmacht pretendía tomar Stalingrado, lo que conduciría en pocos meses a una catastrófica derrota de los alemanes. En el norte de África, el general Rommel intentaba avanzar hasta El Alamein, lo que pronto llevaría a una debacle similar para el llamado «Reich de los mil años». Más tarde, cuando tuve que abandonar Estados Unidos a toda prisa con veintitrés años porque había violado las condiciones de mi visado y entonces me habrían deportado a Alemania, hui a México, donde tuve que buscarme la vida para sobrevivir. Trabajé en las charreadas montando toros jóvenes como una especie de payaso de rodeo, aunque no sabía ni cabalgar. Actuaba con el nombre artístico de El Alamein porque nadie sabía pronunciar mi nombre y, para simplificar, me llamaban «el alemán». Pero yo insistía en El Alamein porque cada vez que salía a la arena me machacaban, para regocijo del público, y era un silencioso recuerdo de la derrota alemana en el desierto magrebí. Cada sábado celebraban de nuevo esa derrota, simbolizada por las heridas que yo sufría inevitablemente.

Apenas dos semanas después de mi nacimiento, la capital del movimiento, Múnich, sufrió uno de los primeros ataques aéreos. Mi madre vivía en un pequeño estudio en una azotea en pleno centro de la ciudad, en el número 3 de la Elisabethstraße. Trece años más tarde nos mudaríamos a una pensión en el mismo edificio, solo un piso más abajo, donde conocí al lunático Klaus Kinski y viví sus ataques de locura delirante. En 1942, sin embargo, antes de que yo tuviera uso de razón, muchos edificios de los alrededores fueron destruidos y la casa donde mi vida acababa de empezar también sufrió graves daños. Mi madre me encontró en la cuna, cubierto de una gruesa capa de cristales rotos, ladrillos y escombros. Estaba ileso, pero ella, aterrorizada, nos cogió a mi hermano mayor Tilbert y a mí y abandonó la ciudad para dirigirse hacia las montañas de Sachrang, el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí fue donde crecí. Mi madre tenía conocidos en el lugar que la ayudaron a encontrar alojamiento en la granja Bergerhof, a las afueras del pueblo; no en la granja propiamente dicha sino en una diminuta casita contigua donde, según la costumbre bávara, los ancianos granjeros se ganan la vida después de ceder la granja a su primogénito. Vivíamos en el sótano. Encima de nosotros había una familia de refugiados de Hamelín, en el norte de Alemania.

Después contaré más cosas sobre mi padre y su familia. Pero, primero, hablaré de la familia de mi madre, los Stipetić, nativos de Croacia y originarios de Split, en Dalmacia. Más adelante se trasladaron a Zagreb, cuando la ciudad todavía se llamaba Agram. Mis antepasados, en el siglo xix, fueron altos cargos y oficiales militares, y mi abuelo fue comandante del Estado Mayor de los Habsburgo, pero no lo conocí porque murió cuando mi madre tenía solo dieciocho años. Fue ella quien me contó que mi abuelo tenía predilección por el humor surrealista, por lo absurdo. Durante los dos años que estuvo destinado en Usküb, la actual Skopje, solo llevó un guante. Más tarde, en un café de Viena, se quitó los guantes de oficial delante del camarero y, para asombro de todos, tenía una mano muy bronceada mientras que la otra estaba blanca como la nieve. Como si se hubiera declarado en rebeldía, jugaba a las canicas con los chavales de la calle vestido con uniforme de gala y se distinguía por hacer cosas extrañas, poco dignas de un militar. La parte croata de mi familia era nacionalista y quería que Croacia se independizara del Imperio austrohúngaro, unas aspiraciones que culminaron más tarde en el fascismo. Con el apoyo de Hitler, un poglavnik, un líder, tomó el poder en Croacia durante tres años y la pesadilla no terminó hasta el fin de la guerra.

Mi abuela era una burguesa de Viena con la que mi madre no tenía una relación estrecha porque no simpatizaba con la burguesía. Yo tan solo la conocía por las escasas visitas que le hacíamos y mi único recuerdo vívido de ella es de una vez que fui a verla con mi madre, ya cerca de su muerte, a una residencia de ancianos. Mi abuela estaba confusa y me pidió un vaso de agua, que le llené en el lavabo. «Una delicia», repetía, dando pequeños sorbos y agradeciéndome una y otra vez tan extraordinario néctar.

Lotte, la hermana menor de mi madre, se parecía a esta abuela austríaca, por lo que mi madre y ella no estaban muy unidas. Lotte era una mujer muy cariñosa que tenía dos hijos, un chico y una chica. Mi primo, unos años mayor que yo y con el que me llevaba muy bien, protagonizó un momento dramático en mi vida, la primera vez que volví a mi país desde Estados Unidos, con veintitrés años. Mi primer gran amor se había quedado allí, en Alemania, pero para entonces nuestra relación ya estaba desgastada, pues yo había sufrido una rápida evolución con los años que ella no comprendía. La había conocido cuando trabajaba de soldador en el turno de noche en la pequeña fábrica metalúrgica de sus padres. Había empezado allí mientras estudiaba en el instituto porque necesitaba dinero para mis primeras producciones cinematográficas. Tal vez por inseguridad, o porque yo no le propuse matrimonio antes de irme, se casó con mi primo durante mi estancia en Estados Unidos sin avisarme. Coincidió que, a mi regreso, acababan de volver de la luna de miel y, aun así, se fugó conmigo durante unos días, pero ni ella ni yo tuvimos fuerzas para cambiar las cosas. Como no quería volver directamente con su marido, mi primo, la llevé con sus padres, que me esperaban con sus cuatro hijos. Puede que solo fueran tres y que mi memoria exagere la superioridad numérica hasta hacerla abrumadora. No quería dejar a mi amada en la puerta de sus padres y largarme, así que estaba dispuesto a afrontar las consecuencias. Sus hermanos, unos brutos bávaros llenos de vigor que jugaban al hockey sobre hielo, me habían amenazado con matarme en cuanto apareciera por allí. Sus padres habían pronunciado amenazas similares, y con razón. Sin embargo, entré en su casa sin miedo. El día anterior ya había tenido un extraño encuentro con mi primo y mi amante, cuyo corazón estaba dividido entre los dos hombres. Todavía hoy estoy seguro de que no hubo puñetazos, ni tan siquiera el más mínimo roce, pero cuando nos separamos tenía el pómulo hinchado como si hubiera recibido un fuerte impacto. Cuatro décadas más tarde coincidimos de nuevo brevemente en una fiesta de cumpleaños familiar, pero nunca volvimos a acercarnos, a pesar de que ambos lo deseábamos.

La que había sido mi amante hasta que viajé a Estados Unidos quedó afectada por una especie de maldición y, a partir de entonces, siempre atrajo la desgracia. Tuvo dos hijos con mi primo, pero el matrimonio no funcionó. Posteriores relaciones suyas con otros hombres también acabaron mal. Finalmente se arrojó al vacío desde el puente Großhesseloher. En las viejas fotos en las que aparezco con ella siempre se nos ve despreocupados, con una alegría que no permitía adivinar el desastre que se avecinaba. Todavía hoy me entristece haberla abandonado cuando me fui a Estados Unidos sin haber tenido el valor de sincerarme con ella. Las mujeres de mi vida se han asociado a menudo con el drama, quizá porque los sentimientos entre nosotros siempre han sido muy profundos. Aun así, nunca he entendido del todo el grandioso misterio y la agonía del amor. Apenas he tenido relaciones superficiales. Aunque siempre me haya empujado el demonio del amor, mi vida no habría sido nada sin mujeres. A veces imagino un mundo en el que no hay mujeres, solo hombres. Un mundo así sería insoportable, patético, tambaleándose de un vacío a otro. Pero también tuve mucha suerte, tal vez más de la que merecía.

Mi familia paterna estaba formada por académicos. Sus raíces estaban en Suabia, pero una rama de ella eran hugonotes apellidados De Neufville, protestantes franceses que probablemente se establecieron en Fráncfort huyendo de la persecución contra ellos a finales del siglo xvii. Mi árbol genealógico extendido nunca me ha interesado demasiado, pero recuerdo que mi padre descubrió que estábamos emparentados con el matemático Gauss y con otras celebridades históricas, incluso con Carlomagno, aunque eso sea estadísticamente probable en la mayoría de los alemanes y franceses. En realidad, lo que más le importaba a mi padre era darnos una notoriedad que no teníamos. Inscribió en el árbol genealógico como «explorador» a uno de mis hermanastros, Ortwin, al que apenas conozco y que recorría el mundo trabajando para un directorio de empresas semifraudulentas, como si fuera un nuevo Alexander von Humboldt. El mayor de estos dos hermanastros, Markwart, a quien conozco un poco mejor —aunque ambos quedaron marcados de por vida porque, a diferencia de mí, tuvieron la desgracia de criarse con mi padre—, es el único de nosotros que terminó una carrera. Estudió Teología Católica y escribió su tesis doctoral sobre las interpretaciones religioso-filosóficas del supuesto descenso de Cristo a los infiernos.

Mi abuela paterna Ella, una mujer alta y majestuosa que, por su fuerza de carácter, fue adoptando el papel de cabeza de familia, me dio una visión profunda de la historia de mi familia o, mejor dicho, una visión tubular, una perforación en el pozo de la vida de solo dos personas: ella misma y su abuela, mi tatarabuela. Este pozo de sondeo en mi árbol genealógico es lo único que ha llegado a interesarme. Ella misma escribió unas memorias, A mis hijos y nietos, con el subtítulo: Sois muy curiosos y queréis saber cómo el abuelo conquistó a la abuela. Debajo: Navidad de 1891.

Los recuerdos de mi tatarabuela se remontan al año 1829. Creció en Prusia Oriental. «Mi querida hijita —escribe la abuela de mi abuela—: En verano, cuando te conté por carta mis experiencias y recuerdos de la vieja patria, me contestaste que te alegraría que escribiera algunas historias de mi infancia que había compartido con vosotros. Mi primer recuerdo consciente se remonta a mi tercer año de vida. Debió ser en 1829. Me veo en nuestro salón del castillo de Gilgenburg. Mi madre, cuyos rasgos no conservo en la memoria, está sentada en una silla en el alféizar de una ventana, ya que estas estaban a bastante distancia del suelo, ocupada con alguna labor frente a la mesa de costura. A duras penas consigo subirme al alféizar y luego a la silla. De pie detrás de mi madre, intento peinarla y acariciarle el pelo con ademanes infantiles. Entonces hay otro día que recuerdo como si fuera hoy y que nunca olvidaré: estoy en la habitación de mi madre, a media mañana. Ella se ha levantado de la cama y está tumbada en el sofá, yo estoy jugando a su lado; debe de haber alguien más en la habitación, porque oigo que dicen: “¡Se ha desmayado!”, y piden a gritos que alguien venga a levantarla y la acueste en la cama. Luego oigo gritar: “¡Un brasero para calentarle los pies!”. Le frotaron y calentaron los pies, pero fue en vano. Según supe más tarde, era el primer día que salía de la cama después de dar a luz a un hermanito. El bebé estaba muerto y recuerdo que me llamaron para que lo viera.

»En la hacienda de mi padre —escribe (por entonces debía de tener seis o siete años)—, con sus grandes bosques, también había muchos animales salvajes en aquella época: jabalíes en grandes robledales y bastantes lobos. A veces, cuando cabalgábamos por el bosque al atardecer, los caballos erizaban el lomo y, si mirabas alrededor, veías varios pares de ojos verdosos brillando entre los arbustos. Todos los años se celebraba una gran cacería de lobos y el gobierno ofrecía una recompensa por cada animal abatido. Y, mientras hubiera lobos, habría lobeznos, por supuesto. En alguna de sus incursiones por el bosque, los guardas forestales encontraban a veces el lugar donde estaba establecida una manada. Por la noche, cuando los adultos salían a cazar, los guardabosques iban a por los lobeznos, los metían en un saco y los dejaban en la habitación con nosotros, los niños, que saltábamos de alegría y jugábamos con ellos, provocándolos para que aullaran con fuerza. Estaban condenados a morir. Las orejas y las garras se grapaban a un trozo de cartón y se llevaban al gobierno como prueba para cobrar la recompensa. Los lobos eran tan descarados que a veces entraban en los huertos y se llevaban un ganso, o le robaban al pastor una oveja del rebaño. Mi cabra, a la que tenía mucho cariño, corrió la misma suerte. Los pastores lograron ahuyentar al lobo gritando y soltando al perro, pero al pobre animal ya le habían mordido el gaznate. En las noches de verano, cuando se llevaban los caballos y el ganado al jardín, había que tomar medidas contra los lobos. Al volver los animales del campo al anochecer, los untaban con un aceite maloliente, creo que se llamaba aceite francés, que supuestamente era muy repulsivo para los lobos. Al ganado le untaban la cabeza y el espacio entre los cuernos, pues cuando se sentían atacados juntaban las grupas y se defendían con los cuernos. A los caballos les untaban la cola y la grupa, porque para defenderse de los lobos juntaban las cabezas y daban coces. Sin embargo, recuerdo que una mañana trajeron a un caballo con los cuartos traseros desgarrados y hechos jirones, por lo que hubo que rematarlo acuchillándolo...»

El Bergerhof de Sachrang me pareció igualmente un lugar idílico plagado de peligros, aunque nos hubiera venido impuesto por las catástrofes, los desequilibrios y las corrientes de refugiados de la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que, antes incluso de empezar la escuela, mi hermano mayor Till y yo arreábamos las vacas en la granja Lang’schen. Éramos amigos de Eckart, el hijo del granjero, al que llamábamos «el Mantequilla» porque su padre, que le propinaba unas palizas brutales, le obligaba a batir la nata para convertirla en mantequilla. El pastoreo nos permitió ganar dinero propio por primera vez en nuestra vida. Era una minucia, pero reforzó nuestro sentido de la independencia. Quizás empezamos a ganarnos la vida incluso antes, a la misma edad, cuando llevábamos cerveza y refrescos al monte Geigelstein en un caballo haflinger. A la izquierda llevaba una alforja de cerveza amarrada al lomo y, a la derecha, una de limonada, y subíamos el largo camino casi a la carrera hasta el Oberkaser, un pasto alpino situado encima del refugio Priener Hütte. La diferencia de altitud con Sachrang es de unos ochocientos metros, e íbamos descalzos porque no teníamos zapatos de verano. Solo nos calzábamos los zapatos en otoño e invierno hasta finales de abril, y en los meses sin erre —mayo, junio, julio y agosto— tampoco llevábamos ropa interior bajo el pantalón de cuero. Hoy hay una carretera que sube a la montaña, pero por entonces subíamos por un sendero pedregoso y, aun así, tardábamos una hora y cuarto. Hoy los turistas tardan casi cuatro horas.

En el Oberkaser vivía una familia de lecheros alpinos, entre ellos una joven llamada Mare. Era la única que residía en el lugar todo el año, y se decía que no quería tener nada que ver con el valle ni con su gente desde que se había enamorado allí y la habían abandonado. Cuando tenía solo un año, su padre la metió en una mochila y la llevó a la montaña. Vivió allí desde entonces, y solo bajó al valle una vez en sesenta años porque tenía que firmar, según creo, algo para que le abonaran una pensión. Hace unos años, justo antes de que muriera, fui a visitarla con mi hijo pequeño, Simon. Ya tenía más de noventa años y estaba desgreñada y asilvestrada, aunque la gente cuidaba de ella. Los jóvenes del servicio de rescate de montaña, que tenían una cabaña en las inmediaciones, iban a verla casi todos los días. Uno de ellos la peinaba de vez en cuando, y a ella le gustaba tener a un hombre joven y fuerte arreglándole el pelo. Sobrevivió al verano y al invierno, a la lluvia y a las tormentas. No mucho antes de mi visita, su cabaña había quedado completamente sepultada por una enorme avalancha, y el equipo de rescate había cavado un pozo vertical de varios metros de profundidad para rescatar a Mare con vida de la cabaña de piedra, que seguía casi intacta. Cuando fui a verla, un hombre que la cuidaba de manera muy cariñosa acababa de instalar un calefactor en su nuevo hogar que se encendía y apagaba automáticamente en función de la temperatura, porque una vez la habían encontrado medio muerta de frío en la cama y, en otra ocasión, se había prendido fuego a sí misma al encender broza para calentarse. Las autoridades responsables de Aschau debatieron sobre si debían internarla en una residencia de ancianos, pero ella se negó en redondo y se decidió que la dejarían morir en el hogar donde siempre había vivido. Mare solo conservaba un borroso recuerdo de los dos chiquillos que acudían a ella montados en el haflinger setenta años atrás. A veces, cuando hacía mal tiempo, mi hermano y yo nos quedábamos a dormir sobre el heno, en lo alto de la montaña, y partíamos al amanecer porque teníamos que devolver el caballo y recoger nuestros cincuenta céntimos antes de ir corriendo a la escuela.

Como el sendero que subía al pasto alpino tenía piedras afiladas que a menudo quedaban ocultas bajo las matas de hierba, siempre teníamos los pies arañados y ensangrentados. Un verano, estábamos muertos de sed, así que entramos en el establo de la cabaña Schreckalm y mi hermano se acercó a una vaca para ordeñarla. Pero el animal era joven y le pegó una coz tan fuerte que lo mandó volando hacia la parte trasera del establo. Todavía hoy sé ordeñar una vaca y reconozco a las personas que saben hacerlo, igual que uno identifica a veces a un abogado o a un carnicero. Estos conocimientos me fueron útiles mucho más tarde, con los astronautas que formaban la tripulación de un transbordador espacial. Sentía verdadera fascinación por una misión para explorar Júpiter, tremendamente difícil y condicionada por varios contratiempos. En 1989, tras muchos retrasos y cambios de planes, la sonda espacial Galileo viajó hacia las profundidades del espacio desde un transbordador. Para alcanzar la velocidad necesaria, la sonda tuvo que orbitar una vez alrededor de Venus y dos alrededor de la Tierra, para que la gravedad de ambos planetas creara lo que se conoce como efecto honda. Esta empresa duró catorce años. En 2003, al final de la misión y cuando la sonda Galileo se estaba quedando sin combustible, la NASA decidió utilizar la energía que le restaba para sacarla de la órbita de una de las lunas de Júpiter y dejarla a merced de la gravedad del gigante gaseoso. Para no contaminar Europa, la luna de Júpiter cubierta por una gruesa capa de hielo que en teoría contiene un océano líquido con formas de vida microbiana, la sonda Galileo se sumergió en los gases de Júpiter, donde se fundió como plasma ultracaliente. Casi todos los científicos y técnicos que habían trabajado en la misión se reunieron en el centro de control de Pasadena, California, para presenciar la muerte de la sonda. Yo había oído hablar de ella y ansiaba estar presente porque sabía que muchos de los participantes lo celebrarían con champán y suponía que otros muchos estarían de luto. Como me habían denegado el permiso para asistir al acto, escalé la alambrada del recinto, aunque no logré burlar a los guardias de la entrada. Un físico a quien todavía estoy agradecido me reconoció cuando los de seguridad me detuvieron y llamó a la sede de la NASA en Washington. Por pura casualidad, los responsables estaban reunidos allí y llamaron al mismísimo jefe de la agencia, tras hacerme prometer que no lo molestaría más de sesenta segundos. Estuve de suerte. El hombre había visto algunas de mis películas y simplemente dio la siguiente orden: «Dejad entrar a ese loco de la cámara». Lo que más me impresionó de aquel día fue que casi todos los miembros del equipo lloraban y que, de repente, cuando la sonda aún daba señales de vida, se anunció la muerte de la misión. Habían calculado el momento con antelación, pues la sonda siguió transmitiendo durante cincuenta y dos minutos: era el tiempo que tardaba en llegar a la Tierra la señal de los ya muertos, los quemados.

Esto me llevó a seguir investigando. En un archivo encontré unas maravillosas filmaciones en celuloide de 16 mm tomadas por los astronautas que trabajaban en la misión del transbordador. Sospecho que era la única película existente en ese formato, ya que las bobinas aún estaban envueltas en el plástico del laboratorio y nadie las había reproducido hasta aquel momento. Cuando en 1989 se lanzó la sonda ya había imágenes de vídeo del espacio y también películas de 8 mm, por supuesto, pero en la tripulación de esa misión había un astronauta con talento que se interesaba por el cine. Él filmó la mayor parte del material y, aunque otros miembros del equipo también colaboraron, este astronauta en concreto grabó imágenes de una belleza extraordinaria que me dejaron maravillado. Había sido piloto de pruebas de todas las aeronaves de las Fuerzas Aéreas estadounidenses y también había capitaneado un submarino nuclear.

Enseguida me di cuenta de que aquellas imágenes, junto con otras tomadas bajo el hielo de la Antártida, serían la columna vertebral de mi película de ciencia ficción La salvaje y azul lejanía. Sería mejor que las imágenes unidas tomaran su propio impulso y desembocaran en una historia independiente. En ella también debían aparecer los astronautas de la tripulación del transbordador. Ahora tenían dieciséis años más, pero, según mi guion, habían viajado a una velocidad tan grande que en la Tierra habían pasado ya 820 años. El tiempo estaba distorsionado y regresaban a una Tierra despoblada de humanos.

Tardé meses en poder conocerlos a todos en el Centro Espacial Johnson de Houston. Había unas sillas dispuestas en semicírculo en una gran sala y los ancianos astronautas estaban sentados cuando me hicieron pasar. Sabía que todos eran científicos muy cualificados: una de las dos astronautas era bioquímica y la otra, médica; y entre los hombres había uno de los físicos de plasma más eminentes de Estados Unidos. Unos profesionales como la copa de un pino. Al saludarlos se me encogió el corazón. ¿Cómo iba a conseguir que actuaran en una película de ciencia ficción tan descabellada y fantasiosa? Les conté brevemente mis orígenes en las montañas bávaras mientras examinaba sus rostros. El piloto, Michael McCulley, tenía unos rasgos fuertes y bien definidos, como los vaqueros de las películas. Les dije que, en realidad, yo no era una criatura de la industria cinematográfica, sino alguien que había aprendido a ordeñar vacas durante la posguerra. Aunque ya sea tarde para lamentarse, todavía hoy me horroriza darme cuenta de que estuve desvariando como un loco. Mencioné que, a través de mi trabajo con actores y fisionomías, había desarrollado el instinto de ver cosas dentro de las personas. Por ejemplo, solía reconocer a las personas que sabían ordeñar vacas. Me volví hacia McCulley y le dije: «Estoy seguro de que usted sabe ordeñar». Él lanzó una exclamación en respuesta, se dio una palmada en el muslo e imitó con los puños los movimientos del ordeño. Efectivamente: McCulley había crecido en una granja de Tennessee, donde había aprendido a ordeñar. No quiero ni imaginar la vergüenza que habría pasado de haberme equivocado. Pero se rompió el hielo, y todos los astronautas que habían protagonizado la película de 16 mm actuaron en mi película, con 820 años de más.

Los niños de Sachrang aprendimos a pescar truchas con nuestras propias manos. Estos peces se refugian bajo las piedras o los bancos de hierba de la orilla cuando la gente se acerca, y permanecen allí inmóviles. Para atraparlas, hay que palparlas con cuidado con ambas manos a la vez y agarrarlas con decisión. Muchas mañanas pescábamos un par de truchas en el arroyo Prienbach de camino a la escuela porque teníamos hambre, las guardábamos vivas en un estanque lateral poco profundo y las recogíamos después, a la vuelta. Mi madre las freía en la sartén. Recuerdo cómo se retorcían, recién muertas y descabezadas. Recuerdo que algunas incluso saltaban. Nuestras vidas transcurrían casi exclusivamente al aire libre y nuestra madre nos echaba de casa sin contemplaciones cuatro horas todas las tardes, incluso los días más fríos de invierno. Al anochecer, esperábamos helados ante la puerta principal, con la ropa cubierta de nieve. A las cinco en punto se abría la puerta y nuestra madre, sin ninguna ceremonia, nos sacudía la nieve de encima con una escoba antes de dejarnos entrar. Pensaba que estar al aire libre era saludable y nosotros nos lo pasábamos de maravilla, sobre todo porque apenas había padres en el pueblo y todo estaba sumido en la anarquía, en el mejor de los sentidos de la palabra. Yo, por encima de todo, me alegraba de no tener un sargento en casa que nos dijera cómo comportarnos.

Lo aprendíamos todo sin instrucciones.

Recuerdo un ternero muerto de Sturmhof, la granja vecina, tirado en la nieve al borde del bosque. Tironeando del cadáver había al menos seis zorros que huyeron cuando me acerqué. Mientras mi hermano rodeaba el ternero, un zorro salió de repente del interior de la cavidad abdominal, se agazapó y huyó de un salto. Los zorros tienden a agazaparse cuando son sorprendidos. Mucho después, en 1982, mientras caminaba por una pista forestal a lo largo de la frontera alemana, el viento me trajo de repente el inconfundible olor de un zorro, que debía de estar muy cerca. Al doblar un recodo lo vi, enfrente de mí, desprevenido, hecho un ovillo. Me acerqué con sigilo y estaba a punto de alcanzarlo cuando el zorro se dio la vuelta y se agazapó por un momento con el trasero a ras de suelo, como si estuviera esperando que su corazón volviera a latir. Solo entonces echó a correr, todavía agazapado.

Únicamente había que tener un poco de cuidado en otoño, cuando los ciervos estaban en celo. Un ciclista fue atacado por un ciervo furioso y se refugió bajo un puentecito, donde lo siguió el animal desbocado, que acabó huyendo asustado ante el ruido de unas latas vacías tiradas en el suelo. También había encuentros misteriosos. Mi hermano fue testigo de que una vez, a plena luz del día, toda la ladera detrás de nuestra casita se llenó de repente de comadrejas que corrían hacia el arroyo. No creo haberlo soñado, aunque eso siempre puede ser una explicación. Normalmente veíamos una sola comadreja, dos a lo sumo, pero ese día debía de haber varias decenas. Los lemmings sí que son conocidos por sus huidas en masa, pero nunca había oído hablar de un comportamiento semejante en las comadrejas. Algunas se refugiaron entre los troncos de una pila de leña, pero cuando fui a buscarlas no encontré ninguna. Los alrededores estaban llenos de misterios. En el camino que iba al pueblo, al otro lado del arroyo, había un bosque de abetos altos, el bosque de las hadas, en el que casi nunca nos atrevíamos a entrar. En la estrecha garganta detrás de la casa había una cascada que, antes de precipitarse hacia el barranco, formaba una poza que siempre estaba llena de agua helada y cristalina. A veces caían árboles gigantes en esa charca de agua, lo que daba al lugar un aire primigenio. Allí vi a Sturm Sepp bañándose completamente desnudo y frotándose todo el cuerpo con un cepillo de raíces. No parecía un ser humano, sino más bien un viejo árbol gigante con líquenes ondeando al viento.

3

Héroes míticos

Sturm Sepp es una de las figuras míticas de nuestra infancia. Era el mozo de la granja vecina, Sturmhof. En la vejez se encorvó hasta que el tronco le quedó casi en posición horizontal. Para nosotros, tenía el tamaño de un gigante; parecía surgido de un pasado indeterminado y crepuscular. Llevaba una larga barba poblada y canosa, y una pipa del mismo tamaño que le colgaba casi siempre de la boca. Por el tamaño de su bicicleta se podía deducir lo alto que habría sido si se hubiera podido mantener erguido. El sillín estaba tan arriba que solo un gigante podría alcanzar los pedales desde allí. Sturm Sepp era mudo. Nunca nadie le había oído hablar. Los domingos, en el bar, le servían la cerveza sin que tuviera que pedirla. Los niños nos burlábamos de él y, de camino a la escuela, cuando lo veíamos segando el césped al otro lado de la valla, encorvado como una criatura primitiva, le gritábamos: «¡Hola, Sepp!», y lo repetíamos una y otra vez para sonsacarle alguna palabra. Una vez, a pesar de que parecía estar segando tranquilamente, golpeó con la guadaña a Brigitte, la chica del Bergerhof, que estaba más cerca de la valla, y le dio de lleno. «¡Ja, tú!», exclamó, y fue lo único que le oímos articular en décadas. Por suerte, la punta de la guadaña solo perforó los platos de hojalata que la chica llevaba para almorzar en el colegio. A partir de entonces, mantuvimos las distancias con él. Suponíamos que Sturm Sepp era tan fuerte y estaba tan terriblemente encorvado porque en invierno cargaba troncos desde la montaña. Una vez, su caballo se desplomó y tuvo que cargar un enorme tronco sobre sus propios hombros. Desde entonces estaba doblado por la mitad.

Había muchos misterios como él. No sé si es un recuerdo, pero veo a un hombre de pie detrás de la casa, junto al arroyo, al anochecer. Ha encendido un gran fuego contra el frío. Tiene la cara roja y la mirada fija en las llamas. Alguien dice que es un desertor, que huirá a las montañas por la mañana. ¿Seguro que es un recuerdo? ¿No era yo demasiado joven para recordar esto? También hubo una bruja que vino a buscarme y escapó conmigo, pero mi madre la alcanzó y me arrebató de sus garras. Desde entonces no volví a mojar los pantalones: iba al orinal a tiempo. Tenía una peca en la mano derecha, pero sabía que allí era donde la bruja me había mordido. Luego hubo una noche, que estoy seguro de que sucedió de verdad, en la que nuestra madre nos sacó de la cama a mi hermano Till y a mí y nos envolvió rápidamente en mantas porque fuera todavía hacía un frío invernal. Nos llevó ladera arriba, hasta un punto donde gozábamos de buenas vistas.

«Tenéis que ver esto, muchachos. Rosenheim está en llamas», nos dijo. La ciudad de Rosenheim fue atacada hacia el final de la guerra, según decían, por bombarderos aliados que sobrevolaban los Alpes de regreso a sus bases y no podían divisar sus objetivos debido al mal tiempo. Se supone que bombardearon la ciudad alemana enemiga para deshacerse de la carga. Lo que vimos de niños lo sigo viendo hoy. Al final del valle, al norte, todo el cielo brillaba rojo, naranja y amarillo, pero no era un parpadeo como el del fuego, sino un lento latido de todo el firmamento nocturno, porque la ciudad de Rosenheim ardía a cuarenta kilómetros de distancia. Era un gran resplandor que reflejaba en el cielo nocturno las terribles pulsaciones del fin del mundo. Por entonces Rosenheim no significaba nada para mí, pero desde aquel momento supe que ahí, fuera de nuestro mundo, lejos de nuestro estrecho valle, había otro mundo peligroso y espeluznante. Aunque, más que temerlo, me despertaba curiosidad.

Un misterio que sigue intrigándome todavía hoy fue un avión que voló en círculos durante mucho tiempo sobre la montaña que hay detrás de la casa, como si buscara alguna cosa. Luego dejó caer algo que parecía mecánico, brillante, como si estuviera hecho de aluminio. Ya no recuerdo si colgaba de un paracaídas o algún tipo de globo. Llevaba una bandera como señal que parecía balancearse entre los árboles, de copa en copa. La gente del valle también lo vio y, como ya era casi de noche, hasta la mañana siguiente no salió un grupo de hombres en su búsqueda. Estuvieron fuera todo el día y regresaron de la montaña cuando ya anochecía. Sentíamos curiosidad, pero nadie quiso contarnos nada. Habían encontrado algo misterioso que no podíamos saber. ¿Algún objeto militar? ¿Era de este mundo, o de otro mundo extraño y lejano?

Pero incluso la idílica campiña de Sachrang entrañaba sus peligros. Años después del final de la guerra, seguíamos encontrando armas que habían arrojado u ocultado los soldados que huían. Alemania, rodeada por todos lados, se reducía cada vez más por el avance de las tropas aliadas hasta que, al final, solo quedaron unos pequeños enclaves sin ocupar: creo que uno en Turingia, otro en el norte cerca de Flensburg y, por último, Sachrang y Kufstein, al otro lado de la frontera con Austria y de las cercanas montañas Kaisergebirge. Pasaban por allí los últimos rezagados, pero también grupos de los werwolf (‘hombres lobo’) que querían llevar a cabo operaciones de guerrilla tras el final de la guerra, por lo que abandonaban sus uniformes y se vestían de civil. Escondían sus armas entre el heno o bajo tocones de madera. Sé por mi madre que una vez se produjo una gran conmoción en el Bergerhof cuando los soldados de ocupación estadounidenses encontraron fusiles en el granero del granjero. Amenazaron con fusilarlo y mi madre, que hablaba inglés, intervino para defenderlo. En realidad, él no sabía nada del escondite. Yo mismo encontré una vez una ametralladora bajo un montón de leña y no recuerdo si llegué a dispararla, pero me imaginaba yendo a cazar con ella. Una vez vi a un peón caminero disparar con una ametralladora a una bandada de cuervos en un campo. Mató a uno. Lo desplumaron y lo cocinaron en una olla grande para hacer una especie de sopa. Como tenía hambre, me uní a ellos y, por primera vez en la vida, vi unos ojos grasientos flotando en el caldo. Me causó sensación. Pero no me dieron nada de comer. Más tarde, los niños también manipulábamos carburo y fabricábamos nuestros propios explosivos. Lo mejor de todo fue cuando provocamos una detonación en un tubo de hormigón que pasaba por debajo de la carretera. Nos colocamos sobre ella, justo encima del tubo, y experimentamos una sensación curiosa cuando la explosión nos levantó un poco por los aires. También creo recordar que nuestra madre nos reunió, a nosotros y a nuestros amigos, y disparó su pistola a través de un grueso tronco de haya que teníamos enfrente. La madera se astilló por el otro lado, destrozada por el proyectil. Fue tan impresionante que no hicieron falta prohibiciones. Habíamos captado el mensaje. Desde ese momento nos quedó claro que jamás en la vida apuntaríamos a un ser humano con un arma, ya estuviera cargada o descargada. Ni siquiera con una pistola de juguete.

Pertenezco a una generación en cierto modo singular en la historia. Las personas que me han precedido han vivido cambios radicales, como la transición del mundo europeo al del descubrimiento de América o el paso de un mundo artesanal a la era industrial, pero en todos estos casos hubo una única gran convulsión. Yo, en cambio, aunque no perteneciera al mundo rural, vi y experimenté cómo los campos se segaban a mano con guadañas, se volteaba la hierba, se cargaban con grandes horquillas los carros de heno tirados por caballos y se conducían al granero. Había campesinos que trabajaban como los siervos en los lejanos tiempos feudales de la Edad Media. Entonces, por primera vez, vi una henificadora mecánica, todavía tirada por un caballo, que levantaba el heno con horquillas paralelas; vi un primer tractor y vi, para mi asombro, la primera ordeñadora mecánica. Fue la transición a la agricultura industrializada. Pero mucho más tarde también vi enormes campos de cultivo en el Medio Oeste de Estados Unidos, donde grandes cosechadoras que se movían en formación cosechaban campos de kilómetros de ancho. Allí nadie molestaba a aquellos monstruos. Aunque todas las máquinas seguían estando pilotadas, iban interconectadas digitalmente, había pantallas de ordenador en las cabinas y se controlaban mediante GPS, lo que permitía trazar líneas matemáticamente perfectas. Si el conductor hubiera sido un humano, inevitablemente se habrían colado líneas algo onduladas que habrían obligado a todo el convoy a realizar giros cada vez más pronunciados. Las semillas se manipulaban genéticamente. Y, más tarde, hace unos años, vi el primer ejemplo de agricultura robotizada, en que los humanos ya no intervienen en absoluto. Los robots siembran las semillas en los invernaderos, las riegan, regulan la iluminación y la temperatura, y cosechan y envasan el producto terminado, listo para vender en el supermercado.

También he vivido grandes cambios en la comunicación desde sus tiempos arcaicos. Recuerdo a un empleado de la alcaldía de Wüstenrot, en Suabia, a pocas horas de Múnich y Sachrang, donde más adelante mi hermano y yo vivimos un año con nuestro padre. Allí había un pregonero o heraldo. Creo que esa palabra ya no existe en alemán, pero en inglés se sigue utilizando la expresión town crier. Lo veía atravesar el pueblo por la carretera de Raitelberg y tocar una campanilla para llamar la atención de la gente. Cada cuatro casas se detenía y gritaba: «¡Atención! ¡Atención!», y anunciaba ordenanzas y nombramientos públicos. Supe desde pequeño lo que eran un periódico y una radio, aunque no siempre tuviéramos electricidad. En cambio, nunca había visto una película, no conocía el concepto del cine. No tenía ni idea de que existía algo así hasta que un día apareció un hombre con un proyector móvil en la única aula de la escuela rural de Sachrang y proyectó dos películas, pero no me impresionaron lo más mínimo. Tampoco había teléfonos en nuestro pueblo; hice mi primera llamada a los diecisiete años. Los televisores no existieron hasta los años sesenta, cuando vimos por primera vez un telediario o la retransmisión de un partido de fútbol en Múnich, en el piso de arriba, en casa del conserje. He sido testigo del comienzo de la era digital, de internet, de contenidos presentados no por humanos sino por algoritmos. He recibido correos electrónicos escritos por robots. Las redes sociales han cambiado drásticamente la comunicación, aunque yo no las utilice. Los videojuegos, la vigilancia, la inteligencia artificial: nunca en la historia había habido semejante concentración de cambios radicales, ni puedo imaginar a las generaciones venideras experimentando tantos trastornos fundamentales en una sola vida.

Nuestra infancia fue arcaica. No teníamos agua corriente, había que ir a buscarla con un balde al pozo de afuera, y en invierno, cuando hacía un frío que pelaba, a menudo se congelaba. Solo había una letrina adosada a la casa, una tabla con un agujero. Como el entablado del cuartucho no estaba bien cementado, en invierno solía acumularse la nieve en su interior, por lo que nuestra madre puso un cubo en el pasillo que usábamos como retrete. Aun así, cuando hacía mucho frío, todo lo que había en el cubo se congelaba y se convertía en un conglomerado sólido. Solo podía calentarse la cocina, que tenía una pequeña estufa de leña. La diminuta habitación contigua, de apenas dos metros de ancho, donde mi hermano y yo dormíamos en literas, no tenía calefacción ni tampoco el dormitorio de nuestra madre. Ni siquiera disponíamos de colchones adecuados. Mi madre no podía comprarlos y los confeccionaba ella misma. Llenaba sacos de tela áspera con heno que había secado de los helechos. Pero los helechos, segados con la guadaña, tenían unas puntas afiladas donde los tallos estaban cortados en ángulo. Cuando se secaban, las puntas se volvían tan duras como lápices afilados y siempre te despertabas al cambiar de posición mientras dormías. El helecho seco, además, forma bolas y ni siquiera sacudiendo los colchones enérgicamente se puede evitar que haya unos huecos rígidos, duros como el hormigón. Así pues, en toda mi infancia no dormí ni una vez sobre una superficie plana. A veces, las noches de invierno eran tan frías que las mantas con que nos tapábamos la cabeza se congelaban, y alrededor de la abertura que dejábamos para respirar se formaba hielo sólido. El dormitorio era tan estrecho que solo cabía una silla entre la litera y la pared. Arriba, justo debajo del techo, había un estante en el que se guardaban las manzanas. Así que siempre olía a manzana. En invierno se ajaban y congelaban, pero cuando se descongelaban seguían siendo comestibles.

La atención médica era casi inexistente y a mi madre la confundían con una médica porque tenía un doctorado, aunque ella intentara explicar una y otra vez que era doctora en Biología. Su director de tesis, Karl von Frisch, ganó posteriormente el premio Nobel. Su tesis versaba sobre la audición de los peces. Para ello les reproducía melodías con la grabadora en el acuario del laboratorio, ante las cuales los peces aprendían a reaccionar, huyendo o emergiendo a la superficie con curiosidad porque con determinadas melodías obtenían comida como recompensa. En el pueblo, sin embargo, siempre la llamaban para los casos de emergencia. El hijo de un vecino, de apenas cuatro años, se puso de puntillas para alcanzar una olla grande que estaba en el fuego de la cocina y bajarla, pero al intentar cogerla se volcó y el agua hirviendo se le derramó encima, desde la punta de la barbilla hasta los muslos, pasando por el cuello y el torso. Sufrió unas quemaduras terribles. Avisaron a mi madre cuando el pulso del chico ya era muy débil. Sin andarse con remilgos, ella le administró una inyección de adrenalina a través de las costillas, directamente en el músculo cardíaco. Sobrevivió. Años más tarde, se quitó la camiseta en clase y me enseñó su torso lleno de cicatrices. La mortalidad infantil era alta. En el Bergerhof, el joven granjero Beni y su esposa Rosel, perdían un hijo tras otro nada más nacer. Sufrían una incompatibilidad sanguínea que hoy puede remediarse fácilmente con una transfusión inmediata. Acabaron adoptando una niña, hija de la ocupación, llamada Brigitte. Pertenecía al círculo íntimo de niños del Bergerhof. Recuerdo que Rosel volvió a quedarse embarazada, dio a luz en Aschau y la trajeron de vuelta en coche, y yo me pregunté dónde estaría el bebé. De repente, la pequeña Brigitte salió de la granja llorando, corrió al abrevadero del pozo y se lavó la cara con agua fría. Entonces supe que ese bebé también había fallecido. Era el octavo consecutivo. Después, sin embargo, tuvieron un hijo que sobrevivió, Benno, con el que sigo en contacto. Brigitte trabajó de camarera en un café de Aschau, pero murió muy joven de cáncer de mama.

Mi hermano Till y yo crecimos rodeados de miseria, pero nunca fuimos conscientes de que éramos pobres, excepto quizá durante los primeros dos o tres años después de la guerra. Siempre teníamos hambre y mi madre no podía traer suficiente comida. Comíamos ensaladas de hojas de diente de león, y mi madre hacía jarabe de llantén y brotes de abeto frescos. Lo primero era más bien una medicina para la tos y los resfriados, mientras que lo segundo sustituía al azúcar. Solo una vez a la semana el panadero del pueblo nos daba una hogaza alargada de pan que cambiábamos por nuestras fichas de racionamiento. Con un cuchillo, nuestra madre hacía una marca en el pan para cada día, de lunes a domingo, lo que equivalía a una rebanada diaria para cada uno. Cuando el hambre apretaba de verdad, nos daba la ración del día siguiente porque esperaba encontrar algo más, pero normalmente el viernes ya habíamos terminado el pan, y los sábados y domingos se hacían especialmente duros. El recuerdo más intenso que tengo de mi madre, grabado a fuego en mi mente para siempre, es un momento en que mi hermano y yo estábamos aferrados a su falda, llorando de hambre. Ella se soltó con una fuerte sacudida y se volvió bruscamente, y en su rostro había una ira y desesperación que nunca había visto ni volvería a ver jamás. Entonces, con mucha calma y dominio de sí misma, dijo:

—Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo.

En ese momento aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible.

La pobreza estaba en todas partes y no nos parecía una condición inusual, salvo en contadas ocasiones. En la escuela del pueblo, en una única aula para los cuatro primeros cursos donde se enseñaba a todos al mismo tiempo, había niños con grandes carencias, procedentes de las granjas aisladas situadas más arriba en el valle. Uno de ellos, Hautzen Louis, llegaba siempre tarde, todos los días. Creo que se retrasaba porque tenía que trabajar en el establo de su casa antes del amanecer. En invierno bajaba la montaña en trineo por un empinado barranco, y todos los días llegaba cubierto de nieve de pies a cabeza. Hacía rato que habían empezado las clases. Sin saludar, arrastrando el trineo helado hasta el aula, pasaba por delante de la señorita Hupfauer, nuestra profesora, y todos los días daba la misma excusa:

—Es que me he caído, señorita.

No recuerdo su cara, pero un día de principios de verano en el que Louis llevaba puesta la chaqueta, que olía a establo, y la señorita le dijo que se la quitara porque hacía calor, el chico fingió no haberla oído. No reaccionó a las órdenes cada vez más airadas de ella, que finalmente le atizó las manos con el bastón. Debo decir que la señorita Hupfauer era una persona maravillosa que, a pesar de tener que dar cuatro clases al mismo tiempo, logró transmitirnos conocimiento y entusiasmo, curiosidad y confianza en nosotros mismos. El bastón formaba parte del inventario general de la educación de la época y nadie lo cuestionaba. No nos parecía escandaloso tener que arrodillarnos en el escalón delantero del atril como castigo por nuestro mal comportamiento, o sobre un tronco si había sido muy malo. Louis se negó a quitarse la chaqueta, y todos los presentes en el aula, unos veintiséis niños y niñas de entre seis y diez años, nos dimos cuenta de ello. Esto hizo que su angustia fuera aún mayor y empezara a llorar en silencio. Aquel llanto silencioso aún me oprime el corazón. Finalmente, Louis se quitó la chaqueta. Debajo llevaba la única camiseta que tenía. Estaba tan lavada y gastada que colgaba hecha jirones hasta la parte superior de su brazo. La señorita también rompió a llorar y volvió a ponerle ella misma la chaqueta.

Setenta años después, volví a coincidir con la señorita Hupfauer en una reunión de antiguos alumnos en Sachrang. En aquel momento llevaba otro apellido porque se había casado más tarde y había enviudado. Pero a sus más de noventa años seguía siendo incondicionalmente cálida y entusiasta. Cuando yo era niño, ella siempre había creído que mi vida sería especial; mi madre me lo confirmó varias veces cuando ya era mayor. De niño no había indicios que sugirieran que yo tuviera algo fuera de lo corriente, al menos en sentido positivo. Era un niño tranquilo, más bien retraído, propenso al mal genio, en cierto modo peligroso para los que me rodeaban. Podía quedarme cavilando durante mucho tiempo porque quería averiguar por qué seis multiplicado por cinco daba el mismo resultado que cinco multiplicado por seis, por ejemplo. Era una regla que siempre se cumplía, pues once por catorce daba el mismo resultado que catorce por once. ¿Por qué? Había una ley oculta en los números que no entendí hasta que la visualicé en forma de rectángulo con líneas de seis por cinco piedras, una al lado de la otra. Al girar el patrón un cuarto de vuelta, el principio se hace evidente de golpe. Hoy siguen entusiasmándome las cuestiones de álgebra pura, como la hipótesis de Riemann sobre la distribución de los números primos. No entiendo nada, absolutamente nada, sobre ella porque carezco de las herramientas matemáticas necesarias, pero creo que es la más significativa de todas las preguntas matemáticas sin respuesta. Hace unos años, me reuní con el que quizá sea el matemático vivo más importante, Roger Penrose, y quise saber cómo aborda los problemas matemáticos, mediante el álgebra abstracta o la visualización. Y, para él, todo se reduce de forma exclusiva a la visualización.