El crepúsculo del mundo - Werner Herzog - E-Book

El crepúsculo del mundo E-Book

Werner Herzog

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Beschreibung

La increíble historia del soldado japonés que jamás se rindió (porque no sabía que la Segunda Guerra Mundial había acabado). La primera novela de Herzog, nuestro mayor genio vivo. Blackie Books continúa con su Biblioteca Werner Herzog, dedicada al pensador más intrépido, divertido y profundo de los últimos tiempos. Todas y cada una de sus historias las podría contar cualquiera en un bar, frente a una chimenea, en una sala académica, y atraparían la atención del público. Pero el caso es que, cuando las narra Herzog, se convierten en únicas y mágicas y nos hablan del alma del ser humano. De quiénes somos en realidad.

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La perrita Blackie había perdido hacía mucho la concepción del tiempo.

Pero qué le importaba el paso del tiempo si ella era feliz con su minúsculo

bucle de cuencos de pienso, largas siestas y el amor de otra persona.

Índice

Portada

El crepusculo del mundo

Créditos

Lugang, sendero en la jungla

Lubang, confluencia Wakayama

Aeródromo de Lubang

Lubang

Lubang, Tilik

Selva de Lubang

Lubang

Lubang, cerca de Tilik

Lubang, mirador de Looc

Jungla de Lubang, río Agcawayan

Selva de Lubang,

Lubang, cumbre del Quinientos

Arrozal en la llanura norte

Lubang

Lubang, margen de la selva

Lubang, costa oeste

Lubang, colina Quinientos

Lubang, tierras bajas junto a Looc

Lubang, costa sur

Lubang, colina Quinientos

Lubang, sendero en la jungla

Lubang

Lubang, confluencia Wakayama

Lubang, colina Quinientos

WERNER HERZOG creció en un remoto pueblo de montaña de Baviera. De niño nunca fue al cine, no tenía televisión ni teléfono. En 1961, cuando todavía estaba en secundaria, trabajó como soldador en el turno de noche para producir su primera película. Tenía diecinueve años. Desde entonces ha producido, escrito y dirigido más de cincuenta películas, entre ellas Aguirre, La cólera de Dios, El enigma de Gaspar Hauser y Grizzly Man.

Pero no solo dedica su tiempo al cine, sino también a la (buena) literatura. De hecho, lo que escribe se convierte instantáneamente en obra de culto: Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2010), diario de rodaje de su mítica Fitzcarraldo, es considerada una de las crónicas más importantes del siglo XXI. Y ahora llega El crepúsculo del mundo, sobre un soldado japonés en terreno enemigo, uno de los episodios más asombrosos y salvajes de la Historia moderna.

Herzog vive en Los Ángeles, donde dirige una serie de seminarios de cine en los que no se imparte ningún tipo de enseñanza técnica, una escuela «para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental (...) en resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior». El fuego que siente Werner a sus setenta y nueve años, y el que transmite en todo lo que escribe y hace.

Título original: Das Dämmern der Welt

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la ilustración de la cubierta: Julio Fuentes

© de la fotografía del autor: Lena Herzog

© del texto: Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, Múnich, 2021.

Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent

© de la traducción: Marina Bornas, 2022

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Newcomlab

Primera edición digital: marzo de 2022

ISBN: 978-84-19172-04-4

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Muchos detalles son correctos; otros muchos no lo son. Lo importante para el autor era otra cosa, algo fundamental, algo que creyó identificar durante su encuentro con el protagonista de esta historia.

En 1997 dirigí la ópera Chushingura en Tokio. Shigeaki Saegusa, el compositor, llevaba mucho tiempo insistiéndome para que dirigiera el estreno mundial de su obra. Chushingura es la más japonesa de todas las historias japonesas: un señor feudal es provocado e insultado durante una ceremonia y desenvaina la espada. Por ello se ve obligado a cometer seppuku, el suicidio ritual. Dos años más tarde, cuarenta y siete de sus vasallos vengan su muerte emboscando y matando al noble que había ofendido injustamente a su señor. Saben que morirán por ese acto. Ese mismo día, los cuarenta y siete, sin excepción, se suicidan.

Shigeaki Saegusa es un compositor muy respetado en Japón. Mientras trabajábamos en el montaje de la ópera, tenía su propio programa de televisión y la gente conocía nuestro trabajo. Una noche, los empleados más allegados a él nos reunimos en una larga mesa para cenar. Saegusa llegó tarde, rebosante de entusiasmo.

—Señor Herzog —me dijo—. El emperador quiere invitarlo a una audiencia privada. A menos que no pueda permitirse distracciones antes del estreno, claro.

—¡Cielo santo! —respondí—. No tengo ni idea de cómo hablarle al emperador. La conversación acabaría siendo un intercambio insustancial de fórmulas de cortesía.

Sentí la mano de mi esposa Lena sobre la mía, pero ya era demasiado tarde. Había rehusado la invitación.

Fue un paso en falso, tan estúpido y descomunal que todavía hoy me avergüenza. Todos los que estaban sentados a la mesa se quedaron petrificados. Nadie parecía respirar. Todas las miradas cayeron al suelo, se apartaron de mí, y un largo silencio congeló el ambiente. Pensé que, en ese instante, todo Japón contenía el aliento. Una voz rompió el silencio:

—¿A quién le gustaría conocer en Japón, entonces?

Sin pensarlo, dije:

—A Onoda.

¿Onoda? ¿Onoda?

—Sí —dije—, a Hiroo Onoda.

Una semana más tarde, lo conocí.

Lugang, sendero en la jungla

20 DE FEBRERO DE 1974

La noche se revuelca en sueños febriles. Incluso el despertar es como un gélido escalofrío y el paisaje, un sueño estático y crepitante que se resiste a disiparse mientras se va convirtiendo en día, parpadeando como un fluorescente mal conectado. Un suplicio ritual, un arrebato eléctrico que centellea en la selva desde la mañana. Llueve. La tormenta está tan lejos que no se oye el trueno. Es un sueño. Un sueño. Un camino ancho, vegetación espesa a derecha e izquierda, hojas podridas en el suelo, árboles que gotean. La selva permanece expectante, con paciente humildad, hasta que la misa mayor de la lluvia se ha oficiado hasta el final.

Luego ocurre esto, como si yo mismo estuviera allí: un murmullo de voces confusas a lo lejos; gritos alegres que se van acercando. Un cuerpo toma forma entre la turbia neblina de la jungla. Un joven filipino llega corriendo por el sendero que desciende suavemente. Con la mano derecha sostiene sobre la cabeza lo que antes era un paraguas y ahora solo es un esqueleto de alambre y tela rasgada; en la mano izquierda tiene un gran cuchillo bolo. Justo detrás de él, una mujer con un bebé en brazos, seguida de otros siete u ocho aldeanos. Es imposible adivinar el motivo de su alegría. Avanzan corriendo, no pasa nada más. El constante goteo de los árboles, el sendero silencioso.

No es más que un camino. Y entonces, en el margen derecho, justo enfrente de mí, algunas de las hojas podridas del suelo se mueven. ¿Qué ha sido eso? Un momento de quietud. Después, parte de la pared de hojas comienza a moverse delante de mí, más o menos a la altura de mis ojos. Lenta, muy lentamente, las hojas adoptan forma humana. ¿Será un fantasma? Eso que he estado viendo todo el rato, aunque no lo haya reconocido a pesar de tenerlo justo delante de las narices, es un soldado japonés. Hiroo Onoda. No lo habría visto aunque hubiera sabido dónde estaba, pues está completamente camuflado. Primero se despega las hojas mojadas de las piernas y, después, las ramas verdes que ha adherido de manera minuciosa a su cuerpo. Busca el rifle entre la espesa maleza, donde ha escondido su mochila, también camuflada. Veo a un soldado de poco más de cincuenta años, enjuto; cada uno de sus movimientos es en extremo cauteloso. Su uniforme está lleno de parches cosidos y la culata de su rifle, envuelta en tiras de corteza. Escucha con atención. Después, desaparece sin hacer ruido en la dirección en la que corrían los aldeanos. El camino embarrado sigue delante de mí, pero ahora es nuevo, diferente y, al mismo tiempo, igual, aunque lleno de misterios. ¿Ha sido un sueño?

Un poco más abajo, el camino se ensancha. La lluvia es apenas un murmullo. Onoda inspecciona las huellas en el barro, siempre alerta, siempre en guardia. Sus ojos atentos recorren continuamente los alrededores. Los pájaros han empezado a piar, tranquilos, como si le estuvieran confirmando que, en ese momento, el peligro es tan solo una palabra en un diccionario, un atributo misterioso y discreto del paisaje. Incluso el zumbido de los insectos es uniforme. Empiezo a oír lo mismo que Onoda, ese zumbido que no es agresivo ni alarmante. Oigo el murmullo de un riachuelo a lo lejos aunque todavía no lo he visto, como si empezara a interpretar los ruidos como hace él.

Lubang, confluencia Wakayama

21 DE FEBRERO DE 1974

Bajo el tupido techo de la selva hay un río estrecho. El agua clara fluye sobre las rocas planas. Por la izquierda, al pie de las empinadas laderas cubiertas de vegetación, recibe las aguas de un arroyo. El paisaje se ensancha bajo la confluencia. Bambús, palmeras, juncos altos. En la zona donde convergen los dos arroyos se extiende un banco de arena plano. Onoda lo cruza caminando de espaldas para que sus huellas conduzcan a un posible perseguidor en la dirección equivocada. Reconoce una pequeña bandera nipona a través de los juncos que se mecen lentamente. Onoda levanta con cautela sus gastados binoculares, en los que se notan los años en la selva. Pero ¿todavía tiene binoculares? ¿No se habían vuelto inservibles hace mucho tiempo por culpa de un hongo? ¿O es que Onoda simplemente es inconcebible sin binoculares? El viento de la tarde hace ondear y aletear la bandera. La tela es tan nueva que se pueden ver con claridad las dobleces.

Junto a la bandera hay una tienda de campaña recién estrenada, como las que usan los turistas los fines de semana. Onoda se incorpora con cautela. Ve a un joven agachado en el suelo, de espaldas, intentando encender un hornillo portátil. Está solo. En la entrada de la tienda hay una mochila de plástico. Cuando el joven alarga la mano hacia ella en busca de un cortavientos para proteger el fuego, se le ve la cara: es Norio Suzuki.

Onoda sale con brusquedad de su escondite. Suzuki se levanta sobresaltado, sin perder de vista el fusil que lo apunta directamente.

—Soy japonés... Soy japonés —acierta a decir cuando al fin recupera el habla.

—De rodillas —le ordena Onoda. Suzuki se arrodilla despacio—. Quítate los zapatos y tíralos lejos de ti.

Suzuki obedece. Las manos le tiemblan ligeramente y le cuesta aflojar los cordones.

—Estoy desarmado. Esto es solo un cuchillo de cocina. —Onoda hace caso omiso del cuchillo en el suelo. Suzuki lo aparta con cuidado—. ¿Es usted Onoda? ¿Hiroo Onoda?

—Sí, soy el teniente Onoda.

Onoda dirige el cañón del rifle contra el pecho de Suzuki con un gesto estoico, impenetrable. Al mismo tiempo, el rostro del joven se ilumina.

—¿Estoy soñando? ¿Es real lo que veo?

La luz del día ha dado paso a la noche. Onoda y Suzuki están agachados junto al fuego, a cierta distancia de la tienda. Las cigarras nocturnas empiezan a cantar. Onoda ha escogido una posición que le permite escudriñar el entorno con su atenta mirada. Es receloso, siempre está alerta y sigue encañonando a Suzuki con el rifle. Deben de llevar un rato hablando. Después de una pausa, Suzuki retoma la conversación.

—¿Cómo voy a ser un espía americano? Solo tengo veintidós años.

Onoda no se deja impresionar.

—Cuando vine aquí para luchar en la guerra, yo era solo un año mayor que tú. Cualquier intento de disuadirme de mi misión era una artimaña de los espías enemigos.

—No soy su enemigo. Mi única intención era conocerle.

—Otras personas han venido a la isla vestidas de civil, con todos los disfraces imaginables pero con un objetivo común: neutralizarme, hacerme prisionero. He sobrevivido a ciento once emboscadas. Me han atacado una y otra vez. No soy capaz de contar cuántas veces me han disparado. Todos en esta isla son mis enemigos.

Suzuki no dice nada. Onoda mira en la dirección donde aún queda un poco de luz en el cielo.

—¿Sabes cómo se ve un proyectil disparado contra ti bajo la luz del atardecer?

—No. La verdad es que no.

—Tiene un brillo azulado, casi como una bala trazadora.

—¿De veras?

—Si el arma está lo bastante lejos, lo ves venir directamente hacia ti.

—¿Y nunca lo han alcanzado? —pregunta Suzuki, admirado.

—Una vez estuvieron a punto de darme, pero rodé por el suelo y el proyectil pasó de largo.

—¿Las balas silban?

—No, suenan como una vibración. Un zumbido profundo.

Suzuki está impresionado.

Una voz se inmiscuye. El cielo nocturno centellea a lo lejos. La voz canta una canción.

—¿Quién es ese? —Suzuki no ve a nadie.

—Es Shimada, el cabo Shimada. Murió aquí.

—A principios de los cincuenta, ¿verdad? Conozco la historia. En Japón la conoce todo el mundo.

—Murió hace diecinueve años, nueve meses y quince días. Aquí, en la confluencia Wakayama, en una emboscada.

—¿Wakayama? —pregunta Suzuki—. Es un nombre japonés.

—Al principio, cuando empezó nuestra lucha en Lubang, mi batallón decidió ponerle ese nombre en honor a la prefectura donde nací.

Las cigarras se animan y sus chirridos llenan el ambiente. Ahora son ellas las que llevan la voz cantante. Suzuki reflexiona durante un buen rato. Ahora las cigarras cantan a pleno pulmón, todas al unísono, estridentes, como una muchedumbre indignada.

—Señor Onoda.

—Teniente.

—Teniente, pues. Prefiero que vayamos directos al grano.

Suzuki calla. Onoda le roza suavemente el pecho con el cañón del rifle, pero no para amenazarlo, sino para indicarle que avive el fuego.

—Si no eres un espía, ¿quién eres?

—Me llamo Norio Suzuki. Antes estudiaba en la Universidad de Tokio.

—¿Antes?

—Lo dejé.

—Nadie renuncia a estudiar en la mejor universidad del país porque sí.

—Me asusté al ver todo mi futuro extendiéndose ante mí, como una carrera. Vi todos los pasos que me conducirían hasta la jubilación.