Religión para ateos - Alain de Botton - E-Book

Religión para ateos E-Book

Alain de Botton

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Beschreibung

¿Qué ocurriría si las religiones no fueran ni una verdad absoluta ni una completa falsedad? En este sugestivo libro, Alain de Botton consigue dar otra vuelta de tuerca al monótono debate entre los creyentes fundamentalistas y los no creyentes, argumentando que, aunque los supuestos sobrenaturales de la religión son completamente falsos, las religiones siguen teniendo algo muy importante que enseñarle al mundo secularizado.

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Título original: Religion for Atheists

© Alain de Botton, 2012.

© de la traducción: Amado Diéguez, 2012.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO381

ISBN: 978-84-9006-854-0

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

1. Sabiduría sin doctrina

2. Comunidad

3. Bondad

4. Educación

5. Ternura

6. Pesimismo

7. Perspectiva

8. Arte

1

SABIDURÍA SIN DOCTRINA

Probablemente solo una buena persona: santa Inés de Montepulciano. / Bridgeman/Chiesa degli Gesuiti, Venecia/Cameraphoto Arte Venezia.

1.

La pregunta más aburrida e improductiva que uno puede hacerse a propósito de cualquier religión es si es o no verdadera, es decir, si nos ha sido revelada desde los cielos al son de clarines y trompetas y está sobrenaturalmente dominada por profetas y seres celestiales... o no.

Para ahorrarnos tiempo, y a riesgo de que el presente proyecto pierda lectores dolorosamente pronto, declaremos ya con franqueza que, por supuesto, no existen religiones verdaderas en ningún sentido divino del término. Este es un libro para esas personas incapaces de creer en milagros, espíritus o cuentos de zarzas ardientes y sin mayor interés en las hazañas de hombres y mujeres tan peculiares como la santa del siglo XIII Inés de Montepulciano, que, según decían, levitaba a casi un metro del suelo cuando rezaba, resucitaba a los niños difuntos y, al llegar el fin de sus días, subió al cielo desde el sur de la Toscana a hombros de un ángel.

2.

Intentar demostrar la no existencia de Dios puede ser un pasatiempo muy entretenido para un ateo. Los críticos más acérrimos de la religión disfrutan enormemente poniendo de manifiesto con gran pormenor y sin asomo de remordimiento la imbecilidad de los creyentes y solo se dan por satisfechos cuando queda probado que sus enemigos son unos simplones o unos fanáticos.

Aunque este ejercicio reporta sus satisfacciones, la verdadera cuestión no es si Dios existe o no, sino hasta dónde estirar los argumentos una vez decidido que, evidentemente, no existe. La presente obra parte de la premisa de que se puede estar comprometido con el ateísmo y aun así creer que, esporádicamente, las religiones son útiles, interesantes y consoladoras y sentir curiosidad suficiente por la posibilidad de importar algunas de sus prácticas e ideas a la esfera secular.

Nos pueden dejar fríos las doctrinas de la Santísima Trinidad y el Noble Óctuple Sendero del budismo y, al mismo tiempo, sentir interés por la forma en que las religiones nos sermonean, promueven la moral, engendran un sentido de comunidad, utilizan el arte y la arquitectura, inspiran viajes, educan las mentes o alientan nuestra gratitud ante la belleza de la primavera. En un mundo acosado por fundamentalismos píos y laicos de toda índole ha de ser posible compensar el rechazo de la fe con la reverencia selectiva por determinados rituales y conceptos religiosos.

Cuando dejamos de creer que las religiones o bien nos han sido reveladas o bien son completas bobadas, el asunto se vuelve mucho más sugestivo. Podemos entonces reconocer que las hemos inventado para cubrir dos necesidades vitales que a día de hoy la sociedad laica no ha sido capaz de satisfacer siquiera con un mínimo de habilidad: la primera, convivir en comunidades armónicas a pesar de que nuestros impulsos más egoístas y violentos estén tan profundamente arraigados. La segunda, lidiar con los aterradores grados de dolor que nos causan nuestra vulnerabilidad ante el fracaso profesional, algunas relaciones turbulentas, la muerte de nuestros allegados y nuestra propia decadencia y extinción. Es posible que Dios haya muerto, pero los asuntos urgentes que nos impelieron a imaginarlo siguen sin resolverse y exigen soluciones que no caduquen aun cuando ya nos hayan advertido que el cuento de los panes y los peces adolece de ciertas inexactitudes científicas.

El ateísmo moderno ha cometido el error de pasar por alto aspectos de la religión que todavía son relevantes aunque hayamos descartado sus dogmas fundamentales. En cuanto no nos sentimos en la obligación de postrarnos ante ellas o denigrarlas, somos libres de descubrir que las religiones atesoran infinidad de conceptos ingeniosos que podrían valernos para aliviar algunos de los males más persistentes y desatendidos de la vida secular.

3.

Crecí en un hogar comprometido con el ateísmo porque soy hijo de dos judíos laicos para quienes creer en Dios tenía el mismo valor que creer en Santa Claus. Recuerdo bien que mi padre redujo a las lágrimas a mi hermana cuando intentó que renunciara a su idea, que en realidad solo sostenía tímidamente, de que en alguna parte del universo moraba una deidad solitaria. Mi hermana tenía entonces ocho años. Si mis padres descubrían que algún miembro de su círculo social albergaba clandestinamente algún sentimiento religioso, lo miraban con la compasión que por lo general uno reserva a los que sufren una enfermedad degenerativa y a partir de ese momento nada les podía persuadir de que volvieran a tomarlo en serio.

Las opiniones de mis padres me influyeron poderosamente, pero hacia los veinticinco años mi falta de fe entró en crisis. Mis dudas nacieron al escuchar las cantatas de Bach, crecieron más tarde en presencia de ciertas vírgenes de Bellini y se hicieron ya insoportables al conocer la arquitectura zen. Sin embargo, hasta que no hubieron pasado unos años de la muerte de mi padre —al que enterramos al noroeste de Londres bajo una lápida hebrea en el cementerio judío de Willesden porque, misteriosamente, no nos había dejado al respecto indicaciones laicas de ningún tipo— no hice frente en su justa y plena medida a la ambivalencia de los principios doctrinales que me habían sido inculcados cuando era pequeño.

Pero mi certidumbre sobre la inexistencia de Dios no se tambaleó. Simplemente, fue liberador pensar que tal vez hubiera alguna forma de aprovechar la religión sin necesidad de suscribir su contenido sobrenatural; alguna forma, por decirlo en términos más abstractos, de pensar en otros Padres sin turbar el respetuoso recuerdo de mi propio padre. Tuve que reconocer que mi prolongado rechazo de teorías sobre seres celestiales y de la existencia de otra vida después de la vida no era justificación alguna para ignorar la música, la arquitectura y las oraciones, los ritos, celebraciones, santuarios, peregrinajes, festejos del paladar y manuscritos iluminados de los diversos credos del mundo.

La sociedad secular se ha visto injustamente empobrecida con la pérdida de toda una colección de prácticas y temas con que los ateos opinan que es imposible convivir a causa de su, al parecer, estrecha relación con «el mal olor de la religión» por citar la útil expresión de Nietzsche. Hemos crecido con miedo a la palabra moral. Nos espanta la idea de oír un sermón. Huimos de la idea de que el arte debería ser edificante o tener una misión ética. No emprendemos peregrinaciones. No erigimos templos. No tenemos mecanismos para expresar gratitud. La idea de leer un libro de autoayuda se ha vuelto absurda para los idealistas y para los virtuosos. No queremos practicar ejercicios mentales. Los desconocidos rara vez cantan juntos. Se nos pone ante una incómoda elección: comprometernos con peculiares concepciones de deidades inmateriales o desprendernos de un cúmulo de sutiles, reconfortantes o, sencillamente, simpáticos rituales cuyo equivalente buscamos en vano en la sociedad laica.

Pero renunciando a tanto hemos permitido que la religión se adueñe en exclusiva de áreas de experiencia que en justicia deberían pertenecer a toda la humanidad, de territorios que sin rubor deberíamos recuperar para el reino de lo laico. El primer cristianismo era experto en apropiarse las buenas ideas de otros, y agresivamente subsumió incontables prácticas paganas que los ateos modernos tienden a evitar en la errónea creencia de que son indeleblemente cristianas. La nueva fe se hizo con las festividades de invierno y nos las ofreció en forma de Navidad. Absorbió el ideal epicúreo de convivencia en comunidades filosóficas y lo convirtió en lo que hoy conocemos como vida monástica. Y en las derruidas ciudades del Imperio Romano se aposentó alegremente en los nichos y altares de templos antaño dedicados a los héroes y dioses paganos.

Ahora los ateos se enfrentan a un nuevo reto: cómo revertir el proceso de colonización religiosa, cómo desligar algunas ideas y ritos de las instituciones religiosas que los reivindicaron y a las que en realidad no pertenecen. Por ejemplo, gran parte de lo mejor de la Navidad no tiene nada que ver con el nacimiento de Cristo. Gira en torno a nociones y prácticas referidas a la comunidad, la fiesta y la renovación de la vida que anteceden al contexto en que el cristianismo las tiene engastadas desde hace siglos. Las necesidades del alma ya están listas para que las liberemos del particular matiz que las religiones les dan, aunque, paradójicamente, sea el estudio de las religiones el que habitualmente encierra la clave de su redescubrimiento y articulación.

En estas páginas y con la esperanza de alumbrar verdades que podrían sernos útiles para la vida secular vamos a procurar leer la fe cristiana —sobre todo la cristiana, pero también, aunque en menor medida, la judía y la budista— particularmente en relación con los desafíos que nos plantea la comunidad de los hombres y su sufrimiento corporal y mental. La tesis subyacente no es que el secularismo es un error, sino que con frecuencia hemos secularizado mal, porque, en el proceso de librarnos de ideas inviables, hemos perdido innecesariamente algunos de los elementos más servibles y atractivos de las religiones.

Las religiones tienen por costumbre ocupar lugares que originalmente no les pertenecían, como ocurrió con la iglesia de San Lorenzo in Miranda de Roma, fundada en el siglo XVII sobre los restos del templo romano de Antonino y Faustina. / Jean-Christophe Benoist.

4.

Doy por supuesto que la estrategia del presente libro va a enojar a los partidarios de ambos bandos del debate. Los religiosos se ofenderán ante comentarios aparentemente bruscos, selectivos y asistemáticos de sus principios. Las religiones no son un bufé, dirán, del que coger según qué cosas de acuerdo con el gusto de cada cual. Sin embargo, la caída de muchos credos se puede explicar por su irracional insistencia en que sus partidarios apuren el plato hasta el final. Ahora bien, ¿por qué no es posible saborear el retrato que de la modestia hace Giotto en sus frescos y, al mismo tiempo, obviar la doctrina de la anunciación? ¿Por qué no se puede admirar el énfasis de los budistas en la compasión y simultáneamente prescindir de sus teorías de la reencarnación? Para quien carece de fe religiosa, tal vez no haya mayor delito que tomar prestados ingredientes de varias religiones. Es como si a un amante de la literatura le pidieran que señalase a su puñado de escritores favoritos del conjunto del canon. Que aquí nos refiramos únicamente a tres de las veintiuna mayores religiones del mundo no es señal de favoritismo o impaciencia, sino, tan solo, consecuencia del hincapié que este libro quiere hacer, no en confrontar una miscelánea de fes, sino en la comparación de lo secular con lo religioso en general.

Los ateos militantes también se pueden sentir ofendidos, en su caso por un libro que trata la religión como si todavía mereciera ser la continua piedra de toque de nuestros deseos y anhelos. Señalarán la furiosa intolerancia institucional de muchas religiones y que el arte y la ciencia nos ofrecen reservas de consuelo y verdad igualmente abundantes y menos ilógicas e intransigentes. Es posible que además se pregunten por qué a alguien que se confiesa incapaz de aceptar tantas facetas de la religión —que, por ejemplo, no puede defender que una virgen dé a luz ni puede tampoco aceptar sin más que, como tan arrobadamente afirman las jatakas, en una de sus identidades el Buda se reencarnó en conejo— no le importe aun así que lo asocien con un tema tan comprometido como la fe.

Se les puede responder que las religiones merecen nuestra atención sencillamente por su ambición conceptual, por haber cambiado el mundo hasta un extremo desconocido para las instituciones seculares. Las religiones han conseguido combinar teorías éticas y metafísicas con una implicación práctica en la educación, el vestido, la política, el transporte y los viajes, la restauración, las ceremonias de iniciación, el mundo del libro, el arte y la arquitectura, una gama tan amplia de intereses que abochorna hasta a los mayores y más influyentes movimientos e individuos laicos de la historia. A quienes estamos interesados en la difusión e impacto de las ideas, nos resulta muy complicado no sentir fascinación ante los ejemplos que nos ofrecen los movimientos intelectuales y educativos más exitosos del mundo.

5.

Para concluir, este libro no se propone hacer justicia a ninguna religión en particular, porque ya tienen todas sus propios apologistas. Procura en cambio examinar facetas de la vida religiosa que contienen conceptos que podrían aplicarse a los problemas de la sociedad secular, y dar sus frutos. Intenta desechar los aspectos más dogmáticos de las religiones y destilar los que podrían ser más oportunos y balsámicos para las mentes que en nuestro tiempo tienen que afrontar las crisis y penas de la existencia finita en nuestro atribulado planeta. Y espera también rescatar parte de la belleza, ternura y sabiduría de todo lo que, al parecer, ha dejado para siempre de ser verdadero.

2

COMUNIDAD

Linkimage / Gerry Johansson.

CONOCERALOSDESCONOCIDOS

1.

Una de las pérdidas más tristes de la sociedad moderna es la del sentido de comunidad. Imaginamos que existió alguna vez un grado de cercanía y buena vecindad que ahora ha sido sustituido por un anonimato implacable, por una situación en que las personas buscamos el contacto con el otro principalmente con fines bien demarcados y egoístas: el beneficio económico, las ventajas sociales, el amor romántico...

Parte de nuestra nostalgia gira en torno a nuestra renuencia a mostrarnos caritativos con quienes atraviesan dificultades, pero es muy poco probable que nos interesen síntomas menores de la escisión social: que no nos saludemos al cruzarnos por la calle, por ejemplo, que no ayudemos a los mayores cuando vuelven con la compra. Vivimos en ciudades mastodónticas y tendemos a enclaustrarnos en guetos tribales organizados de acuerdo a nuestra clase, estudios o profesión. Podemos llegar a ver al resto de la humanidad como enemiga en lugar de como un colectivo empático al que aspirar a unirse. Entablar conversación con un desconocido en un espacio público puede llegar a ser raro y extraordinario. En cuanto pasamos de los treinta, hacer nuevos amigos es casi insólito.

Quienes han intentado comprender qué puede haber erosionado nuestro sentido de comunidad otorgan un papel importante a la privatización de las creencias religiosas que se viene produciendo en Europa y Estados Unidos desde el siglo XIX. Los historiadores sugieren que empezamos a descuidar el trato con nuestros vecinos en el momento —más o menos— en que dejamos de honrar en grupo a nuestros dioses, lo cual nos hace preguntarnos qué hicieron en el pasado las religiones para fomentar el espíritu comunitario y, desde un punto de vista más práctico, si la sociedad laica podría recobrar alguna vez el mismo espíritu sin basarlo en la superestructura teológica a la que estuvo vinculado. ¿Sería posible reivindicar una noción de comunidad que no esté erigida sobre cimientos religiosos?

Axiom/Timothy Allen.

2.

Si examinamos con mayor detalle las causas de nuestra alienación, nos damos cuenta de que, en realidad, la sensación de soledad proviene en parte de la magnitud de algunas cifras. Vivimos en la tierra miles de millones de personas, así que la simple idea de hablar con un desconocido tiene que darnos más miedo que cuando el planeta estaba escasamente poblado. Porque da la impresión de que la sociabilidad guarda una relación inversamente proporcional con la densidad de población. Por lo general charlamos amigablemente con los demás solo cuando además tenemos la alternativa de evitarlos del todo. Si el beduino cuya tienda contempla cien kilómetros de arena desolada cuenta con recursos psicológicos suficientes para dar al recién llegado una cálida bienvenida, sus coetáneos de la urbe, que en el fondo no son menos generosos ni menos bienintencionados, no pueden —para preservar un mínimo de serenidad interior— dar muestra alguna de que reparan en los millones de seres humanos que comen, duermen, discuten, copulan y mueren a solo unos centímetros de él y por todos lados.

Y luego, por supuesto, está la cuestión de las presentaciones. Los espacios públicos en los que comúnmente nos encontramos —trenes de cercanías, ajetreadas aceras, salas de aeropuerto— conspiran por proyectar una imagen degradada de nuestras identidades que socava la idea de que toda persona es necesariamente el centro de una individualidad compleja y preciosa. Es difícil seguir teniendo esperanzas en la naturaleza humana después de darse un paseo por la londinense Oxford Street o de hacer escala en O’Hare, el aeropuerto internacional de Chicago.

Antes sentíamos mayor contacto con nuestros vecinos en parte porque con frecuencia también eran nuestros compañeros y amigos. Nuestra casa no siempre ha sido un dormitorio anónimo al que llegamos tarde y del que nos vamos temprano. Conocíamos bien a nuestros vecinos no solo porque eran grandes conversadores, sino porque con ellos recogíamos el heno o arreglábamos el tejado de la escuela, tareas que natural y subrepticiamente contribuían a afianzar las relaciones. Pero el capitalismo no tiene paciencia para la producción artesanal ni para la industria local. Tal vez incluso prefiera que no mantengamos contacto alguno con nuestros vecinos, y mucho menos cuando nos interrumpen camino a la oficina o nos desaconsejan cierta compra online.

Hace tiempo conocíamos a los demás porque no nos quedaba otro remedio que pedirles ayuda... y porque los demás también nos la pedían. La caridad era parte integrante de la vida premoderna. En determinados momentos resultaba imposible no pedir dinero a un desconocido —o casi— o dárselo a un vagabundo. Porque en aquel mundo no había ni seguridad social, ni seguro de desempleo, ni viviendas de protección oficial, ni banca de consumo. Que en plena calle se aproximara un indigente, enfermo, frágil y confuso no provocaba automáticamente que todos desviaran la mirada suponiendo que alguna institución del Estado se haría cargo.

Desde el punto de vista puramente económico somos mucho más generosos que nuestros antepasados porque cedemos hasta la mitad de nuestra renta a la caja común. Pero lo hacemos casi sin darnos cuenta, por medio de la Agencia Tributaria, que es una institución anónima, y, si lo pensamos bien, probablemente con cierto temor —y rencor— a que nuestro dinero sirva para apoyar una burocracia innecesaria o comprar misiles. Rara vez sentimos lazo alguno con los miembros menos afortunados de la sociedad, para quienes nuestro dinero también compra un techo, una sopa, sábanas blancas o algunas dosis de insulina. Ningún receptor, ningún donante, siente la necesidad de decir «por favor» ni «gracias». Nuestros donativos no son ya —al contrario de lo que siempre ha sucedido en la era cristiana— la savia vital de una trabada maraña de relaciones con beneficios prácticos para el receptor y gran provecho espiritual para el donante. Encerrados en nuestros privados capullos, ahora observamos a los demás sobre todo a través de los medios de comunicación, y, como consecuencia, suponemos que los desconocidos son estafadores, asesinos o pedófilos —lo cual refuerza el impulso de confiar solo en aquellos familiares o miembros de nuestra clase social que han tenido a bien investigar a los demás previamente y en nuestro beneficio—. En las raras ocasiones en que las circunstancias (por ejemplo, una tormenta de nieve o una huelga salvaje) consiguen que nuestras herméticas burbujas exploten y nos coloquen junto a personas que no conocemos, no es infrecuente nuestra sorpresa ante el hecho de que nuestros conciudadanos apenas demuestren interés por cortarnos en trocitos o por abusar de nuestros hijos y nuestro pasmo al comprobar que son amables y solícitos.

Por insociables que nos hayamos vuelto, no hemos renunciado a la esperanza de entablar relaciones. En los solitarios cañones de las ciudades modernas, no hay emoción más valorada que el amor. Pero no el amor del que hablan las religiones, no el amor fraternal, expansivo y universal que atañe a toda la humanidad, sino una variedad más restringida y celosa, y en realidad más mezquina: el amor romántico, por el que emprendemos una búsqueda maníaca de una persona única con la que esperamos alcanzar una comunión completa y eterna, de una persona en particular que nos ahorre la necesidad de las demás personas en general.

En la medida en que nos promete acceso a cierta comunidad, la sociedad moderna se centra en el culto al éxito profesional. Tenemos la impresión de estar llamando a su puerta cuando lo primero que nos preguntan en una fiesta es «Y tú, ¿a qué te dedicas?», sabiendo que de nuestra respuesta dependerá una cálida bienvenida o la postergación definitiva junto al plato de los cacahuetes. En esas competitivas reuniones pseudocomunales solo un puñado de atributos son la moneda capaz de comprar la buena voluntad de algún extraño. Lo que más importa es lo que ponga en nuestra tarjeta de visita, y quienes se hayan pasado la vida cuidando a sus hijos, escribiendo poesía o cultivando la huerta comprenderán sin ningún género de dudas que han ido contra las costumbres dominantes de los poderosos y en justicia merecen que los marginen.

Ante semejante nivel de discriminación, no es ninguna sorpresa que muchos de nosotros nos dediquemos con ahínco a nuestro oficio. Centrarse en el trabajo excluyendo todo lo demás es una estrategia plausible en un mundo en que el logro profesional es lo más importante para asegurar no solo los ingresos que nos permitan sobrevivir físicamente, sino también la atención que nos hace falta para prosperar psicológicamente.

Soñando con encontrar a esa persona que nos evite la necesidad de otras. / Sin título, octubre de 1998, de Hannah Starkey, cortesía de Maureen Paley, Londres.

3.

Da la sensación de que las religiones saben mucho de nuestra soledad. Aunque nos creamos muy poco de lo que dicen del más allá o del origen sobrenatural de sus doctrinas, podemos admirar cómo entienden lo que nos separa de los desconocidos y su intento por acabar con algunos de los prejuicios que normalmente impiden que entablemos relaciones hondas con los demás.

Una misa católica no es, a buen seguro, el hábitat ideal para un ateo. Gran parte del discurso que allí se oye resulta ofensivo para la razón o sencillamente incomprensible. Se remonta a tiempos remotos y uno rara vez vence la tentación de echar un sueñecito. Pero, pese a todo, la ceremonia está repleta de elementos que refuerzan sutilmente los lazos de afecto entre los feligreses y que los ateos harían bien en estudiar y, de vez en cuando, apropiarse para reutilizarlos en el terreno secular.

El sentido de comunidad que crea el catolicismo empieza con su panoplia escénica. Marca una parcela de tierra, la rodea de muros y declara que allí reinarán valores muy distintos a los que imperan en el exterior —en las oficinas, en los gimnasios, en los cuartos de estar de la urbe—. Todas las edificaciones dan a sus dueños la oportunidad de modificar las expectativas de sus visitantes y dictar normas de conducta específicas. La galería de arte legitima la práctica de observar en silencio un lienzo, la discoteca la de mover los brazos al son de la música. Y una iglesia, con sus pesadas puertas de madera y ángeles de dos toneladas en el pórtico, nos da permiso para el raro gesto de inclinarnos ante un desconocido y saludarlo sin peligro de que nos tomen por pesados o por locos.

Nos prometen que allí (según dice la salutación inicial de la misa) «el amor de Dios y la fraternidad del Espíritu Santo» acogen a todos los presentes. La Iglesia cede su enorme prestigio —adquirido a lo largo de las épocas—, sabiduría y grandeza arquitectónica a nuestro tímido deseo de abrirnos a otras personas.

Mazur/catholicchurch.org.uk.

La composición de la feligresía se nos antoja significativa. Las personas que van a misa no están cortadas por el mismo patrón y no comparten ni edad, ni raza, ni profesión, ni estudios, ni nivel de renta; son, más bien, una muestra aleatoria de almas unidas por su compromiso con ciertos valores. La misa derriba activamente las barreras entre los subgrupos de estatus o ingresos en que normalmente nos movemos y nos abandona en un océano de humanidad más amplio.

En esta época laica con frecuencia damos por supuesto que amor a la familia y sentido de comunidad son sinónimos. Cuando los políticos hablan de sus deseos de arreglar la sociedad, afirman que la familia es el símbolo esencial de la comunidad. Pero el cristianismo es más sabio y menos sentimental a este respecto, porque reconoce que la adscripción a la familia puede en realidad limitar el círculo de nuestros afectos distrayéndonos del mayor desafío de hacernos cargo de nuestra relación con el resto de la humanidad, de aprender a amar a nuestros amigos amén de a nuestros parientes.

Con fines igualmente comunitarios en mente, la Iglesia nos pide que abandonemos nuestros lazos terrenales. Y no venera atributos exteriores como el poder y el dinero, sino valores de nuestro interior como el amor y la caridad. Entre los mayores logros del cristianismo está su capacidad, sin recurrir a ninguna coerción más allá de los argumentos teológicos más amables, de persuadir a monarcas y magnates de que hinquen la rodilla y se humillen ante la estatua de un carpintero y laven los pies a campesinos, barrenderos y botones. En realidad, la Iglesia hace algo más que declarar que el éxito en este mundo no importa; por varios medios nos permite imaginar que podríamos ser felices sin él. Comprendiendo las razones por las cuales intentamos adquirir estatus en primer lugar, la Iglesia establece condiciones bajo las cuales podemos renunciar alegremente a nuestra dependencia de la clase y los títulos. Y parece ser consciente de que nos esforzamos por ser poderosos sobre todo por temor a lo que podría pasarnos si perdiéramos nuestro alto rango por el riesgo a que nos despojen de dignidad, a que nos traten con condescendencia, a quedarnos sin amigos, a que nuestra vida transcurra en un entorno grosero y descorazonador.

La magia de la misa vence todos estos miedos uno por uno. El templo en que se oficia casi siempre es suntuoso. Aunque técnicamente está dedicada a celebrar la igualdad de todos los hombres, generalmente supera en belleza a los palacios. La compañía también resulta atractiva. Nace en nosotros el deseo de ser famosos y poderosos cuando «ser como todo el mundo» nos parece un destino decepcionante, cuando lo habitual resulta mediocre y deprimente. El estatus se convierte entonces en una herramienta que nos separa de un grupo que nos molesta y asusta. Sin embargo, cuando los fieles congregados en una catedral empiezan a cantar Gloria in Excelsis, lo normal es sentir que no se parecen en nada a la masa con que nos tropezamos en el centro comercial o en las estaciones de tren o los intercambiadores de autobuses, tan degradados. Los desconocidos levantan la vista y se fijan en el techo abovedado y lleno de estrellas, ensayan al unísono las palabras

Ven, Señor, y vive entre tu pueblo,

y fortalécelo con tu gracia

y nos dejan pensando que, al fin y al cabo, la humanidad no puede ser tan mísera y desdichada.

En consecuencia es posible que tengamos la sensación de que ya podemos trabajar menos febrilmente, porque vemos que el respeto y la seguridad que esperamos conseguir en el desempeño de nuestra profesión los tenemos ya a nuestra disposición en una cálida e impresionante comunidad que nos da la bienvenida sin pedirnos ningún requisito de esta tierra.

Si hay en la misa tantas referencias a la pobreza, la tristeza, el fracaso y la pérdida, es porque la Iglesia considera que los enfermos, pobres de espíritu, desesperados y ancianos representan aspectos de la humanidad y (lo cual es incluso más significativo) de nosotros mismos que tenemos la tentación de negar, pero que nos sitúan, cuando somos capaces de reconocerlos, más cerca de nuestra mutua necesidad del otro.

En los momentos de mayor arrogancia, el pecado del orgullo —o superbia, según la formulación de san Agustín— se apodera de nuestra personalidad y nos aísla de los que nos rodean. Nos aburrimos de los demás cuando lo único que pretendemos es confirmar lo bien que nos van las cosas. En el mismo sentido, la amistad solo tiene oportunidad de crecer cuando nos atrevemos a compartir temores y lamentos. El resto es mera vanidad, exhibición, espectáculo. La misa nos anima a desprendernos del orgullo. Los defectos cuya exposición tanto tememos, las indiscreciones que sabemos que nos acarrearán bromas y burlas, los secretos que hacen que nuestras conversaciones con quienes llamamos amigos sean superficiales e inertes, se achacan, simplemente, a nuestra humana condición. Y no nos quedan motivos para fingir o para mentir en una casa dedicada a honrar el terror y la debilidad de un hombre que no se parecía en nada a los héroes de la Antigüedad, en nada a los fieros soldados del ejército de Roma o a los plutócratas de su Senado, y que sin embargo fue digno de ser coronado como el más elevado de entre todos los hombres, como rey de reyes.

Mazur/catholicchurch.org.uk.

4.

Si hemos podido permanecer despiertos ante (y a causa de) las lecciones de la misa, esta debería, hacia el final, haber modificado siquiera un poquito los egocéntricos fines que habitualmente nos mueven. También debería habernos sugerido algunas ideas que podríamos utilizar para curar algunas de las fracturas endémicas del mundo moderno.

La primera de esas ideas tiene que ver con el beneficio que supone llevar a las personas a un lugar único que debe en sí mismo ser lo bastante atractivo para suscitar entusiasmo por la noción de grupo. Y debería también inspirar lo suficiente a sus visitantes para que renunciaran, o al menos olvidaran, su habitual egoísmo en favor de una alegre inmersión en el espíritu colectivo (circunstancia improbable en la mayoría de los centros comunitarios modernos, cuyo aspecto sirve paradójicamente para confirmar lo poco aconsejable que resulta unirse a los asuntos comunitarios).

Camera Press, Londres/Butzmann/Laif.

En segundo lugar, la misa es también una lección sobre la importancia de dictar normas para dirigir a las personas en sus mutuas interacciones. La complejidad litúrgica de un misal, la autoridad con que este manual de instrucciones para la celebración de la misa impele a los fieles a mirar, ponerse en pie, arrodillarse, cantar, rezar, beber y comer cuando toca, nos hablan de un aspecto esencial de la naturaleza humana: cuán provechoso resulta que orienten nuestra conducta con los demás. Para asegurar la formación de lazos personales profundos y dignos, una agenda de actividades férreamente coreografiadas puede ser más efectiva que dejar que un grupo se mezcle por su cuenta.