12 Chinchetas - Manuel Pérez de Camino - E-Book

12 Chinchetas E-Book

Manuel Pérez de Camino

0,0
7,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Entre estas páginas el lector podrá sentir, oler, tocar y encontrarse con el lejano mundo (del servicio militar obligatorio) ya casi olvidado, y lo que suponían esos 12 meses (12 Chinchetas) que debían arrostrar los jóvenes españoles al llegar a la mayoría de edad con el consiguiente torbellino emocional que este periodo provocaba en ellos, ajenos a clichés y falsas ideas de patriotismo.


12 Chinchetas es un viaje vital por la infancia y juventud de un “chico bien” de Madrid que por descuido se ve obligado a cumplir un año de servicio militar en una patrullera en Ceuta. A través de esta tragicomedia con tintes costumbristas descubrimos una historia de amor y desamor, de amistad y venganza, de primeras veces y de últimas oportunidades, enmarcada en el incipiente narcotráfico de la costa africana de principios de los 90 y salpicada por infinidad de curiosos personajes que van abriendo y enriqueciendo la historia del protagonista tal y como ocurre en la vida real.


Julián Diego empieza la “mili” con mal pie. En su primer mes, acaba encerrado en una taquilla sumergida en la piscina del Cuartel de Instrucción de Marinería de San Fernando de la que lucha por escapar. Esta es la primera de todas las pruebas de vida a la que tendrá que enfrentarse, aunque es algo que lleva haciendo desde que nació: poner a prueba el don que sus padres le regalaron cuando le bautizaron: la protección ante una muerte violenta.


SOBRE EL AUTOR


Manuel Pérez de Camino nace en Madrid en 1970. Con un claro magnetismo por la literatura desde su infancia, es, sobre todo, un apasionado de la escritura creativa con la que plasma mundos a partir de su visión personal de la realidad. Licenciado en Publicidad y RRPP por la UEM, es autor de una colección de relatos cortos que le sirvieron para descubrir esta vocación además de abrirle las puertas de una gran agencia de publicidad; TAPSA Y&R, su casa durante casi 20 años. En ella trabaja como redactor junior, redactor senior, Director Creativo y Director Creativo Ejecutivo hasta el año 2015. Durante este tiempo se convierte en un mercenario de las palabras, creando historias para elevar las bondades de marcas y productos hasta Ganimedes y más allá. Hastiado de este sentimiento de encorsetamiento comercial, decide dar el salto definitivo y romper las cadenas del mecenazgo publicitario. En este tránsito escribe su primera novela: 12 Chinchetas

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



12 chinchetas

© de los textos, Manuel Pérez de Camino

© de la fotografía del autor, Claudia Pérez de Camino

© de la ilustración de portada, Antonio Botella del Pino

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Edición permanente, 2021

ISBN: 978-84-18813-23-8

DL: M-24007-2021

ISBN ePub: 978-84-18813-24-5

Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado

Impreso en España – Printed in Spain

Impreso en papel reciclado

Se garantiza que el papel empleado en este libro proviene

de bosques sostenibles, y que la pasta de papel no ha sido tratada

con cloro para el proceso de blanqueamiento. El cloro es un

elemento muy contaminante y los desechos del proceso de

cloración de la pasta de papel arrojan al medio residuos

altamente contaminantes. Además, este papel ha recibido

la certificación como producto ecológico por parte de la UE.

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sinopsis

12 chinchetas es un viaje vital por la infancia y juventud de un «chico bien» de Madrid que por descuido se ve obligado a cumplir un año de servicio militar en una patrullera en Ceuta.

A través de esta tragicomedia con tintes costumbristas descubrimos una historia de amor y desamor, de amistad y venganza, de primeras veces y de últimas oportunidades, enmarcada en el incipiente narcotráfico de la costa africana de principios de los 90 y alpicada por infi nidad de curiosos personajes que van abriendo y enriqueciendo la historia del protagonista tal y como ocurre en la vida real.

Julián Diego empieza la «mili» con mal pie. En su primer mes, acaba encerrado en una taquilla sumergida en la piscina del Cuartel de Instrucción de Marinería de San Fernando de la que lucha por escapar. Esta es la primera de todas las pruebas de vida a la que tendrá que enfrentarse, aunque es algo que lleva haciendo desde que nació: poner a prueba el don que sus padres le regalaron cuando le bautizaron: la protección ante una muerte violenta.

Índice

Sinopsis

1. Trujillo

2. Diego

3. Fugitivo

4. Walter

5. Madriles

6. El Chispas

7. Carlitos

8. El Hípicas

9. Asalah

10. Rambo

11. El Quillo

12. Richard

Agradecimientos:

1. Trujillo

Parece que las desconchadas paredes de la piscina tuvieran una historia que contarnos. En la parte más profunda, un tablón de madera flota en el lecho de agua y lodo como una balsa en un lago de mierda. La piscina del Cuartel de Instrucción de Marinería de San Fernando es un lugar abandonado, del que ningún mando quiere saber nada. A pesar de que podría ser muy útil para la tropa, especialmente en los tórridos y húmedos veranos gaditanos, no van a reparar sus grietas, ni a reformarla, ni a construir el prometido gimnasio. Es un símbolo cuyo recuerdo interesa mantener vivo. Entre los marineros circula una especie de leyenda de lo que en ella ocurrió, pero muy pocos saben realmente qué pasó esa noche de enero de 1989.

Era una noche desapacible, puntuada por los irregulares silbidos de las ráfagas de viento entre la niebla. Algunas hojas secas volaban libremente junto al bordillo y al caer en la piscina quedaban apresadas en su superficie. Sumergido, en el interior de un pequeño cubículo metálico, Julián tomaba una última inspiración de aire antes de que la taquilla se llenara de agua. Presa del pánico, daba puñetazos y patadas en las paredes, pero el armario metálico seguía hundiéndose en la piscina del cuartel y, desde fuera, ya casi no se oían sus golpes desesperados.

Esa misma mañana, el cabo Trujillo le había encargado la misión de barrer el polideportivo. Teniendo en cuenta que a su compañero de litera le había tocado limpiar las letrinas, a Julián aquello le pareció una misión aceptable.

Se afanó en limpiar el suelo de los 800 metros cuadrados de cemento teñido de verde y, cuando el cabo volvió, el polideportivo estaba impecable.

—¡Joder, Fugitivo! Parece que has nacido pa’ esto. Buen trabajo.

—¿Algo más, cabo?

—Sí. Espérate aquí, no te vayas.

—¿Puedo fumar?

—Sí, claro. Fuma si quieres, ¿tienes uno pa’ mí?

—Pues es que solo me queda otro…

—Okey, no sabía que eras tan rata, joder.

—Cabo, es que es para despu…

El cabo no terminó de escuchar la última frase de Julián. Se dio media vuelta y se fue por el pasillo de los baños. Tras unos minutos le llamó.

—¡Fugitivooooo!

—¿Qué?

—¡Me cago en la puta!, ¡ven, mira esto!

Julián se asomó al baño y no encontró al cabo, pero sí halló un olor nauseabundo y pegadizo. Se aproximó a la zona de los lavabos donde, de los tres espejos que albergó en su momento de mayor esplendor, solo quedaba el fragmento de uno de ellos.

Julián miró a su alrededor, no había ni rastro del cabo.

—¿Cabo?

—Sí. Estoy aquí, ya salgo.

La voz provenía del pasillo que daba a las duchas. Las cabinas eran estrechas y alicatadas en blanco. Algunos azulejos se encontraban desconchados y los perfiles estaban plagados de un moho histórico que confería a toda la zona un aroma a bodega putrefacta. El cabo Trujillo salió de una de las duchas mientras terminaba de abrocharse el botón de sus pantalones.

—Pfffff… Mira, «Fugi», un hijoputa ha plantao un pino aquí, en la ducha, ¡Hay que ser cabrón!

—Pues sí. Un cerdo.

—Bárrelo, ¿okey?

La plasta, aún humeante, delataba su reciente puesta en escena.

—Pero qué dices, ¡si esa mierda es tuya!

—¡Mira, pelón, o lo barres o te meto un puro que te vas a cagar!

—¿Por esto? Ni de coña.

El cabo Trujillo aproximó su cara a la del recluta hasta pegarse a ella.

—¡Mira, hijoputa, o la barres ahora mismo o te rajo!

Julián se balanceó hacia atrás. Parecía que trataba de evitar la confrontación, pero en realidad estaba cogiendo impulso. Un único golpe bastó para que de la nariz del cabo Trujillo brotara la sangre como agua por una alcantarilla en una inundación: sangre sobre más sangre. El certero cabezazo de Julián le había roto el tabique nasal.

—¡Te voy a matar!, ¡corre, sí, corre, hijoputa!, ¡de mí no vas a poder esconderte!

Julián cruzó el Patio de Armas a toda velocidad. Si hubiese mirado atrás se habría dado cuenta de que nadie le seguía, pero no dejó de correr hasta que llegó a una estructura de cemento y hormigón que simulaba un barco sobre tierra en un extremo del cuartel, junto a las marismas.

El barco «Echo» era una especie de fragata varada donde tiempo atrás se hacían prácticas, pero en esos momentos servía de refugio a los marineros que querían escaquearse de sus labores, a aquellos que querían fumar hachís, y a los que disfrutaban de ambas actividades. Julián pegó su espalda a la del buque de cemento y tomó aire. Pensó en que lo más probable es que le llevaran a la Carraca, el penal militar de la Armada, un lugar húmedo y oscuro del que se decía que todos salían locos. De ahí brotaron mil pensamientos más, sucediéndose vertiginosamente en una cascada de desdichas.

Igual tenía que haber barrido aquella maldita mierda.

Habían pasado tan solo veinticinco días desde que cruzó por primera vez la puerta principal del Cuartel de Instrucción. Dos enormes carteles advertían a los futuros marineros del peligro de introducir drogas en el recinto. Junto al puesto de control, tres policías militares estaban registrando a otros tantos jóvenes. Por un instante Julián fijó sus ojos en uno de los carteles, pero rápidamente los retiró. A su lado, un chaval también miró el cartel y sonrió sutilmente. Fue una sonrisa casi imperceptible, pero al suboficial de guardia debió parecerle un castillo de fuegos artificiales. Si después de mirar ese cartel alguien temblaba, sonreía, reía, o miraba nerviosamente hacia otro lado, evidentemente llevaba drogas. El suboficial no dijo nada, bastó con que asintiera con la cabeza para que un policía naval registrara al chaval. Le vació los bolsillos, la mochila y le hizo quitar el jersey, la camiseta, los zapatos y los calcetines.

—¿Qué quiereh que me ponga en bolah?, ¿te pongo cachondo o…? —dijo el chaval con un acento que no dejaba lugar a dudas sobre su procedencia.

No le dio tiempo a terminar la frase. Sin mediar palabra, el policía naval dejó volar su mano sobre la cara del cordobés. La situación intimidó tanto a los jóvenes que estaban esperando su turno en la cola, que todos se quedaron inmóviles, en el pasillo de entrada junto al puesto de control, pasmados. Hacía unos segundos estaban completamente dispuestos a cruzar la línea, a perder la libertad a cambio de 1.035 pesetas al mes. Pero aquella bienvenida les había intimidado. Rápidamente, el suboficial de guardia se acercó al militar agresor y le susurró algo al oído. Después, y en voz muy alta, recriminó su acción.

—¿Se ha vuelto loco? Vaya al cuerpo de guardia inmediatamente. Y tú, pelón, vístete de una puta vez.

—Si ha sío él, que…

—Que te calles la puta boca o te meto un paquete que te van a salir las palabras por el culo.

El cordobés recogió sus bultos, se vistió a toda prisa y corrió hacia la entrada de un enorme barracón donde se aglutinaban los recién llegados. Era como una nave industrial de hormigón dividida en dos plantas diáfanas. Cada planta era el dormitorio de una brigada, que en esos momentos venían a ser 120 almas empanadas y desorientadas. A lo largo del sollado, así se llamaba este gigantesco dormitorio, había un inmenso pasillo que finalizaba en unas deprimentes letrinas: retretes sin taza, lavabos sin grifos, espejos rotos… A un lado del pasillo se ubicaban doce celdas, separadas unas de otras por falsos tabiques que no llegaban al techo, con cinco literas y diez taquillas cada una.

Allí les dijeron que pertenecían a la brigada Magallanes y les informaron del número que le correspondía a cada uno. Julián era el 11051.

Finalmente les asignaron taquilla y cama. Al cordobés le tocó compartir litera con Julián.

—Hola, soy Julián.

—Yo Búho. Me llamo Gustavo, pero me disen Búho.

—Menudo marrón lo de la puerta, ¿llevabas algo?

—Algo, sí… ¿Y tú?

—Yo me he traído unos «petas» de Madrid.

—Pues yo tengo un hashís que lo flipas, mira esto: doce gramos de pura crema, aquí lo traía, en los huevoh. Si quieres esta noche lo probamoh.

—Vale, luego nos vemos.

Una hora más tarde formaron a la brigada Magallanes en el Patio de Armas, frente a la puerta de su sollado, y les hicieron subir a un autobús militar que esperaba a las puertas del Cuartel de Instrucción. El autobús los llevó al Arsenal de La Carraca, el centro militar más importante y antiguo de San Fernando, destinado a la construcción y reparación de los buques de la Armada, y a la distribución de todo tipo de material y suministros.

El autobús se detuvo frente al edificio del Arsenal y los marineros descendieron de él impresionados por la impronta militar del lugar. Al fondo de la avenida se podían adivinar los cuatro mástiles del Buque Escuela Juan Sebastián Elcano que se encontraba atracado en el puerto que lleva su mismo nombre, preparándose para iniciar otra vuelta al mundo.

Entraron en el edificio del Arsenal en fila de a uno y, como si estuviesen en unos grandes almacenes, fueron pasando por distintas estancias en las que los marineros encargados de la uniformidad medían sus tallas a ojo y les iban entregando los distintos uniformes: dos uniformes de gala azul marino y otros dos blancos, un cinturón blanco con hebilla plateada, Lepanto —el gorro típico de los marineros con forma de plato—, dos uniformes de faena con camisa de manga larga azul marino con hombreras y manguitos porta divisas, que por su grosor era más parecida a una chaqueta, y pantalón azul marino, cinturón de loneta azul con hebilla metálica en negro, cuatro camisetas blancas, dos camisas blancas de manga corta, un chaquetón marinero, boina con el emblema de la Armada, un par de zapatos negros con cordones y unas botas negras. Finalmente, se les hizo entrega de un petate de loneta blanca de grandes dimensiones y, antes de guardar sus nuevas pertenencias en él, se les proporcionó un rotulador para que identificaran cada una de ellas escribiendo su número de recluta en las etiquetas de las prendas y también en la correa de transporte del petate.

De vuelta en el Cuartel de Instrucción fueron conducidos a la barbería donde, en cuestión de pocos minutos, cinco marineros con máquinas de rapar industriales les liberaron de todo el pelo que superara un centímetro de longitud. Para finalizar esta ceremonia iniciática les hicieron guardar sus pertenencias en sus respectivas taquillas, vestirse con el uniforme de faena y formar de nuevo en seis filas en el Patio de Armas, frente al sollado, donde les ordenaron por altura, los mas altos en la hilera delantera y los más bajos al fondo de la formación. A la orden de «¡A cubrirse!» los marineros que estaban a la cabeza de la fila tenían que extender el brazo hacia el hombro del compañero que tenían a la derecha para marcar la distancia precisa entre las columnas. A continuación, los marineros situados tras ellos en perfectas líneas extendían su brazo derecho hasta llegar al hombro del compañero de delante. Esa era la distancia correcta, ni un centímetro más. Por último, les ordenaron mirar a los compañeros que tenían a ambos lados para memorizar su posición dentro del grupo, puesto que siempre tenían que ocupar el mismo lugar en el que estaban situados en ese momento.

Después de cenar, la mayoría de los marineros se concentraban en la cantina, en el salón de máquinas recreativas, o en la fragata de hormigón. El Búho estaba sentado en un banco, a la salida de la sala de maquinitas. Era un chico moreno, con el pelo negro ensortijado, bajito y fibroso. En sus brazos repletos de venas destacaban algunos tatuajes de dudosa reputación. El más grande de todos era la cabeza de un tigre, aunque el particular estilo del autor provocaba que se asemejara más a la testa de un búho.

Pero no le llamaban Búho por el tatuaje, sino por sus enormes y eternas ojeras debidas a un trastorno de la piel que dibujaban un curioso antifaz sobre su cara. Cuando vio a Julián se puso en pie.

—Julián, ¿dónde estabah? Te he buscao en la cantina y en las máquinah!

—Terminando de cenar… Bueno, qué, ¿damos una vuelta?

—Vamos al poli.

—¿Al poli?

—Al polideportivo.

—Ah, vale. Dale.

Bordearon la piscina exterior donde, desperdigados en la pradera, algunos corros de marineros reían bebiendo cerveza y fumando a escondidas. Se detuvieron un segundo cerca de uno de ellos que tocaba la guitarra prodigiosamente con un cigarrillo encendido amarrado a la cejilla, tras las cuerdas, y siguieron andando hasta llegar al polideportivo. Se sentaron junto a la verja y cada uno comenzó a liarse un porro de su propia mercancía. Cuando el Búho chupó la pega del papelillo, advirtió a Julián sobre el notable poder psicotrópico de su hachís y, para estar a la altura, Julián puso el doble de cantidad en el que estaba liando. Los compartieron y hablaron del grupo de heavy metal en el que tocaba el Búho, de su chica, la Mery, que trabajaba de cajera en el supermercado más grande de Córdoba y quería mantenerse virgen hasta el matrimonio, aunque solo chuminalmente, porque el sexo oral y anal no tenía secretos para ella. El Búho le enseñó una foto de ellos dos vestidos de comunión: él de marinero y ella de princesa.

—Mira si tie´ cojones, que hisimos la comunión juntoh.

—¡Qué fuerte!

—Y mira esta otra, es del verano pasao.

Estaban en la playa, Mery era bastante más alta y robusta que el Búho y tenía una melena larga y negra que cubría estratégicamente sus sobredimensionados pechos desnudos. Ambos sonreían mirando a la cámara abrazados.

Julián sacó una foto de Adriana, su novia, que acababa de empezar periodismo, pero estaba pensando en cambiarse a derecho. Cada cierto tiempo, el Búho interrumpía la conversación para adveritrle sobre la calidad de su canuto.

—Julián, ten cuidao que no estás acostumbrao… ¡Niño, no le des tan fuerte que te va a dar un amarillo!

Siguieron con la charla hasta que el Búho sintió ganas de orinar y recorrieron el camino de vuelta a la cantina. El Búho fue al baño y Julián entró en la sala de máquinas recreativas. El humo podía cortarse con los dedos, la mayoría de los cigarrillos se consumían apoyados sobre las carcasas de las máquinas sin que los marineros diesen más de dos o tres caladas. Las voces y las músicas enlatadas de las partidas conformaban una banda sonora estridente y nerviosa. Él no jugaba a nada, simplemente miraba absorto las partidas de los demás.

Comenzó a marearse, notaba como el suelo y las paredes se movían a su alrededor, sintió la necesidad de salir de aquella orgía de humo y ruido. A la salida, junto al banco de la puerta, un marinero dormía boca abajo en el suelo con la cara apoyada sobre una vomitona blanquecina. A su alrededor varios suboficiales se reían, uno de ellos derramó lo que quedaba de su botellín de Cruzcampo sobre el chico tumbado. Julián miraba aquella escena como si estuviese en una película. Una de Vietnam. Le dieron la vuelta al cuerpo del joven inconsciente. A pesar de los restos lácteos, su cara era inconfundible. Julián se arrodilló, le dio dos bofetadas. Al comprobar que no reaccionaba subió al Búho sobre su hombro derecho, agarrando las piernas sobre su pecho y dejando caer el tronco sobre su espalda. Cuando dio el primer paso, uno de los suboficiales extendió un brazo simulando una barrera.

—¿Dónde llevas a este colgao?

—Voy a darle azúcar.

—¿Azúcar? ¡Azúcar pa’l yogur! Ja, ja, ja, ja.

Los demás rieron el chiste y el suboficial levantó el brazo. Cuando Julián llegó a la parte trasera de los barracones aún seguía escuchando sus carcajadas. Apoyó la espalda del Búho sobre la pared, se quitó su chaqueta de faena, la dobló y la puso detrás de la nuca de su compañero. Le dejó ahí por unos minutos y volvió con una botella grande de agua y un sobrecito de azúcar. Desparramó casi toda el agua sobre la cabeza del Búho, que volvió en sí al instante.

—¿Julián?, ¿qué haces?

—Te has desmayado, tío.

—Hostia, me ha dao el amarillo, niño.

—¿Puedes levantarte?

—Creo que sí.

A duras penas lograba mantenerse en pie, se apoyó en Julián, y caminaron hacia el sollado. Julián le ayudo a encaramarse a la litera superior y el Búho tardó pocos segundos en quedarse dormido. Ni siquiera le había dado tiempo a quitarse las botas, así que Julián desató una de ellas y, al abrir la lengüeta, un profundo olor a roquefort desembalsamado inundó la estancia. Inmediatamente volvió a atar la bota del Búho y suspiró aliviado. Se quitó su chaqueta de faena, las botas y se metió en la cama. Cogió los auriculares y cerró los ojos. Lou Reed comenzó a entonar los primeros acordes de «Sweet Jane» en el walkman. Dedicó unos segundos a volar a su refugio: Adriana, ¿qué estaría haciendo ahora? Joder, cómo te echo de menos, qué mierda de sitio, mi vida, qué ganas de tenerte…

Las enormes bombillas del barracón se apagaron en cadena.

De pronto un tremendo golpe hueco despertó a algunos. La luz del sollado, al resto.

Julián se quitó los auriculares y se asomó.

El cuerpo del Búho yacía junto a su cama, sobre el suelo. Un fino hilo de sangre nacía de su ceja y recorría su cara hasta la barbilla. Los marineros del cuerpo de guardia lo llevaron a la enfermería y, durante el tiempo que estuvo allí, Julián no dejó de dar vueltas a lo que podía ocurrirle si el Búho cantaba.

Al oír pasos por el sollado, se incorporó para ver si era el Búho. En efecto, el cordobés caminaba arrastrando un poco las suelas y al aproximarse a su litera vio que Julián estaba despierto y susurró:

—Joder, qué hostia me he dao Julián.

—¿Te han preguntado algo?

—¿Algo de qué?

—De cómo te has pegao esta hostia.

—¿Lo dices por el amarillo?

—Sí, claro.

—Nono, tranqui, que no soy el primero que se cae.

El Búho se encaramó de nuevo a la litera y volvió a dormirse con las botas puestas. Julián suspiró una bocanada de tranquilidad y en ese preciso instante decidió no volver a compartir nunca más sus cigarrillos aliñados.

A partir de ese momento, cuando quisiera fumar mercancía lo haría completamente solo. Caminaría solo por el Patio de Armas, se perdería solo con su walkman por los recovecos del cuartel, se refugiaría solo en sus pensamientos. Solo.

Su forma de desaparecer consistía en caminar por la noche en las sombras que perfilaba la escasa iluminación de las farolas sobre los muros de los edificios. Se aficionó tanto a estos paseos nocturnos que algunas veces no aparecía por la cantina, ni por la sala de máquinas recreativas, ni por la piscina, ni por la fragata de cemento… Y cuando el Búho y otros compañeros trataban de localizarle se hacía aun más patente la perfección de su búsqueda de soledad. Fue entonces cuando a Julián le bautizaron con el apodo de «el Fugitivo», o «el Fuhi» como solía decir el Búho.

Cada día se iniciaba con la formación de la tropa en el Patio de Armas, la revista y la lectura de efemérides militares o marinas. A continuación, los oficiales de instrucción acompañaban a cada brigada a un punto del cuartel para instruirles durante dos horas al día en el arte de la coordinación castrense. Debían caminar marcialmente al ritmo unísono de las pisadas con un fusil «Máuser» apoyado sobre el brazo derecho, además de ejecutar ciertas órdenes posturales: «firmes», «descansen», «atención», «presenten armas», hasta concluir con un «rompan filas» que servía para abrir un pequeño descanso antes de la siguiente labor matutina.

A continuación, a los marineros se les asignaban las tareas de mantenimiento del cuartel: limpieza de sollados, baños, cocinas, jardines, despachos, vehículos, encalado de fachadas… Aunque el cuartel se desmoronaba a pedazos, había que conservarlo en perfecto estado con los pocos recursos económicos de los que disponían los mandos, pero contaban con una mano de obra numerosísima y extraordinariamente asequible.

Una mañana, tras los ejercicios de la instrucción, hicieron formar a los 120 marineros de la división Magallanes frente al barracón. Entonces, el oficial de la brigada, el alférez de navío Bustarviejo, un hombre delgado, de mediana estatura y aspecto delicado, pelo cano, facciones afiladas, nariz aguileña, y pómulos angulados que contrastaba con una voz ronca y grave resultado de años de consumo de «Ducados», comenzó a lanzar preguntas al aire:

—¡Pelones! ¿quién sabe jugar al fútbol?

Las manos se levantaban disparadas. Fueron más de una treintena de ingenuos los que acabaron baldeando todo el Patio de Armas: más de 2.000 metros cuadrados de calzada adoquinada.

—¿Quién sabe nadar?

Y otras tantas manos se levantaron para irse a la piscina cubierta para oficiales a encalar la fachada.

—¿Quién sabe escribir a máquina?

Y se los llevaban a limpiar la sala de máquinas recreativas.

Pero sin duda, la pregunta del alférez Bustarviejo que acarreaba las peores consecuencias era la de «¿Alguno sabe inglés?».

Bustarviejo sentía un odio profundo y arraigado hacia los ingleses. Los odiaba por Trafalgar, la mayor derrota de la Armada Española, que por aquel entonces ostentaba el apellido de «Invencible», bajo el fuego de los poderosos cañones ingleses y la consiguiente pérdida de Gibraltar. Los odiaba a muerte. Odiaba el té. Odiaba el Big Ben. Odiaba a Shakespeare, a Hitchcock, a James Bond y a los Beatles. Su odio era tan visceral que el día que asesinaron a John Lennon y vio llorar a un marinero frente al televisor lo sacó de la cantina a tortazos, aunque por la dimensión de su mano sería más preciso señalar que fueron hostias como panes. Le dio la primera bofetada y el marinero solo atinó a dar un paso hacia atrás. El alférez Bustarviejo le atizó de nuevo, aún más fuerte y, como si se tratara de un robot, el marinero se limitó a dar otro paso atrás. Así cuatro veces, cuatro pasos correspondidos con cuatro sopapos, cada uno mayor que el anterior. Al llegar al umbral de la puerta, el marinero se volvió dando la espalda al oficial y este le despidió con una patada en el culo mientras gritaba «Muerte al inglés».

Bustarviejo detestaba verlos en sus playas gaditanas cada verano. No soportaba ver a españolitos cantando o chapurreando canciones en inglés, haciéndose los modernos. Así que, cuando él preguntara: «¿Quién sabe inglés?», sobre la pandilla de hijos de perra amantes de la cultura invasora que levantaran la mano iba a pesar la misión más engorrosa de todas: «Los leones».

De todas las letrinas del cuartel, las más repugnantes eran las de los baños generales, también conocidos como «Los leones», situados frente al comedor de tropa. Un baño común para los 1.200 marineros que componían el reemplazo de marinería, cuyo hedor, una mezcla de petróleo, amoniaco y fosa séptica, hacía perder el olfato durante horas a quienes se mantenían en él durante más de veinte minutos. El suelo, siempre inundado, se limpiaba con una potente manguera de agua a presión que solía salpicar a los novatos que la manipulaban. El potentísimo caudal provocaba que muchas veces esas inexpertas manos perdieran el control y la manguera se transformara en una gigantesca y enfurecida serpiente marina. De hecho, en una ocasión, la manguera infame llegó a reventarle el globo ocular a un novato, romperle la clavícula a otro, y unas gafas y cuatro dientes a un tercero, además de atiborrarles de una variadísima colección de inmundicias humanas. El trabajo perfecto para aquellos que presumían de hablar y comprender el idioma del peor de nuestros enemigos.

El resto de tareas se distribuyó entre los que quedaron. A Julián le tocó cocina. Al entrar quedó fascinado por las enormes proporciones de todo: los fogones, los utensilios, pero sobretodo por las ollas. Ocho gigantescas ollas que miraba fascinado con la curiosidad que se mira un zapato del número 175.

Para limpiar el interior de cada una eran necesarios dos marineros que, ayudados de escalas de cuerda y madera, se metían en ellas y fregaban concienzudamente. Cuando salían, para limpiar las huellas de las botas, pasaban estropajos atados a los extremos de palos de escoba por el fondo. Ese era el plan, pero la extraordinaria motivación de la mano de obra propiciaba que en su interior se acumulasen restos de comida quemada y que más de uno agradeciese la trascendental misión encomendada dejando algún recuerdo en forma de chicle, colilla y/o escupitajo, e incluso de orina marinera.

Esta vez Julián presenció cómo, al salir de las ollas, los marineros no limpiaron el fondo. Era imposible distinguir las huellas de las botas sobre ese lecho ennegrecido.

Como consecuencia de esta experiencia, decidió no volver a pisar el comedor de la tropa y su dieta se vio reducida a bocadillos de la cantina.

Al día siguiente, tras las dos horas reglamentarias de instrucción, recibieron una sorpresa. Por una vez su misión no consistiría en limpiar, fregar, barrer, o encalar. Esa mañana iban a dejar de ser cenicientas para convertirse en auténticos soldados y hacer lo que supuestamente hacen los miembros de las fuerzas armadas: disparar.

En el campo de tiro cambiaron sus boinas negras por cascos con aroma de guerra y solera. En grupos de diez recibieron indicaciones del suboficial instructor de tiro sobre el manejo del Cetme». Según palabras del propio instructor: «Uno de los mejores fusiles de asalto del mundo, por su precisión, su potencia y, sobretodo, su resistencia». Fuego real. Balas reales que podían matar a un rinoceronte en manos de cientos de marineros que lo más cerca que habían estado de un arma era en algún puesto de feria. «¡El cañón siempre hacia abajo!», insistía y, a lo lejos, otro cabo instructor repetía «¡El cañón siempre hacia abajo!», y otro, y otro…

Era su turno. El grupo del Fugitivo dio un paso al frente. Detrás de cada tirador se situaba un instructor. Al fin Julián disparó. La adrenalina hizo que no sintiera el seco martilleo de la culata sobre su hombro. De las veintidós balas que dispararía en toda la mili, veintiuna volaron esa mañana.

Repentinamente uno de los instructores comenzó a gritar y a saltar agitándose alocadamente, como si recibiera descargas eléctricas intermitentes. El novato que tenía delante le propinó una colleja en la nuca y algo salió despedido. Entonces el instructor gritó aun más fuerte, cayó al suelo, y perdió el conocimiento. La vaina de la bala que había disparado el novato, vomitada por el arma a más de 200ºC, había trazado una extraña parábola hacia atrás, aterrizando en el cuello del instructor y fundiéndose al instante con su piel. La audaz colleja del marinero le había sacado de cuajo la vaina y, con ella, un pedazo de piel quemada.

El «Cetme» era uno de los mejores fusiles de asalto del mundo por su precisión, su potencia y, sobretodo, su resistencia, pero el instructor no dijo nada sobre la fiabilidad del vuelo de las vainas que salían despedidas tras cada disparo.

El gesto del marinero novato que ayudó al instructor a despegarle la vaina fue recompensado con una excursión al Penal Militar de la Carraca. Julián nunca supo más de él.

Los rumores sobre el uso del bromuro en el cuartel se extendieron tan rápido como sus efectos. Decían que lo metían en la comida y estaban en lo cierto. En la sopa, en los guisos, en el pollo que, dicho sea de paso, se asemejaba más a gaviota que a ave de corral, pero como una mentira dicha mil veces se convierte en verdad, aquellas gaviotas eran pollo.

Había que extralimitar las efervescentes feromonas de aquellos 1.200 jóvenes que iban a estar encerrados en el cuartel durante un mes, y qué mejor manera que asesinarlas con bromuro. Al ir al baño muchos notaban que su miembro se correspondía más al de un niño de un año que al de un bravo lobo de mar y muchos se hacían la misma pregunta: «¿Me quedaré así siempre?».

Esa misma noche, al volver de la práctica de tiro, cuando apagaron las luces del sollado, Julián se puso los cascos, sacó una foto de Adriana y viajó los 600 kilómetros que les separaban en una fracción de segundo. Se refugiaba en sus brazos y el sollado se desvanecía. No estaba en San Fernando sino pegado a su piel tostada, acariciando su pelo, explorando el cuello con sus labios… La noche de la despedida Julián acompañaba a Adriana a su casa cuando, al pasar por un callejón poco iluminado, se besaron. A pesar del frío, Julián se desabrochó el abrigo. Se abrazaron y se aferró con fuerza a la delgada cintura de ella. Se besaron de nuevo, enlazando sus lenguas en un baile sensual. Entonces Julián deslizó sus manos hacia el pequeño culo de Adriana, introduciéndolas en los bolsillos traseros de sus vaqueros y, un instante más tarde, Adriana hizo lo mismo. Se empotraban mutuamente, frotando apasionadamente sus cuerpos hasta que la molestia de botones y cremalleras les hizo desabrocharse los pantalones. Adriana introdujo su gélida mano bajo el elástico de…

—¿Qué haces Fuhi?

—Joder Búho, intento dormir.

—Yo no pueo.

—¿Por qué?

—¿Tú no la tieneh más pequeña?

—¿El qué?

—Pues la picha, qué va a ser.

—No, creo que no. Sí, puede que sí. Un poco, no sé.

—A mí se me ha quedao enana, como un chicle basoka tío, ¿tú sabeh lo que es un chicle basoka? Pues igual. Dicen que nos ponen bromuro hasta en el café.

—¿Bromuro?

—Sí, pa´ que se quiten las ganah.

—Hijos de puta.

—¿Y si nos quedamos así pa siempre?

—No jodas, no lo harían.

—¿Y quién te dice a ti que no?

—No sé, aquí hay hijos de militares.

—Eso es una gilipollez, ¡son sus hijoh!, les dicen la comida que lleva bromuro y no la toman.

—A ver Búho, no pueden dejar a cientos de miles de jóvenes impotentes al año por la mili ¿no?

—¿Cómo?

—Aquí somos más de mil, ¡más de mil al mes solo en este cuartel! Es imposible que nos dejen impotentes a todos, se montaría un pollo de flipar.

—¿Qué dices de impotentes Fuhi? A mí lo que me pasa es que la tengo tan chiquitita que me la cojo con dos dedos y me sobra uno ¿sabes tú?, ¿y si nunca vuelvo a tenerla normal?

—Es lo que te acabo de decir.

—¿El qué?

—Que es imposible, joder Búho.

—¿Por qué?

—Va, déjalo.

—No tío, dímelo.

—¡Joder, díselo y que se calle de una puta vez que no nos deja dormir!, hostias Búho, calla ya la puta boca tronco, en seis horas tocan diana.

—Va Fuhi, tío, dímelo.

—Déjalo Búho, tío, estoy reventado, en cuanto me levante te lo cuento, te lo juro, pero ahora vamos a dormir.

—¿Lo jurah?

—Lo juro.

El Búho permaneció casi una hora más despierto, con sus ojos fijados en un desconchado del techo y pensando en la incertidumbre temporal de la pequeñez de su miembro.

Casi todos dormían vestidos y al toque de diana los más limpios acudían a los lavabos que aún tenían grifo. Se lavaban la cara y las axilas con agua gélida, se cambiaban de camiseta y calcetines, y se vestían en cinco minutos con su uniforme de faena: pantalón y chaqueta azul marino, botas negras y boina, desayunaban en diez minutos, y al alba estaban todos formados en el Patio de Armas.

«¡Firmes ar!». El oficial de cada brigada pasaba revista y realizaba el recuento de marineros.

—¡Brigada Magallanes!

—¡Sin novedad mi comandante!, ¡presentes los ciento veinte!

Y se oía a la siguiente brigada.

—¡Brigada Pizarro!

—¡Sin novedad mi comandante!, ¡ciento veinte!

Y por orden iban una a una, la brigada Malaspina, la Hernán Cortés, la Roger de Lauria, la Orquendo, la Jorge Juan, la Ulloa, la Pinzón, la Lepanto, y por último la Álvaro de Bazán. Entonces presenciaban el izado de bandera mientras por megafonía sonaba el himno nacional y, a continuación, se escuchaban las efemérides.

—San Fernando, 20 de enero de 1989. En tal día como hoy del año 1867 Isaac Peral embarcó en la corbeta Villa de Bilbao con la que realizó importantes viajes. Al embarcar observó fondeada en las cercanías a la fragata Numancia que había arribado a la bahía después de 960 días de travesía, convirtiéndose en el primer buque acorazado que había logrado dar la vuelta al mundo.

Esa mañana, tras el tradicional «rompan filas» iban a sustituir los habituales ejercicios de instrucción por otra misión más experimental: frente al pabellón destinado a la enfermería esperaban pacientemente su turno en una interminable fila para ser vacunados.

—Fuhi, ¿por qué dices que es imposible que no se me quede chiquitita?

—Joder Búho, ¿otra vez con eso?

—No he pegao ojo pensándolo, niño.

—Pues que es imposible. Cuando esto acaba la gente sigue con su vida, se casan, tienen niños.

—Eso sí es verdad.

—Pues eso, joder, sí que tienes mala cara, tío.

—Te lo he dicho, no he pegao ojo.

La cola avanzaba y los marineros entraban al amplio recibidor de la enfermería donde dos asistentes militares les tallaban y pesaban. A continuación, aguardaban en una nueva fila en el pasillo que daba a la puerta de la sala de curas y, cuando entraban en ella, se tumbaban en tres camillas separadas por biombos con bastidores de acero y cubiertos de una tela que había perdido por completo su blancura original. Para vacunar a toda la tropa eran necesarios cuatro médicos, pero solo disponían de dos, así que un enfermero veterano con aspecto de médico también colaboró en inyectar las dosis de inmunidad. Él fue quien pidió ayuda porque un marinero se encontraba indispuesto. Cuando sacaron la camilla de la enfermería, el marinero se sujetaba el antebrazo derecho con la otra mano, lo apretaba y dejaba ver una burbuja, como si le hubiesen introducido aire bajo la piel. Aquella imagen impactó enormemente en aquellos que todavía tenían que someterse a la aguja. «¡Siguiente!». El Búho hacía cálculos mentales a ver qué médico le iba a tocar a él.

—Como me toque ese cabrón salgo corriendo, ya te lo digo.

—¿El joven?

—¿No has visto cómo ha salío el último?, si me hace eso le clavo la aguja en el pesho.

—¡Siguiente!

—Hostia, Fuhi, ve tú por favor.

—Te toca a ti Búho.

—Ya, pero es el joven.

—Te tocó, macho.

—¡¡¡Siguiente!!!

El Búho se tumbó en la camilla del presunto doctor.

—Relájese que no va a notar nada, solo un pinchacillo, como un mosquito.

—No puedo.

—Vamos, una aguja no puede dar miedo a un marinero de la Armada.

—No es la aguja, doctor.

—¿Entonces qué?

— Usté, que he visto cómo ha salío el otro.

—Es que se movía más que el chofer del comandante, usted tranquilo, relájese, eso es. Bien. Bien, así muy bien.

—¡Si no me estoy relajando!

—¿Ah no? Me lo pareció.

—Pues no, estoy atacao.

—Bueno, no podemos estar así toda la mañana, le voy a pinchar se relaje o no. No se mueva.