13 céntimos - K. Sello Duiker - E-Book

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K. Sello Duiker

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Beschreibung

Cada ciudad tiene una cara de la que no se habla. Ciudad del Cabo, entre una montaña de postal y el mar, tiene su propio lado oscuro agazapado en su regazo: un lugar de desolación e incertidumbre, de dependencia y desesperación, de destrucción y supervivencia. Azure, un niño negro de la calle con ojos azules, experimenta todo tipo de dificultades debido a su apariencia inusual. Este libro es un relato extraordinario y despiadado sobre la infancia. "13 céntimos es al mismo tiempo horrible, violenta, profundamente inquietante, fantástica y hermosa... Contada desde la perspectiva de Azure, Duiker teje una narrativa que pone al descubierto que la violencia, la explotación sexual y la política racial se encuentran justo debajo de la superficie de la sociedad sudafricana." Africa is a Country "Duiker es a la literatura lo que Steve Biko a la política, tanto por haber muerto a la temprana edad de 30 años como por las huellas indelebles dejadas en nuestra memoria colectiva." Siphiwo Mahala Mail & Guardian "13 céntimos va al meollo de lo que ha sido un tema por el que los escritores han pasado de largo: el alto índice de niños que en la actualidad son víctimas (violentas) de una sociedad que hace la vista gorda ante la difícil situación de sus miembros más débiles." Feminist Africa

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13 céntimos

K. Sello Duiker

 

 

Traducción de Alicia Moreno Delgado

 

 

Baile del Sol

Capítulo uno

Me llamo Azure. Se pronuncia Asurei. Mi madre me puso ese nombre. Es lo único que me queda de ella.

Tengo los ojos azules y la piel oscura. Estoy acostumbrado a que la gente se me quede mirando, sobre todo los adultos. Cuando iba al colegio los niños me pegaban por tener los ojos azules. Me odiaban por eso. Pero ahora los niños solo me echan un vistazo y dicen algo desagradable o bien sonríen. En cambio los adultos te atraviesan con su mirada.

Vivo solo. Las calles de Sea Point son mi hogar. Pero ya soy prácticamente un hombre, tengo casi trece años. Eso quiere decir que sé dónde encontrar comida sin demasiadas moscas u hormigas en Camps Bay o en Clifton. Siempre que no haya policías patrullando por las calles. No les gustamos mucho. O si me apetece fruta voy a la estación, donde trabajan los coloridos vendedores de fruta. No me gustan mucho porque siempre están gritándonos para que nos apartemos. La mayoría tira la fruta en vez de dárnosla. Pero yo no soy idiota. Sé que ponen cosas raras en los cubos de basura donde vamos a rebuscar comida. Puedo oler el mal en ellos. Conozco a varios chicos que están bajo su hechizo. Les hacen caminar por la noche extendiendo su maldad. Y algunos de ellos están tan imbuidos de malignidad que pueden cambiar de forma y convertirse en ratas o palomas. Las palomas también son ratas, solo que con alas. Y cuando te conviertes en rata puedes hacer cosas horribles en las alcantarillas y en la oscuridad. Es verdad. Eso ocurre. Yo lo he visto.

Pero como he dicho ya soy prácticamente un hombre. Sé cuidarme solo.

—Vete al colegio —gritan los vendedores de fruta.

Para ellos es fácil decirlo. Perdí a mis padres hace tres años. Papá estaba mal de dinero y metió a mamá en problemas. El día que los mataron yo estaba en el colegio. Volví a nuestra chabola y los encontré en un charco de sangre. Eso fue hace tres años. La última vez que fui al colegio.

Camino mucho. Tengo las plantas de los pies resistentes y ásperas. Pero voy limpio. Todas las mañanas me baño en la playa. Me lavo con agua de mar. A veces uso una esponja, o si no encuentro ninguna utilizo un trapo viejo. Sirve igual. Luego me enjuago el agua de mar en el grifo. No está tan mal lavarse con agua fría. Es como todo, te acostumbras.

Mi amigo Bafana no se cree que viera a mis padres muertos y no saliera espantado. Pero ya se lo conté. Lloré y se acabó. Nadie iba a cuidar de mí. Bafana todavía es pequeño, solo tiene nueve años y vive en las calles. Y es un trasto. Tiene una casa a donde volver en Langa pero prefiere patearse las calles. Le gusta esnifar pegamento y fumar botones cuando tiene dinero. A mí no me gustan esas mierdas, me dan dolor de cabeza. Pero me gusta fumar maría, mucho en realidad. La verdad es que cuando Bafana se mete pegamento y botones se convierte en un animal. Empieza a gruñir, no habla apenas y se ensucia los pantalones. Así que cuando lo veo tomando esas mierdas le pego. Una vez le pegué tan fuerte que tuvo que ir a remendarse a Groote Schuur. No me gustan esas drogas. Le hacen cosas terribles al cuerpo.

Duermo en Sea Point, cerca de la piscina, porque es el lugar más seguro de noche. En la ciudad hay demasiados chulos y matones. No quiero ganar dinero como ellos. Así que durante el día ayudo a aparcar coches en Ciudad del Cabo. No es un trabajo fácil. Hay que llegar temprano. A veces tienes que pelear por tu sitio. Los mayores nos dejan en paz, ellos tienen todos los sitios de aparcamiento en el centro de la ciudad. Es así. Yo no hago preguntas.

Ayudo a la gente a aparcar y limpio los coches si los dueños me dejan. Si limpias los coches antes de preguntar, la mayoría de las veces te insultan porque eres pequeño y ellos grandes. Es así. Es como funcionan las cosas aquí. Siempre debes comportarte como un adulto. Debes hablar como ellos. Eso quiere decir que cuando hablas con un adulto en la ciudad debes mirarle a los ojos y hablar alto, porque si hablas bajo te insultan. También debes ir limpio, porque los adultos siempre van limpios. Y nunca debes hablarles como les hablas a los niños pequeños. No puedo hablarles como le hablo a Bafana. Siempre debo decir «Señor» o «Señora». Es como decir «Magents» pero para adultos. Y cuando me acuerdo digo «por favor» y «gracias». Esas dos palabras son como magia, mi secreto. Me han conseguido un buen dinero cada vez que las he usado con una sonrisa.

Trabajo cerca de un sitio de comida para llevar llamado Subway. En un buen día puedo ganar suficiente para comprar media rebanada de pan blanco con patatas fritas y Coca Cola y aún me quedan dos rands para un stop de Liesel, que está debajo del puente.

Es la única adulta en quien confío, porque me pide dinero y siempre me lo devuelve una semana después. También me gusta porque me deja ver cómo es una mujer desnuda. Liesel no cuenta mentiras, no como los demás que hay debajo del puente. Todos los skollies1, delincuentes y borrachos con cara de phuza2 también están allí.

Pobre Liesel. Sé lo que hace para ganar dinero. No es fácil. Por eso nunca le pregunto por ello. Y cuando tiene un golpe o un corte bajo el labio no digo nada. Finjo que las cosas siguen igual que siempre. Hablamos de kwaito3 y de si el Rasta que le trae stop a ella conseguirá material del bueno como el oro de Malawi o el Mpondo y hablamos de otras cosas. Me gusta mucho pero no es mi chica. Ella tiene su propio outie. No me cae bien. Es miembro de la banda de los Hard Livings.

Capítulo dos

La mañana se abre camino lentamente. Bafana duerme enroscado como una media luna junto a mí. Me levanto para hacer pipí. Me froto los ojos y dejo escapar un bostezo mientras me alivio. Dormimos en un extremo de la playa. Sobre nosotros está la piscina. Es demasiado temprano para que los baños públicos hayan abierto, así que me alejo un poco más por la arena y hago mis cosas cerca de una alcantarilla. Nubes naranjas cubren el cielo. Las gaviotas vuelan y gritan.

—Bafana, hijo, levántate, tenemos que desayunar —le doy unos golpecitos—. Bafana… Bafana.

Sigo así unos cinco minutos hasta que se levanta.

—Tío, debes dejar de tomar esas estúpidas drogas. Te están jodiendo. Fíjate, no puedes ni levantarte. Tienes suerte de que sea yo. Alguien podría pensar que estás muerto.

Gime y me mira con una mueca en la cara.

—Tengo hambre —murmura.

—Anda, cállate, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Tú y tus estúpidas reglas.

Le doy una colleja y él me saca la lengua.

—El sol ya ha salido, date prisa. Yo también tengo hambre.

Nos quitamos la ropa y nos dirigimos hacia el agua solo con los calzoncillos.

—No me hagas tener que arrastrarte, hijo, todas las mañanas es igual.

—¡Dios! ¿Quién ha dicho que tengo que lavarme todos los días?

—No me vengas con chorradas. Sabes cuáles son mis reglas. Si quieres quedarte conmigo tienes que lavarte. Venga ya —le digo mientras le empujo al agua.

Él chilla.

—Tranquilo, tío. La gente aún está durmiendo. Esto no es la ciudad.

Solo me meto hasta los tobillos y lo observo frotarse con un trapo.

—Hazlo bien —le advierto.

—Aish maar, wena.4

Después le dejo salir y enjuagarse en el grifo. Se sienta en una piedra y se seca al sol. Yo me baño mientras pienso en todas las cosas que quiero hacer hoy. Me pican los ojos por el agua salada.

Después de lavarnos nos vestimos y subimos por Main Road. Conozco a una mujer que trabaja en un restaurante llamado La Perla5. Suele dejarnos sobras cerca de un arbusto. Yo voy solo a por la comida porque no me fío de Bafana. Aún es pequeño y a veces se desespera cuando está colocado. He trabajado demasiado duro para que alguien me joda una comida regular. La señora que me pone la comida es maja. Se llama Joyce pero le gusta que la llame tita. Dice que le recuerdo a su hijo de Lichtenburgo. En cualquier caso, a cambio de la comida me envía a la tienda a hacerle los recados. O a veces me manda a la oficina de Correos o me da dinero para que le compre Die Burger. No hay nada gratis con los adultos. Siempre tienes que hacer algo para pagarles. Pero no me importa porque Joyce es simpática.

Nos sentamos en una balconada sobre la piscina y comemos. Joyce siempre envuelve la comida en esas cosas de plástico de McDonald’s y nos da cucharas. observamos a los nadadores madrugadores hacer sus largos. Como siempre, la piscina es de color azul cielo. A mí me encanta nadar, y me chiflaría hacerlo en esa piscina. Pero seis pavos es mucho dinero y además hay que llevar una toalla.

—Hoy tenemos que conseguir dinero —dice finalmente Bafana cuando se ha saciado.

—Sí, sí. ¿Qué piensas hacer?

—Pero creía que éramos un equipo.

—Anda ya. No digas chorradas. Haces lo mismo todos los días. ¿Cuándo se te meterá en la cabeza que no soy tu madre? Solo te hago el favor de dejarte dormir junto a mí. Ya sabes qué pasaría si no fuera así. Tú y tus estúpidas drogas. Ahora quieres que trabaje contigo para que puedas comprar tus estúpidas drogas. Estás lleno de mierda. ¡Vete ya! —y le empujo; me alejo hacia el parque y lo dejo para que se las apañe solo.

Me digo que no soy su padre. Ese pequeñajo se me está metiendo bajo el ala, me toca la fibra. No puedo dejar que eso suceda. He visto morir y desaparecer a demasiados chicos. No tiene sentido encariñarse. Luego se toma una sobredosis de sus estúpidas drogas y ¿entonces qué? Iría por ahí llorando porque este estúpido chiquillo que tiene casa se escapó para matarse con las drogas. No soy idiota, tío. Si quiere hacer cosas de mayores debo dejarle. Si quiere jugar con fuego, que lo haga.

Me dirijo a una fuente cerca de unos baños. Los adultos son gente extraña. ¿Cómo pueden poner una fuente para beber junto a un baño? Justo fuera del baño de hombres. Bebo un poco y lleno una botella de plástico, una de esas pijas que llevan agua pija. Me pregunto si esa agua sabe distinto.

Sigo caminando por la playa hasta llegar a la parte gay. Me siento en un banco y espero. Llevo un buen rato sentado cuando oigo que alguien silba. Al poco voy con un blanco hacia su apartamento. Cuando entramos en el ascensor me dice que me quite los zapatos. Conozco la rutina. Una vez en el apartamento espera que me desvista en la puerta. Entramos y empiezo a quitarme la ropa en la puerta de la cocina.

—¿Cómo te llamas? —pregunta mientras observa fijamente mi desnudez.

—Azure.

—Interesante nombre —dice atraído por mis ojos azules. Sonrío mientras él me acaricia la cara. Me lleva por la casa limpia y cálida hasta el cuarto de baño. Yo camino con cuidado, como si mis pisadas fueran a interferir en esa limpieza. Él se desviste y su polla salta hacia delante. Me estremezco al verla y espero que me lleve a la ducha. Pero conozco su tipo, seguramente solo quiera jugar, nada más.

—¿Por qué estás tan callado? —dice mientras el agua corre.

—Estoy escuchando.

—¿El qué?

—Su casa. Está tan silenciosa…

—Ah, eso. ¿Quieres que ponga música?

—No, me gusta así. Por favor.

Frota el jabón rápidamente entre las manos y las desliza por mi espalda y mi trasero. Estoy obligado a sonreír. Es lo que esperan. Conozco los juegos de los adultos. Sonrío. Desliza las manos por mi cintura y me toca la barriga. No tan deprisa, me digo antes de que baje más. Me inclino a recoger el jabón. Él sale a secarse y me deja unos minutos en el cielo, con agua caliente y jabón aromático, que paso por todo mi cuerpo, estallando burbujas cuando puedo, con una tonta sonrisa que solo yo puedo disfrutar en la cara. Disfruto el agua que cae sobre mí. Estoy limpísimo.

—¿Vienes? Te estoy esperando —dice el hombre al ratito.

No les gusta que sepas sus nombres, por si te los encuentras en la calle. La mayoría de las veces ni siquiera te saludan de ninguna forma, pasan junto a ti como si no te conocieran.

—Venga, tengo cosas que hacer —dice con voz seria de adulto.

Cierro el grifo y me sacudo el agua que me gotea. Él abre la puerta y me da una toalla celeste que huele a limpio. Suspiro de placer y me seco. Su mirada sigue mis movimientos.

—Ven, terminemos con esto —dice con cierta ansiedad, y coge la toalla.

Le sigo hacia el dormitorio, ambos desnudos. La luz de la mañana entra por las aberturas de unas bonitas cortinas. Sobre la cama hay un póster enmarcado de un chico joven haciendo pipí. Tiene una mirada soñadora que dirige hacia nosotros. Miro a todos lados de la ordenada habitación con asombro mientras su piel empieza a crecer.

—Échate —dice, y se echa junto a mí.

Empieza a jugar conmigo. Tengo que concentrarme mucho para excitarme. Pienso en Toni Braxton y Mary J. Blige. Suele funcionarme.

Usamos mucho aceite de bebé. Cierro los ojos mientras él gime un montón.

—Avísame cuando vayas a correrte —dice con educación, curiosamente.

—Puedo correrme en cualquier momento. Le estaba esperando.

—Entonces, venga.

Se levanta sobre mí, que estoy tumbado, y ambos nos masturbamos. Tras un ratito, pone los ojos en blanco y siento gotas cálidas en el pecho y en la cara. Me pasa una toalla para que me seque.

Con una cartera en la mano me lleva a la cocina.

—Lo has hecho bien —dice, y me da un billete de veinte rands. Una miseria. He ganado cincuenta pavos otras veces. Pero sé que no debo ser avaricioso. Podría convertirse en un cliente habitual. Me visto rápidamente y me voy. Justo antes de salir por la puerta de los apartamentos otro hombre blanco me mira con ojos lujuriosos. Es mucho más joven que el otro tipo. Decido seguirlo. Nos quedamos en el primer piso.

—Deja eso —dice cuando empiezo a quitarme la camisa—. No tienes que desnudarte. Solo quiero que me la chupes. Tranquilo, no me correré en tu boca.

No tardo mucho en hacer que se corra sobre su pecho desnudo. Me paga cuarenta pavos y me larga del apartamento.

Capítulo tres

Me digo que necesito un par de zapatos nuevos mientras cuento el dinero. Joyce no está trabajando, ella solo trabaja de noche. Decido ir a su pequeño apartamento, que comparte con otra mujer. Al abrirme parece encantada de verme.

—Gracias por la comida, tita, tenía mucha hambre. ¿Dónde está tita Bertha?

—Se ha ido a casa unos días. Ya sabes la nostalgia que le entra. Ciudad del Cabo puede ser un lugar muy solitario —dice caminando en chancletas.

—Bueno, tengo algo de dinero y pensaba que quizá podías metérmelo en el banco.

Joyce comprende los bancos y cómo funcionan. Yo he olvidado hasta cómo se coge un lápiz, así que ¿cómo voy a ir al banco? Los adultos hacen demasiadas preguntas allí. Debes recordar cuándo naciste y cuál es tu edad exacta. Debes tener una dirección que no cambie continuamente. Por ejemplo, quedarte cinco años en el mismo sitio y cuando te mudes debes decírselo al banco. Deben saber todo sobre tus movimientos. Como cuántas casas tienes y a quién tienen que llamar cuando quieren hacer algo con tu dinero. Si me preguntan, los veo algo parecidos a los gángsteres, quieren saberlo todo para que no puedas huir de ellos. Y has de tener carné y un trabajo que te dé ingresos regulares. Y cada vez que metes dinero, te consiguen más prestando tu dinero. Los de los bancos son gente muy lista. Eso dice Joyce. Dice que me abrió una cuenta en el First National Bank y que todo mi dinero estará a salvo allí. Cada vez que gano algo, le doy parte y ella me lo mete en la caja fuerte. Pienso hacer algo con él algún día. No estoy seguro de qué puedo hacer con él ni de cuánto tengo ahorrado, pero me parece que algún día me será útil.

Hoy le doy veinte pavos y me guardo el resto. Lo que me gusta de Joyce es que nunca hace demasiadas preguntas. Le gusta sentarse junto a la ventana a coser o hacer algo con las manos. Yo me siento allí con ella y no hablamos ni palabra durante horas. Qué paz. A veces, cuando no se siente mi tía, me deja fumarme un cigarrillo con ella, pero eso no sucede a menudo. Nunca me pega, pero puede llegar a enfadarse mucho, sobre todo cuando llevo la ropa sucia. Cuando tengo suficiente dinero, porque la comida es lo primero, compro jabón y me lavo la ropa en un servicio público. Lavo una prenda cada vez. Primero la camiseta y cuando se ha secado lavo los calcetines y cuando se han secando lavo los pantalones, pero los llevo húmedos hasta que se secan por todo lo que camino al sol.

Joyce me sirve una taza de té. Me siento en el suelo junto a ella y oímos la radio. En las noticias dicen que el PAGAD hace de las suyas otra vez. Otro policía asesinado a tiros en su casa.

—¿Sabes, Zu-zu? Esos vigilantes de PAGAD dicen que son gente de Dios, pero trabajan para el diablo.

—Sí, tita.

—Debes mantenerte alejado de ellos, ¿me oyes, Zu-zu?

—Sí, tita.

—Y de las bandas. Si me entero de que eres miembro de una banda, olvídate de que la tita te dé comida o te meta el dinero en el banco. ¿Entendido?

—Tita, yo no soy como ellos. No soy un moegu.

—Debes prometérmelo, Zu-zu. Di que nunca serás de una banda —y me mira con los ojos serios de una profesora.

—Te lo prometo, tita.

—No, no tienes que prometerlo. Dilo. Quiero oírtelo decir.

—Te prometo que no seré miembro de una banda, tita.

—Está bien, Zu-zu, está bien.

Nos sentamos en silencio un rato y oímos el resto de las noticias. Al cabo de un tiempo, le digo a la tita que tengo que irme.

Voy a Green Point, donde Allen trabaja de chulo. Lo encuentro bajo un gran eucalipto hablando con una de sus chicas blancas. Están discutiendo. Yo me quedo a un lado porque conozco el genio de Allen. Ya ha matado antes y yo lo vi. Conocerlo me ha ayudado mucho en las calles. No puedo decir que seamos amigos. Pero si alguna vez estoy en problemas solo he de decir que conozco a Allen y normalmente me dejan en paz.

—¿Por qué coño tengo que trabajar hoy? —le grita ella, con las pupilas dilatadas. La muy estúpida está colocada.

—Porque lo digo yo, zorra. ¿Quién coño te crees que eres? No me des por culo porque acabes de ponerte.

—No entiendo por qué tengo que trabajar hoy. No he tenido ni un día libre en dos semanas, Allen. ¿Qué pasa con mi chocho?

—Que te den —le da un puñetazo y ella cae de cara en la calle. Un coche le pasa cerca y toca el claxon—, a ti y a tu chocho. Eres una mierda —continúa y la agarra por el pelo.

Ese es el problema de las putas blancas. Nunca saben cuándo cerrar el pico, y los tíos de aquí no les dejan pasar una. Sacan rápido la mano a pasear. Y si eso no basta, se las follan y luego las joden aún más.

—No te quejabas ayer cuando ese cliente te dio una propina de trescientos rands. No creas que no lo sé, zorra. Lo sé. No puedes ocultarme nada, chica. Ese pelo liso no te sirve conmigo. Esto no es Jo’burgo —y sigue pegándole—. Me vas a comer la polla. Tienes que aprender cuándo cerrar el pico.

La puta tiene un corte importante bajo el ojo izquierdo y heridas por toda la cara. También la ropa rasgada. Él la coge del cogote y la arrastra a su apartamento, que está en esa misma calle. La gente pasa de largo.

—¿Qué cojones quieres tú? —me dice al cruzarse conmigo.

Le enseño cuarenta pavos. Es lo único que Allen entiende bien, el dinero. No responde. Solo me hace un gesto con la cabeza para que me acerque. La chica blanca está sangrando, pero no llora.

—Debería follarte por todos los problemas que causas, estúpida zorra —dice él arrojándola a un sofá que parece plagado de pulgas. Los gatos huyen a la carrera y ella no dice nada.

—Ve a lavarte antes de que te dé otra vez —añade con el diablo en los ojos.

Le da una fuerte patada en el culo cuando se levanta. Ella cae de cara y empieza a llorar.

—¡Levanta, puta! ¡Jodida zorra!

Ella se levanta despacio y se va al baño.

—Y ahora, ¿tú qué coño quieres? ¿Y quién te ha dicho que podías sentarte? Levanta el culo —dice volviéndose hacia mí.

—Allen, necesito unos zapatos —digo mirándole a los pies.

—¡Vete a tomar por culo! ¿Por qué no viniste ayer?

Espero que me pegue, pero no lo hace.

—Eh, ¿pero qué leches te pasa? Mírame cuando te hablo.

Me levanta la cara por la barbilla. Le miro ocultando el terror de mis ojos. De repente sonríe, enseñando la boca llena de empastes dorados.

—Eres mi pequeño, ¿lo sabes? ¿Dónde está el dinero?

Le doy los billetes húmedos.

—Espera aquí —dice—. No te sientes. Voy a mirar en la habitación.