3 Libros para Conocer Literatura Chilena - Baldomero Lillo - E-Book

3 Libros para Conocer Literatura Chilena E-Book

Baldomero Lillo

0,0

Beschreibung

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Chilena. - Sub sole de Baldomero Lillo. - Martín Rivas de Alberto Blest Gana. - Desde Júpiter de Francisco Miralles. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 461

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Introducción

 

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Chilena.

Sub sole de Baldomero Lillo.

Martín Rivas de Alberto Blest Gana.

Desde Júpiter de Francisco Miralles.

Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

 

Los Autores

 

Baldomero Lillo Figueroa (Lota, Región del Biobío; 6 de enero de 1867-San Bernardo, Región Metropolitana de Santiago; 10 de septiembre de 1923) fue un cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país.

 

Alberto Blest Gana (Santiago, 4 de mayo de 1830-París, 9 de noviembre de 1920) fue un novelista y diplomático chileno, considerado el padre de la novela chilena.

 

Francisco Miralles y Galup —en catalán Francesc Miralles i Galaup— (Valencia, 6 de abril de 1848 - Barcelona, 30 de noviembre de 1901) fue un pintor español afincado en París y Barcelona.

 

Sub sole

Baldomero Lillo

 

 

 

El Rapto del Sol

 

Hubo una vez un rei tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fué el señor del mundo. A un jesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o a exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil i oro, la humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios i estatuyó su capricho como única i suprema lei. En su inconmensurable soberbia creia que todo en el universo estábale subordinado, i el férreo yugo con que sujetó a los pueblos i naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vió un extraordinario pez que parecia de oro. En derredor de él i bañados por el májico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecian teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas i colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decia: ¡Apoderaos del radiante pez, i todo en torno suyo perecerá!

El rei se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos i nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacia al monarca hasta que, llegado el turno al mas joven de ellos, se adelantó i dijo:

—¡Oh, divino i poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes i los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos i los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos, porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, i de las pupilas del rei brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír, hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fué redondeándose i tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura, i llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques i sus hondonadas, los valles cubiertos de flores i los arroyos serpenteando en los claros i espesuras, hacian de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas, el monarca nada vió: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito un águila surgió del valle i flotó en los aires, bañándose en la luz. El rei miró el ave y, enseguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibian inmóviles como ídolos, el beso del fúljido luminar. Apartó los ojos, i por todas partes vió esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la tierra i en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rei permaneció inmóvil contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria i lo efímero de su poder. Mas, aquella sensación fué ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rei de los reyes, el conquistador de cien naciones puesto en parangón i en el mismo nivel que el pájaro, el siervo i el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinje, i sus ejércitos i flotas cubriendo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros i soberbias torres, sus palacios i alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hai otros materiales que oro, marfil i piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío i grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su rejia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten, i de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hácia el que alarga la diestra, queriendo asirle i detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

—Apoderaos de esa antorcha i todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos i los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido i que la nada. I sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el jenio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos i de relámpagos, i dijo al rei con una voz semejante al redoble del trueno:

—¿Qué me quieres, oh, tú, a quién he ensalzado i puesto sobre todos los tronos de la tierra?

I el monarca contestó:

—Quiero ser dueño del sol i que él sea mi esclavo.

Calló Raa, i el rei dijo:

—¿Pido, talvez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

—No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre mas egoísta, el del mas fanático, el del mas ignorante i vil i el que guarde en sus fibras mas odio i mas hiel.

—Hoi mismo los tendrás, dijo el rey, i el denso nubarrón que cubria el alcázar, se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rei se dirijió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas i con las frentes inclinadas todos los magnates i grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debian designar al rei al hombre mas ignorante, al mas fanático, al mas egoísta i vil i al que albergase mas odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios i los mas nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible i monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó al ver la consternación pintada en los semblantes una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

—Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh divino príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rei hizo un signo de asentimiento i el repugnante enjendro continuó:

—Nada mas fácil que complacerte, ¡oh rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón mas vil? Pues no sólo te presentaré uno sino toda una legión. I mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: ¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud i la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan i muerden al menor desliz.

Enseguida, volviéndose hácia el Sumo Sacerdote, i señalándolo junto con los magos i los nigromantes, dijo:

—¡Ved ahí al mas fanático i a los mas ignorantes de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia i su sabiduría necedad!

Hizo una pequeña pausa i con voz envenenada de odio prosiguió:

—El corazón mas egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh! rey. No conozco otro que le iguale en dureza i en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda i deleznable cera!

Calló un instante i luego con voz ronca profirió:

—Sólo me falta mostrarte donde se halla el último. Ese, es el mío, i, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó: ¡Aquí está!, ¡oh príncipe! Con odio i hiel fué fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaria a todos con el acíbar i ponzoña de sus rencores. Anídanse en él mas cóleras que las que desataron, desatan i fulminarán los cielos i los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra, bastaria para exterminar todo lo que se mueve i alienta debajo del sol.

La voz sibilante del enano vibraba aun en el vasto recinto, cuando el rei hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices i dieron paso a una falanje de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios i magnates i los pasaron a cuchillo en un abrir i cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho i les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda i juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano al ver que un soldado avanzaba hácia él con el alfanje en alto, gritó:

—¡Oh, rey, has prometido…! I una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

—¡Arrancadle, vivo, el corazón!

 

Han pasado dos dias; el rei se encuentra en su cámara mas hosco i torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El jenio desenvuelve sus anillos de llamas i dice:

—Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo i el odio, el fanatismo i la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamas. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubririan toda la tierra. Oye i graba en tu memoria lo que has de hacer: Subirás a la montaña que se alza sobre el abismo i esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta mas alta para lanzarle la red májica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo i podrás hacer de él lo que quieras.

 

Salió ocultamente de su palacio por un postigo, que daba al campo, sin mas compañía que un cayado de pastor i la malla maravillosa. Tres dias con sus noches, el rei marchó hácia el oriente. La senda por donde caminaba, subia bordeando desfiladeros i barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez mas empinado i mas áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo mas mínimo. El orgullo i la soberbia avivaban en él sus hogueras i devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vió pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos i fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso, con mas ímpetus los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor i amenazando con la diestra al flamíjero viajero profirió:

—¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende i apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

I confortado con esta idea venció los últimos obstáculos i se encontró por fin en la cima mas encumbrada de la inaccesible montaña, mas arriba de las nubes i de los nidos de las águilas.

 

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término i un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas, i un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surje rauda hácia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola i lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo, i las sombras fujitivas i dispersas volvieron sobre sus pasos i ocultaron otra vez la tierra.

 

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rei se detuvo en la mas alta torre de su palacio. El alcázar estaba desierto i debia de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los habia en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras i en los sótanos. La desaparición del rei habia encendido la guerra civil, i gran número de pretendientes se habian disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol habia bruscamente interrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo trascurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la rejia cámara suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas i las montañas. El cielo está negro como la tinta, i cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores i los incendios, hasta que ni el mas leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rei se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. I desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece i la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que conjela su carne i su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora.

—¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee i es el móvil único de tus acciones otro refujio que tu corazón. Para expulsarle seria menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor.

Apenas el jenio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras i expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el mas lijero alivió viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes i se abre el pecho, dejando al descubierto su fríjido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita i decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, i que desmaya i se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extinjue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel i lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entónces, a la ventana i se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero i envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.

 

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes i las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hojueras moribundas i se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que los rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio i de la soledad del planeta muerto. I, cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producia en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecia multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvia a latir. I esa cadena viviente aumentada sin cesar por eslabones innumerables, se extendia a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos i los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola i única, invulnerable a la muerte.

 

De pronto, el monarca, sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Ajitó los brazos buscando un punto de apoyo, i dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras i ásperas, talvez pertenecian a un siervo o a un esclavo, i su primer impulso fué rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan heladas habia tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entónces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamíjero cuyo curso marcan en el infinito los ortos i los ocasos. I por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, i el mas allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. I cada cual se penetró de que el incendio que ardia en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hácia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fué creciendo i ajigantándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. I aquel foco ardiente era el sol, pero, un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado i encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva humanidad.

 

 

 

El ahogado

 

Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado i se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo i lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. Enseguida se encaminó a la popa, apoyó en ella sus espaldas i empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda i el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la lijereza de una pluma. Tres veces repitió la operación. A la tercera recojió el remo i saltó a bordo del esquife que una ola habia puesto a flote, i empezó a singlar con lentitud fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surjia en su espíritu luminosa, clara i precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra, i algunos presentábanle una faz nueva hasta entónces no sospechada. Poco a poco la luz se hacia en su espíritu i reconocia con amargura que su candorosidad i buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.

El bote que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa i fría mañana de julio. El sol mui inclinado al septentrión, ascendia en un cielo azul de un brillo i suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa i curva línea de sus proas. Mas allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc i muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca i esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo i navegó en línea recta hácia el sur. Durante algún tiempo singló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecia volar sobre la bruñida sábana líquida, i mui luego el promontorio, el caserío i la ensenada quedaron mui lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo i se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada i oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta i obsesionadora. Todo su traje consistia en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana i una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor i juventud.

El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recojido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. I de pronto la vieja historia de sus amores surjió en su espíritu vívida i palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido, i su cuerpo sano i membrudo tenia la fortaleza i flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas, habia ido trasformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado i ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fué, pues, sin oposición, novió oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenia que protejer a cada paso de las bromas de sus compañeros. La trasformación habia sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro i sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fué cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presajio. El ajuar de Magdalena se trasformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botinas de charol, i los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que queria a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debia efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarín i no valia tres cuartillos.

El mozo no pudo menos que someterse a esta exijencia; mas, con el entusiasmo del amor i la juventud creyó que mui pronto se encontraria en estado de satisfacerla.

El bote, arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa, i Sebastián vió de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose enseguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cuantos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra, i mostrábase mui orgulloso de sus aventuras i de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas i sencillas jentes. Mui luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el mas soberano desprecio.

Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, i un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imajinación.

Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante i los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba: ¡Sebastián, Sebastián!

De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba i vió al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cojerla por la cintura.

La escena del pujilato apareciasele envuelta en una espesa bruma. Todo habia sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador, i si no se lo arrancan de entre las manos, habrian allí, probablemente, terminado todas sus valentías.

Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se habia embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los mares del sur. Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendia una lijera niebla que iba prendiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venia una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de mas valia que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo i empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos, talvez no lo conseguiria nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta i vanidosa a la vez, se hizo de día en día mas desembozada i tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho i seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendia cuán torpe habia sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza i de cólera intensa i honda. Mas esta excitación fué pasajera i volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde habia bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven habia soltado la verdad, brutalmente. Hacia un mes que habia llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero, i habia sido traída por una goleta que habia completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirijida a la madre de Magdalena i en ella decia su rival que la expedición a la cual pertenecia, habia realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíanle, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje, i concluia solicitando a Magdalena en matrimonio, pues, sus intenciones eran establecerse en la Ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaria a su futuro suegro.

El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que habia empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, habia ido poco a poco cediendo a las instancias maternales i a la sazón, aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo i ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se habia debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la entrapajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual habia estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas, luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que queria retenerlo, i se abalanzó a comprobar de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero, la excitación producida por la cólera i las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.

A las palabras duras que le dirijiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso. Aquella actitud suya habia sido una nueva torpeza, pues, tenia la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de sus brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! I el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearia un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales i de perlas, flotando a merced de las olas i que el jenio de las aguas ponia al alcance de un humilde pescador.

El insomnio de la noche, los efectos de la orjía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas i los atroces celos que le atenaceaban el alma, enarcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentia una sed vivísima. Se levantó del banco i buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado, una botella. Quitó la tapa i bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez se pintó en sus verdosas pupilas. Cojió el remo i se puso a singlar para salir de la corriente i acercarse mas a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo i marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertia en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalia del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más, i un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi un niño, completamente desnudo yacia sumerjido hasta el cuello en las frías i salobres ondas. Su posición casi vertical se debia a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: Fany.

Es un desertor pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior, habia anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco i lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí, cambiase horas después, habia levado anclas i emprendido de nuevo su ruta desconocida.

Sin mucho esfuerzo se imajinó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fujitivo no habia contado con la frialdad del agua ni con la engañosa proximidad de la costa.

Sebastián contempló el cuerpo amoratado i ríjido que se destacaba a través del agua trasparente, i viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirijió algunas palabras en esa jerga tan común a la jente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recojidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecia haberse refujiado toda entera en sus inquietos i móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenia atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón, y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado i brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacia, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos i de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardia, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cojió la botella, i llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor i su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreia ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducia de regreso del puerto era de su propiedad i volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.

De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja i el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura i fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacia jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hácia él con expresión de angustioso terror, le pareció el jenio del mal que surjia de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el cauchuc del salvavidas i aquel obstáculo desaparecia para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él habia de jeneroso i noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízolo estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido i plateado pez. Siguió al ave en su vuelo i de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vió al ballenero que volvia: Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír, mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco i purpúreo como una rosa. Vio, enseguida, como una mano, mas bien una garra, en cuyo dorso habia grabada una ancla, se posaba en el blanco i nacarado seno…

Un sordo rujido se escapó por entre sus dientes apretados i se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua, i Sebastián vió durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal, i de pronto le pareció que el descenso se interrumpia, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencojió las falanjes i la navaja i el portamonedas atraídos por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda i desaparecieron en el mar.

Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador dando un brinco, que casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo i comenzó a singlar desesperadamente.

 

Seis dias han trascurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo i expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas trasmutaciones. Sus ropas en desorden están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas, i se vuelve con presteza a la derecha o la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de trascurrir, ha sido una orjía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó i echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues, la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hai un enorme vacío, i ve las mas extrañas i raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia, i la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.

De súbito un halcón marino se precipita de lo alto i se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída i el blanco penacho de espuma que levanta el choque, producen en el pescador una ajitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados i el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio i mui cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. I estremecido, preso de infinito terror se acurruca en el fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza mas poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros i el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de revelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que semejan amorosos ósculos.

En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas de agua se tornan mas i mas trasparentes. Mui luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas, i de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que se destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve i el conjunto se destaca poco a poco con claridad i nitidez.

De súbito una terrible sacudida ajita de pies a cabeza a Sebastián… El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados i blancos, i de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros i huir de la pavorosa visión. Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero, ni uno solo de sus músculos le obedece.

Y, el muerto, sube. Abandona suavemente su lecho de conchas i asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espalda, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. En su horrible rostro hai una expresión de venganza implacable, de aguda ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.

Y, el ahogado, sube, sube cada vez mas aprisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. I en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cojerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte mas alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después. Y, loco de terror, de un arrecife pasa a otro con los cabellos erizados, flotando al viento.

Es que él está ahí i lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes a derecha e izquierda, delante i detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes i ve, a través del agua, el cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al mas lijero traspiés, i para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de allí para allá desatentado, sin encontrar un refujio contra la horrenda i espantable aparición.

De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso i no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube i el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco i redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío i viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hácia él con una avidez implacable. El fujitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras ajita sus manos en el vacío i lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas i lo precipita de cabeza al mar.

 

Mientras el sol distánciase cada vez mas de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos escudriñando las profundidades.

 

 

 

Irredención

 

Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recojiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones i se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia i hermosura, mas que por su simbólico traje, habia sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre i satisfecha. El baile habia resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de mas valia: la nobleza de la sangre, del dinero i del talento desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración i de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecia una nevada color de rosa, caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces: derramándose sobre los tapices, i haciendo desaparecer bajo sus carminadas plumillas la soberbia cristaleria de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvian las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros i orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso, i los asistentes al baile no se cansaban de elojiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea jenial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacia en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento orijinalísimo habia sido de ella, únicamente de ella i no podia menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los duraznos en floración que existiesen en sus fincas.

Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero habia obedecido i el éxito superaba a sus esperanzas.

Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, i ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento, cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la habia acometido de pronto. Queria dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que tan dulces sensaciones le habian proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, i suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón.

La estancia quedó en silencio i poco a poco fué haciéndose mas hondo el sopor de la bella durmiente.

De pronto, se encontró trasportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul i un sol de primavera tibio i risueño acariciaba los campos. Caminaba por en medio de un bosque de duraznos en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios i aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecia brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores i las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo i quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso y, fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso.

Sintió que su alma abandonaba la tierra i comparecia delante del Tribunal Divino, presa de una angustia i terror infinitos.

Sentado en su trono, bajo un dosel de flamíjeros soles, estaba el Supremo, inexorable juez. A su derecha mostraba sus pájinas el libro de la vida, i a su izquierda un arcánjel sostenia con la diestra la balanza de la justicia.

En el fondo, guardadas por ánjeles con espadas de fuego; estaban las puertas del Purgatorio i del Paraíso; i a espaldas del arcánjel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras i alas membranosas, la terrífica figura de Satanás.

I como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance.

Era ésta la de un asesino i ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada habia que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero, la Miseria puso en él una lágrima i un hilo de sus harapos, la Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo i la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose lijeramente.

Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes con rabia, i la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió en el alma angustiada de la Princesa la esperanza. Entre ella i un asesino i ladrón, mediaba un abismo. I esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcánjel ponia en el platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas i descoloridas.

Su terror e inquietud se trocaron entónces en una alegría sin límites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podia neutralizar el mas levísimo soplo, representaban todo el mal que habia desparramado en la tierra. ¡Cuán severamente se habia juzgado! Pero, i ahora estaba cierta, su alma era de las elejidas e iria recta al Paraíso. I confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la lejión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas, que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues, bastaria la mas insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza en su favor. I ella queria ostentarlas allí todas, para que el divino juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora.

Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad relijiosos, de caridad i de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcánjel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las moles jigantescas de un hospital i de una suntuosa capilla con sus cimientos de piedra, su cruz de hierro fundido i su veleta de latón.

Pero, la balanza, permaneció inalterable y, de súbito, un espectáculo pavoroso llenó de espanto el alma de la princesa. Satanás, que se reia, abandonó de pronto el escondrijo en que estaba agazapado i como una araña monstruosa se colgó del platillo rebelde y, tras él, aferrándose del rabo i de sus ganchudas patas, se suspendieron todos los diablos i réprobos del infierno, sin que el peso de aquella cadena, cuyo último eslabón tocaba el fondo del sétimo abismo, lograse marcar la mas leve oscilación en el fiel de la balanza inmutable. En el platillo; las flores habian desaparecido i en su lugar veíase una montaña de duraznos en sazón, sobre la cual jiraban miríadas de seres desde el corpúsculo imperceptible hasta el insecto alado de forma perfecta. Abejas zumbadoras, mariposas de alas irisadas, aves de plumajes multicolores revoloteaban en derredor de los frutos en lejiones innumerables, destacándose por encima de todo, un inmenso follaje que, en forma de cono invertido, se perdia en el infinito.

Y, entónces, fué cuando resonó la voz terrible:

—¡Mujer, tu culpa es irrescatable! Todo el peso del infierno no ha podido equilibrarla. Al extirpar el jermen, has detenido en su curso la proyección de la vida, cuyo orijen es Dios mismo… Ve, pues, con Satán por toda la eternidad.

 

Un grito estridente, vibrante puso en conmoción a la servidumbre del palacio. La doncella, que habia acudido la primera, encontró a su señora incorporada en el lecho, presa de violentos espasmos nerviosos. La guirnalda suspendida del crucifijo, se habia roto i las flores yacian esparcidas en la almohada i cabellera de la dama, lo cual hizo exclamar a media voz a la joven:

—¡Ya lo sabia yo! Dormir con flores es como dormir con muertos. Se tienen pesadillas horribles.

 

 

 

En la rueda

 

En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de duraznos i perales en flor estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres i medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, habia dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y, en derredor de ésta, sentados los de la primera fila i de pie los de la segunda, estrechábanse un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura, i viejos encorvados i temblorosos observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso provocaba alegatos interminables que concluian a veces en vociferaciones i denuestos.

Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo y, mientras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores, el Cenizo i el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños; fueron objeto de un último i minucioso examen: Pico i alas, pies i plumas, todo fué cuidadosamente rejistrado i escudriñado. Los espolones requirieron una atención especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero i raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas quedaron convertidos en agujas sutilísimas.

Terminados los preparativos, el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco mas elevado que los demás. Tenia delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenian, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caídas i los careos.

Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atención i luego, dirijiéndose a los galleros, hízoles un ademán con la diestra.

Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido i todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente a frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado i la pupila llameante avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.

El furor bélico de que parecian poseídos entusiasmó a los concurrentes, i las apuestas se cruzaron con viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó:

—¡Doi ocho a cuatro en el Clavel!

—¡Vá!

—¡Doblo en el Cenizo!

—¡Vá!

—¡Doi a veinte!

—¡Doi a cuarenta!

—¡Vá!

I estas voces, incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases i vocablos de un tecnicismo especial.

La voz estentórea del Juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto.

Entretanto los campeones, después de observarse ora de frente, ora de flanco, se habian acercado lenta i cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello extendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud de acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso i palpitante cuerpo.

De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve i seco i algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada.

Durante este primer período de la riña el espectáculo era verdaderamente hermoso i fascinador.

La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco i rosa, cubria la arena del combate, trasformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas.

Ni la vista mas penetrante podia percibir las estocadas, los quites i contragolpes de aquellos diestros esgrimidores.

De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, exclamó:

¡Clavado el Clavel!

Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caídas, el pico entreabierto, atacábanse con extremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que, en el albo plumaje del Clavel, crecia i se ensanchaba por instantes, al espolón derecho de su enemigo, tintó en sangre en toda su lonjitud. Mientras los técnicos clasificaban el golpe i los partidarios del Cenizo daban muestras inequívocas de alegría, una voz jubilosa partió del bando contrario:

—¡Clavado el Cenizo!

El espolón habia penetrado en la cabeza, encima del ojo, i el gallo, aturdido por la violencia del golpe i cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival.

El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Mientras el acerado pico desgarraba i arrancaba a pedazos la piel de la cabeza i cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme.

Sus partidarios locos de entusiasmo lo animaban con la voz i con el jesto:

—¡Acábalo, Clavelito!

—¡Apágale los faroles!

—¡Otro cómo ese!

Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caia sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sangre, acribillado de heridas, hacia de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, i mui pronto el brío i la pujanza con que reanudó la batalla, parecieron inclinar decididamente la balanza en su favor.

Este cambio produjo otro en torno de la rueda. Mientras unos rostros se ensombrecian, los demás se iluminaban. El gallo que ya se consideraba vencido, volvia por su fama, haciendo renacer la esperanza en sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victoria cuando alguien advirtió:

—¡Se le apagó una luz al Clavel!

La última etapa de la riña se aproximaba.