7 mejores cuentos de Manuel Díaz Rodríguez - Manuel Díaz Rodríguez - E-Book

7 mejores cuentos de Manuel Díaz Rodríguez E-Book

Manuel Díaz Rodríguez

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Beschreibung

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Manuel Díaz Rodríguez fue un escritor modernista venezolano. Es quizá el más alto prosista de los últimos cincuenta años de la literatura venezolana. Después de su muerte, fue publicado un ameno libro suyo bajo el titulo de Entre las Colinas en Flor.Este libro contiene los siguientes cuentos:Cuento azul.Cuento rojo.Cuento blanco.Azul pálido.Cuento gris.Rojo pálido.Cuento áureo.

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Table of Contents

Title Page

El Autor

Cuento azul

Cuento rojo

Cuento blanco

Azul pálido

Cuento gris

Rojo pálido

Cuento áureo

About the Publisher

El Autor

Manuel Díaz Rodríguez (Chacao, Miranda, 28 de febrero de 1871 - Ciudad de Nueva York, 24 de agosto de 1927) fue un escritor modernista venezolano.

Sus padres fueron Juan Díaz Chávez y Dolores Rodríguez, inmigrantes canarios llegados a Caracas en 1842. Estudió Medicina y viajó a Europa para profundizar y perfeccionar sus conocimientos científicos. Vivió en París y en Viena, donde se instaló por dos años haciendo desde allí viajes ocasionales a Italia y Constantinopla. Dominó cuatro idiomas y desde su juventud fue un ávido lector, lo que determinó que su inclinación por la literatura se impusiera a la carrera médica.

Su primer libro, Sensaciones de Viaje, fue publicado en París en 1896. Su triunfo como escritor va a ser inmediato al obtener el premio de la Academia Venezolana de la Lengua.

Cuando Díaz Rodríguez regresa a Venezuela se incorpora al grupo de intelectuales que se han agrupado en torno a las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis. Va a ser uno de los integrantes de la llamada Generación de 1898 en Venezuela al lado de Pedro Emilio Coll, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici, César Zumeta y Gabriel Zambrano. Los primeros años de su vida como escritor son bastante fecundos, pues en 1897 publica Confidencias de Psiquis, con prólogo de Pedro Emilio Coll, y en 1898 publica De mis Romerías.

En 1899 contrae matrimonio con Graciela Calcaño, hija del escritor Eduardo Calcaño, y regresa a París. Este mismo año publica Cuentos de Color, nueve narraciones que tienen el nombre de un color determinado el cual asociado con un estado del alma constituye la atmósfera de cada cuento.

Regresa a Venezuela en 1901. En ese momento se ha apartado de la medicina y se dedica por completo a escribir. Publica su primera novela, Ídolos rotos, que es un cuestionamiento del estado social, político y cultural que se vivió en Venezuela en la época de Cipriano Castro, a quien se opone abiertamente. Al año siguiente publica su segunda novela, Sangre Patricia, en la que plantea el tema de la Guerra Civil. Con ella culmina lo que algunos críticos consideran la primera y la mejor etapa de la obra de Díaz Rodríguez.

Tras la muerte de su padre se refugia en la hacienda para evitar la bancarrota. Va a comenzar para él un largo retiro de casi siete años en medio de un silencio literario absoluto pero donde observa la vida de los labriegos, acumulando vivencias para una novela que escribirá años más tarde, Peregrina o El Pozo Encantado.

En 1908 llega al poder Juan Vicente Gómez. Díaz Rodríguez se convierte en su colaborador y da comienzo a su trayectoria política. Durante diecisiete años ocupa diferentes altos cargos en la administración de Gómez, como vicerrector de la Universidad Central de Venezuela, director de Instrucción y Bellas Artes (1913), Ministro de Relaciones Exteriores (1914-1916), Senador por el Estado Bolívar (1915), Ministro de Fomento (1916), Ministro Plenipotenciario de Venezuela en Italia (1919-1923), Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y Presidente del Estado Sucre (1926).

En 1910 publica Camino de Perfección que es un ensayo sobre la vanidad y el orgullo, en 1918 Sermones Líricos y en 1926 Peregrina. El mismo año pasa a ser miembro de la Academia Nacional de la Historia.

Víctima de una grave enfermedad de la garganta, Manuel Díaz Rodríguez se traslada a Nueva York en mayo de 1927 en donde muere el 24 de agosto.

Cuento azul

Cuentan las crónicas del cielo ‒y estas crónicas las he leído en el cielo azul de unos ojos‒ que el Señor de los mundos y Padre de los seres ocupa altísimo trono, hecho de un solo enorme zafiro taraceado de estrellas, y deja caer, a semejanza de vía láctea fulgurante y en dirección de la tierra, mezquina y obscura, su luenga barba luminosa color de nieve, a cuyo laberinto de luz llegan, a empaparse en amor y a convertirse en esencia eterna y pura, todas las quejas, todos los sollozos y el llanto inacabable de la humanidad proscrita.

Y según añaden las crónicas, toda alma de hombre está unida, por un hilo de luz muy largo y tenue, a las barbas divinas. Por ese hilo de luz, invisible para ojos humanos, es por donde ascienden la fragancia de los corazones y las bellezas nacidas y cultivadas en las almas: amores castos, perfume de obras buenas, plegarias, quejas, y sobre todo lágrimas, muchas lágrimas, las infinitas lágrimas que el amor arranca a nuestros ojos. Estas últimas en su viaje al través de los cielos, son la causa de iris maravillosos, delicia de los bienaventurados; pero al fin de su viaje, y poco antes de convertirse en fuego inmortal, surgen en el extremo de las hebras de luz por donde han ido, en la forma de flores efímeras y radiantes, cándidas como lirios, purpúreas como rosas, o delicadas y azules como flores de pascua. Y como a cada instante, y a la vez en el extremo de muchos hilos, están abriendo esas flores, parece como si las barbas divinas perpetuamente florecieran.

Sucedió que, una vez, al decir de las crónicas, uno de esos ángeles maleantes que todo lo espían con sus ojillos de violeta y lo husmean todo con sus naricillas de rosa, púsose a considerar muy circunspecto, con mucha atención y cuidado, el entrelazarse y confundirse de las dos madejas de luz: la formada por los hilos que suben de las almas y la otra, color de nieve, que baja del rostro del Eterno.

Distráigase el ángel, contemplando unas veces las ascensión continua de iris mágicos, otras veces el incesante abrir de rosas, lirios y campánulas, cuando de repente fijóse con insistencia en un punto y comenzó a pintársele en el rostro una sorpresa indecible. Hizo un gesto de asombro; cayéronle sobre la frente, como lluvia de oro, algunos de sus rizos más alborotados; y partió, vibrante como nunca, la centella azul y glauca de sus pupilas.

Lo que sus ojos acababan de ver, jamás lo hubiera concebido su mente de ángel. Dos de aquellos hilos provenientes de la tierra, y de los más hermosos, en vez de correr la misma suerte que los demás, yendo a perderse en el regazo del Padre, profundo océano de amor, se aproximaban uno a otro, llegado a cierto sitio, y seguían así durante un buen espacio, hasta enlazarse y fundirse por completo, formando una especie de arco fúlgido, por el cual pasaban, a bajar por uno de los hilos, las bellezas que por el otro subían. De manera que dos almas, almas elegidas a juzgar por las apariencias, eximíanse de pagar el Señor de los cielos el obligado tributo de gracias, perfume y amor.

El ángel, escandalizado con tal descubrimiento, lo calificó de crimen insólito, merecedor de todos los castigos, y se propuso ir en seguida a denunciarlo a los oídos del Padre. Pero como a la vez reflexionó que a quien todo lo sabe y todo lo ve presente, así lo que es como lo que fue y será, no podía pasar inadvertido nada lo que en sus propias barbas estaba sucediendo, resolvió indagar por sí mismo, antes de romper en palabras acusadoras, lo que significaba aquel tejemaneje irrespetuoso de las dos almas predilectas.

Sin decir a nadie su intento, el ángel abrió sus alas de libélula, transparentes y vistosas, y siguiendo uno de los hilos culpables echó a volar hacia la tierra obscura.

En la tierra lo esperaba una sorpresa tal vez mayor que la recibida en el cielo. El culpable rayo de luz, objeto de su curiosidad, llegaba a un sitio apartado y agreste de la tierra española, caía en el silencioso recinto de un monasterio, y terminaba, coronando la frente de un viejo monje, en lo interior de una celda, blanca y desnuda

de cosas vanas, como la conciencia del justo. Y el ángel, confundido, pero armándose de astucia, siguió los pasos del religioso, presunto reo de una falta imperdonable.