7 Mejores Cuentos - Venezuela - Manuel Díaz Rodríguez - E-Book

7 Mejores Cuentos - Venezuela E-Book

Manuel Díaz Rodríguez

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Beschreibung

7 mejores cuentos Venezuela, explore las narrativas que dan vida a la riqueza cultural y emocional de este fascinante país. Este libro reúne siete relatos inolvidables que reflejan las tradiciones, los paisajes y los dilemas humanos que forman parte del alma venezolana. Además, incluye comentarios biográficos de los autores y notas al pie que iluminan los contextos y profundizan la experiencia de lectura. Una joya literaria que conecta al lector con lo mejor de la narrativa venezolana. Este libro incluye los siguientes cuentos: La viuda de Corinto, por Fermín Toro: Entre ruinas y cenizas, un amor prohibido surge en el templo de la muerte, donde la pasión y la tragedia se entrelazan en un destino ineludible. Claudia, por Eduardo Blanco: Un amor perdido y reencontrado, entre sombras del pasado y misterios del presente, lleva a un hombre a la locura mientras busca desentrañar los secretos de su eterna Claudia. Las ovejas y las rosas del padre Serafín, por Manuel Díaz Rodríguez: En un pueblo lleno de supersticiones y violencia, un humilde cura intenta sembrar amor y paz, enfrentándose a la crueldad y al fanatismo que lo transforman para siempre. Confesión auténtica de un ahorcado resucitado, por Juan Vicente Camacho: La resurrección de un pirata tras ser ejecutado desata un dilema científico, legal y ético, mientras el condenado revela su oscuro pasado. El diente roto, por Pedro Emilio Coll: Tras un accidente que transforma su carácter, Juan Peña se convierte en un símbolo de sabiduría para todos, pero nunca dejó de acariciar su diente roto, sin pensar. Historia de la señorita grano de polvo, bailarina del sol, por Teresa de la Parra: Una bailarina etérea hechiza a un muñeco de fieltro, que lucha entre amor y sacrificio, hasta que un destino cruel decide por ambos. Ovejón, por Luis Manuel Urbaneja: Un bandido carismático desafía la justicia en un paisaje aragüeño lleno de superstición y lealtades divididas, dejando una marca indeleble en quienes cruzan su camino.

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Seitenzahl: 165

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Introducción

 

La literatura venezolana es un rico tapiz cultural que refleja las transformaciones históricas, sociales y políticas del país. Desde los relatos de los cronistas coloniales hasta la narrativa contemporánea, demuestra una evolución marcada por la diversidad temática y estilística, profundamente influenciada por movimientos globales y dinámicas locales. Este texto presenta un panorama introductorio de la literatura venezolana, destacando sus principales períodos y autores.

Orígenes y primeros registros

La literatura venezolana tiene sus raíces en las crónicas de viajes, como el Diario de Cristóbal Colón, quien en 1498 describió el territorio como "Tierra de Gracia". Durante los siglos XVI y XVII, surgieron textos de misioneros y cronistas que narraron las culturas indígenas y los procesos de colonización, como los trabajos de Bartolomé de las Casas y José de Oviedo y Baños.

Siglos XVIII y XIX: Ilustración e Independencia

Con la llegada de la primera imprenta en 1808, el panorama literario venezolano experimenta una nueva dinámica. Durante el período de la independencia, destacan textos retóricos y panfletos que alimentaron el fervor libertario. Andrés Bello, figura central de la literatura latinoamericana, inaugura una poesía comprometida con la identidad regional, mientras autores como Rafael María Baralt proyectaron la literatura venezolana en círculos internacionales.

Modernismo y Criollismo

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, se consolidó el modernismo, representado por Manuel Díaz Rodríguez y sus reflexiones sobre la modernidad y el cosmopolitismo. Al mismo tiempo, el criollismo emergió como una respuesta a la creciente urbanización, con autores como Rómulo Gallegos, cuya obra Doña Bárbara sintetiza el conflicto entre civilización y barbarie, y Teresa de la Parra, quien exploró las complejidades de la mujer en la sociedad venezolana.

Vanguardias y consolidación de la identidad

En la primera mitad del siglo XX, la literatura venezolana se expandió en diversas direcciones, con la aparición de grupos literarios como "El Techo de la Ballena", que introdujeron nuevas experimentaciones estéticas. Figuras como Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva utilizaron la narrativa como vehículo para explorar las transformaciones sociopolíticas, mientras que poetas como Eugenio Montejo y Rafael Cadenas consolidaron la poesía venezolana en el ámbito internacional.

Literatura contemporánea

El período contemporáneo refleja una pluralidad de voces y temas. Escritores como Salvador Garmendia y Adriano González León exploraron las sutilezas de la interioridad y las complejidades urbanas, mientras que nombres recientes como Karina Sainz Borgo, con obras premiadas, continúan proyectando la literatura venezolana a nivel global.

Conclusión

La literatura de Venezuela, a lo largo de los siglos, se ha revelado como un espejo de sus tensiones y potencialidades. Reuniendo el pasado colonial, los movimientos de independencia, los desafíos modernos y los dilemas contemporáneos, constituye una fuente inagotable para comprender la identidad venezolana. Esta colección de los 7 mejores cuentos celebra esa tradición literaria, invitando al lector a explorar los diversos matices que conforman las letras venezolanas.

La viuda de Corinto

Fermín Toro

 

Un antiguo templo de Minerva1 arruinado por los mahometanos2 y después convertido en cementerio por los cristianos para depositar las cenizas de los que perecieron en defensa de la ciudad, levanta aún en Corinto3 su soberbia e injuriosa a fachada como revelando la sabiduría de los tiempos pasados con un baldón de las presentes edades. En el interior sólo se ven ruinas, arcos quebrados, columnas destrozadas, capiteles derribados que sirven de sarcófago a las tumbas que se levantan en aquel recinto. Siete columnas aún se elevan en la fechada, y conservan todavía los sangrientos vestigios de la catástrofe que presenciaron.

Una figura negra se levanta entre dos sepulcros: parece una sombra que los guarda. Es Atenais que viene, no a llorar, tiempo hace que sus lágrimas se han secado, viene a buscar el reposo de las tumbas entre las yertas cenizas de su padre y de su esposa, víctimas del furor musulmán. Un velo negro cubre su esbelta y celestial figura, y cae flotando hasta sus pies que brillan con la blancura del mármol; sus hermosos cabellos caen desordenados sobre sus espaldas, y un fúnebre crespón4 ciñe la frente de alabastro en que está ya impresa la tranquilidad del sepulturero; su boca descolorida parece la rosa de la tarde, y al través de las nubes del dolor se ve aún en sus ojos el cielo de la Grecia. Atenais inmóvil en medio de las tumbas, cubierta de un velo funeral, rodeada de ruinas, y levantando al cielo sus Manos y sus miradas, perece la maga de Endor invocando la sombra de Samuel5.

Seyde Iman entra en el templo: queda suspenso por algunos instantes, y luego corre a ponerse de rodillas en presencia de Atenais. Mas la viuda de Corinto no lo ve, no lo oye, su espíritu está en la mansión celeste, “Hurí6 del Paraíso”, le dice el guerrero musulmán, “mira a Seyde que os adora”, y diciendo estas palabras imprime sus ardientes labios en los helados pies de Atenais. ¡Mágica impresión! Atenais se estremece, baja la vista, mira a Seyde y cae atónita en sus brazos.

“Hay un placer en las peñas y un gozo en el dolor cuando la paz mora en el pecho contristado”, ha dicho el cantor de Morven; pero cuando el corazón hace la desgracia sólo hay paz, sólo hay alivio en el sepulcro. La hija de Corinto en los brazos del agareno, en la mansión de la muerte, entre las cenizas de su padre y la tumba de su esposo, goza el placer de los inmortales, la enajena una visión celeste, Seyde transportado la ciñe con sus brazos, la estrecha con su pecho palpitante, une el labio ardiente al labio moribundo y bebe dicha y muerte… El silencio de las tumbas, los lúgubres arreos del duelo y del dolor, las ruinas, las cenizas, no más rodean a Sayde y a Atenais, y como testigos acriminadores acusan con su tétrico aspecto aquel momento de felicidad…

Mas, ¿qué poder invisible ha destruido de repente el misterioso encanto? ¿Qué voz se ha levantado de los sepulcros y llama otra vez al dolor y a la desesperación? Una piedra ha caído del arruinado techo sobre una losa sepulcral y el golpe ha resonado como un grito de maldición. Vuelve en sí Atenais: se estremece, lanza al ismaelita una mirada pavorosa; se arrranca de sus brazos y corre a favorecerse al lado de la tumba de su esposo. Síguela Seyde con precipitación y le dice enajenado: “Atenais, huyamos de estos sitios: ven, sultana, yo te llevaré en mis brazos”.

“Musulmán, retírate”, dice ella con una voz apegada y lúgubre, “mira esa urna: la eternidad nos separa”.

“No, la eternidad nos verá unidos”, y diciendo esto Seyde se esfuerza por arrancarla de una urna que tiene abrazada. Un terror religioso ha reanimado por un momento las moribundas fuerzas de la viuda de Corinto: un recuerdo fatal ha venido a herir su mente; forcejea, se desprende de los brazos del guerrero, y como guiada por una inspiración, corre hacía un precipicio que se había abierto en una bóveda subterránea. Detiénese al borde del abismo, y volviéndose hacia Seyde: “Desgraciado, detente, le dice, huye o me precipito”,

Aquella figura esbelta y majestuosa, envuelta en un velo negro y pendiente de un abismo, parece a los ojos de Seyde el último rayo de esperanza que se despide y aleja de la mente del moribundo. “¡Atenais huyo… huyo… pero por el Dios que adoras, óyeme antes”.

“Te oiré”, responde ella con acento débil y melancólico, “te oiré a la orilla del sepulcro y se apoya de un trozo de columna al borde de la bóveda profunda.

Pálido e inmóvil permanece Seyde. Su estatura es descollada y majestuosa, su planta gentil y noble ademán descubren al héroe que ha brillado en los combates: un soberbio turbante sombrea su frente que llevara con dignidad la diadema; y aun en medio de la tristeza que se graba en su semblante, sus miradas parecen todavía los rayos del sol de Arabia. Más bello, más seductor, no es el ser ideal que fatiga y enardece la imaginación de las doncellas en sus primeros amores.

“Atenais”, dice al fin acercándose a lentos pasos. “¡Atenais! recuerda tus juramentos: dame la vida o dame un sepulcro”.

“¡Calla! no hables de juramentos”, dice Atenais con una voz sepulcral, “los míos me ligan a los muertos: ves osas tumbas… ”

“Sí, las veo”, interrumpe Seyde con violencia, “sí, ellas encierran unos malvados”.

“¡Turco!”, exclama Atenais con el acento de la piedad ofendida, “ahí está mi padre, ahí está mi esposo”.

“¡Tu esposo!, no recuerdes, griega, mis ofensas, no despiertes mis rencores; yo sólo recibí tus juramentos; yo sólo las promesas de tu padre: yo”…

“Mi padre”, le interrumpe Atenais con un suspiro que revela la ternura de un recuerdo, mi padre me habla prometido al joven cuyas virtudes hacían olvidar su creencia, al amigo de los cristianos, al que se distinguía de nuestros duros opresores por su compasión y humanidad, al que prometía ser nuestro amparo en las tribulaciones, y la esperanza y la vida de la infeliz Aten…”

Los suspiros embargan su voz, sus sollozos levantan su seño, y en una mirada que lanza al cielo parece que le acusa de una esperanza burlada.

“Mas nunca, continúa con el acento del despecho, nunca pensó mi padre concederme al perjuro que violó sus juramentos, al enemigo de los cristianos, que en el día del peligro, en la hora de la persecución, los abandonó, los persiguió, se bañó en su sangre, llevó el espanto y la asolación a nuestros hogares, profanó nuestros templos, esclavo de un culto impío, abominable…”

“Detente, nazarena, no prosigas”, dice Seyde con voz descompuesta y aterrada, y tomando con violencia la mano de Atenais, la aprieta con fuerza sobre su pecho. “Aquí, Atenais, aquí el odio, la rabia, la venganza, han podido abrigarse, mas nunca la traición. Te amé, juré ser tu esposo: yo mismo, hijo de una cristiana aunque criado en el islamismo, prometí abrazar la causa de los cristianos. Olvidé mi rango, mi familia, mis deberes, y a tus pies, Atenais, casi renuncié a mi fe. Las huestes otomanas se adelantaban triunfantes a Corinto, y en pos las seguían la desolación y la muerte. Los cristianos son vencidos por todas partes: el espanto y el terror se difunden por la Grecia; y torrentes de sangre cristiana señalan la marcha de los fieles osmanlíes. Corinto debe caer: su población está condenada a las llamas y al cuchillo; y mi padre, mi patria, mi deber, la fe en que nací, todo me convida al triunfo, y yo, Atenais, todo lo olvido, y a tus pies renuncio, patria, nombre y fama”.

Atenais enternecida estrecha las maños del guerrero y las baña con sus lágrimas.

“En tanto, Omer, continúa Seyde, se acerca a las puertas de Corinto: no flaquea el ánimo en los griegos, pero demasiado débiles para resistir al formidable Bajá7, se preparan a un estéril sacrificio. Reanimoslos y ofrezco mi brazo, admitido como un favor del cielo, y en medio de tanto guerrero cristiano, soy elegido para rechazar el asalto. Ya el débil muro retemblaba y cedía a los estragos de una formidable artillería: ya se oía el clamor sanguinario de las huestes sarracenas, tronaba su bronce, y el llanto de las mujeres y los niños llegaba al cielo. Todo era consternación, todo era espanto. Ya veo el momento de perderte, y el amor y el furor me arrebatan. Corro a la brecha y me precipito sobre los asaltadores: mi arrojo y mi turbante e los dejan sorprendidos, mi brazo y mi alfanje hacen rodar sus cabezas. Se me reúnen algunos cristianos, aprovechamos la sorpresa, embestimos y arrollamos a cuantos encontramos por delante. Crece el aliento en los cristianos, y el desmayo y el desorden en las filas musulmanas. Pierden terreno, y los acoso. En ondas de sangre se bañan los guerreros cristianos, el sucio suelo enrojecido queda sembrado de cadáveres, y el acero homicida se embota ya en al pecho de los vencidos. Huyen al fin los fieros otomanos, los persigo, los alejo de la ciudad, y los muros de Corinto, rescatados por mi brazo, me ven volver bañado en sangre musulmana…”

Atenais le interrumpe con sollozos, y un suspiro que se exhala de su oprimido pecho, es triste y lúgubre, como el silbo del viento entre los cipreses de un sepulcro8. Seyde calla por algunos instantes: alza los ojos al cielo, pero su mirada es una maldición el destino. “Atravieso la ciudad (continúa cada vez con voz más alterada) corro al templo donde te habías refugiado: no quiero otro triunfo que postrarme a los pies de Atenais, no quiero otra recompensa que su mano. Llego al umbral, quiero entrar, una maño atrevida me repele y oigo una voz que me dice: infiel, no profanes un templo cristiano. Mi alfanje iba a castigar al temerario, cuando una turba de viles satélites se interpone y me denuesta. Pagan algunos con la vicia su insolencia, y los umbrales del templo son manchados con sangre cristiana. Crece el alboroto: sé que mi adversario es el príncipe Lascaris9, que indolente hasta entonces ha visto, con impasibilidad degollar a los cristianos, y venía ahora a ofrecer sus servicios sus grandes riquezas y numerosos partidarios, y pedía por recompensa la mano de Atenais”.

“¡Nunca! nunca (exclama Atenais con acento penetrante y cubierta ya de una palidez mortal): nunca la habría obtenido sin tus furias, sin tus horrores, sin la sangre”…

“Oye, Atenais”, le interrumpe Seyde con un movimiento convulsivo y una mirada sombría. “Las deidades infernales se aposentaron en mi pecho: no dudo ya de la perfidia de los cristianos: arde en mis venas un fuego homicida; y salgo de la ciudad sediento de venganza. Corro al campo de Omer, le busco y me postro en su presencia. Miserable, exclama el Bajá fuera de sí: levanta el brazo, y mi cabeza ibas a rodear. Tuya es mi vida, le dije, pero la rescato a un alto precio. ¿Cuál? ¡Corinto! Tres veces amaga mi cuello con el formidable alfanje, y tres veces desiste el brazo repitiendo. ¡Corinto! — Sí dame unos guerreros, le dije, y os entrego Corinto. Pocos días pasaron, y ya me pongo en marcha contra la ciudad a la cabeza de una fuerte columna: me arrojo a los muros: en vano los cristianos pretenden detenerme, sus cuerpos sirven de escala a mis soldados. Penetro en la ciudad y la asolación difundo. Nade detiene el brazo sanguinario del vengativo musulmán, ni edad ni sexo el soldado distingue, que el odio y la matanza ciegan. Arden las casas y arden sus moradores: perece el que combate, el que huye perece, cae el guerrero, cae el anciano, la virgen… ”

“¡Basta, bárbaro!”, exclama Atenais, sosteniéndose apenas y cubierta ya del frío mortal. “No profanes este asilo: huye, desgraciado, huye”…

“No», grita Seyde con un acento fatídico y echando en derredor siniestras miradas. “No, es preciso que todo lo sepas, es preciso que maldigas”…

“¡Dios de mis padres!”, exclama Atenais con voz angustiada y moribunda.

“No… No invoques unas deidades impotentes”, dice el agareno en una especie de frenesí, “Mil veces las he provocado, y mil veces me han revelado el secreto de su impotencia”.

Un silencio pavoroso reina por unos instantes. Atenais está entre la vida y la muerte, su labio está convulso, su mirada fija, y ya sus fuerzas no pueden sostenerla. Seyde la sostiene con una mano, y con la otra ha empuñado como maquinalmente la daga que trae al pecho. Parece poseído de un atroz pensamiento y sus miradas tienen algo de satánico.

“Atenais”, prorrumpe al fin : “es preciso oírlo todo: aun están presentes a mi vista aquellas horrendas escenas, Atenais”, prosigue con estremecimiento espantoso: “en tanto que la impía soldadesca se cebaba en la indefensa muchedumbre, yo me dirijo a este templo que aún defendían los más esforzados guerreros. Tres veces me arrojo a ellos, y tres veces me rechazan furibundos. Mi furor se aumenta a la vista del caudillo que descuella entre los cristianos. El odio redobla mis esfuerzos; centellea el alfanje entre mis manos; un golpe sucede a otro golpe, y un lago de sangre recibe a los moribundos. Todos los cristianos han perecido y aún se defiende el arrogante adalid. Arde el furor en sus ojos, su acero destila sangre y un muro de cadáveres tiene a sus pies. El veneno de las sierpes circula en mis venas, y mi labio y mi alfanje están sedientos como una hiena carnicera. Ambos, a un tempo, nos descargamos el golpe mortal… evito el suyo… y al mío cae rodando… la del principe Lascaris”.

Un alarido prolongado resuena por todo el templo con eco pavoroso. Atenais ya no existe. Seyde la tiene abrazada y la mira con una especie de demencia. La llama, no le responde. Y entonces con una tranquilidad más horrenda que las furias mismas, sepulta tres veces el puñal en su propio pecho, y abrazando aún el cuerpo de Alonals, cae con él en la bóveda profunda.

Claudia

Eduardo Blanco

 

No veía a Loredán, el mejor de mis buenos amigos, hacía seis meses, precisamente desde el último baile de la ópera, donde lo sorprendí, como en los buenos tiempos de sus atolondradas aventuras de esforzado galanteador, acompañado de un elegante dominó negro10, en extremo discreto, que apoyado en el brazo de mi amigo, con no escondida timidez, se dejaba sin embargo decir cuántas extravagancias y apasionados requiebros se le ocurrían al amartelado galán.

Y por cierto, que así como extrañé verle lanzado en aquel enredo estudiantil, me cautivó de manera indecible la gentileza de la desconocida, su natural donaire, su actitud reservada, y la turbación real o fingida que pareció dominarla, cuando Loredán al divisarme exclamó en alta voz con la brusca franqueza de los envanecidos:

— Llegas a tiempo, mi querido Marcel, para que me asegures que no sueño, sino que soy en realidad el más venturoso de los hombres.

A tal exaltación, recuerdo haberle contestado:

— Nunca he puesto en duda que lo seas; pero esta vez –agregué sin malicia, puramente por seguir la corriente de aquella farsa de carnaval, impropia de la seriedad de mi amigo y de sus años– no me conformo con el bulto, ni con tu solo parecer, pues para confirmar lo que pretendes, necesito ver claro detrás de ese antifaz.

A este mi aserto, la desconocida retrocedió alarmada, cual si temiera de mi parte alguna impertinencia, pero sin lograr desasirse del brazo de Loredán, quien a su vez, procurando calmarla, me dijo con sorprendente seriedad:

— Obtendrás lo que deseas, aunque no todavía, pues formalmente te prometo que si esta mi última aventura, sobrepuja, como bien lo presiento, mis más tiernas felicidades de soltero, lo has de saber cuando vuelvas de Italia.

Loredán no era un niño, pasaba de los cuarenta, y si en su juventud no habían tenido tasa sus livianos placeres, era a la postre hombre formal, que sabía respetarse, y a quien nuevos y muy serios propósitos alejaban más y más cada día de sus pasadas calaveradas.