Obras - Manuel Díaz Rodríguez - E-Book

Beschreibung

Manuel Díaz Rodríguez (1868-1927) es un novelista venezolano. Su narrativa constituye uno de los momentos de mayor vigor y robustez en la literatura de su país. Aunque no cultivó la lírica, Manuel Díaz Rodríguez figuró entre los más militantes modernistas de Venezuela. Sus primeros libros, como Confidencias de Psiquis (Caracas, 1896), Sensaciones de viaje(París, 1896) donde se incluye el artículo «Alrededor de Nápoles», publicado anteriormente en El Cojo Ilustrado, en el cual se manifiesta su distanciamiento modernista, De mis romerías (Caracas, 1898), Cuentos de color (Caracas, 1899), son libros esencialmente literarios. Sin más tentativa de mensaje que el del deslumbramiento del artista ante Europa, principalmente ante París y el paisaje italiano. Los libros que publica después corresponden a la época de su vida en que este empieza a participar activamente en la vida política de su país. Sus libros de viajes, el conflicto del desarrollo plasmado en sus novelas, su marcado preciosismo y estilismo, el hondo psicologismo de su narrativa, inyectan a la literatura venezolana de su época un aire de vigencia y universalidad en momentos en que esta se encontraba todavía circunscrita al movimiento costumbrista. Este volumen de las Obras de Manuel Díaz Rodríguez contiene textos vivaces. En ellos el escritor venezolano, figura central del modernismo hispanoamericano, participa en numerosas polémicas. Defiende el modernismo y debate con los tradicionalistas y los científicos deterministas de su época. A continuación incluimos el índice de este volumen que, acaso, ayuden al lector a hacerse una idea de su contenido: - Tic - Las ovejas y las rosas del padre Serafín - Música bárbara - Ensayos - Sobre el modernismo - Alrededor de Nápoles - Alma de viajero

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Seitenzahl: 125

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Manuel Díaz Rodríguez

Obras Edición de Orlando Araujo

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Obras.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-038-3.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-017-6.

ISBN ebook: 978-84-9007-430-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Tic 9

Las ovejas y las rosas del padre Serafín 23

Música bárbara 41

Ensayos 63

Sobre el modernismo 65

Alrededor de Nápoles 77

I 77

II 82

Alma de viajero 91

Libros a la carta 99

Brevísima presentación

La vida

Manuel Díaz Rodríguez nació en Chacao (Miranda, Venezuela) el 28 de febrero de 1871 y murió en Nueva York el 23 de agosto de 1927.

Escritor, médico, periodista y político. Es considerado por muchos estudiosos como uno de los mayores representantes de la prosa modernista hispanoamericana.

En 1902 publicó Sangre patricia, un retrato del desarraigo. Tras publicar esta novela y a raíz de la muerte de su padre, Díaz se hace cargo de la hacienda heredada, situada en los alrededores de Chacao. Entre 1903 y 1908 comparte su tiempo entre las labores agrícolas y literarias. Finalmente pone fin a su retiro rural con la publicación de Camino de perfección, libro donde expone la realización de su ideal literario: el ajuste perfecto entre la idea y la palabra. En 1909 dirige el Diario El Progresista y es nombrado vicerrector de la Universidad Central de Venezuela. Director de Educación Superior y de Bellas Artes en el Ministerio de Instrucción Pública (1911), ministro de Relaciones Exteriores (1914), Senador por el Estado Bolívar (1915) ministro de Fomento (1916), y ministro plenipotenciario de Venezuela en Italia (1919-1923). En 1921, publica su última novela, Peregrina o el pozo encantado. Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y presidente del estado Sucre (1926), viajó a Nueva York en 1927 para tratarse una afección en la garganta y murió en dicha ciudad.

Tic

Era la segunda o tercera vez que volvía muy nerviosa de la calle:

—De algún modo necesito acabar con esta situación que me hace la más desgraciada de las mujeres. Debe de existir un medio capaz de libertarme de esa pesadilla que a todas partes me persigue, y he de encontrar ese medio. Ya no me puedo dominar. Cada vez se me va haciendo insufrible la presencia de ese amigote serio de mi marido. Si supiera lo antipático y odioso que me es, sobre todo cuando me mira, así como lo ha hecho hoy, dándose aires y tomando actitudes de moralista: parece como si quisiera decirme: «Señora, no sea usted coqueta». En todo caso, ¿a usted qué le importa, señor palurdo? ¿Le disgusto?: pues no ha debido salir nunca de su provincia, de su tierruca de salvajes o, a lo menos, ha debido dejar por allá todo el pelo de la dehesa, y así no turbaría usted la paz y el reposo de quien no ha hecho mal ninguno. Usted podrá ser muy bueno, sí señor, y hasta muy inteligente, como dice mi marido, pero no por eso deja de hacerme el efecto de una mosca importuna que, revolando a mi alrededor se me posara de tiempo en tiempo en la punta de la nariz, y continuase en el mismo revolar, y produciéndome el mismo cosquilleo impertinente, de una manera indefinida, por los siglos de los siglos. Con esas palabras y con ese tono debiera yo hablarle, franca y abiertamente, pero no me atrevo. Mientras tanto, él sigue siendo nuestro visitante más asiduo, nuestro compañero indispensable de las noches de teatro, de las partidas de campo, y mi suplicio continúa sin esperanzas de un término próximo. ¿Decírselo a mi marido? ¡Ni pensarlo! Ya una vez traté de participarle todo lo que su amigo me repugna, e hizo como que no me comprendía. Ahora me parece inútil insistir: de antemano sé lo que puede responderme. Achacará mi aversión a caprichos míos, y me dirá, seguramente, que sería muy cruel, de parte suya, cerrar las puertas de su casa a su amigo más íntimo, a su mejor camarada de colegio, sobre todo cuando este su amigo vive solo, sin más conocidos ni parientes, en toda la ciudad, que nosotros, ni más compañía que la nuestra. ¡Como si no fuese más cruel abandonarme al suplicio en que vivo hace ya algún tiempo! ¡Como si su amigote le fuera necesario y su mujercita indiferente! Pero ... ya veremos, señor palurdo, ya veremos ...

Y mientras Margarita hablaba así, ora consigo misma, ora como dirigiéndose a un interlocutor invisible y odiado, iba cambiando incesantemente de postura, como si en vez de estar sentada en un sofá blando y mullido lo estuviese, en realidad, sobre mil puntas de alfileres. En su inquietud creciente, cerraba los puños, golpeaba el suelo con los pies inquietos, y más y más encapotaba el entrecejo, donde una preocupación furiosa luchaba, se resistía, forcejeaba, destrozándose las alas de mariposa negra.

El —ya veremos, señor palurdo, ya veremos—, dicho en alta voz, había salido como involuntariamente de sus labios, traduciendo la amenaza que los nervios acababan de formular en un lenguaje oscuro formado de vibraciones muy finas. Luego, repitiendo la amenaza, Margarita se levantó del sofá, y se detuvo delante de un espejo a verse y remirarse con la expresión de un deseo que no admite espera, con la expresión de una voluntad inquebrantable y segura de la victoria.

¿Qué podía traer tan exaltados y locos a los nervios de aquella rubia indolente que, por su apariencia risueña y bondadosa, más que de huesos y carne parecía compuesta de una pasta suavísima y tierna, mezcla de rayos de Luna y harina de trigo candeal y leche muy blanca? Quizá un grano de polvo, una brizna de paja, ¿quién iba a adivinarlo?: nervios holgazanes, el ocio los vuelve antojadizos y exigentes, de modo que el menor contacto desagradable, por muy ligero y fugaz que sea, los irrita y los lleva al dolor más agudo. Margarita misma no hubiera podido decir claramente los motivos de aquello que le andaba por dentro; ni a satisfacción explicarse el origen de aquel odio que experimentaba por un hombre, el cual debía serie, cuando más, indiferente; ni cómo de ese odio pudo venir el deseo, todavía confuso pero irresistible que la empujaba hacia el mismo hombre, objeto y blanco de sus furias, con la tenacidad irreflexiva y ciega de la obsesión.

Lo que sí hubiera podido decir Margarita era que sentía un malestar semejante al malestar que siempre acompañaba a sus «pequeñas supersticiones», como llamaba ella ciertos desbordamientos y arranques súbitos de la voluntad, arranques y desbordamientos a los que Margarita solía bautizar también con los nombres de humoradas, pequeñeces, cosas de los nervios, y de los cuales hacía burlas, aunque no alcanzara a dominarlos. A veces, paseando en un jardín público, se le ocurría, de repente, que necesitaba llegar a cierto banco, a sentarse a la sombra de cierto árbol determinado, y de la llegada a ese lugar preciso, sin hallar obstáculo ninguno, sin tropezar, por ejemplo, en el camino, con personas que se aproximaran a saludarla, hacía depender ella la realización de un deseo, un capricho o una esperanza cualquiera, por muy noble que fuese. Valiéndose de tales humoradas, tomaba a menudo las más graves decisiones, decisiones que de un modo razonable, sereno y tranquilo, no hubiera logrado tomar nunca, por lo irresoluto y débil de su carácter. Formulado en mientes uno de esos propósitos descabellados y cuya idea la sobrecogía de improviso en medio de un paseo, Margarita se precipitaba a cumplirlo con una fuerza desproporcionada al fin, desplegando una gran suma de energías, como si no se tratase de dar unos cuantos pasos, sino de alzar un peso enorme o de otro esfuerzo aun más penoso y duro; y mientras llegaba al objeto o paraje, interiormente fijado por su voluntad, iba desazonada, inquieta, casi loca, sin más idea que la de llegar lo más pronto posible, y con la sensación desesperante de un principio de asfixia que le comprimiera el pecho y le tenaceara la garganta, bajo cuya sutil epidermis la sangre, obediente al esfuerzo, venía a extender como un velo de vapores rosados. A esta sensación de angustia indecible sucedía, inmediatamente después, la sensación contraria de un bienestar infinito, como si el curso de la vida, interrumpido un momento, siguiera de nuevo tan sosegado y libre como antes.

Idénticas sensaciones dominaban a Margarita algunas veces en la noche, cuando por un olvido involuntario no había dejado la lámpara, como era su costumbre, en el mismo sitio de la mesa de mármol, de suerte que el pie de bronce, en forma de garra, de la lámpara tocase con uno de sus dedos el mismo ángulo de la mesa. En estas circunstancias, si después de matar la luz y de acostarse caía en cuenta de su olvido, en vano luchaba por conciliar el sueño y reprimir los impulsos, más y más poderosos, que le aconsejaban levantarse a subsanar la falta cometida contra el hábito. Y al fin se vela obligada a ceder a esos impulsos, pues de lo contrario el insomnio se prolongaba al través de las horas, en medio al retumbar de la sangre impetuosa en las sienes y en medio a la agitación del cuerpo todo, producida como por una multitud de hormigas malévolas que por la piel se pasearan mientras la jaqueca, en acecho en el fondo de las órbitas, espiaba el momento oportuno de asomar sus ojos mareantes constelados de estrellitas.

Subsanada la falta y vuelta a su puesto ordinario la lámpara, podía Margarita darse al reposo, y dormir con el sueño de los niños, pero con el sueño de los niños cuando éstos se rinden al sueño cansados de llorar, después de mucho gemir, y ya dormidos, todavía un sollozo les remueve el pecho y, a la menor caricia, les corre por los miembros el temblor de un sobresalto.

Junto a esas «pequeñas supersticiones» que, afortunadamente pasaban pronto y no revivían sino muy de tarde en tarde, había una superstición verdadera, de ralees profundas: el culto rendido por Margarita a su propia belleza. Era la única superstición de que Margarita no hacía burlas, la única también que no se confesaba ni a sí misma, no porque la creyese un pecado, sino tal vez por suponerla, en razón de su tenacidad y constancia, necesaria a su vida, como algo que formase parte de su naturaleza. La mayor locura de sus nervios era esa: la vanidad. Vanos y orgullosos vivían sus nervios, engreídos de la hermosura en cuyo seno tibio vibraban dulce y perezosamente. Y el engreimiento no hacía sino aumentar con la admiración que tributaban todos a Margarita. Esta no aparecía jamás en público, no pasaba por entre la multitud, sin llevarse tras de sí voluntades y corazones, como a una tropa de cautivos alegres, contentos de ser esclavos. Todos, el artesano rudo como el inteligente refinado, experimentaban, a su paso, el deslumbramiento que produce la belleza, deslumbramiento y éxtasis en que se dilatan los ojos, ansiosos de ver más, y las rodillas tiemblan con deseos de hincarse en el polvo. Sin embargo, algunos de los que en ella se fijaban detenidamente y con juicio impávido, descubrían al fin muchos defectos. Nunca hallaban nada que tachar a la gallardía del cuerpo, tan bien proporcionado y armonioso, que las dos curvas, por las caderas formadas, parecían debajo del talle bien ceñido, como asas elegantes y frágiles de un ánfora antigua, por cuyas paredes el artífice ocioso grabó, tejiéndolos con flores, los dísticos suaves en que algún viejo poeta jovial celebraba las delicias del amor y del vino. Era en el rostro donde fácilmente se tropezaban los ojos expertos con tosquedad de líneas y contornos; de tal manera que, después de bien examinado el conjunto, quedaba la impresión que podría despertar una estatua, cuyo mármol, cariñosamente pulido y trabajado en el torso y los miembros, no hubiera sido, por impaciencia del escultor, desbastado por completo en la cara. Solo que el mármol no habría perdido nunca la aspereza de sus imperfecciones, mientras que en Margarita se hallaba esa tosquedad y aspereza casi borrada, como desvanecida en una atmósfera de espíritu y gracia. Así, los mismos que reconocían y enumeraban sus defectos, la seguían admirando. El secreto de su poder estaba en efecto, más que en la belleza, en la simpatía, que es alma y flor de la belleza. Su frente podía resultar algo estrecha, su boca demasiado grande, pero de sus ojos claros y húmedos, de las doradas sortijas de su cabello, por las sienes caído, y sobre todo de sus labios rojos y algo espesos, fluía la onda sin rumor de un encanto irresistible.

Era indudablemente en la boca donde estaba el mayor de sus atractivos, como si el alma hubiese escogido de intento aquella puerta de púrpura divina y tentadora, para asomarse a esparcir entre los hombres el filtro que da la fiebre y las angustias del amor. Rojos, grandes y medianamente gruesos, tendidos por sobre dos hileras de dientes blanquísimos que el resplandor de las sonrisas dejaba entrever, poseían tal riqueza y abundancia de ex presión que, sin hablar palabra, iban diciendo por todas partes un sinnúmero de cosas elocuentes.

Bien sabía Margarita de lo que era capaz con su boca, y no desdeñaba las ocasiones de allegar alimentos a su vanidad. Los aplausos, la admiración y el galanteo se le habían ido insinuando de manera discreta y callada, y como esos venenos a que el organismo se habitúa, llegaron a hacérseles necesarios. La necesidad de las lisonjas trajo como forzoso corolario el ansia de satisfacerla, y cada satisfacción se acompañaba naturalmente de cierto goce íntimo, indefinible, como el que deben de sentir en su embriaguez los bebedores de esencias. Nunca la asaltaba una turbación tan agradable como a veces, a su llegada al teatro, cuando era advertida al entrar, y muchos rostros se volvían a buscar el suyo y fijarse en él con insistencia, y muchos anteojos de mujeres y hombres se enderezaban a su palco, después de recorrer como indiferentemente la sala. En tales casos, la emoción, en apariencia nula, en realidad intensa y muy honda, llegaba a trastornar a Margarita, de modo que ésta se creía, en un momento, como rodeada por ángeles y flores, en las alturas de un altar lleno de luces, hasta donde subía, con el humo azul del incienso, la nube de plegarias de una muchedumbre puesta de hinojos.

Luego, a proporción que el satisfacer la necesidad hacíase más urgente, el placer, de la satisfacción nacido, variaba, progresaba, volviéndose más perverso y picante. Ya Margarita se complacía, no en la adoración tibia y pálida que a los ídolos se tributa, sino en esa otra adoración que los deseos enrojecen y caldean. Nada más fácil para ella como obtener esta última adoración, valiéndose del invencible sortilegio de sus coquetearías, manejado tan sabiamente, que nadie hubiera conocido las intenciones de aquella cabecita rubia con el solo hecho de escudriñar sus ojos, siempre anegados en una luz húmeda, casta y sin brillo, como el fulgor impasible y diáfano prendido en los ojos de los dioses. Jamás pensó que el arrancar a los hombres alabanzas y galanteos apasionados, tuviese peligros y consecuencias graves, ni mucho menos que en su conducta hubiera nada de criminal.