7 mejores cuentos de Rudyard Kipling - Rudyard Kipling - E-Book

7 mejores cuentos de Rudyard Kipling E-Book

Rudyard Kipling

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Rudyard Kipling, un periodista, escritor de cuentos, poeta y novelista inglés. Nació en la India, lo que inspiró gran parte de su trabajo. Este libro contiene los siguientes cuentos: - El Hombre que pudo reinar - El gato que caminaba solo - El jardineiro - El judío errante - Georgie Porgie - La Casa de los Deseos - Rikki tikki tavi

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

El Hombre que pudo reinar

El gato que caminaba solo

El jardineiro

El judío errante

Georgie Porgie

La Casa de los Deseos

Rikki tikki tavi

About the Publisher

El Autor

Joseph Rudyard Kipling (30 de diciembre de 1865 - 18 de enero de 1936) fue un periodista, escritor de cuentos, poeta y novelista inglés. Nació en la India, lo que inspiró gran parte de su trabajo.

Las obras de ficción de Kipling incluyen El libro de la selva (1894), Kim (1901), y muchos cuentos cortos, incluyendo "El hombre que sería rey" (1888). Sus poemas incluyen "Mandalay" (1890), "Gunga Din" (1890), "The Gods of the Copybook Headings" (1919), "The White Man's Burden" (1899) y "If-" (La carga del hombre blanco). (1910). Se le considera un gran innovador en el arte del cuento; sus libros infantiles son clásicos de la literatura infantil, y un crítico describió su obra como "un don narrativo versátil y luminoso".

Kipling fue uno de los escritores más populares del Imperio Británico, tanto en prosa como en verso, a finales del siglo XIX y principios del XX. Henry James dijo: "Kipling me parece el hombre de genio más completo, distinto de la inteligencia fina que he conocido." En 1907, a la edad de 42 años, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en el primer escritor de habla inglesa en recibir el premio y el más joven hasta la fecha. También fue sondeado para el Laureado Poeta Británico y en varias ocasiones para un título de caballero, los cuales rechazó.

El Hombre que pudo reinar

Establece textualmente la ley una justa norma de vida que no resulta fácil de cumplir. En más de una ocasión he compartido con un mendigo circunstancias que a los dos nos impedían concluir si el otro era digno. Aún me queda por ser hermano de un príncipe, aunque hubo un momento en el que estuve cerca de alcanzar este parentesco con un hombre que bien pudiera haber sido un auténtico rey y que me prometió la posesión de un reino, con su ejército, sus tribunales de justicia, sus impuestos y su gobierno al completo. Mucho me temo hoy que mi rey haya muerto, y si deseo una corona habré de procurármela yo mismo.

Todo empezó a bordo de un tren que partió de Ajmir camino de Mhow. Se había producido un déficit presupuestario que me exigía viajar, no ya en segunda clase, que es la mitad de buena que la primera, sino en clase intermedia, que es en verdad pésima. No hay cojines en clase intermedia, y sus pasajeros son intermedios, es decir, euroasiáticos o nativos, lo cual resulta horrible cuando se viaja de noche; o vagabundos, lo cual resulta divertido, aunque suelen ir ebrios. Los que viajan en clase intermedia no consumen en la cantina del tren. Llevan su propia comida en hatos y cazuelas, compran pastelillos a los vendedores nativos y beben agua en los charcos del camino, de ahí que cuando hace calor a los viajeros de clase intermedia los saquen muertos de los vagones, y es comprensible que en cualesquiera condiciones climáticas se les mire con desprecio.

Viajé solo en el vagón hasta que llegamos a Nasirabad, donde subió un caballero de cejas negras y espesas que iba en mangas de camisa y mató el tiempo como es costumbre en los de clase intermedia. Era, como yo, un trotamundos y un vago, si bien tenía un paladar bien educado para el whisky. Contaba historias de las cosas que había visto y hecho, de remotos rincones del Imperio en los que se había adentrado y de aventuras en las que había arriesgado su vida a cambio de comida para unos pocos días.

—Si la India estuviera llena de hombres como usted y como yo, sin más conocimiento que los cuervos acerca de dónde encontrarán mañana su alimento diario, este país estaría pagando setecientos millones en impuestos en lugar de setenta —dijo; y al observar su boca y su barbilla me sentí inclinado a darle la razón.

Hablamos de política —de la política del vagabundo, que ve las cosas por el reverso, donde nadie se molesta en allanar el yeso— y también del servicio postal, pues mi amigo deseaba enviar un telegrama a Ajmir desde la próxima estación, donde se halla la bifurcación de las líneas de Bombay y de Mhow, cuando se viaja hacia el oeste. Mi amigo no tenía más dinero que ocho annas que necesitaba para cenar, mientras que yo no tenía nada, a causa del problema presupuestario antes mencionado. Me dirigía hacia un desierto, donde, si bien debía restablecer contacto con la tesorería, no había oficinas de telégrafos. No podía ayudarlo en modo alguno.

—Podríamos amenazar a algún jefe de estación para que mande un cable de fiado —se le ocurrió a mi amigo—, pero se pondrían a hacer averiguaciones sobre nosotros, y yo estoy hasta el cuello en este momento. ¿Ha dicho usted que hará el camino de vuelta dentro de unos días?

—Diez días —asentí.

—¿Podrían ser ocho? —preguntó—. Mi asunto es muy urgente.

—Puedo enviar su telegrama dentro de diez días, si eso le va bien.

—Bien mirado, no estoy seguro de que él lo reciba. La cosa es como sigue. El día 23 sale de Delhi para Bombay. Eso significa que pasará por Ajmir en torno a la noche del 23.

—Pero yo voy al desierto —expliqué.

—Precisamente. Tendrá usted que cambiar de tren en la bifurcación de Marwar para entrar en Jodpur, y él pasará por la bifurcación de Marwar a primera hora de la mañana del día 24, en el tren correo de Bombay. ¿Podría esperarlo allí a esa hora? No le supondrá ninguna incomodidad; me consta que de esos estados de la India central se sacan poquísimas ganancias, aun cuando se hiciera usted pasar por corresponsal delBackwoodsman.

—¿Ha probado ese truco alguna vez?

—Muchas, pero los residentes siempre te descubren, y te escoltan hasta la frontera antes de que puedas clavarles un cuchillo. Volviendo al asunto de mi amigo, es preciso que le dé noticia de lo que ha sido de mí, pues de lo contrarío no sabrá adónde dirigirse. Le quedaré muy agradecido si pudiera usted llegar a la bifurcación de Marwar a tiempo de decirle: «Se ha marchado a pasar la semana al sur». Él sabrá entenderlo. Es un hombre corpulento, de barba roja, y muy elegante. Lo encontrará durmiendo, con todo su equipaje alrededor, en un vagón de segunda clase. No tema. Baje la ventanilla y dígale: «Se ha marchado a pasar la semana al sur». Él caerá en la cuenta. Sólo le supondrá acortar dos días su estancia en esas tierras. Se lo pido como un desconocido... que se dirige al oeste —dijo con especial énfasis.

—¿De dónde viene? —me interesé.

—Del este. Y espero que le transmita usted mi mensaje con exactitud, por la memoria de mi madre y por la suya de usted.

A los ingleses no suelen enternecerles las alusiones a sus madres, sin embargo, por razones que más tarde resultarán obvias, estimé conveniente aceptar.

—El asunto no es baladí —dijo—; por eso se lo pido.

Y sé que puedo contar con que lo hará. Un vagón de segunda en la bifurcación de Marwar, y un hombre pelirrojo que duerme en él. Seguro que lo recuerda. Me apeo en la próxima estación, y allí debo esperar hasta que él venga o me envíe lo que necesito.

—Le comunicaré el mensaje si logro dar con él —dije—. Y, tanto por la memoria de su madre como de la mía, le daré un pequeño consejo. No intente recorrer los estados de la India central en este momento haciéndose pasar por un corresponsal del Backwoodsman. Hay uno de verdad que anda por ahí, y podría verse en apuros.

—Gracias —se limitó a decir—. ¿Y cuándo se marchará ese cerdo? No puedo permitirme morir de hambre porque él me arruine el trabajo. Pensaba ponerme en contacto con el rajá de Degumber de aquí para hablarle de la viuda de su padre y darle un buen susto.

—¿Pues qué le hizo a la viuda de su padre?

—La atiborró de pimienta de cayena, la colgó de una viga y le dio de zapatillazos hasta que murió. Yo lo descubrí y soy el único que se atrevería a entrar en el estado para obtener dinero a cambio de mi silencio. Intentarán envenenarme, como hicieron en Chortumna cuando les saqué los cuartos. Pero ¿le dará usted mi mensaje al hombre de la bifurcación de Marwar?

Se apeó en una pequeña estación, junto a la carretera, y yo reflexioné. Más de una vez había tenido noticia de hombres que se hacían pasar por corresponsales de prensa y sangraban a la autoridades de los pequeños estados nativos amenazando con revelar ciertos asuntos, pero era la primera vez que me topaba con uno de ellos. Llevaban una vida dura, y por lo general morían de forma repentina. Los estados nativos sienten auténtico pavor de la prensa inglesa, que puede airear sus peculiares métodos de gobierno, de ahí que se esfuercen en ahogar a los corresponsales en champán o se los quiten de encima regalándoles un lando de cuatro caballos. No saben que a nadie le importa un rábano la administración interna de los estados nativos, en tanto la opresión y el delito se mantengan dentro de unos límites decentes y el gobernador no se pase el año drogado, borracho o enfermo. Son los lugares oscuros del planeta, donde la crueldad es inimaginable y el ferrocarril y el telégrafo conviven con los días de Harun-al-Rashid. Cuando bajé del tren hice negocios con distintos reyezuelos, y cambié numerosas veces de vida en el plazo de ocho días. Unas veces me vestía de mujer y trataba con príncipes y políticos, bebía en copas de cristal y comía en vajilla de plata. Otras veces me tiraba al suelo y devoraba lo que podía, en un plato improvisado con hojas, bebía el agua de los charcos y dormía bajo la misma manta que mi criado. De todo podía haber en un mismo día de trabajo.

Me encaminé hacia el gran desierto indio en la fecha señalada, según lo prometido, y el tren correo nocturno me llevó hasta la bifurcación de Marwar, de donde parte una pintoresca y despreocupada línea férrea gestionada por los nativos, en dirección a Jodpur. El tren correo procedente de Delhi con destino a Bombay hace una breve parada en Marwar. Llegamos justo a la par, el tren y yo, y tuve que correr hasta el andén y recorrer sus vagones. Sólo había un vagón de segunda clase. Bajé la ventanilla, me asomé y vi una barba roja como el fuego, medio oculta bajo una manta de viaje. Allí estaba mi hombre, adormilado. Le di un suave codazo en las costillas y se despertó con un gruñido, y entonces vi su rostro a la luz de las farolas. Era notable y magnífico.

—¿Billetes otra vez? —preguntó.

—No —dije—. Vengo a decirle que él se ha marchado a pasar la semana en el sur. ¡Se ha marchado a pasar la semana en el sur!

El tren había empezado a moverse. El hombre pelirrojo se frotó los ojos.

—Se ha marchado a pasar la semana en el sur —repitió—. ¡Qué desfachatez! ¿Le dijo que yo debía entregarle algo? Porque no pienso hacerlo.

—No lo dijo —respondí.

Salté de la ventanilla y me quedé mirando hasta que las luces rojas se extinguieron en la oscuridad. Hacía un frío terrible, porque el viento soplaba del desierto. Subí a mi tren —esta vez no iba en clase intermedia— y me quedé dormido.

Si el hombre de la barba roja me hubiera dado una rupia, la habría guardado como recuerdo de un asunto bastante curioso. Pero la conciencia de haber cumplido con mi deber fue mi única recompensa.

Cavilé más tarde que dos caballeros como mis amigos no tramaban nada bueno cuando se hacían pasar por corresponsales de prensa y, en caso de concluir con éxito su chantaje; en alguno de los pequeños estados de mala muerte de la India central o del sur de Rajputana, podrían verse en serios apuros. Me tomé la molestia de describirlos con la mayor exactitud posible a personas que pudieran estar interesadas en su deportación, y conseguí, según supe más tarde, que los hicieran volver desde la frontera de Degumber.

Luego me volví respetable y regresé a una oficina donde no había reyes, ni más incidentes de los que se producen en la elaboración diaria de un periódico. La redacción de un periódico parece atraer a toda clase imaginable de personas, con gran perjuicio para la disciplina. Se presentan allí las damas de la misión de Zenana y suplican que el director abandone al instante sus obligaciones para ponerle al corriente de una cristiana entrega de premios en alguna barriada de un pueblo inaccesible; coroneles relevados del mando se sientan a esbozar las líneas generales de una serie de diez, doce o veinticuatro artículos de primera plana sobre Veteranía versus Selección; los misioneros desean saber por qué no se les ha permitido emplear unos medios de abuso distintos de los habituales para vilipendiar a un hermano misionero debidamente protegidos por el plural mayestático en la sección editorial; compañías de teatro sin recursos acuden en pleno para explicar que en ese momento no pueden afrontar el pago de su publicidad, pero que lo harán con intereses, en cuanto regresen de Nueva Zelanda o de Tahití; inventores de máquinas patentadas para mover punkahs, enganches para vagones de tren, espadas irrompibles y árboles de eje acuden con sus especificaciones en el bolsillo y abundantes horas a su disposición; las compañías del té se presentan y utilizan las plumas de la redacción para escribir sus folletos; los secretarios de comités de baile exigen a gritos que se describa con mayor lujo de detalles la gloria de su última actuación; extrañas damas hacen su aparición entre un frufrú de sedas, diciendo: «Necesito cien tarjetas de invitación para ahora mismo, por favor», lo cual, como es notoriamente sabido, forma parte de las obligaciones de un director de periódico; y hasta el último rufián disoluto que en alguna ocasión haya pateado la gran carretera principal se atreve a pedir trabajo como corrector de pruebas. La campanilla del teléfono no deja de sonar, enloquecida, en ningún momento, pues están asesinando a reyes en Europa, y los Imperios dicen «Ahora reinarás tú», y el señor Gladstone maldice los dominios británicos, y los jóvenes meritorios negros acosan como moscas, implorando «kaa-pi chay-ha-yeh» («encárgueme un artículo»), y la mayor parte del papel sigue tan vacío como el escudo de Modred.

Pero ésa es la época divertida del año. Hay otros seis meses durante los cuales ni siquiera suena el teléfono, el mercurio asciende centímetro a centímetro hasta lo más alto del termómetro y la redacción se mantiene en penumbra, con la luz justa para leer, y las prensas están al rojo vivo, y nadie escribe más que obituarios o crónicas de las diversiones en las estaciones de montaña. El timbre del teléfono inspira entonces terror, porque anuncia la repentina muerte de hombres y mujeres a los que uno acaso conocía íntimamente, y el sarpullido del calor lo cubre a uno como una prenda de vestir, y uno se sienta y escribe: «El distrito de Juda Yanta Jan advierte de un ligero repunte de la enfermedad. La naturaleza del brote es puramente esporádica y, gracias a los enérgicos esfuerzos de las autoridades del distrito, ya casi se da por concluido. No obstante, con hondo pesar, damos cuenta de la muerte de...», etc.

Es más adelante cuando la enfermedad se declara de verdad, y cuanto menos se registre y se informe, tanto mejor para la tranquilidad de los suscriptores. Pese a todo, los imperios y los reyes continúan disfrutando con el mismo egoísmo de siempre, y el presidente piensa que un diario debe salir realmente cada veinticuatro horas, y los que se divierten en las estaciones de montaña exclaman: «¡Válgame Dios! ¿Por qué no es más animado este periódico? ¡Con la de cosas que están pasando aquí!».

Ésa es la cara oculta de la luna, y, como reza el anuncio, «hay que vivirlo para apreciarlo».

Fue durante esta época, una temporada especialmente dura, cuando el periódico empezó a tirar la última edición semanal los sábados por la noche, lo que es lo mismo que decir las madrugadas del domingo, según la costumbre de los diarios londinenses. Las ventajas no eran desdeñables, pues cuando cerrábamos la edición, a punto de amanecer, el termómetro bajaba de 36 a 29 grados por espacio de media hora, y con ese fresquito —no se hace uno idea del fresco que puede hacer a 29 grados hasta que no se ha rezado por ello—, un hombre cansado podía quedarse dormido hasta que el calor lo despertaba.

Un sábado por la noche tuve el grato deber de cerrar la edición solo. Un rey o un cortesano o una cortesana estaban a punto de morir, o una comunidad a punto de dotarse de una nueva Constitución, o algo importante iba a ocurrir en el otro extremo del planeta, y el periódico no podía cerrar hasta el último minuto, en espera del telegrama.

Era una noche negra como la boca del lobo, todo lo bochornosa que puede llegar a ser una noche de junio, y el loo, el ardiente viento del oeste, azotaba los árboles secos como la yesca, fingiendo que la lluvia le iba a la zaga. De tanto en tanto, una gota de agua casi hirviendo caía al suelo con el golpe seco de una rana, pero el hastiado mundo sabía que todo era impostado. En la sala de las prensas la temperatura era ligeramente inferior que en la redacción, y allí me senté, entre el chasquido y el traqueteo de la rotativa y el ulular de los chotacabras en las ventanas, mientras los cajistas, casi desnudos, se enjugaban el sudor de la frente y pedían agua. Lo que nos estaba retrasando, fuera lo que fuese, no llegaba, aunque el loo había amainado y la última página estaba ya compuesta, y toda la tierra, con un dedo sobre los labios, parecía haberse detenido bajo el sofocante calor, a la espera del acontecimiento. Me adormilé un rato, preguntándome si el telégrafo era una bendición y si el hombre que agonizaba o el pueblo que peleaba serían conscientes de las molestias que la demora nos estaba ocasionando. No había ninguna razón en especial para estar tenso, más allá del calor y la preocupación, pero cuando las manecillas del reloj llegaron a las tres y los volantes de las máquinas giraron dos y tres veces para comprobar que todo estaba a punto antes de que yo diera la orden de impresión, podría haberme puesto a gritar.

El rugido y el estruendo de las máquinas hizo añicos la calma. Me levanté para marcharme, pero dos hombres con traje blanco estaban de pie frente a mí. El primero dijo:

—¡Es él!

Y el segundo asintió:

—¡Es él!

Se echaron a reír casi con tanto estrépito como la rotativa, al tiempo que se secaban la frente.

—Vimos que había una luz encendida desde el otro lado de la calle, donde pensábamos dormir junto a la acequia para estar algo más frescos, y le dije aquí a mi amigo: «La redacción está abierta. Vayamos a saludarlo ahora que hemos vuelto de Degumber» —dijo el más bajo de los dos. Era el hombre al que había conocido en el tren de Mhow, y su amigo el barbudo pelirrojo de la bifurcación de Marwar. No cabía duda, por las cejas del uno y la barba del otro.

No me alegré de verlos, pues tenía ganas de irme a dormir, no de pelearme con un par de haraganes.

—¿Qué quieren? —pregunté.

—Media hora de conversación con usted, frescos y cómodos en la oficina —dijo el pelirrojo barbudo—. Y nos gustaría beber algo... El contrato aún no ha entrado en vigor, Peachey; no pongas esa cara... Lo que queremos en realidad es consejo. No queremos dinero. Venimos a pedirle un favor, porque nos enteramos de que nos jugó una mala pasada con lo del estado de Degumber.

Salí de la sala de impresión a la redacción sofocante, con sus mapas en las paredes, y el pelirrojo se frotó las manos.

—Aquí se está bien —dijo—. Hemos venido al lugar indicado. Y ahora, señor, permítame presentarle al hermano Peachey Carnehan, que es él, y al hermano Daniel Dravot, que soy yo; y cuanto menos digamos de nuestra profesión tanto mejor, porque lo cierto es que hemos hecho de todo en la vida: soldado, marinero, cajista, fotógrafo, corrector de pruebas, predicador ambulante y corresponsal del Backwoodsman, cuando pensábamos que el periódico lo necesitaba. Carnehan está sobrio, y yo también. Mírenos y comprobará que es cierto. Eso le ahorrará interrumpirme. Cogeremos uno de sus cigarros cada uno, y usted verá cómo los encendemos.

Observé la demostración. Estaban completamente sobrios, de modo que les serví un whisky tibio con soda.

—Estupendo —dijo Carnehan, el de las cejas densas, mientras se limpiaba la espuma del bigote—. Déjame hablar a mí, Dan. Hemos recorrido toda la India, generalmente a pie. Hemos sido caldereros, maquinistas, pequeños contratistas y todo eso, y hemos llegado a la conclusión de que este país no es suficientemente grande para gente como nosotros.

La verdad es que eran demasiado grandes para la oficina. Sentados a la mesa, la barba de Dravot parecía ocupar la mitad de la habitación, y los hombros de Carnehan la otra mitad. Carnehan siguió diciendo:

—El país no está ni medio explotado todavía, porque los que gobiernan no te dejan tocarlo. Malgastan todo su santo tiempo en gobernarlo, y no puedes levantar una pala ni picar una roca, ni buscar petróleo o cualquier cosa por el estilo sin que el gobierno diga: «No hagas nada. Déjanos gobernar». Así las cosas, lo dejaremos estar y nos marcharemos a otra parte, donde los hombres no vivan hacinados y puedan demostrar su valía. No somos unos chiquilicuatres y no tememos a nada más que a la bebida; y a ese respecto hemos firmado un contrato. Por lo tanto, nos vamos de aquí para ser reyes.

—Reyes por derecho propio —musitó Dravot.

—Sí, claro —dije—. Han estado andando bajo el sol, y hace una noche muy calurosa; ¿no creen que sería mejor consultarlo con la almohada? Vuelvan mañana.

—Ni borrachos ni con insolación —dijo Dravot—. Llevamos medio año consultándolo con la almohada; hemos visto algunos libros y atlas, y hemos decidido que en este momento sólo hay un lugar en el mundo donde dos hombres fuertes puedan reinar como el Rajá de Sarawhack. Lo llaman Kafiristán. Tengo entendido que está en la esquina superior derecha de Afganistán, a unos quinientos kilómetros de Peshawar. Allí tienen treinta y dos ídolos paganos, y nosotros seremos los números treinta y tres y treinta y cuatro. Es un país montañoso, y sus mujeres son muy bellas.

—Pero eso lo prohíbe el contrato —apostilló Carnehan—. Ni mujeres ni alcohol, Daniel.

—Y eso es todo lo que sabemos, además de que nadie ha entrado nunca en ese lugar, y de que son un pueblo belicoso, y allí donde hay guerras un hombre capaz de ofrecer instrucción militar siempre puede convertirse en rey. Iremos a esas tierras y le diremos al rey, si es que lo encontramos: «¿Quieres derrotar a tus enemigos?». Y le enseñaremos a entrenar a los hombres; de eso sabemos más que de ninguna otra cosa. Luego derrocaremos al rey, ocuparemos su trono y fundaremos una dinastía.

—No podrán recorrer ni cien kilómetros al otro lado de la frontera sin que les corten en pedazos —les advertí—. Para llegar a ese país tienen que cruzar todo Afganistán. Es una masa de montañas, picos y glaciares, donde ningún inglés se ha internado jamás. Sus habitantes son auténticos salvajes, y aun cuando los encontraran no tendrían nada que hacer.

—Es posible —dijo Carnehan—. Nos gustaría que nos considerase un poco más locos. Hemos acudido a usted para aprender sobre ese país, para leer algún libro y consultar mapas. Queremos que nos diga que estamos chalados y nos muestre sus libros. —Se volvió hacia las estanterías.

—¿De verdad hablan en serio?

—Un poco —dijo Dravot amablemente—. El mapa más grande que tenga, aunque no figure Kafiristán, y cualquier libro. Sabemos leer, aunque no somos muy cultos.

Saqué el mapa de la India a escala 1: 200 000 junto con dos mapas fronterizos más pequeños y el volumen de la Enciclopedia británica correspondiente a las letras INF-KAN, y los hombres los consultaron.

—¡Fíjese en esto! —dijo Dravot, con el pulgar sobre el mapa—. Peachey y yo conocemos el camino hasta Yagdallak. Estuvimos allí con el ejército de Roberts. Una vez en Yagdallak tenemos que torcer a la derecha, por territorio Laghmann. Luego cruzar las montañas... a más de cuatro mil metros de altitud; hará frío, pero no parece estar muy lejos.

Le pasé las Fuentes del Oxo, de Wood. Carnehan parecía absorto en la enciclopedia.

—Son gente mestiza —reflexionó Dravot—, y saber los nombres de sus tribus no nos servirá de nada. A más tribus, más guerras, y mejor para nosotros. De Yagdallak a Ashang. ¡Umm!

—Pero toda esta información sobre el país es esquemática y poco exacta —observé—. En realidad nadie sabe nada. Aquí está el informe del United Services Institute. Lea lo que dice Bellew.

—¡Al infierno Bellew! —exclamó Carnehan—. Son un atajo de paganos apestosos, Dan, pero este libro dice que creen estar emparentados con nosotros, con los ingleses.

Me dediqué a fumar mientras ellos estudiaban a Raverty, a Wood, los mapas y la enciclopedia.