A corazón abierto - Lucía Calderón - E-Book

A corazón abierto E-Book

Lucía Calderón

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Beschreibung

—Paula, ¿qué haces? —pregunté, con ligera indignación. —Me acomodo para la foto, Candela. Soy peluquera, no puedo salir despeinada. ¿Qué va a pensar la gente? —Que somos unas locas —contestó Belén, leyéndome la mente—. Y vos, ¿vas a posar con el estetoscopio? —agregó, lanzándome esa mirada tan suya, penetrante pero amorosa. —Claro que no. Por el momento no quiero que sospechen que soy médica. —Y que te enamoraste del hombre equivocado —añadió Pauli, mientras llevaba sus rulos colorados de aquí para allá. —Y que te vas a mudar muy pronto —continuó Belu, acariciándose el vientre con ambas manos. —¡Ya! —grité con desesperación—. Porque yo también puedo ventilar sus secretos. Como los problemitas que cierta persona tiene con encontrar el amor y los carritos de golf —solté mirando a Paula—. O la crisis de pareja, laboral y existencial que tiene otra que ni quiero nombrar —agregué, ojeando a Belén esta vez. —Suficiente —sentenció Belu, poniendo paños fríos a la discusión—. No larguemos más nada que ya parecemos estómago resfriado. —Estoy de acuerdo. Solo digamos que tenemos una historia que contar. —Una para reír y llorar —convino Belén, estrechando mi mano con la suya. —Y cachondearse. —La voz de Paula fue casi perversa, pero la perdonamos, porque así funciona nuestra exótica familia.

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LUCÍA CALDERÓN

A corazón abierto

Calderón, Lucía A corazón abierto / Lucía Calderón. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2803-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

1: PILOTO

2: PRESENTACIÓN OFICIAL

3: COPITAS Y ALGO MÁS

4: OPORTUNCRISIS

5: LA GOTA QUE COLMÓ EL VASO

6: EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR

7: LA PROPUESTA

8: SAN CLONAZEPAM

9: CONEXIÓN

10: DE PRONTO, ¡FLASH!

11: COCHINAS CALIENTES

12: EDUCANDO A CESAR

13: EDUCANDO A PAULA

14: BUENAS VIBRAS

15: DIVA

16: LANZAR LA MONEDA

17: FRUTOS PROHIBIDOS

18: LA LLAMADA

19: ERROR 404: NOT FOUND

20: MALOS ENTENDIDOS

21: VIERNES TRECE

22: TOPOLINO

23: CONOCIENDO A JOE BLACK

24: PRONÓSTICO DEL DÍA: CIELO ALGO NUBLADO, CON PROBABILIDAD DE CHUBASCOS

25: LLUEVE SOBRE MOJADO

26: ACEPTAR EL DESTINO

27: SÁBADO REBELDE

28: CIELITO LINDO

29: LA SALUD Y MARÍA

30: DESCONFÍO

31: MALOS MODALES

32: KAMIKAZE CON HONORES

33: LET IT BE

34: CON LOS CINCO SENTIDOS

35: Y ¿COMIERON PERDICES?

36: LET IT BE… NAKED

37: MANIC MONDAY

38: JUNTAS A LA PAR

39: REENCUENTRO

40: PERDONAME, SI ALGUNA VEZ FUI DESCORTÉS

41: CONFRONTACIÓN

42: IT MUST HAVE BEEN LOVE

43: DECIME QUE NO

44: ¿Y POR QUÉ NO?

45: EN SIMULTÁNEO

46: CUMPLEAÑOS INFELIZ, MISIÓN FALLIDA Y CARGOS EXTRA POR DESTROZOS

47: REFUGIO

48: LA PAUSA DE PAULA

49: MI TURNO

50: FUIMOS HASTA AQUÍ

51: TETARDASTE

52: VIUDA FALLADA

53: HASTA PRONTO MI CIELO

54: INTERLUDIO

55: DECISIONES

56: PIEL CON PIEL

57: LOS SUEÑOS DE BELÉN

58: HOLANDO ARGENTINO

59: EN EL CINE

60: VÍSPERAS NAVIDEÑAS

61: REALIDAD Y DESPEDIDA

62: FALSAS ESPERANZAS

63: REGALOS Y RECUERDOS

64: UN, DOS, TRES. UN PASITO PA´LANTE, MARÍA

65: ESCRIBIENDO

66: ME ACUERDO CUANDO ABRÍ LA PUERTA Y ERAS VOS. DESPUÉS, ME PERDÍ

67: AGUA, CÓMO TE DESEO

68: UN POCO DE AMOR FRANCÉS

69: LA COMPLICIDAD DE LOS MUROS

70: ¿QUÉ CARAJO ES EL AMOR?

71: MAYDAY

72: PROCESANDO

73: LICUADORA EMOCIONAL

74: AFRONTAR ALGUNAS VERDADES

75: ¿QUIÉN SE ROBÓ LAS ESTRELLAS FUGACES?

76: TE DIRÍA QUE ESTOY MUERTO, MI AMOR

77: FEBRERO NO BISIESTO

78: UN PACTO PARA VIVIR

79: PAULINA VALDEZ SOSA

80: MENTIRITAS QUE DUELEN

81: LA FUGA

82: PARA ENAMORARSE BIEN HAY QUE VENIR AL SUR

83: EL IMPACTO

84: BENDICIONES

85: LUNA DE CAFÉ

86: TENEMOS QUE HABLAR

87: ANTONELLA Y GONZALO

88: DILEMAS NOCTURNOS

89: COCOLISO

90: NO, GUSTAVO

91: GUALICHO PARA OLVIDAR

92: DECIR ADIÓS ES CRECER

93: POR TU CULPA GUSTAVO

94: VERDAD Y CONSECUENCIA

95: NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR (aunque me cueste el corazón)

96: SE ACABÓ LO MEJOR (¿Quién nos quita esta herida?)

97: HASTA SIEMPRE

98: ACTO FINAL

EPÍLOGO

ESTIMADO LECTOR

A corazón abierto

Voy a romper algunos esquemas, y si me permiten, diré: para mí, porque pese a todo mal pronóstico, lo logré.

1

PILOTO

Confieso que, a lo largo de mi corta vida (porque vamos, aunque me duelan las rodillas con el frío crudo de invierno, veintiocho años no son más que un estornudo), he descubierto tres cosas.

1) La suerte se construye, no es cuestión de azar.

2) La fe, a veces, mueve montañas.

3) El tiempo es una porquería.

Y en este último punto me detendré un momento a reflexionar. Quizás no estén de acuerdo conmigo, pero mi reloj me enseñó algunas barbaridades sobre el tiempo. Por ejemplo, que cuanto más rápido queremos que se vaya, más espeso se pone. Pero cuando deseamos que se detenga, que un minuto especial sea eterno, desaparece a la velocidad de la luz.

Me estaba comportando como la reina del drama contemporáneo, lo sé, pero es que pasar la noche en vela era un hábito que ya no me caía en gracia. Estaba exhausta. No quise mirarme al espejo esa mañana porque de seguro tenía las ojeras tatuadas hasta las comisuras y el pelo hecho un nido de caranchos, como de costumbre después de cada guardia de veinticuatro horas en el hospital.

Contemplé mis manos mientras jugueteaba con una lapicera. Mis uñas eran un homenaje a la miseria humana, todas carcomidas y sangrando por algunas migajas de cutículas. Así que, con mi último aliento, anoté en el dorso de mi mano con letras mayúsculas: «MANICURIA PENDIENTE CON PAULI». Lamento decepcionarlos, pero si esperaban una médica con una agenda meticulosamente organizada, vayan a hurgar en otra historia. No soy discípula de la disciplina en papel. Me parece bastante aburrido, y jamás adopté el hábito de chequear todas las noches lo que me esperaba para el día siguiente. Pero con mis manos era bastante obsesiva. Siempre contemplaba mis anillos y retocaba la crema hidratante para mantener la piel es condiciones humanas y no crear escamas como un pescado, así que los pendientes de cada día terminaban allí, donde yo y todo el mundo pudieran verlos. Como aquella vez en que un paciente curioso terminó enterándose que debía comprar tampones con urgencia…

En fin. Pensé en llamar a Pauli directamente, pero estaba cansada de recibir un tendal de insultos por interrumpirla mientras sus piernas se enredaban con las de algún huésped fortuito un sábado por la mañana, así que mejor esperar.

Paula era mi mejor amiga desde hacía más de veinte años. Todas las etapas más escandalosas de la vida las habíamos transitado juntas: jardín de infantes, primeros amores, corazones rotos, cumpleaños de quince, primera depilación con cera, pérdida de la virginidad. Quiero decir, no fornicamos por primera vez juntas, sino que nos acompañamos en el proceso con nuestros respectivos novios.

Qué mala manera de comenzar, Dios mío.

Dejé en pausa mis pensamientos e imaginé un paisaje de montañas boscosas en las paredes de la sala. Precioso tesoro la imaginación.

De vuelta en la realidad, terminé de juntar los papeles del escritorio y espié por la ventana. Hacía casi dieciséis horas que no veía el cielo, con estrellas o sin ellas. Unas nubes bien cargadas amenazaban con explotar en cualquier momento, y yo por supuesto, sin paraguas. Tendría que llamar un taxi en breve.

Metí lo último dentro de mi bolso multicolor y me permití pensar en el abundante café con leche que me tomaría al llegar a casa, bien batido, pero con edulcorante porque hacía cinco días había empezado por enésima vez la dieta, pero esta vez quería cumplirla a rajatabla. Mis caderas se estaban ensanchando demasiado últimamente y no quería terminar explotando las costuras del pantalón. Lo único que me gustaba de engordar, era que las tetas se me ponían más gorditas y jugosas y entonces los corpiños de encaje me quedaban de puta madre, modestia aparte… Pero una no podía elegir qué parte del cuerpo engordar y cuál mantener igual. Era una de las tantas injusticias universales con las que tenía que lidiar.

Accedí a mirar por última vez el reloj. Eran las siete y cincuenta. En diez minutos llegaría la libertad que tanto anhelaba. Un fin de semana completo para mí, donde podría dormir, ver películas desde la cama, ir al supermercado, limpiar frenéticamente sin un gramo de ropa que oculte mis vergüenzas. Cualquier idea me parecía más divertida que quedarme en el hospital y soportar al idiota de Hugo, el coordinador de la sección Clínica Médica o en palabras simples, mi jefe. El concepto “infumable” del diccionario, llevaba su foto adjunta. Pero, ya tendremos tiempo de hablar de él y su necedad varonil. Lo importante ahora es que mi turno estaba a dos minutos de acabar y hasta el lunes, podría funcionar como una mujer parcialmente normal. Lo único que me extrañaba era que Gustavo no había aparecido a darme mi abrazo de despedida.

Era el mejor compañero y aliado que podría haber imaginado en mis años de carrera. Coordinábamos los cronogramas para trabajar codo a codo, enfermero y médica. Nos decían “el dúo picardía”. Si Gustavo no fuese homosexual, ya me hubiese casado con él y habríamos pasado la luna de miel en Cuba, porque los dos amamos la playa. Pero Gustavo ya estaba casado con Luis, y andaban en tratativas para adoptar a una niña, aunque el asunto parecía tener para largo.

Mientras me ponía el impermeable negro, la puerta de la sala se abrió.

—Amiga, antes de irte, tenés que firmar las historias clínicas que quedaron pendientes.

Hablando de Roma, Gustavo se asoma. Su voz era inconfundible.

Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Una punzada de dolor me atravesó el cuello. Tanta mala postura me estaba pasando factura, pero al final, sonreí. Ya casi era libre y en casa me estaban esperando ansiosos Scooby Doo y Flopy, listos para una siesta de mitad mañana con el sonido de los truenos escapando del cielo. Eran fieles hasta en los sueños, como todo gran perro que ladra y nunca muerde.

Firmé los últimos papeles que me quedaban pendientes en el hospital, y a las ocho en punto, tomé mi tan ansiado abrazo y hui por la puerta, como una rata de alcantarilla, persiguiendo el olor a libertad que se colaba por los barrotes que me mantenían cautiva.

2

PRESENTACIÓN OFICIAL

Al llegar a casa, encendí un cigarrillo y mientras tragaba humo a bocanadas, me pregunté cuántas veces había jurado que dejaría ese maldito hábito. Una de las tantas promesas sin cumplir que coleccionaba en un rinconcito de mi mente. Trataba de ser vegetariana a tiempo completo, pero a veces almorzaba un tostado. Intentaba ir al gimnasio tres veces por semana, aunque dos de ellas se me pasaba el horario durmiendo la siesta. Trataba de tomar dos litros de agua a diario, aunque al final de la noche volaban las copas de vino tinto, tanto que la botella parecía pinchada. Me propuse enamorarme y tener sexo increíblemente pasional, ese tipo de sexo que te deja las piernas llenas de calambres y la lengua seca. Pero mi mayor triunfo había sido un par de encuentros de puntuación regular con Maxi, mi amante pasajero. Trataba cada día de ser mi mejor versión, pero eventualmente fallaba. Más seguido de lo que me hubiese gustado.

Mientras por las ventanas se deslizaban las primeras gotas frías de lluvia, terminé de preparar un café con tres tostadas de salvado. El salvado era un asco, pero me ayudaba a regular asuntos intestinales. Scooby y Flopy se habían ido a dormir después del pequeño show de bienvenida que ofrecían cada vez que volvía a casa. Era normal que ni siquiera pidan su ración de alimento balanceado porque la tormenta les daba pánico.

Solo después de terminar la segunda tostada, miré mi teléfono. Tenía un mensaje de Paula.

Amiga, ¡Te extraño! ¿A dónde vamos este finde?

Paula era peluquera y manicura. Tenía un local en pleno centro que había construido a puro pulmón, en el que trabajaba jornadas extensas con mucho éxito. Llevaba una melena colorada para el infarto, llena de rulos, que resaltaban a la perfección sus ojos grises. Siempre estaba impecable y llena de energía. Hablaba hasta por los codos, y gracias a su trabajo, tenía las mejores anécdotas amorosas para relatar. Nunca le faltaba el mate y la máscara de pestañas en el bolsillo. Era una mujer hermosa, perspicaz y divertida, que hasta el momento no había conocido al hombre indicado. Por muchísimo que lo intentara, sus romances no duraban más que seis o siete meses. Solía creer que alguna ex clienta la había engualichado, pero yo sostenía que muy probablemente su fanatismo por el vodka y la fiesta influían directamente sobre la continuidad de sus vínculos. Sin embargo, ella no perdía las esperanzas de que algún día se chocara con su príncipe de las tinieblas y se mudaran juntos de inmediato a un modesto castillo. Pero, claro, mientras el príncipe llegaba, Paula pasaba tiempo con los mendigos. Como quien dice: “hasta que aparezca mi media naranja, voy comiendo algunas mandarinas por el camino”.

Pero, lo más importante, era MI Pauli, con mayúsculas. La hermana que el vientre de mi madre, o los testículos de mi padre no me habían dado por naturaleza reproductiva.

Tecleé rápido un mensaje escueto donde le avisaba que estaba dirigiéndome hacia mis aposentos y que en cuanto recupere la conciencia, la llamaba para organizar una súper noche de copas y sin más vueltas, me desplomé sobre la cama.

Acabé rendida en un sueño profundo al instante en que mi cabeza tocó la almohada. De fondo, los ronquidos de Scooby parecían una batería oxidada que poco a poco se alejaba, hasta desaparecer.

El sueño terminó cuando mi celular empezó a vibrar contra el vidrio de la mesa de su luz, haciendo un ruido irritante. Abrí los ojos, y batallé con las sábanas que se habían enredado a la altura de mis rodillas como anacondas hambrientas.

Me refregué los ojos, quitando con algo de dolor las lagañas adheridas a las pestañas y luego tomé el teléfono. No me extraño ver en la pantalla el nombre que identificaba la llamada.

—Hola mamá —susurré con desdén.

—Candela ¡Hija! Es la tercera vez que te llamo, ¡Ya me estaba preocupando!

Permítanme presentarles a Alejandra, mi madre, una mujer intensa. Llevaba sus cincuenta y cinco años con la energía de una mujer de treinta. Con la jubilación acercándose y un par de arrugas asomando por la frente, Alejandra se negaba a entregarse a la senectud. Hacía zumba a diario y participaba de un taller de lectura tres veces por semana. Aunque no lo necesitaba, seguía trabajando con animales en su veterinaria y controlaba a sus empleados con rigurosidad. Eduardo, mi padre, era un hombre tranquilo que disfrutaba de dormir largas siestas y tomar mates en la galería de su casa. La jubilación ya lo había alcanzado, pero lo tenía sin cuidado puesto que aprovechaba su nuevo tiempo libre para volar con planeadores en el aeroclub de la ciudad y eventualmente, salía a andar con su grupo de ciclistas de la tercera edad. Nunca comprendí como ellos terminaron juntos, eran el agua y el aceite, una montaña y un submarino. Pero aun siendo tan distintos, llevaban más de veinte años de casados y eran increíblemente compañeros.

—Mamá, estaba durmiendo. Sabes que después de cada guardia larga hago unas buenas siestas.

—Sí Candela, lo sé muy bien —me interrumpió agitada. Mientras hablaba por teléfono, intentaba hacer ejercicios en la escaladora vieja que tenía en su dormitorio —. Pero quería saber si habías llegado bien a tu casa. Hay una tormenta de puta madre... ¿Desenchufaste el televisor?

Sí, mi madre era de la vieja escuela, en donde desenchufar los artefactos eléctricos cuando llovía era el primer mandamiento supremo para que no explotaran si caía un rayo. El segundo mandamiento de los días de tormenta era no caminar por las calles mirando el piso, porque podría aterrizar sobre tu cabeza un cable suelto y dejarte frito al instante. El tercer mandamiento era tener velas sobre la mesa por si la luz se cortaba. Nunca había que andar a oscuras porque las puntas de los muebles estaban a la orden del día, siempre listos para hincarse en alguna parte del cuerpo, y quién sabe, tal vez agujerearte el bazo o el hígado.

Sabía de memoria todas las reglas y aunque ya hacía cinco años que vivía sola, jamás había cumplido con ninguna. Por eso también cuando a los quince días de haberme mudado a mi primer departamento, y en medio de un diluvio de película, el microondas explotó, Alejandra jamás se enteró porque me quitaría del testamento de herencia.

—Mamá por favor, recién me despierto. Estoy bien... Estamos bien los tres y no hay nada de qué preocuparse.

—Bueno, me quedo más tranquila. ¿Mañana te esperamos para almorzar?

—Sí, sí, como todos los domingos que no estoy de guardia.

Alejandra siguió hablando de algunas cosas más pero no le presté atención. Simplemente tapé mi cara con la almohada y respondí con monosílabos por unos minutos hasta que colgó para seguir con su rutina de abdominales.

Eran las tres de la tarde, aunque a juzgar por la oscuridad que se escurría por la ventana parecían las ocho de la noche. La hora de la siesta se me había pasado de lo planeado, como siempre. A mi lado, fieles como mi sombra, estaban Flopy y Scooby durmiendo con la panza hacia el techo.

Tiré las sábanas hacia un costado y con desánimo, saqué un pie de la cama y lo apoyé en el piso. Estaba helado. Junté valor, saqué el otro y me erguí de un salto. Al estirar la espalda, mi columna crujió, recordándome que debía pedir un turno con el kinesiólogo. Ya decía mi abuela que los años no vienen solos.

Me enjuagué los dientes mientras me reprochaba por qué aún no había comprado un consolador. Los días de lluvia invitaban a tener orgasmos, idealmente con algún compañero masculino de carne y hueso, pero no tenía uno de esos. Paula, en cambio, coleccionaba dildos de distintos tamaños. Y cada vez que “quería sentir algo adentro bien potente”, simplemente abría la caja roja que escondía bajo la cama y se echaba un polvito de tres potencias. Recordar la cara que puso Belén mientras Paula relataba esa historia me hizo reír a carcajadas, tanto que el cepillo de dientes acarició las paredes profundas de mi paladar y terminé con arcadas. A veces no entendía cómo siendo tan diferentes, las tres funcionábamos como carne, uña y esmalte. Tres en una, sin objeción.

Belén era la tercera pata de esta mesa. Mi ángel guardián.

Criada por padres extremadamente religiosos, era una canceriana regordeta que jamás se había atrevido a probar una pitada de cigarrillo. Nos conocimos en el primer año de facultad, pero abandonó la carrera a los nueve meses de cursado porque se dio cuenta que la anatomía sangrienta no era lo suyo. Pese a eso, seguimos siendo muy unidas y en uno de mis cumpleaños, se conocieron con Paula. Desde entonces nuestro trío de chicas era el más unido del condado. Funcionábamos como la legión rafaelina de excelencia.

Junté mi pelo, formando un rodete bien alto y puse agua a calentar. El mate me estaba esperando ansioso. Busqué algo de reguetón desde la computadora y después, marqué el número de Paula, que sabía mejor que mi propio documento.

—¡Aloha! —gritó una voz del otro lado, dejándome sorda de un oído.

—Hola marrana. No me grites que acabo de despertarme y estoy sensible.

—¿Y eso por qué, Candelis? —preguntó con ternura.

Se escuchaba de fondo el bullicio propio de sus clientas en la peluquería.

—Qué sé yo, será la edad.

—Será que te falta un sacudón vaginal —susurró entre risitas.

—Más que sacudón, necesito que me hagan limpieza de tuberías. Con extracción de telas incluidas.

—¿Telas? ¿Tanto pasó? ¿Volviste a ser virgen? Espera, ¿El himex se regenera?

—Se llama himen, no se regenera y ¡No me refería a esa tela, sino las telas de araña que tengo por falta de uso!

Qué caso perdido. Tanto tiempo dándole clases de sexualidad, género y reproducción para nada.

—Aaaaaahhhhh —volvió a gritar después de procesar la información.

—Cuestión, ¿vamos al bar esta noche? Necesito alcohol. Y mucho. Todo el que pueda comprar con lo que me queda de sueldo.

—Confirmo asistencia, presencia y descontrol. – La última palabra la dijo susurrando, probablemente para que sus clientas no crean que era una desquiciada.

—Perfecto. Yendo de ir.

—Y chin chin por nosotras. ¿Le avisás a Belu? Tengo las manos demasiado ocupadas…

—¿Sobando cabellos o carne humana? –la interrumpí mientras prendía un cigarrillo.

—Serás cochina Candela, estoy trabajando dignamente para ganarme el pan de cada día.

—Ofrezco mis disculpas, mujer del bien. Y me retiro a buscar en mi ropero alguna prenda potable para esta noche.

Hizo un silencio sospechoso y luego añadió.

—¿Y si vamos desnudas?

Dejé los ojos en blanco y negué con la cabeza.

—Estás loca, tesoro. Vos andá como quieras, yo prefiero algo de ropa para evitar conflictos con la ley. Te veo esta noche.

—¡Aloha!

Sí, Paula se despide de la misma manera en que te da la bienvenida, porque le hace mucha gracia que la palabra “Aloha” signifique “hola y adiós”. No sé por qué creí que sería una gran idea mirar juntas “Lilo y Stitch” un domingo por la tarde en plena crisis existencial, con una montaña de pochoclos salados sobre la falda. Eso solo me trajo gases y una amiga repitiendo como cd rayado un improvisado repertorio hawaiano.

Envié un mensaje a Belu al rato de cortar la llamada y mientras esperaba respuesta, prendí un cigarrillo.

Otro más, y van… Pero no me regañen, para eso ya existe mi madre.

3

COPITAS Y ALGO MÁS

¿Alguna vez les pasó que se miraron al espejo y dudaron de la belleza que les enseñaba los dientes en el reflejo? Porque exactamente eso sentí después de dar la última pincelada de rubor por mis mejillas. Resulta que sí era linda solo que me faltaba amigarme con mis cosméticos. O intentar mirarme con benevolencia más seguido. Yo qué sé.

De todos modos, confieso que me preocupó sacar la cuenta de cuánto tiempo había pasado de la última vez que me había maquillado. El labial rojo estaba acariciando la fecha de vencimiento. Tuve que sacudir el secador de pelo para quitarle el polvo y lo enchufé con total desconfianza, creyendo que podría explotar por un cortocircuito consecuencia del desuso. Estoy un poco descalibrada mentalmente, ya lo sé, pero hubiesen visto lo lindo que me quedó el brushing. Casi de revista, porque seguí las instrucciones que Paula me había enviado por mensaje.

Dejé la comodidad de mis crocs, y calcé los tacos aguja más altos que tenía, esos que eran para el infarto… y para el esguince de tobillo si llegaba a meter la pata en un pozo por descuidada. Pero esa no era una noche para preocupaciones, sino más bien para desenchufarme de todo y disfrutar. Le di play a “Shaky–Shaky” en el reproductor, mientras sentía que el chasquido de los tacos contra el piso me empoderaba. Flopy me miraba desde el sillón moviendo las orejas cada tanto, incrédula. La camisa de seda blanca dejaba entrever el corpiño de encaje a tono que me había comprado hacía como dos meses y que nunca había estrenado. Abajo del pantalón de bengalina negro, llevaba una bombacha blanca, parte del conjunto. Mi madre habría dicho que más que bombacha eran hilos cosidos que no me sostenían ni un cachete del culo, pero disfrutaba usar esa lencería seductora cada tanto. Los calzones con elásticos gastados no generaban lo mismo que una tanga de encaje acariciando mi entrepierna.

Me bauticé con perfume, y meneé la cabellera larga y oscura sobre los hombros. Me sentía tan sexy. Aquella era una época de autoestima baja, más que nada porque el trabajo me traía de los pelos y toda mi energía estaba puesta en cumplir con las exigencias delirantes de Hugo. Pero esa noche sería la excepción. Por un par de horas, lo único que ocuparía mi mente era la risa sanadora de mis amigas, beber tragos en la barra y tal vez, coquetear con algún buenmozo para ganarme un mojito gratis.

Escuché sonar la bocina del auto de Paula desde la calle, y supe que era hora de irme. Saludé amorosamente a mis perros, agarré la cartera de charol roja y salí a paso firme. La lluvia había cesado y sólo quedaban unas pocas nubes violetas dando vueltas sin rumbo fijo por el cielo.

Belén llegó al bar quince minutos después de lo acordado. Se había demorado en su casa esperando que Pablo regresara de su “reunión informal de trabajo”. Así las llamaba él al menos.

Se le revolvió el estómago al recordar que no le había devuelto ninguna de las cinco llamadas y siete mensajes que había dejado en su teléfono, y, sin embargo, ella se encargó de que su cena esté lista para calentar dentro del microondas, con un papel sobre la mesa que decía: «AMOR, TE DEJO TU FAVORITO PREPARADO: BIFES DE LOMO Y PAPAS NOISSETE CON SALSA DE CUATRO QUESOS. VOY A ESTAR CON LAS CHICAS. TE AMO».

Se permitió fantasear con la idea de que la próxima comida que le dejara en el microondas estaría cubierta con unos gramitos de cianuro, así se le iban las ganas de colgarle cuernos en la frente, pero fue una idea pasajera. Y ahora tenía un pecado que confesar en la próxima misa de domingo.

El vestido largo de vuelos que llevaba puesto era uno de sus favoritos y la hacía sentir una diva. Cuando pasó por la puerta del bar sintió que los ojos de un grupito de chicos parados en un rincón se clavaban en su modesto escote que permitía asomar tímidamente sus pechos redondos. Se acarició el cabello, para verificar que la cola alta que se había hecho estaba en perfectas condiciones. No solía sentirse cómoda siendo el centro de atención, menos que menos cuando el motivo de las miradas ajenas era alguno de sus shows de torpeza. Solía tropezarse con facilidad, ahogarse con la comida y hasta había desafiado las normas de conducir, yendo a contra mano en plena avenida con el auto de su marido, sin percatarse hasta que una patrulla de policía se interpuso en su camino y le regalo una multa de cinco cifras. Pablo se había enfurecido tanto que no le dirigió la palabra por diez días. De todos modos, esa noche la invitaba a despojarse de todos los malos recuerdos y entregarse a pasar un buen rato.

Miró para todos lados, hasta que encontró la mano de Paula desde la barra, haciéndole señas para que se acercara. Nos dimos un abrazo fuerte entre las tres, y se acomodó en una banqueta.

—Amiga, ¡Qué bueno que pudiste venir! ¡Te extrañaba! —exclamé, mientras agarraba su mano con cariño.

—La lluvia casi me deja encerrada, pero estaba tan podrida de estar en casa que necesitaba aire puro y ver gente fingiendo ser feliz.

—Gracias por la parte que nos toca —contestó Paula ofendida, cruzando los brazos a la altura del pecho.

—No lo decía por ustedes —aclaró Belu, posando una mano sobre mi hombro y la otra sobre el de Pauli —, pero acá podemos encontrar mucho impostor que se sacude bien, haciendo parecer que la vida es color de rosa. Quizás hasta me contagian las ganas de ser hipócrita.

Elevé los hombros, desencajada. Digamos que el bar no era más que un antro con poca iluminación que acumulaba nubes densas de humo de cigarrillo que llegaban hasta la vereda, pero para Belu cualquier cosa era mejor que estar encerrada entre las cuatro paredes de su hogar mientras la cabeza le trabajaba como tractor en plena temporada de cosecha.

Paula se giró hacia ella, dejando a la vista el vestido negro que llevaba pegado al cuerpo y que le quedaba como obra de arte recién pincelada sobre una porción de lienzo.

—¿Y Pablo? –preguntó, llevando algunos cabellos rojizos detrás de sus orejas.

Belén frunció la nariz y apretó los labios en línea recta, señal de que la respuesta que daría no nos caería en gracia.

—Está “trabajando”. –Flexionó los dedos índice y medio al unísono, marcando comillas flotantes—. Como suele ser costumbre algunos sábados del mes. Tanto cuerno ya me está dando tortícolis.

Dejé los ojos en blanco y me guardé unos cuantos comentarios dañinos. Paula en cambio largó una risotada un poco forzada. Luego agregó:

—Tenés que darle una patada en el culo a ese pelotudo cuanto antes. —Luego bebió un trago largo de mojito en silencio.

—Estoy en eso chicas, no me presionen. Al menos ya evalúo la posibilidad de envenenarle la comida.

Las tres nos largamos a reír nerviosas, dando por cerrado el tema Pablo por esa noche al menos.

Después de dos mojitos y tres vasos de vodka con naranja, la mirada de Paula pasó a modo pixel. Estaba risueña y distraída, controlando la pantalla de su celular a cada rato con la pizca de lucidez que le quedaba. Esperaba que César le envíe un mensaje para verse a la madrugada. Hacía unos cuatro meses que tenían encuentros eróticos prácticamente todos los fines de semana. César era un profesor de gimnasia que vivía a dos cuadras de la peluquería. Lo había conocido en ese mismo bar, una noche de la que recuerdo poco porque estaba muy ebria, para qué mentirles.

De tez trigueña y ojos color miel, lo más increíble de César eran sus músculos voluptuosos trabajados con mucha rigurosidad en el gimnasio. Era un exjugador de rugby que conservaba una espalda gloriosa, que Paula amaba recorrer con su lengua. La volvía loca de placer. Sus brazos eran fierros venosos que no conocían el cansancio. Ambos hacían una dupla explosiva.

El único “problemita” que César tenía (así lo llamaba Paula, en diminutivo, para no darle demasiado crédito), era su exnovia. Aunque él juro mil veces que esa historia había caducado y solo quería pasarla bien con ella, Paula sospechaba, con mucho pesar, que la ex no era tan ex como él aseguraba.

Digamos que lo mejor que podía hacer era dedicarse a gozar cada vez que lo tenía entre sus piernas y olvidarlo de lunes a viernes. El problema era que Paula se enredaba fácilmente con historias de amor que sólo existían en su mente. Ella quería que la quieran, quería recibir el amor que daba a los demás y que casi nunca había sido correspondido en sus casi treinta años.

—Tranquila, todavía es temprano —murmuró Belén, sacándola repentinamente de aquel pensamiento depresivo que la estaba envolviendo.

El alcohol y las penas de amor son una combinación letal.

—¿Estás esperando un mensaje de Cesar? –agregué haciéndome la desentendida, revolviendo mi trago con el sorbete.

—Sí chicas, a ustedes no les puedo mentir —bufó Paula, y luego de prenderse un cigarrillo, agregó—, esta situación ya me está agotando. No quiero ser solo la chica de los sábados. No sé cuál es el problema de cenar un martes a la noche o ver una película un jueves a la tarde. No tengo lepra y no soy solamente una cachufla con depilación definitiva.

Me mordí la cara interna de las mejillas para contener la risotada que me subió por la garganta. Belén en cambio frunció el entrecejo, preocupada por la angustia evidente que Pauli transitaba.

—¿Por qué no lo mandas a cagar? Un pelotudo así no te merece.

Y aunque Belén tenía toda la razón, lo cierto es que Paula estaba encantada con César. Con su cuerpo, su voz ronca y el perfume exquisito que decoraba su piel después de tener sexo. Le costaba lavar las sábanas después de aquellos encuentros porque se impregnaban tan fácilmente con aquel aroma lleno de hormonas, sudor y fuego puro.

Paula suspiró y le robó una pitada larga al cigarro.

—Debería darle salida, lo sé muy bien. Pero ese pito diez por treinta no se encuentra en mercerías. Les juro que si él las tocará como me toca a mí, entenderían mi pensamiento. Tiene una chichirola adictiva.

—Tampoco la puede tener tan grande —respondí de malas maneras— es irreal que...

—¡¿Querés que te muestre una foto para que lo compruebes?! — interrumpió Paula a los gritos, y de un saque agarró su teléfono. Ya estaba entrando a la galería de imágenes.

—¡No! —exclamé horrorizada —¡No quiero verle el pito a tu amante! Solo digo que tal vez tengas ilusiones ópticas porque estás fascinada con él... para mí, te hizo un amarre de agua de calzón.

—¡¿Un qué?! —preguntó Belén extrañada.

—Un amarre de agua de calzón —repetí, orgullosa —. Es una especie de brujería que se hace hirviendo un calzón en agua limpia. Luego, se le da de tomar el preparado a la persona que se quiere ‘ engatusar ‘ y ya, te ama de por vida.

Paula abrió los ojos de par en par, pasmada.

—¿Y eso dónde lo aprendiste? —acusó Belén, con furia.

—En clases de ciencia avanzada, querida. Las cosas que te perdiste por dejar la facultad.

Nos reímos a carcajadas ante la incredulidad marcada en el ceño fruncido de Belu. Terminé por meterle el dedo índice en la oreja para que se riera con nosotras.

Alrededor de las tres de la mañana, me puse de pie para iniciar la retirada. No sabía bien si los tacos se habían aflojado, si el piso era de barro repentinamente o si estaba tan borracha que no podía decir la palabra ola al revés. Paula estaba aún peor, con dificultades para mantenerse erguida. Belén en cambio estaba en su sano juicio, como de costumbre. Nos abrazó por la cintura, una de cada lado, y caminamos con lentitud hasta la salida.

—Las voy a llevar hasta su casa, mañana vienen a buscar el auto —sentenció.

—No amija —balbuceó Paula —yo piedo manegar tranquismente.

Quiso decir algo más pero un eructo con la potencia de la cascada de la garganta del diablo le ocupó la boca y no tuvo más remedio que expulsarlo.

—Paula, ¡Qué asco! Sos una ordinaria, mugrosa, te vas a ir al infierno —exclamó Belén colérica.

Entretanto, aproveché para zafarme de aquel abrazo contenedor y me apoyé en un árbol, desarmándome de la risa. La gente que pasaba alrededor nos observaba manteniendo distancia.

—Bueno, yo me voy. ¿Van a venir conmigo o se quedan acá tiradas como perras abandonadas que son?

Belén ya estaba abriendo la puerta de lado del conductor. No le hacían mucha gracia las borracheras tan intensas. En el fondo, sentía un poco de intriga sobre los efectos del alcohol en el cuerpo. Ella nunca había bebido tanto como para andar vomitando en la vereda de un bar. Y ahora ya era una mujer casada. Las buenas esposas no hunden la cabeza en una jarra de vodka.

Yo cedí, porque a pesar de la nebulosa mental, no me agradaba la idea de dormir hecha un ovillo en la plena calle céntrica. Acaricié la puerta del lado del acompañante hasta encontrar la manija y la abrí con dificultad. Casi me caigo de culo intentando entrar al auto. Paula, en cambio, se abrazó al tronco de un árbol y se puso a llorar.

—¿Por qué me va tan mal con los hombres madre naturaleza? Dame una respuesta por favor.

Belén se tapó la cara con ambas manos y dejó caer la frente en el volante del auto, intentando pasar desapercibida. El show de Paula era peor que aquella vez en que ella iba escaleras abajo, mudando mercadería desde las góndolas al sótano del supermercado donde trabajaba, y por un descuido, se enredó con los cordones desatados y terminó estampada contra el piso con unas diez personas riéndose a su alrededor.

Salí del auto, posterior a descalzarme, y metí a Paula en el asiento trasero con puros empujones y fuerza bruta. Calló rendida, con el vestido levantado hasta las rodillas y dejando al aire una tanga de encaje roja. Intentó agarrarse de los cinturones para erguirse, pero se rindió fácilmente ya que sus fuerzas eran nulas para aquel entonces. Sentía que flotaba en un mundo paralelo sin gravedad. Cuando Belén puso en marcha el motor del auto, la cabeza de Paula vibró sobre el asiento, batiéndole las ideas.

—Está destruida la pobrecita —soltó Belén mientras la miraba por el espejo retrovisor.

Pero yo no estaba en mucho mejor estado. Con exagerada dificultad había logrado sentarme en el asiento del acompañante y colocarme el cinturón, después de ocho intentos fallidos para abrocharlo.

Llegamos a mi casa, y decidimos que sería buena idea que Paula se quedara a dormir conmigo, para evitar bronco aspiración de vómitos y shock post traumático, así que la sacamos del auto a rastras y fuimos hasta la habitación, para recostarla en la cama.

Belén me miró, contemplando en detalle todo el maquillaje que llevaba desparramado por la cara y el botón que faltaba en mi camisa. Me tomó por los hombros y comenzó a sacudirme frenéticamente.

—Candela por el amor de Dios, vos sos la médica del grupo, tenés que dar el ejemplo.

—Ahora estoy fuera de ser servicio, déjame ser solamente una mujer corriente por un rato —murmuré entre dientes, con algo de rabia.

Me molestaba soberanamente que la gente creyera que, por el simple hecho de ser médica, no tenía derecho a hacer las mismas idioteces que cualquier mortal.

Belén se quedó en silencio, y cambió las sacudidas por un abrazo profundo. En el fondo no era la borrachera lo que le molestaba, sino más bien las consecuencias de esta. Nunca había podido superar que, hacía un par de años, en una fiesta de Navidad, su tío Cristian había arrasado con dos cajones de cerveza y terminó en coma alcohólico. A las cuatro de la mañana se desplomó en el living de la casa de su madre, y literalmente se cagó encima. Desde entonces, cada vez que Belén veía a un borracho bien borracho, tenía una sensación amarga en el centro del estómago. Sabía que nosotras no éramos como su tío, pero no podía evitar ese deja vú áspero que volvía inesperadamente para rascarle la nuca.

Busqué a tientas los cigarrillos. Saqué el ante último del paquete y lo encendí.

—Belu, vamos a estar bien –dije, haciendo fuerza con la garganta para apagar un acceso de tos inminente–. De verdad. No tenés nada de qué preocuparte. Mañana te llamamos apenas nos despertemos.

Belén asintió con la cabeza, me envolvió en sus brazos nuevamente y salió a la calle, para dirigirse finalmente a su casa. Se permitió divagar con su mente, pensar que tal vez Pablo la estaba esperando en la cama, listo para hacer el amor y luego dormir abrazados. O tal vez llegaría y se encontraría a un Pablo preocupado porque eran las cuatro de la mañana y su mujer aún no llegaba a casa. Una escenita de celos le hubiese gustado. Pero sabía que nada de eso pasaría. Ya había controlado su teléfono, y no había recibido ningún mensaje, señal de que su marido estaba demasiado ocupado como para tener cualquier tipo de contacto con ella. Era un pensamiento pecaminoso, pero eventualmente deseaba tener a alguien como César, que le escriba los fines de semana y le arrancara la ropa interior de un solo tirón. Que la prendiera fuego con tan solo mirarla, que le diga chanchadas al oído y con eso, se le ponga la piel de gallina. Pero a cambio, ella tenía un hombre a su lado que le hacía sentir que su clítoris era un adorno.

Cuando entró a su casa, se encontró con un plato sucio en el lavavajilla. Pablo jamás enjuagaba sus cubiertos, porque era cosa exclusiva de mujeres. Caminó hasta el dormitorio con sigilo, y desde el marco de la puerta, vio a su esposo desnudo roncando profundamente. No era la primera vez que, al mirarlo, sentía asco. Esa percepción se le estaba haciendo cotidiana.

Se desvistió en silencio hasta acostarse en el lugar que le correspondía de la cama, mientras pensaba si estar borracha y durmiendo con sus amigas no era un mejor plan que estar al lado de ese cerdo de pecho peludo. Sonrío y sin darse cuenta, se quedó dormida.

4

OPORTUNCRISIS

Ya eran más de las cinco de la mañana, la ciudad dormía, pero seguía sin poder pegar un ojo. Miré la cama revuelta. Tal vez eran los efectos secundarios del alcohol, después de la cumbre puberal que había transitado saliendo del bar, llegaba lentamente la melancolía. El alcohol era ese tipo de montaña rusa, pura adrenalina e insensatez, que terminaba por revolverte el estómago y devolverte a la realidad con un cachetazo de amargura. Deseé volver a ser adolescente un rato más, para no tener que renegar con el trabajo, ni amontonar facturas atrasadas. Anhelé volver a ser una adolescente ingenua, que esperaba que el mundo patee a su favor. Pero no cualquier jovencita tonta. Deseaba ser yo misma, con quince años menos, y la sabiduría que tenía ahora. Tal vez así hubiese trabajado más a fondo mi dificultad para comunicarme con el resto y poner límites. Tal vez hubiese sembrado más amor propio para hoy no reprocharme tanto por tener cinco kilos extra o por no hacer tiempo para ir a la peluquería. Y por supuesto, aunque las palabras dentro de mi mente pesaban tanto como una grúa, si podría volver a ser yo misma a los quince años, quisiera permitirme haber sentido amor más seguido. Era algo que nunca aprendí. El amor era una montañita de polvo que barría todos los días tras la puerta. Hacía ya un par de años que no me permitía querer ni ser querida. Y es que, ¿cómo podría? Con el trabajo, la casa, los perros. Ni siquiera había aprendido a conducir, ¿cómo podría acomodar el tiempo para estar dispuesta a amar?

Un halo de tristeza me absorbió por completo. No quería admitirlo, pero sentía que a mi cama de dos plazas le sobraba espacio. Faltaba alguien allí que me abrazara por las noches. Extrañaba cocinar para dos, y usar las copas de vino que celosamente guardaba en la alacena. Extrañaba el calor de un compañero en las mañanas. Extrañaba que el corazón retumbe en mi pecho. Quizás era eso lo que más me molestaba del alcohol: que no generaba emociones perpetuas. Que todo era efímero. Y peor aún, que lo cotidiano pesaba el triple cuando la ebriedad pasaba.

Me prendí el último cigarrillo que quedaba, y me eché a llorar. Eso fue lo único que pude hacer como si tuviese quince años. Lloré por la soledad que me tenía atrapada, lloré porque tal vez estaría sola por el resto de mi vida, lloré porque no sabía ni siquiera amarme a mí misma y lloré, sobre todo, porque quería llorar. Nunca me lo permitía. Las mujeres alfa nunca derramamos lágrimas, más bien se las arrancamos al resto con palabras o acciones. Pero esa madrugada, esta mujer alfa se transformó en un pollito indefenso rompiendo el cascarón.

Al final asomaron los primeros rayos de sol y me encontraron durmiendo sobre la mesa, con el maquillaje derramado por la comisura de los ojos.

Cuando Paula despertó, se chocó con un hocico húmedo olfateándole la frente. Su reacción de incredulidad desapareció por completo al reconocer a Scooby. Se sentó en la cama y escuchó como discutía con alguien desde la cocina. Su cabeza tamborileaba como bombo en plena comparsa de febrero. Al menos estaba segura que no había perdido los calzones en la cama de algún desconocido. Sentía nauseas, pero era solo un sabor amargo, el vómito estaba lejos. Se acomodó el vestido a duras penas y salió de la cama. Los rayos de sol que se colaban por la ventana le lastimaron las retinas.

—Sí mamá, ya sé que dije que iba a ir, pero estoy con resaca, paso a visitarte en la semana. –Intentaba que mis gritos se oyeran solo en el teléfono, pero fue una misión imposible. Mi madre me había sacado de las casillas–. Sí, ya sé que soy una irresponsable… Sí también sé que soy médica... sí, aja... sí, soy la peor hija del mundo, perdóname por nacer. Sí, bueno, chau.

Eché los ojos para atrás y un rayo del dolor me partió el cráneo. Paula miraba el piso, con una manga del vestido caída. Flopy hacía un pozo en el patio mientras nadie le prestaba atención.

—Amiga, qué noche —soltó al fin Paula, con un hilo de preocupación en la voz —¿Me decís que pasó?

—Obvio amiga, nos pasamos de mojitos como siempre. Tenemos un problema que resolver: o vamos más seguido al bar y tomamos menos o vamos una vez al mes, pero ya dejo señada una cama en el hospital para que nos hagan lavaje de estómago.

Paula soltó una risotada que le hizo doler más aún la cabeza.

—Mi mamá me va a volver loca. Casi me hace un juicio porque no fui a almorzar a su casa. –Solté mientras buscaba dos botellas de agua en la heladera.

—Me imagino Cande, siempre hace una escena si no vas a visitarla… y si encima le comentaste que nos agarramos una borrachera anoche...

—Ni lo digas –la interrumpí, mientras le alcanzaba una de las botellas — prácticamente me dijo que era la peor médica del universo por ponerme en pedo. Estoy podrida de que el mundo entero me quiera dar clases comportamiento y moral. ¿Por qué no se van todos a cagar?

Pagarle un pasaje a casi todos mis conocidos para que se vayan por estadía indeterminada a Antigua y Barbuda era una gran idea, pero no me daba el presupuesto. Me conformé con apagar el teléfono y beber agua fresca. Ni siquiera había advertido que andaba en corpiño y con los pantalones puestos de la noche anterior.

—Cande, ¿estás bien? Entiendo la resaca, yo estoy igual, pero ya hace un tiempo que te noto demasiado cansada de todo.

Abrí la boca para contestar, pero Paula siguió hablando.

—Sé que estaba borracha y demente, pero anoche... o más bien esta mañana, me pareció escucharte llorar. Tal vez simplemente lo soñé, pero estoy preocupada por vos– aclaró la garganta, y continuó sin darme lugar –. No te veo bien. Los últimos días estuviste muy dispersa. A veces demasiado estresada, otras muy angustiada. Y quiero ayudarte, pero no sé cómo. ¿Me equivoco? ¿Estás bien?

Inhalé profundamente y me desparramé en una silla, mirando el techo. El llanto era inminente. Las lágrimas me acariciaban las pestañas. Sabía que en cuanto hablara, explotaría.

—La verdad es que no estoy bien. El trabajo me absorbe. Siento que nunca es suficiente para Hugo. Se la pasa hostigándome todos los días. Sospecho que maltratarme es su hobbie favorito. Estoy pasada de rosca. No disfruto mi casa ni el poco tiempo libre que tengo porque me la paso pensando en el próximo delirio con el que va a atormentarme. Y con todo esto, me siento... —tragué saliva espesa como arena— sola. —Las lágrimas empezaban a escaparse de mis ojos como chispas de fuegos artificiales—. Aunque no. No me jode estar sola. Me jode estar vacía. Sentir que la vida se me va solamente en el trabajo. Sentir que toda mi energía está puesta ahí y no sé cómo mierda salir de este círculo vicioso. Ni siquiera hice tiempo para hacerme las uñas. Hace meses que no me caliento. Siento que a veces me olvido de ser mujer. O peor aún, de ser humana. Y no sé cómo carajos hacer para darle vuelta a esta situación. No sé cómo nutrirme, cómo dividir mis tiempos, cómo reconectar conmigo. Estoy tan cansada de vivir así.

Paula se quedó callada, no solo porque no había nada que decir sino porque me conocía de principio a fin, y sabía cuánto me costaba hablar de mis sentimientos. Y más aún, cuánto me costaba quebrarme y llorar. Abrir el corazón. Así que simplemente se puso de pie y me abrazó tan fuerte que temió quebrarme una costilla. Intentaba, con ese abrazo, exprimirme todas las penas.

Las lágrimas tibias llegaron hasta su hombro. Ninguna de las dos dijo nada. Pasaron veinte minutos hasta que una recupero el habla.

—No puedo respirar de tantos mocos —susurré, entre sollozos. Ambas reímos con dulzura y nos apartamos. No me extrañó ver un brillo extra en los ojos de Pauli. — No llores —le dije, hipando.

—Es que odio verte sufrir.

Busqué una servilleta de la cocina y la usé para soplarme la nariz. La deseché, y tomé otra para limpiar algunas lágrimas que quedaban dando vueltas.

—Cande, me encantaría saber qué decir en este momento, pero sinceramente no tengo palabras. Quisiera darte una solución, pero no se me ocurre por dónde empezar. — Paula juntó sus cabellos en un rodete alto que casi le tocaba la frente. Evaluó bien sus palabras antes de seguir hablando —. Me parece que te aliviaría muchísimo la ayuda de un profesional.

Fruncí el ceño, desconfiada. Sabía lo que Paula iba a decir y no me gustaba ni un poquito. Pero no la interrumpí, tanto llorar me había dejado sin aliento.

—Un psicólogo realmente te ayudaría a solucionar tus conflictos, a reencontrarte con vos y sanar. Claro que no es cuestión de magia. Es un trabajo duro, de todos los días. Tenés que estar dispuesta a hablar para enfrentar tus miedos y aprender a manejarlos. Pero te aseguro que es un antes y un después en tu vida. Las heridas con el tiempo se curan y una se siente renovada.

Meneé la cabeza de un lado hacia el otro, y casi me convierto en la nueva niña del exorcista. Tenía cierto rechazo con los psicólogos. De solo pensar en encontrarme en una sala de espera con la multitud de pacientes que había derivado para una consulta con el servicio de salud mental me causó una especie de parálisis en las piernas.

—Sé lo que pensás, y la respuesta es no. No estás loca. Pero sí necesitas alguien que te ayude para reacomodar tu vida. Yo fui durante muchos años a terapia y me vino de maravillas. Ahora soy una mujer mentalmente saludable y con las herramientas correctas para manejar situaciones estresantes.

La observé y me largué a reír a carcajadas. No negaba que las sesiones con el psicólogo habían colaborado con el bienestar de Pauli, pero tampoco habían hecho milagros. Los desquicios seguían en su cabeza. La necesidad imperiosa de enamorarse de un hombre, pero terminar siempre con alguno comprometido. La dependencia masculina, como a ella misma le gustaba llamarlo. Sabía que el éxito de una terapia era 30 % responsabilidad del psicólogo y 70% voluntad del paciente, y ese justamente era el problema. ¿Tenía yo deseos de ir a contarle a un desconocido mis penas y angustias?

Por su parte, Paula ignoró mis carcajadas ponzoñosas y prosiguió:

—Podría pasarte el número de mi psicólogo, Andrés. Es una eminencia. Súper reconocido en la ciudad. Es un viejo panzón, con pocas chapas en la cabeza, pero tiene la capacidad de un toro. Y siempre huele rico.

—¡¿Te excitabas con tu psicólogo?! –exclamé alterada.

—¡Ay no! ¡Qué chica tonta por favor! Solamente digo que usaba un perfume riquísimo. Que se vestía con trajes de altísima costura. Y que su intelecto a veces me resultaba seductor, pero no más que eso.

Me guiñó un ojo y terminé con escalofríos.

—Sos un asco. —Robé un cigarrillo del paquete de Pauli y lo encendí. Mi estómago rezongó por recibir otra vez nicotina y nada de alimentos.

—De todas formas, ese no es el punto. Nos estamos yendo por las ramas. Lo que quiero decir es que Andrés pudo ayudarme a mí, así que puede hacer lo mismo con vos. Escucharte, entenderte, aconsejarte. No siempre es amable para decir las cosas. Pero esa dureza es la que te impulsa a replantearte situaciones personales y modificarlas. O modificar tu forma de verlas. O simplemente alejarte de ellas porque no se pueden cambiar.

—Guau, de verdad que el viejo te engatusó. —Empezaba a estar risueña pero no quería reírme otra vez. Me tapé la boca con una mano y abrí los ojos como platos.

—Sos una bruta Candela, estaba siendo seria y vos me tomas para la chacota. Pero no importa, sigo sosteniendo que un psicólogo te haría bien. Y que Andrés podría ser el indicado para vos. Cuando tengas ganas de madurar, evalúalo. No perdés nada.

—Bueno como quieras, pero aclárame una duda. Si tanto te gustaba la terapia con él y la forma en que trabajaban, ¿por qué dejaste de ir? ¿Pasó en el medio algo que yo no sepa?

Paula dejó los ojos en blanco, atónita.

—¡Candela te lo dije! El precio de la sesión aumentó y no me alcazaba la plata para pagarla. Me dio vergüenza pedirle un descuento por segunda vez. El viejo es muy amable, pero nada boludo. Así que simplemente dejé de ir. Su secretaria me llamó un par de veces, pero siempre puse excusas. —Paula dejó los labios en línea recta, pensativa.

Honestamente, el dinero no había sido el problema principal por el que había dejado su terapia. Sino más bien, que Andrés decía cosas que ella no estaba dispuesta a escuchar. La última sesión había salido tan furiosa a la calle que casi echaba espuma por la boca. ¿Qué se pensaba ese viejo? ¿Qué podía hacerla responsable de todas las desgracias amorosas de su vida? No se lo iba a permitir. Pero lo mío era diferente. No tenía que ver con el amor de un hombre. Tal vez podría ayudarme un poco más de lo que la había ayudado a ella.

—Pauli, ¿vos querés retomar con tus sesiones? Porque de ser así, yo tengo unos ahorros y podría…

Paula alzó su mano y meneó con la cabeza. Se sintió un poco culpable por mentir, pero confesar la verdad derrumbaría una posibilidad que yo necesitaba evaluar. Y con las dificultades que tenía para hablar de mis emociones, la terapia podía ser una solución. Paula lo sentía. Era un pálpito que atravesaba su pecho.

—Nada de eso –dijo con seguridad—. Ahora es tu momento. Pensalo sin presiones, y cuando estés lista, te paso el teléfono de los consultorios. Su secretaria Sandra es divina. Ella se encarga de tomar tus datos personales y acorde a tu disponibilidad horaria, acuerdan un turno.

Para mi sorpresa, la repentina posibilidad de tener su espacio terapéutico no me resultó tan espantosa como en otras ocasiones donde ni siquiera había contemplado la idea de ir a acostarme a un diván para charlar mis traumas de la infancia con un desconocido. Tal vez, en el fondo de mi corazón sabía que estaba rasguñando el cemento y necesitaba ayuda.

De repente, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por los rugidos de un estómago, el mío. Estaba muriendo de hambre. La miré a Paula, intentando descifrar a través de las muecas de su rostro si había oído o no los estruendos intestinales.

—Bueno amiga, una de dos: o estás fabricando caca o te morís de hambre.

Las carcajadas inundaron la cocina. Qué habilidad más grandiosa, la de pasar del llanto a la risa en un parpadeo. Nos preparamos rápidamente unos tostados con mucha manteca y casi por instinto, puse leche a calentar en el microondas. Los tostados sin submarino no tenían sentido.

Cuando todo estuvo listo sobre la mesa, marcamos el número de Belén y la dejamos en altavoz. No tardaron en llegar insultos subidos de tono que rápidamente se disiparon en el aire. Prometimos, sin compromiso genuino, que la próxima salida sería solamente a base de gaseosas o jugos de naranja recién exprimidos.

Cuando el sol comenzó a caer a lo lejos, Paula tomó un taxi y fue hasta el bar a buscar su auto semiabandonado. Claro que primero tuvimos que revolver el ropero buscando prendas decentes para andar por la calle un domingo a la tarde. El vestido negro escotado estaba bien a partir de las once de la noche, antes de esa hora era ilegal.

Despedí a Paula con un abrazo de oso y cerré la puerta con desdén. Me costaban los domingos. El silencio de mi casa, los rincones que se iban apagando lentamente. Miré a Flopy, que estaba enroscada a Scooby tomando una siesta. No era un sentimiento claro, pero sospechaba que también hubiese querido tener un compañero para enroscarme en cuerpo y alma. El comedor era un lio grande como mi cabeza. Las lágrimas volvieron a asaltarme mientras juntaba los platos sucios y los dejaba en la bacha de la cocina. Toda esa angustia que llevaba tiempo contenida en mi pecho ahora se escapaba por mis ojos como agua tibia que lleva tiempo bajo el sol. Me dolía mi casa vacía, pero más me lastimaba el vacío de mi corazón. Aquel hueco se hacía cada vez más grande, y me estaba aniquilando. Deseaba estar en cualquier sitio, menos en aquella casa, sola conmigo. Pero, ¿cómo escapar de una misma? No tenía alternativa. Debía enfrentarme a la miseria de mujer en la que me había convertido y hacer algo con las cenizas que quedaban. Aunque no tenía más que una pizca de fuerza, aunque un impulso vigoroso en mi cabeza me invitaba a recostarme y dormir. Quería intentarlo, aunque fuese con mi último aliento. Aunque la vida en general me parecía una mierda, unas migajas de esperanza me quedaban y sentía que debía intentarlo una vez más. Ese era el milagro de la fe, como una vela de miel encendida, que no se rinde ante las ráfagas de un huracán.

Solía ser una mujer de ciencia, pero esa vez pensé en Dios y en silencio, le rogué que me ayudara a sanar. A volver a ser la mujer llena de vitalidad que ya no veía en el espejo por las mañanas. Y sin cuestionarme, saqué del último cajón una vela y la encendí, esperando que el fuego purificara mi ser, que su luz tenue me iluminara para que vuelva a encontrar mi camino.

Quizás así llegaría a mi vida el golpe de suerte que tanto anhelaba. Pero no. Ya basta de golpes por favor. Mejor esperaba una caricia del destino que la reconforte y me brinde las fuerzas para reunir cada uno de mis pedazos rotos y de alguna manera resurgir, como el ave fénix.

5

LA GOTA QUE COLMÓ EL VASO

El lunes por la mañana me encontró repleta de trabajo, como era costumbre. Sala llena de pacientes internados, algunos que otros esperando en la guardia y consultorio a partir de las dos de la tarde. Sin embargo, intenté tomarme las cosas con calma, tal y como me lo había prometido. Me preparé un café sin espuma, y mientras lo revolvía con un baja lenguas, medité sobre la propuesta del psicólogo. Había quedado colgada en mi mente como paracaídas de segunda mano en la cima de una montaña. Estaba divagando por otra galaxia hasta que Gustavo apareció en la cocina y me trajo a este mundo de los pelos.

—¡Amiga! ¡Buen día! —dijo, mientras me abrazaba con fuerza– ¿Qué tal tu finde?

—No fue el mejor fin de semana de mi vida, pero tampoco el peor –comenté con desdén—. Salimos con las chicas, nos emborrachamos como vikingos y terminé durmiendo con Paula en casa. Y claro, discutí con mi mamá. Eso. ¿Vos?

—Candela por favor no me cuentes esas cosas que me da envidia, soy un hombre casado y ya no puedo hacer lo mismo. Un poco de colaboración te pido.

Luis, el marido de Gustavo, era un tipo más bien conservador, que no solía emborracharse los sábados a la noche. Habían tenido grandes discusiones porque Gustavo era el alma de todas las fiestas y Luis, el de las bibliotecas. No toleraba ver cómo su marido hacía el ridículo. Pero el amor hace cosas maravillosas. Como que dos seres humanos puedan negociar y encontrar un punto medio entre un tequila y un café. Al menos el amor de ellos era así, saludable, transparente y permeable al diálogo.

—Candelita, amiga, tengo que darte un pequeño mensaje —prosiguió Gustavo, cortando risas bruscamente. Y cuando hablaba en diminutivo, poniendo esa voz tan particular, solo podía significar una cosa. Me agarré el estómago—. Hugo te solicita en su oficina.

Eché los ojos para atrás y resoplé, con furia.

—¿Y ahora qué hice?

—No me dijo nada más. Llamó al teléfono de enfermería y dijo que en cuanto puedas pases por su oficina.

—Me cago en la puta.

Terminé el café de un trago largo hirviente. Mi lengua se estremeció de dolor detrás de los dientes. Luego caminé titubeando hasta la puerta.