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Margaret Allison

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Beschreibung

Después de un único beso, la había abandonado… Katie Devonworth nunca había dejado de soñar con Jack Reilly. El rebelde adolescente se había convertido en un millonario de Manhattan, un hombre de hielo que salía con cuantas mujeres pudiera, pero sin entregar su corazón a ninguna… y era la última esperanza de Kate para salvar su periódico. De repente, bajo una tormenta de nieve, el hielo de Jack empezó a derretirse y Kate vio sus sueños al alcance de la mano. Todo lo que tenía que hacer era aceptar el dinero y la tórrida noche de pasión que siempre había anhelado. Pero, ¿merecería la pena el sacrificio? ¿Podía entregarle su cuerpo y su alma a Jack a cualquier precio?

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Cheryl Klam. Todos los derechos reservados.

A CUALQUIER PRECIO, Nº 1323 - septiembre 2012

Título original: At Any Price

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0848-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Katie estaba sentada en la elegante sala de espera de Jack Reilly, dueño de aquel moderno edificio acristalado en medio de Manhattan.

Como todo el mundo en Newport Falls, sabía que Jack había surgido de la nada para convertirse en un importante hombre de negocios. Pero comprobarlo en persona era distinto.

Había necesitado armarse de coraje para acudir a Reilly Investments. No dejaba de recordarse que se trataba de Jack, su amigo de la infancia, no de Donald Trump. No debía sentirse intimidada. Después de todo, había cuidado a Jack durante sus catarros, cuando pasó la varicela y en muchas ocasiones después de las peleas con su padre.

Pero no podía evitar los nervios, y una vocecita interior no dejaba de decirle que se fuera corriendo de allí, que no debería haber ido.

Se preguntó si reconocería al hombre descrito en la prensa como un multimillonario muy seguro de sí mismo. En apariencia, Jack siempre había sido un poco gallito, pero ella sabía que en el fondo no era así. Sabía que tras aquella aparente seguridad se hallaba el chico inseguro de siempre. Jack siempre había sido dolorosamente consciente de sus orígenes y de quién era. Su chulería sólo era una forma de cubrir la inseguridad que le producía ser el chico más pobre de la escuela.

Se pasó una mano por el pelo, convencida de que debía tener un aspecto horrible. Era sólo mediodía, pero el día había empezado para ella ocho horas antes. Se había ocupado de algunos asuntos en el periódico antes de tomar prestado el coche de Marcella para conducir a la ciudad. No le había quedado más remedio que hacerlo, pues el suyo estaba estropeado y no tenía dinero para arreglarlo. Desde su divorcio, andaba muy justa de dinero. El periódico, que había sido un negocio familiar durante generaciones, no hacía más que perder dinero, y hacía meses que no le había quedado más remedio que dejar de pagarse el salario.

Katie volvió a mirar su reloj. Era casi la una y media. Su cita para comer era a la una menos cuarto.

Tal vez había habido alguna confusión, o era posible que Jack ni siquiera supiera que tenía una cita con ella. Después de todo no había hablado con él personalmente. Se habían comunicado a través de su secretaria. Katie no le había dicho a ésta que quería pedirle a su jefe un préstamo para tratar de sacar el periódico adelante. Tampoco le había dicho que Jack Reilly era más que un viejo amigo. Mucho más.

De hecho, había amado a Jack desde la primera vez que lo vio. En una época estuvo convencida de que estaban hechos el uno para el otro, de que la amistad que habían alimentado desde la infancia estaba destinada a convertirse en pasión. Pero acabó comprobando que estaba equivocada y nunca había admitido su amor por él a ninguna persona... excepto a él mismo.

Se ruborizó al recordar aquel día, catorce años atrás. Durante el último año de instituto, Jack y ella formaban parte de un grupo de tres amigos. Jack Reilly, Matt O’Malley y Katie Devonworth. Inseparables en el instituto y fuera de él, eran conocidos en Newport Falls como la tierra, el viento y el fuego. Katie, la hija del dueño del periódico de la ciudad, era la tierra, consistente, estable. Matt, hijo de un profesor, era el viento; cambiaba constantemente de opinión respecto a quién era y lo que quería ser. Jack, hijo de un alcohólico en paro, era el fuego, lleno de angustia y determinación.

Un día de primavera Jack y ella se encontraron a solas, sin Matt. Habían llegado al arroyo al rayar el alba y se habían sentado a charlar como de costumbre. Katie mencionó que empezaba a tener calor y Jack la miró con expresión traviesa. Se puso en pie, se quitó la camisa, miró hacia el arroyo y luego a ella.

–Tienes razón. Estaría bien nadar un rato.

–No tengo tanto calor –dijo Katie–. El agua del arroyo está helada.

–Vamos. Seguro que te vendrá bien un chapuzón –Jack dio un paso hacia ella. Mientras contemplaba sus pronunciados y atractivos rasgos, sus ojos azules y su pelo negro como el azabache, Katie sintió que su determinación perdía fuerza. Siempre le había costado mucho negarle algo a Jack.

–No, gracias –dijo a pesar de todo.

–El secreto reside en saltar al agua muy rápido –replicó él mientras daba otro paso hacia ella.

Katie estaba segura de que pensaba tirarla al agua, de manera que se levantó y blandió su caña de pescar a modo de espada.

–¡Ni se te ocurra acercarte, Jack Reilly, o te atizo!

Jack le quitó la caña en un abrir y cerrar de ojos y la tiró al suelo.

Katie giró sobre sí misma y salió corriendo en dirección contraria, pero tropezó con una raíz y acabó aterrizando de bruces sobre un arbusto de fresas salvajes.

Jack se arrodilló a su lado, solícito, y la ayudó a volverse. Al ver su camiseta se puso intensamente pálido.

–Te has herido –dijo, confundiendo el rojo de las fresas con sangre.

Cuando se inclinó hacia ella para ver mejor, Katie no pudo contener la risa y le dio un empujón. Mientras el trasero de Jack aterrizaba de lleno sobre el arbusto de fresas, ella se puso en pie y echó a correr.

Pero no lo hizo con la suficiente velocidad, porque Jack la alcanzó enseguida, la alzó en vilo con ambos brazos y la llevó hacia el arroyo.

–Vamos a limpiarte esas manchas, Devonworth –dijo.

–¡Si me mojas un solo dedo te juro que te ahogo!

–Palabras vanas –murmuró él, tan cerca de su boca que Katie sintió el roce de su aliento. Jack se inclinó como si estuviera a punto de besarla. Ella cerró los ojos y esperó, anhelante.

Pero su fantasía se esfumó en cuanto su trasero tocó el agua helada.

–¡Jack! –exclamó.

Cuando él le ofreció una mano para que se levantara, tiró con todas sus fuerzas a la vez que estiraba una pierna para que tropezara. Jack acabó de lleno en el agua.

–Ahora no te vas a librar –dijo mientras se levantaba.

Katie ya había alcanzado la orilla, pero Jack no tuvo ninguna dificultad en alcanzarla y tumbarla sobre la arena a la vez que le sujetaba los brazos por encima de la cabeza.

–Ríndete, Devonworth –de pronto sus ojos parecieron llenarse de fuego, como si acabara de verla por primera vez. Contempló su camiseta empapada, que mostraba claramente el contorno de sus pechos–. Katie... –murmuró con voz ronca.

Y ella hizo lo que llevaba años deseando hacer: lo besó. El respondió con auténtica pasión y exploró con la lengua el interior de su boca a la vez que deslizaba una mano bajo su camiseta. Aunque aún era virgen, Katie no se asustó. Deseaba a Jack. Necesitaba sentirlo en su interior, haciéndole el amor. Estaba preparada para él.

Pero Jack se apartó de ella al cabo de unos segundos y se sentó.

–¿Qué estamos haciendo? –preguntó, a la vez que se pasaba una mano por el pelo.

Katie permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo:

–Te quiero, Jack. Siempre te he querido.

Él no contestó. En lugar de ello se levantó y metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros mojados. Sin decir una palabra, se alejó.

Katie oyó un ruido a sus espaldas y se volvió. Matt estaba tras ella, con los brazos cruzados. Apartó la mirada, avergonzada por el hecho de que hubiera sido testigo de su humillación.

–No pasa nada –dijo Matt–. Sé que quieres a Jack. Lo sé hace mucho. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo excepto Jack.

Katie aún recordaba la vergüenza que sintió. Todo Newport Falls estaba enterado. Todo el mundo sabía que su amor no era correspondido.

Matt alargó una mano hacia ella.

–Vamos –dijo–. Te acompaño a casa –cuando Katie aceptó su mano, añadió–: Deberías saber que Jack no te quiere. Siente cariño por ti, por supuesto, pero no amor. Nunca te amará.

Y Matt demostró tener razón porque, en cuanto pudo hacerlo, Jack voló de Newport Falls.

Katie fue a la universidad local y cuando su padre murió se hizo cargo del periódico. Luego hizo lo único razonable que le quedaba por hacer. Se casó con Matt.

–¿Señorita Devonworth? –Katie se sobresaltó al ver ante sí a una guapísima rubia–. El señor Reilly ya puede recibirla.

Sintió un arrebato de celos al preguntarse si aquella belleza saldría con Jack. ¿Pero qué más daba? Jack ya no significaba nada para ella. Nada.

A pesar de todo, el corazón le latía con tal fuerza mientras seguía a la secretaria que temió que ésta pudiera escucharlo.

El despacho era tan impresionante como el resto del edificio, con enormes ventanales que llegaban del suelo al techo y un magnífico escritorio de madera labrada a mano desde el que se tenía una vista espectacular de Central Park.

Jack estaba sentado ante el escritorio, de espaldas a ella, hablando por teléfono.

Encontrarse tan cerca de él después de todos aquellos años hizo que Katie se quedara sin aliento. Pero Jack no parecía afectado en lo más mínimo, pues siguió hablando por teléfono como si fuera invisible.

Ella permaneció unos minutos a sus espaldas, retorciendo las manos. ¿Por qué la había hecho pasar la secretaria si Jack no estaba listo para recibirla? ¿Y cómo se atrevía a tratarla como si fuera cualquiera? Ella era Katie Devonworth, la chica que le había ganado casi todas las partidas de ajedrez que habían jugado, la chica que sabía que había sido él el que había roto la ventana de la señora Watkins, la que sabía que lloró cuando enviaron a su padre a la cárcel, la que sabía que...

Jack se volvió hacia ella y sonrió mientras colgaba el teléfono. Había cambiado muy poco durante aquellos nueve años. Los rasgos de su rostro se habían definido un poco más, pero seguía siendo el hombre más atractivo que Katie había visto en su vida.

–Cuánto me alegro de verte, Katie –dijo a la vez que se levantaba para recibirla y ofrecerle su mano.

Katie sintió una descarga cuando la estrechó.

–Lo mismo digo.

–Me sorprendió tener noticias tuyas –Jack dijo aquello como si volver a verla hubiera sido lo más natural del mundo.

–Tenía que venir a Nueva York de todos modos, de manera que me dije, ¿por qué no llamar a Jack para tratar de comer con él?

–Me alegra que lo hicieras –Jack hizo una pausa y la observó un momento–. Ha pasado mucho tiempo.

Katie apartó la mirada. ¿Qué tenía aquel hombre que la hacía sentirse como una colegiala?

Jack señaló la puerta mientras tomaba su abrigo.

–Vamos.

–Tus oficinas son impresionantes –dijo ella cuando salieron.

–Gracias –contestó Jack sin añadir nada más.

Katie trató de pensar en algo que decir mientras bajaban en el ascensor, pero todo lo que se le ocurría le parecía una tontería.

–¿Y? ¿Qué te ha traído por aquí? –preguntó Jack finalmente.

–He venido a reunirme con unos cuantos anunciantes –mintió Katie.

–¿Qué tal va el periódico?

–Bien –aquello no fue exactamente una mentira. La cobertura informativa nunca había sido mayor. Era la circulación lo que iba mal.

Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, Jack apoyó una mano en la espalda de Katie mientras salían.

–No sé qué tenías planeado, pero lo cierto es que ando muy justo de tiempo. Si te parece bien, hay un pequeño restaurante italiano a la vuelta de la esquina.

Katie asintió y fueron caminando hasta el restaurante sin hablar. Cuando entraron fueron efusivamente saludados por el dueño, que parecía conocer bastante bien a Jack y los llevó a una mesa que se hallaba en el rincón más acogedor del restaurante. Mientras leían el menú, Jack dijo:

–El pollo piccatta está muy bueno.

Katie prefería algo más básico.

–¿Qué tal los espaguetis con albóndigas?

–Los mejores de la ciudad. Es lo que voy a pedir yo.

–Yo quiero lo mismo –mientras el camarero los atendía, Katie se preguntó si su reencuentro con Jack estaba destinado a ser tan superficial como parecía. Era muy posible que ya no tuvieran nada en común.

–¿Qué tal va todo por Newport Falls? –preguntó Jack.

–Bien.

–Me entristeció enterarme de la muerte de tu madre. Era una gran persona.

Katie no esperaba que Jack fuera a mencionar a su madre, que había muerto hacía casi diez años y que siempre adoró a Jack y a Matt. De hecho, predijo que acabaría casándose con uno de ellos. Cuando descubrió que tenía una enfermedad mortal animó a Katie a que se casara rápidamente para poder asistir a su boda. Fue uno de los principales motivos por los que Katie aceptó casarse con Matt.

Afortunadamente, su madre no había sido testigo del final del matrimonio que inspiró.

–Gracias por las flores que enviaste –dijo.

Jack apartó la mirada. Al principio, Katie se sintió desolada cuando Jack no llamó tras la muerte de su madre. Pero el dolor fue dando paso poco a poco a la curiosidad. Matt tenía una teoría para explicar la desaparición de Jack de sus vidas. Según él, no quería tener cerca a nadie que le recordara quién había sido y cómo se había criado.

El camarero llegó con su comida y situó los platos ante ellos. Los espaguetis y las albóndigas tenían un aspecto delicioso.

Katie tomó su tenedor mientras se preguntaba cómo iba a comer aquello sin empaparse de salsa.

Pero aquello no parecía preocupar a Jack, que ya estaba enrollando unos espaguetis en torno a su tenedor.

–¿Qué sucede? –preguntó al ver que ella seguía quieta–. ¿Quieres alguna otra cosa?

–No –Katie hincó el tenedor en la montaña de espaguetis y se lo llevó a la boca. Uno de los espaguetis quedó fuera y lo sorbió haciendo bastante ruido.

Jack sonrió.

–Nadie come como tú, Devonworth.

Katie dudaba que las mujeres con las que salía Jack comieran demasiado. Las que salían en las revistas con él parecían muy delgadas y estaban siempre perfectamente maquilladas. «Pero yo soy una mujer real y estoy orgullosa de ello», se dijo mientras partía su pan de ajo.

–¿Te gusta la comida?

Katie asintió.

–Hay muchos restaurantes buenos en la ciudad, pero este tiene algo especial. Me recuerda un poco al Macarroni.

–El Macarroni ya ha desaparecido de Newport Falls –dijo Katie, pensando en todos los negocios que habían desaparecido en los últimos tiempos en su ciudad. Jack no reconocería la calle principal.

–Resulta difícil de creer –dijo Jack–. Llevaba allí toda la vida.

–Esa sensación daba.

Ninguno dijo nada más durante un rato mientras comían. Pero Katie no lograba relajarse. Sabía que tenía que sacar a relucir el tema del dinero.

–¿Permaneces en contacto con Matt? –preguntó Jack finalmente.

–Hablé con él la semana pasado. Puede que vuelva pronto a casa.

–¿De dónde?

–Vive en las Bahamas –Matt no se había conformado con un matrimonio carente de pasión. Katie no lo había amado de verdad, como él necesitaba. Ella se culpaba por el hecho de que se hubiera ido con una secretaria del banco. Su divorcio había sido bastante amistoso. No había propiedades ni hijos de por medio, de manera que cada uno se fue como había llegado. Katie tenía el periódico y la casa de sus padres. Matt tenía su libertad.

Jack apartó la mirada.

–Has dicho que vuelve a casa. ¿Significa eso que vuelve contigo?

Katie no quería hablar de aquello con Jack.

–No. Significa que vuelve a Newport Falls. Hace casi tres años que estamos divorciados.

–Lo siento –dijo Jack.

–Gracias. Pero no estoy aquí para hablar del fracaso de mi matrimonio o de mi vida personal –Katie lamentó de inmediato aquellas palabras. Jack había sido buen amigo de ambos.

Él se cruzó de brazos.

–De acuerdo, Devonworth. ¿O debería llamarte O’Malley? –preguntó, refiriéndose al apellido de Matt.

–Conservé mi apellido. Pero puedes llamarme Katie – Jack, Matt y ella siempre se habían llamado por el apellido cuando eran adolescentes, pero las cosas habían cambiado.

–De acuerdo, Katie. ¿Por qué estás aquí?

Ella apartó la mirada.

–Yo... Me preguntaba qué tal estabas, qué hacías...

–¿En serio? No me has hecho una sola pregunta sobre lo que hago. Y estás retorciendo un mechón de tu pelo con un dedo, como haces siempre que tienes algo en mente. Tengo la impresión de que esto es algo más que una visita personal.

Katie apartó la mano de su pelo y suspiró.

–De acuerdo. Mi periódico está a punto de arruinarse. Necesitamos efectivo urgentemente.

–Comprendo –los ojos azules de Jack se oscurecieron. Parecía enfadado y Katie supuso que se debía a que no le había contado claramente el motivo de su visita–. Y quieres que te eche una mano.

–Eso espero.

–¿Cuál es el problema?

–Hemos perdido a nuestro principal anunciante, los grandes almacenes Holland.

–¿Por qué?

–Quebraron la primavera pasada –Holland eran los únicos grandes almacenes de Newport Falls y mucha gente se había quedado sin trabajo. La mayoría había puesto sus casas a la venta para irse a trabajar a Albany, aunque vender resultaba difícil en aquellos momentos–. Pero justo antes de eso la circulación del periódico estaba aumentando.

–En ese caso, supongo que también aumentaron los ingresos.

–No. He hecho algunos cambios desde que papá murió. Contraté a varios reporteros experimentados que cuestan bastante dinero –Katie se encogió de hombros–. Todo cuesta dinero.

–Dinero que no tienes.

–No he parado de pedir préstamos que no me conceden. Tú eres mi última esperanza. Si no consigo dinero pronto, The Falls irá a la quiebra.

–Eres una periodista magnífica. Podrías ir a cualquier sitio.

–No quiero ir a ningún sitio –dijo Katie, enfadada–. Newport Falls es mi hogar. Mi padre se pasó la vida trabajando para mantener el periódico a flote. Yo llevo once años trabajando en él y casi trescientos empleos dependen del periódico. ¿Imaginas lo que supondría para la economía local que el periódico desapareciera?

Jack apartó la mirada.

Katie aún podía leer en él como en un libro abierto. Y sus instintos le dijeron que estaba perdiendo el tiempo.

–Lo siento, Devonworth... quiero decir, Katie.

–Por favor, Jack. En otra época fuimos buenos amigos. Necesito tu ayuda.

Jack la miró, indeciso. En aquel instante sonó su móvil, concediéndole la distracción que sin duda buscaba. Por lo que oyó, Katie dedujo que hablaba con alguien de su despacho.

–¿Qué tengo en mi agenda para mañana? Cancélalo. Mañana salgo de la ciudad. Organiza un viaje a Newport Falls. Gracias –tras colgar, Jack miró a Katie–. Quiero ir allí a verlo.

–¿A ver qué?

–Tu periódico, por supuesto. The Falls.

Jack había estado en el periódico cientos de veces. Aparte de que necesitaba una buena mano de pintura, apenas nada había cambiado.

–Quiero conocer a los reporteros que has contratado –continuó–. También quiero hablar con el director del departamento de publicidad para...

–La directora –corrigió Katie.

Jack asintió.

–Quiero comprobar qué está haciendo para que aumente la distribución.

–De acuerdo.

Jack se levantó.

–Estaré en tu oficina a las tres.

Cuando le ofreció la mano, Katie la tomó y se levantó. Sin soltarla, Jack añadió:

–Me ha alegrado mucho volver a verte, Katie.

Una vez en la calle, Jack detuvo un taxi para ella.

–Gracias –dijo Katie mientras entraba.

El trató de no fijarse en sus delicados labios mientras cerraba la portezuela. Pero permaneció allí, observando cómo se alejaba el taxi. No se movió hasta que desapareció de su vista, y entonces no se encaminó de vuelta a su despacho.

Necesitaba despejar un poco su mente. Ver a Katie después de todos aquellos años, estar tan cerca de ella, había hecho que la cabeza empezara a darle vueltas.

Siempre había conservado la esperanza de poder apartarla definitivamente de su cabeza, pero no lo había logrado. Katie era el fantasma con que competían las mujeres con que salía.

Cuando recibió su llamada se dijo que sería inofensivo verla, pues ya no ejercía ningún poder sobre él. Pero en cuanto la había visto había comprobado que aquello no era cierto. La chica de sus sueños se había transformado en una mujer más bella de lo que jamás habría imaginado. Su pelo castaño le llegaba hasta los hombros y enmarcaba sus grandes y expresivos ojos marrones. Estaba tan delgada y atlética como cuando iban al instituto, pero con unas cuantas curvas más... unas curvas muy tentadoras.

Desde el momento en que la había visto había comprendido que su encuentro debía ser lo más breve posible. No tenía otra opción. Katie había dejado claro hacía tiempo que ya no lo amaba.

Recordó una vez más el día en que confesó sus sentimientos por él junto al río. Aún podía rememorar el sabor de sus labios, el aroma de su piel...

Había amado a Katie más que a la vida misma, y había necesitado hacer acopio de todo su valor para dejarla. Pero no había tenido otra opción. Sabía demasiado bien lo que sucedía cuando el amor se consumaba demasiado pronto. Él mismo era el resultado de tal circunstancia.

Su padre, Robert, conoció a su madre cuando tenía diecinueve años. Su madre, June, aún tenía dieciséis años e iba al instituto. Se enamoraron a primera vista y muy pronto se volvieron inseparables. Pero los padres de June no estaban contentos con aquella relación. Esperaban que su hija encontrara a alguien mejor que a un huérfano que dependía de las becas para poder estudiar. Cuando June se quedó embarazada, Robert rogó a sus padres que les permitieran casarse, pero estos no quisieron saber nada al respecto. Avergonzados por el embarazo de su hija, la enviaron fuera sin decirle a dónde. Robert descubrió demasiado tarde que la habían enviado al campo, a vivir con una tía.

El padre de Jack no volvió a ver a June. Cuando ésta se puso inesperadamente de parto, su tía trató de ayudarla, pero la madre de Jack murió al dar a luz. Robert fue a por él y volvió a Newport Falls, pero nunca llegó a perdonarse a sí mismo por lo sucedido.

Jack recordaba a diario el desastre de relación de sus padres. Había prometido que, por mucho que amara a Katie, por mucho que la deseara, jamás permitiría que tuviera un destino similar al de su madre. Antes debía convertirse en la clase de hombre que Katie merecía; sólo entonces habría un futuro para ellos.

Se fue a la universidad decidido a probarse a sí mismo. Sólo cuando lograra lo que se proponía podría casarse con la mujer que amaba.

Pero había malinterpretado la situación. Se había convencido de que Katie y él tenían una conexión especial, una conexión que no necesitaban mencionar para que fuera real.

Sin embargo, se equivocó. Acababa de empezar a prosperar cuando supo que Katie se había casado con su mejor amigo.

Aquello lo dejó conmocionado. ¿Cómo había podido hacerle aquello Katie? Si hubiera sentido por él lo mismo que él por ella, jamás habría podido refugiarse en los brazos de otro.

¿Y Matt? Matt no se había interesado por Katie hasta que había averiguado lo que él sentía por ella. Recordaba muy bien la noche que le contó a Matt que la amaba. Estaban tumbados en el campo, mirando las estrellas con los brazos cruzados tras la cabeza. Matt le estaba gastando bromas respecto a una chica de la clase y Jack le dijo que estaba muy equivocado.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Matt.

–Que quiero a otra.

–¿Tu? ¿A quién?

–A Katie. Algún día me casaré con ella.

Matt rió.

–¿Katie? ¡Sí, claro!

–¿Qué te hace tanta gracia? Lo tengo todo planeado. Incluso tengo el anillo. Era de mi abuela. Mi padre quiso dárselo a mi madre, pero nunca tuvo oportunidad de hacerlo. Es un diamante, con dos rubíes a cada lado...

–Un momento, un momento –interrumpió Matt–. Katie es alguien con quien jugamos al baloncesto. No es la clase de chica de la que uno se enamora. Y casarse con ella... ¡vamos, Jack!

–Es a ella a quien quiero y a quien siempre he querido.

Matt permaneció unos momentos en silencio.

–¿Lo sabe ella?

–No, no puedo decírselo todavía. No ahora.

–¿Por qué?

–Porque somos demasiado jóvenes. Lo último que quiero es acabar como mis padres. Tengo que esperar. En cuanto gane un millón de dólares me casaré con ella.

–Si ganas un millón de dólares tendrás un montón de mujeres entre las que elegir.

–Sólo quiero a Katie.