A la sombra de Juan Manuel de Rosas - Francisco Javier Gómez Díez - E-Book

A la sombra de Juan Manuel de Rosas E-Book

Francisco Javier Gómez Díez

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Beschreibung

En los años treinta del siglo XIX, bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, se desarrolla un inesperado conflicto entre los jesuitas, recién llegados a Buenos Aires, y el Gobernador que pretendía convertir a aquellos en instrumentos de su poder. No lográndolo, decretó su expulsión. El padre superior Mariano Berdugo, en un largo informe —la Historia secreta—, responde y da cuenta de lo sucedido, justifica su proceder y explica cómo el enfrentamiento con Rosas dividió a su comunidad.

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ColecciónForo Hispanoamericano

Director

Francisco Javier Gómez Díez (Universidad Francisco de Vitoria)

Comité científico asesor

Paolo Bianchini (Universidad de Turín)

Perla Chinchilla Pawling (Universidad Iberoamericana - México)

Alex Coello de la Rosa (Universidad Pompeu Fabra)

Fermín del Pino Díaz (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC)

José Eduardo Franco (Universidade Aberta/CLEPUL - Universidade de Lisboa)

Almudena Hernández Ruigómez (Universidad Complutense de Madrid)

Ana María Martínez Sánchez (Academia Nacional de la Historia - Argentina)

Igor Sosa Mayor (Universidad de Valladolid)

© 2021 Francisco Javier Gómez Díez

© 2021 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoriawww.editorialufv.es // [email protected]

Diseño de cubierta: Cruz más Cruz

Imagen de portada: Detalle de la imagen volteada de Soldados de Rosas jugando a los naipes. Autor: Juan L. Camaña, 1852. Museo histórico nacional de Argentina, obtenido de «https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Soldados_de_Rosas_jugando_a_los_naipes,_oleo_sobre_tela,_Juan_L_Camaña,_1852.jpg»

Primera edición: junio de 2021

ISBN edición impresa: 978-84-18746-12-3

ISBN edición digital: 978-84-18746-13-0

ISBN Epub: 978-84-18746-14-7

Depósito legal: M-17735-2021

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Producciones digitales Pulmen, S.L.L.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Este libro puede incluir enlaces a sitios web gestionados por terceros y ajenos a EDITORIAL UFV que se incluyen solo con finalidad informativa. Las referencias se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de la consulta de los autores, sin garantías ni responsabilidad alguna, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas.

Impreso en España - Printed in Spain

Índice

ABREVIATURAS

INTRODUCCIÓN

CONTEXTO E INTERÉS DE UNA CRÓNICA

La idealización del pasado

La forma despótica de gobierno

La marginación jesuita del orden político

Religiosidad y anticlericalismo

LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN LA ARGENTINA DE ROSAS

La misión bonaerense

Sujetos

La residencia y la Iglesia

El colegio

Las misiones en la campaña: sentido y efectos

La cuestión política en la correspondencia jesuita

La primera impresión: esperanzas y proyectos

La construcción de la imagen de Rosas

Las relaciones con la iglesia local y la imagen de lo americano

Los problemas de la comunidad

Fundamento de las nuevas misiones: Los efectos de la expulsión de Buenos Aires y Nueva Granada

El fracaso de la misión de Buenos Aires

El caso neogranadino

LA HISTORIA SECRETA

HISTORIA SECRETA DE LA SUPRESIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN BUENOS AIRES, EN 10 DE OCTUBRE DE 1841, ESCRITA DOS AÑOS DESPUÉS POR EL SUPERIOR DE LA MISMA, R. P. MARIANO BERDUGO

SINOPSIS

TRANSCRIPCIÓN

CRONOLOGÍA

APÉNDICE. CARTA DE GERVASIO PARERA, DESDE BUENOS AIRES, A DON LEÓN DE ALDAMA, EL 10 DE DICIEMBRE DE 1841

BIBLIOGRAFÍA

En tiempos complejos, de confinamiento y madurez, a Diego, entre el humor y la imaginación, y a Lucía, que flota feliz de Cartagena a Samarcanda dispuesta a esperarlo veinte minutos delante de un charco. Con ellos he gastado, gasto y gastaré mis mejores momentos

Para María

Abreviaturas

AESI-A Archivo de España de la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares.

AHL Archivo Histórico de Loyola.

ARSI Archivo Romano de la Compañía de Jesús (Roma).

Introducción

Restaurada la Compañía de Jesús en 1814 por el papa Pío VII, habrían de pasar más de veinte años antes de que se establecieran los primeros jesuitas en las repúblicas iberoamericanas.1 La situación europea lo había condicionado todo. En los momentos iniciales de su nueva andadura, la Compañía había concentrado todos sus esfuerzos en Europa y, contando con el apoyo de Fernando VII, fue multiplicando sus sujetos y casas en España.

Muerto el rey e iniciada la Revolución liberal, la situación de los jesuitas volvió a complicarse en la antigua metrópoli. En abril de 1834, el liberalismo moderado ocupó el poder, mientras los grupos más exaltados del progresismo multiplicaban los motines callejeros. El 17 de julio, fueron asesinados en Madrid 78 religiosos, entre jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios. Un año después, el 4 de julio de 1835, el Gobierno moderado del conde de Toreno decreta la supresión de la Compañía. Por entonces, había en España 363 jesuitas.2 Fue conveniente distribuir a los novicios y a los estudiantes en diversas comunidades de exiliados —en Francia, Bélgica y la península itálica— para que continuaran su formación. Cubierta esta necesidad, en España seguía habiendo un número importante de sujetos formados. Era el momento de considerar las posibilidades que se abrían en América.

Llegadas a oídos del prepósito general —por entonces Jan Roothaan— las propuestas argentinas, recomendó al provincial de España ser «antes largo que corto en el número de los que a ella destinara».3 La orden fue atendida: las expediciones se sucedieron con destino a Buenos Aires con una frecuencia y un número de sujetos que no volverán a verse en todo el siglo XIX. Las dificultades en España y las esperanzas que despertó Juan Manuel de Rosas lo explican.

Al margen del caso mexicano, que tiene desde su origen una evolución diferente, y solo muy tardíamente establece colegios de forma sólida, el discurrir de la misión jesuita en la América del siglo XIX está estrechamente unido a la historia de España, al depender las misiones americanas de las provincias peninsulares. Es posible distinguir tres fases:4 entre 1835 y 1863, la provincia de España centra sus actividades en la Argentina (1836-1848) y en Nueva Granada (1845-1850), y, expulsados de ambas repúblicas, en Guatemala (desde 1850) y Cuba (desde 1852); entre 1863 y 1880, la provincia de España se divide, y de la provincia de Aragón dependerán las misiones de Filipinas, Argentina, Chile y Uruguay, mientras que la de Castilla gobernó el resto de América; por último, a partir de 1880, cuando la provincia de Castilla es nuevamente dividida, a la nueva provincia de Castilla se le encomiendan las misiones de Cuba, Centroamérica y Colombia, y a la de Toledo, las de Ecuador, Perú, Bolivia y Puerto Rico. Al mismo tiempo, comienza progresivamente a reducirse el porcentaje de misioneros españoles en América.

En agosto de 1836, llegó a Buenos Aires el primer grupo de jesuitas; los caracterizaba la confianza, si no el entusiasmo, como prueban las cartas de su superior, Mariano Berdugo. El apoyo de monseñor Escalada y los decretos del Gobierno de 26 de agosto —restableciendo la Compañía «conforme a su regla»— y 7 de diciembre de 1836 —autorizándola a abrir colegios y prometiendo un mínimo apoyo económico— justificaban el optimismo. Berdugo tenía claros los objetivos y, con la misma claridad, se los expuso a Rosas: declara su intención de establecer una provincia contando con sujetos que serían enviados desde Europa y solicita ayuda del Gobierno, «atendiendo a los fines que este se propuso cuando llamó a la Compañía». Está convencido, y así lo declara, de que las ventajas que la Compañía pueda reportar a la sociedad dependen de que se establezca según su regla, poniendo en marcha sus característicos ministerios y contando con un colegio, sólidamente dotado, como centro de operaciones en toda la República.5

El gobernador de Buenos Aires los recibió con agrado y, gracias a su apoyo, pudieron abrir un colegio, administrar su antigua iglesia, poner en marcha un pequeño seminario y, posteriormente, otro colegio en la ciudad de Córdoba. La misión de Buenos Aires pasó a ser viceprovincia en 1838, dependiente de la provincia de España, por decreto del padre Jan Philipp Roothaan, vigésimo primer prepósito general de la Compañía. En 1841, tenía unos cincuenta miembros, con algunos novicios del país.

Pese a las esperanzas iniciales, comenzaron pronto a surgir los problemas con Rosas. Pretendía este hacer de los eclesiásticos instrumentos de su autoridad.6 En 1840, la situación se ha vuelto insostenible para el padre Berdugo. Huye de Buenos Aires y, tras la posterior expulsión de sus compañeros, se decide a escribir Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires, en 10 de octubre de 1841, escrita dos años después por el superior de la misma.

Contexto e interés de una crónica

Diversos rasgos hacen de la Historia secreta un documento de gran interés. Su autor, el padre Mariano Berdugo, según escribe en sus primeras líneas, pretende responder a las calumnias vertidas contra los jesuitas, explicar a sus súbditos las decisiones que había tomado y ayudar —cuando otros emprendan esta tarea— a la redacción imparcial de la historia. Lo hace, además, desde el recuerdo de los antiguos padres, con los que se identifica, y —desde un aparente prurito historiográfico— narrando únicamente lo que pueda probar con documentos o testimonios fidedignos. Aunque esta declaración podría hacer pensar en una obra llamada a ser publicada, se trata de un documento privado destinado a sus superiores. Si las presiones de Juan Manuel de Rosas y la resistencia jesuita son uno de los ejes de la Historia, el otro, más importante para Berdugo, es el efecto que esto pudo tener en la unidad y disciplina de su comunidad.

Es de advertir, escribe, que he tenido el sentimiento de ver en los míos, que mis anuncios, y aun disposiciones no eran creídas, ni recibidas con la debida deferencia de juicio. Sea que me consideraban de pocos alcances, o prevenidos de prejuicios, sea, que teniendo el concepto algo ventajoso de los suyos, y de su disposición para no venir en él; sea, que el interés de los dos disidentes echaba un velo, para no verlo; lo cierto es que no había persona más examinada que la del superior, ni más criticada en sus disposiciones, según que cada uno veía las cosas, o quería, que el superior gobernase. De donde entre los nuestros se hablaba, discurría, condenaba, aprobaba a cerca de todo, hasta entre los hermanos coadjutores, que no faltó, quien pretendiese también las borlas. Y de aquí no dejó de rezumar algo, o algos hasta los seglares, con quienes conversaban y vivían. (§ 55).

Estas dos son las líneas principales del texto, pero su lectura permite aproximarse a otras cuestiones interesantes.

LA IDEALIZACIÓN DEL PASADO

La mentalidad jesuita decimonónica está marcada por la disolución de la Compañía, decretada en 1773 por el papa Clemente XIV. La necesidad de explicar, superar o, en cierto sentido, asumir esta tragedia se manifiesta en múltiples rasgos fáciles de rastrear en la correspondencia y en los escritos jesuitas: no son pocos los autores ni los textos que niegan que la Compañía fuera realmente disuelta; todos manifiestan entusiasmo ante el retorno y se sienten comprometidos con la herencia de los antiguos padres; considerando que entre la antigua y la nueva Compañía no hay distinción, los jesuitas se marcan como objetivo restaurar su orden tal y como era antes de 1773. En la dirección opuesta, convirtiéndose en portavoces de los fieles, los jesuitas hablan, una y otra vez, de una feligresía que anhela el retorno de sus antiguos padres; una feligresía que conserva de los jesuitas —por haberlos conocido o por las imágenes que les han trasmitido sus mayores— una memoria llena de agradecimiento.

No es el momento de repetir lo escrito en otra ocasión,7 baste señalar que la Compañía hizo todo lo posible por reducir al mínimo la ruptura representada por la decisión del papa Clemente. Unos autores consideran que el decreto que disolvía la Compañía de Jesús, ya fuera por haber sido impuesto violentamente al papa o por su injusticia, era inválido; otros, mucho más numerosos, defienden el arrepentimiento prácticamente inmediato de Clemente XIV o insisten en la continuidad garantizada por la presencia de la Compañía en territorios del Imperio zarista.8 Una y otra vez, se recuerdan los vínculos, incluso personales, que unen a los jesuitas restaurados con los antiguos,9 y no pocos escritores rechazan hablar de nueva Compañía, convencidos de que la Compañía era, sin duda, la misma.

Si no quisieron reconocer la disolución de la antigua orden y, aun menos, la responsabilidad papal, es más significativo el entusiasmo con el que viven, y narran, el retorno a sus antiguos territorios de misión. El padre Cesáreo, tras desembarcar en Buenos Aires, escribe lo siguiente: «Llegamos por último y tuve el placer de ser el primer jesuita que después de sesenta y nueve años pisaba una tierra que había sido regada con el sudor y sangre de tantos otros dignos hijos de san Ignacio, [de los que] se conservan muchas memorias […], grande opinión en toda clase de gentes, y grandes esperanzas en nosotros».10

Los ejemplos son fáciles de multiplicar y se hacen más vívidos cuando se vinculan a los territorios misionales del Paraguay; se acerquen a estos o, desde lugares lejanísimos, insistan en sus vivos deseos de adentrarse en ellos.11 Esta lectura se relaciona, estrechamente, con el recuerdo que dicen constatar en los pueblos que visitan. La correspondencia de Mariano Berdugo está plagada de referencias en este sentido. Habla de una memoria sobre la Compañía «tan fresca, como venerada» o de la inmensa estima que les tienen los pueblos. La conclusión resulta así evidente: destinando más jesuitas al continente americano muchos de sus problemas se resolverían con facilidad.12

A lo largo de todo el siglo XIX, en la correspondencia cruzada entre los misioneros jesuitas, se insiste en la religiosidad e inocencia del pueblo americano y en la manifiesta simpatía que siente por los jesuitas. Paladinamente, escribe Berdugo que en América «jamás se han creído las calumnias forjadas en Europa» contra los jesuitas.13

Resulta problemático definir qué entienden por pueblo. Parecen identificarlo con el conjunto de la sociedad americana y, por lo mismo, los rasgos de descristianización que observan los achacan a una perniciosa y descontrolada influencia extranjera, como extranjeros serán todos los protestantes con los que se crucen.

Todos estos rasgos y la lógica pretensión de restaurar la Compañía como fue antes de su expulsión están muy presenten en la Historia secreta. Berdugo viaja a América con la intención de establecer la Compañía en plena conformidad con su instituto. La intención inicial de Juan Manuel de Rosas parece ser la misma,14 y Berdugo pretende probarlo invocando las palabras pronunciadas por Encarnación Ezcurra en su primera recepción a los jesuitas (§ 2), la conversación del doctor Reina con Rosas (§ 3) y el decreto de 26 de agosto de 1836 (§ 5). En la misma línea, incluso tras la complicada situación que se abre tras la expulsión de 1843, Berdugo sigue creyendo —y no duda en escribirlo— que la Compañía solo puede restablecerse en esta forma y contando con «el crédito y ascendiente que nuestro ministerio nos daba en estos países y la memoria no olvidada de nuestros padres» (§ 49).

Un modelo inalterable de organización, la simpatía popular, el prestigio de los antiguos padres y, no menos importante, la generosidad de las provincias europeas. Berdugo cree evidente que el pueblo bonaerense confía en los jesuitas porque, al ser extranjeros, son ajenos a las luchas políticas. Afirma, con no menor firmeza, que el fracaso de Rosas se explica porque ignoró que sus oponentes eran españoles y se sostenían «en una causa justa, cual era religión, conciencia y honor» (§ 35 bis). Del mismo modo, está convencido de que, sin el apoyo —económico y humano— de las provincias jesuitas europeas, su proyecto está condenado a fracasar. Si una y otra vez pide que le envíen todo tipo de objetos, productos y libros, más importante es la llegada de sujetos. Se los pide a la curia romana y, con mayor insistencia, a su padre provincial, convencido de que América no ha de proporcionar novicios a la Compañía porque esta es para América, pero los americanos no son para ella.15 No es el único que lo cree, con las mismas palabras lo expresa el padre Francisco Ramón Cabré.16

LA FORMA DESPÓTICA DE GOBIERNO

Mariano Berdugo probablemente no llegó nunca a entender el funcionamiento del régimen de Juan Manuel de Rosas y, en repetidas ocasiones, insiste en no pretender hablar de su política ni, mucho menos, juzgarla. Tal tarea corresponde, en su opinión, a la posteridad, especialmente a los compatriotas del gobernador (§ 17). Aun así, su obra ilumina una forma de gobernar y tiene necesariamente que hacerlo si, como creo, Lynch tiene razón al señalar que el conflicto con los jesuitas fue manifestación de la tendencia totalitaria del régimen.17

Pese a que algunos comentarios del jesuita son discutibles, la Historia secreta da pie a no pocas reflexiones sobre una forma de gobierno entre totalitaria y primitiva, en la que se combinan carisma, arbitrariedad, terror, propaganda, clientelismo y movilización popular. Berdugo, quizás incapaz de entender muchas cosas, escribe lo que sigue: «Cualquiera hombre de juicio se reirá de estas menudencias, y aún parece necedad ocuparse de escribirlas, pero quien sea práctico de las cosas que por estos tiempos pasaron, y pasan, en Buenos Aires no lo extrañará, pues ellas demuestran varias máximas del señor Rosas y descubren algunas de las artes de su gobierno» (§ 8).

A Rosas no le basta, como señaló hace años Lynch, la obediencia pasiva. Quiere un apoyo absoluto y activo de todas las instituciones del país;18 de ahí todos los esfuerzos que hace por instrumentalizarlas. Este problema es la raíz del conflicto que mantiene con los jesuitas, pero el texto de Berdugo nos habla también de otras muchas cosas.

Habla de los esfuerzos rosistas por establecer una identidad colectiva a través de la apropiación de una estética y una simbología, su difusión e imposición, que proporciona a Buenos Aires un aspecto federal, en sus casas y en sus calles, en las ropas e, incluso, en las caras de sus habitantes. Sin duda, son signos de unidad y lealtad, pero sobre todo y más decisivamente de control. El control que refleja Berdugo al tomar conciencia de toda la red de espías, delatores y confidentes, de la más variada extracción profesional, que pueblan la ciudad, adentrándose, incluso, en las casas de los opositores y los partidarios de Rosas. Todo para forjar una estrecha identidad entre el régimen y su líder, porque, como explica con franqueza Felipe Palacios, «la Federación era don Juan Manuel y don Juan Manuel, la Federación» (§ 7).

Juan Manuel de Rosas quiere ser obedecido con solo manifestar su gusto y, además, que esta obediencia tome la forma de una espontánea decisión popular (§ 8). Para lograrlo, se apoya en una amplia estructura familiar y clientelar y en el recurso a la violencia, el terror y la arbitrariedad. Berdugo denuncia que construye un régimen arbitrario que, maquiavélicamente, elude responder a los requerimientos que se le hacen y, más aún, hacerlo por escrito (§ 28), y cuyo principal responsable permanece en un oscuro retiro, que, por una parte, lo engrandece como a un hombre de hercúlea naturaleza y, por otra, lo aísla de las críticas. Un régimen que, desafiado por una oposición creciente, se hace cada vez más violento y terrorista (§ 8), pero cuya violencia no es nunca espontánea ni descontrolada; es un instrumento de gobierno solo en apariencia popular. Responde a las órdenes de Rosas y se activa y desactiva con precisión, según las necesidades políticas, entre las que no cabe ignorar la presión del extranjero (§ 17).

El padre Berdugo va presentando los recursos despóticos que Rosas implementa: los cuatro o cinco locos que, a manera de bufones, le sirven de espías y para difundir sus deseos y anónimos (§ 11); la protección y el favor que el gobernador ofrece al servicio doméstico, convertido así, desde el interior de las casas de sus potenciales enemigos, en una tropa de informantes y denunciantes (§ 11); la coordinación de Policía, Mazorca y Cuerpo de Serenos (§ 12), o, cuando es necesario, el asesinato (§ 16). En definitiva, Rosas «por conseguir lo que se propone no repara en medios» (§ 22).

Hay terror, arbitrariedad y violencia, pero no en menor medida propaganda y agitación de masas. La prensa es un instrumento del régimen, y no lo es menos buena parte del clero, que ha introducido, de forma pretendidamente espontánea, la propaganda federal en las celebraciones litúrgicas. Los serenos convierten en cotidiano el grito nocturno de «¡Mueran los salvajes unitarios!», que encabeza, además, la correspondencia oficial y la de todos aquellos que quieren congraciarse con el régimen o protegerse de él. Además, vuelve a recordárnoslo Berdugo, periódicamente hay que estimular el apoyo popular, porque el entusiasmo no es el estado natural del pueblo. Así, por ejemplo, interpreta el jesuita el atentado de la caja explosiva, donde solo ve una artimaña gubernamental para justificar la protección casi providencial que asiste a Rosas frente a sus enemigos (§ 31).

Berdugo también ilumina la función política desempeñada, en el régimen de Rosas, por la familia y los lazos clientelares. Una y otra vez, muestra a las mujeres de Rosas; a los emparentados matrimonialmente, como Arana, hermano de la esposa de Nicolás Anchorena; a los amigos, como Manuel Vicente Maza (caigan o no en desgracia), e incluso a los servidores, como don Eusebio. Al mismo tiempo, resulta evidente que muy pocos jesuitas llegaron a formar parte de estos círculos clientelares. Las únicas excepciones fueron Francisco Majesté, que mantuvo una relación estrecha con la familia de Rosas, y, en menor medida, el padre Cabeza, que fue confesor de doña Catalina, cuñada del gobernador.

Berdugo recoge algunas de las más duras acusaciones y los más retorcidos rumores contra Rosas y los suyos, sin terminar de admitirlos, y no tiene capacidad —o interés— por profundizar en las particularidades psicológicas, las diferencias de temperamento o las actitudes de unos y otros. El jesuita que podría haber realizado tal análisis es Francisco Majesté, acusado una y otra vez por Berdugo de dejarse seducir por los halagos de Rosas y los suyos. Aun así, sí cabe rastrear en la Historia secreta la sustitución de la esposa de Rosas, tras el fallecimiento de esta, por su hija e, incluso, la diferencia entre una personalidad más independiente —la esposa, con la que Berdugo prácticamente no coincidió— y otra mucho más cerca de ser un mero instrumento de la política del gobernador —la hija—. En este sentido, es interesante la narración del conflicto con el coronel Vicente González en Córdoba y la participación de doña Manuelita (§ 34).

De una forma o de otra, Berdugo, convencido de la justicia de su causa y proceder, empeñado en justificar su actuación y golpeado por el despotismo de Rosas, dejará poco espacio para los matices. Pese a la distancia que pretende mantener y al prudente escepticismo con el que recoge las manifestaciones más despiadadas de la propaganda antifederal —por ejemplo, las sospechas sobre la relación incestuosa entre Rosas y su hija (§ 71)—, traslada una imagen de don Juan Manuel perfectamente acorde con la que habrían aceptado sus más acérrimos enemigos políticos.

LA MARGINACIÓN JESUITA DEL ORDEN POLÍTICO

El texto de Berdugo es una de las primeras manifestaciones de la marginación con respecto a la sociedad moderna en la que se desarrolla la Compañía decimonónica. Una marginación impuesta tanto por la hostilidad del orden liberal y hacia este como por la absoluta incapacidad jesuita para asumir este nuevo orden y entenderlo.19 Se trata de un conflicto profundo, porque la Compañía, en su origen y en su carisma, es una institución radicalmente política.

Lo que intentan con tanta sinceridad como escaso éxito es mantenerse al margen de las luchas partidistas, y otra vez Berdugo es ejemplo de este esfuerzo. Mantenerse al margen de esta lucha es casi una obsesión, repetida una y otra vez a lo largo del siglo XIX y, quizás, asociada a la dramática experiencia de la disolución de 1773,20 pero engañosa: son políticos en el sentido más fuerte del término, no son en modo alguno contemplativos. Son políticos y lo han sido siempre, como Ignacio de Loyola, al que se ha visto en repetidas ocasiones como un gran mediador21 que, en palabras de Dominique Bertrand, no establece «ninguna independencia de retiro y de soledad sino de relación por las relaciones».22 Más todavía ha insistido O’Malley al recordar el empeño de Nadal de conformar el carisma, desde el rechazo radical al monacato, como una forma de inserción activa en la cultura secular.23 Desde este punto de partida, los dos siglos largos de historia de la antigua Compañía son una permanente acción política, desde el corazón de las cortes europeas24 hasta las periferias coloniales,25 muy especialmente en todo lo que representa su interés por la educación, haciendo de los colegios el núcleo de su inserción social y su red de influencias.26

Esta tensión política se prolonga a lo largo del siglo XIX y en ella juegan un papel decisivo los colegios. El padre Roothaan lo tiene claro y así se lo hace ver a Mariano Berdugo. Ante la insistencia de este para que lo destine a la evangelización de indígenas, como hacían «los padres antiguos», el general le responde lo siguiente:

Es una ilusión de que tanto V. R. como sus compañeros deben precaverse, el pensar que hacen poco mientras están encerrados en casa ocupados en el trabajoso ministerio de la educación de la juventud. No se ve ni se toca el fruto espiritual de estas faenas domésticas y escolares, y, sin embargo, el bien que se hace es más sólido, más necesario también y lo aprovecha la posteridad […]. Lo saben los enemigos de la religión, que no llevan a mal que nuestros operarios hagan misiones, en Francia por ejemplo; pero no pueden sufrir que la educación de la juventud se ponga en nuestras manos.27

Sean sinceros o no sus deseos de dedicarse a la evangelización de indígenas, Berdugo comprende este planteamiento y lo comparte; por hacerlo, explica la política de Juan Manuel de Rosas señalando que los alumnos formados en el colegio jesuita, antes o después, terminarían oponiéndosele.28 El pretendido apoliticismo jesuita y la cautela que se impusieron a lo largo del siglo XIX explica que tiendan a ocultar este tipo de argumentos en sus escritos públicos,29 pero es una tesis que, aunque sea modificando los contextos e, incluso, los análisis sociales, se prolonga en el ser de la Compañía.

Los misioneros jesuitas defenderán, con la lógica discreción que las circunstancias imponen, la utilidad política de sus actividades educativas. El lugar ideal para hacerlo será el mismo colegio, aprovechando sus actos públicos.30 Con el paso de los años, en la medida en que los regímenes liberales empiezan a estabilizarse, con independencia de las deficiencias que puedan en ellos denunciarse, la defensa del modelo educativo antiguo como favorable al desarrollo del alumno y de la sociedad será defendido abiertamente, muchas veces como lógico corolario de la misma libertad que los nuevos regímenes dicen defender.31 Análisis que los llevará a presentar a la Compañía como constructora de la patria,32 a defender la movilización política católica como garantía del desarrollo equilibrado de la república33 y, tras percibir el fracaso de esta postura, a llamar al compromiso transformador y, en ocasiones, revolucionario.34

En todos los casos, pese a lo defendido en repetidas ocasiones, es cualquier cosa menos una actitud apolítica.

RELIGIOSIDAD Y ANTICLERICALISMO

El texto de Berdugo permite también acercarse al desarrollo del anticlericalismo y del antijesuitismo. Son dos fenómenos distintos y, además, pueden estar protagonizados por sectores que se declaran cristianos y no habría, en principio, razón alguna para negarles esta condición.

En el caso argentino, «un estereotipo erróneo identifica a los unitarios con las ideas heterodoxas y anticlericales y a los federales con la defensa de la ortodoxia. Sin embargo, la realidad es que en las filas de los unitarios militaban hombres de proverbial ortodoxia y que el federalismo tuvo un costado anticlerical y heterodoxo nada desdeñable».35

Es evidente que los jesuitas se dejaron arrastrar por ese estereotipo o, por lo menos, sintieron que les facilitaba la comprensión de la realidad argentina. Así, por ejemplo, el padre Bernardo Parés, con la intención de explicar a Antonio Morey, por entonces padre provincial de España, la situación política argentina, no duda en señalar, en la carta que le escribe el 18 de junio de 1840, que el conflicto entre federales y unitarios es, como si dijéramos, una guerra civil entre cristinos y carlistas.36

Pese a todo, no cabe ignorar que existe un profundo antijesuitismo rosista, como ilustra la cita que recoge Di Stefano de La Gaceta Mercantil, el periódico que dirigía Pedro de Angelis: «La historia de los jesuitas es una serie de atentados contra el orden social y político de las naciones, y de abusos impíos y atroces de la religión para excitar el fanatismo ciego y brutal, pervertir los divinos preceptos, y apoderarse de las conciencias, de las pasiones y de todos los medios para un fin único, el más egoísta y criminal, la riqueza y el poder de la compañía jesuítica (20 de junio de 1846)».37

Aunque este ataque es posterior a la expulsión,38 el antijesuitismo puede rastrearse con anterioridad y, sin duda, el texto de Berdugo lo refleja con claridad. Pero no solo es esto, la política gubernamental se tiñe también de un cierto anticlericalismo. Rosas, presentándose como defensor del cristianismo, instrumentaliza al clero y, en sus formas, manifiesta hacia él un evidente desprecio. Cómo, si no, habría que interpretar la anécdota que Rosas le cuenta a Berdugo sobre la aparición del espíritu de su difunta esposa (§ 14), la burla de la que es objeto Manuel Pereda (§ 64) e, incluso, los comentarios de Pedro de Angelis sobre monseñor Medrano (§ 35 bis).

La Historia secreta muestra también la percepción que Mariano Berdugo tiene del catolicismo argentino. No es, ni mucho menos, la sociedad tan católica como ciertos discursos apologéticos pretendían. Constata la diversidad de actitudes hacia los jesuitas (§ 5): habla de grupos, que presumen «de ilustración y progreso», irreligiosos y claramente hostiles a la Compañía; de «personas de bien» que los consideraban ministros celosos y buenos maestros para educar a sus hijos; de unitarios reticentes ante la presencia de los jesuitas, y de individuos, indecisos o prudentes, que dudaban de la capacidad de los misioneros. En el mismo sentido se había expresado, el 13 de junio de 1840, en carta al padre Jáuregui:39

Treinta años cuenta este pueblo desde que dio el grito de independencia; otros tantos llevan de revolución, que sucediéndose en sus fases diversas ha consumido sus caudales, ha desconocido sus costumbres, ha perdido mucho de su religión, y aun dista de aquella felicidad que creyó tocar con la mano, sacudiendo el dominio español. Yo admiro a mis solas la profunda sabiduría del Señor, su admirable providencia y los rasgos maravillosos así de su justicia y como de su misericordia; pero compadezco mucho a los americanos, y sobre todo contrista mi alma la pérdida de tantos sumergidos en la corrupción más espantosa, otros en la ignorancia más crasa y otros por un exceso de orgullo imbuidos en las máximas de la impiedad. El trato continuo con los protestantes, la aparente moralidad de estos ha producido con otras causas la indiferencia en la religión en la clase más adelantada, al paso que el abandono e insensibilidad, un descuido pasmoso en las cosas de la fe. Tengo por cierto, que hay más recato en materia de pureza entre los infieles, que en una grandísima parte de los que han sido bautizados: y lo más doloroso, que vería usted un carácter dócil tan susceptible de la virtud, como está poseído del vicio infame.

En definitiva, constata una diversidad de actitudes ante la religión y la Compañía y, a su vez, los límites de la cristianización: el descreimiento de la sociedad, su alejamiento de la moral cristiana, la existencia de amplios sectores todavía sin evangelizar y la multiplicación de los protestantes.

Había ya por entonces una creciente colonia protestante, prácticamente en su totalidad de reciente emigración y, por lo mismo, protegida por su calidad de extranjeros. Narra Berdugo como, para huir de Buenos Aires, cuenta con la inestimable ayuda de una familia de protestantes ingleses que la esconde durante diez días. No es este un caso único en la agitada historia de la Compañía decimonónica en América, donde la relación con los protestantes no puede identificarse con el discurso construido.

La correspondencia jesuita permite rastrear este discurso, pero donde se pone de manifiesto con más claridad es en los planes de estudio de sus colegios,40 donde es evidente el componente antiprotestante en la enseñanza de la religión, en los manuales escolares en los que se apoyan41 o en los discursos pronunciados en los mismos colegios con ocasión de las celebraciones, inauguración del curso, exámenes públicos o entregas de premios.42

Este es el discurso, pero en diversas ocasiones los jesuitas afirman que los protestantes reconocen los servicios prestados a la sociedad por los sacerdotes católicos, que recibieron muy bien la apertura del colegio en Jamaica, apoyaron el establecimiento de los jesuitas en Belice e, incluso, unos norteamericanos los defendieron, en Panamá, frente a los abusos de las autoridades colombianas en 1850.43 En ocasiones, manifiestan también una cierta envidia cuando se encuentran con comunidades protestantes activas y devotas, en ciudades donde la mayoría católica se manifiesta más bien pasiva o sufre la falta de clero.44

La Compañía de Jesús en la Argentina de Rosas

Como ya he señalado, la más somera lectura del texto de Berdugo pone de manifiesto que dos son los ejes que estructuran su redacción: el conflicto con Rosas y las tensiones internas de la comunidad jesuita.

Juan Manuel de Rosas se había interesado por traer jesuitas a Buenos Aires durante su primer periodo de gobierno (1829-1832), buscándolos sin éxito en Francia. Tras asumir por segunda vez el poder, en 1833, y aprovechando la disolución de la Compañía en España (1835), inició gestiones indirectas en el mismo sentido. Conocemos la carta que Gervasio Parera,45 un comerciante de Montevideo, envió a su corresponsal en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz, España), León Almada:

El doctor Reina46 presbítero (que fue capellán real en tiempo de los virreyes) me encarga diga a usted que si escribe a algún padre jesuita español le haga presente, puesto que han sido suprimidos, pueden venir a esta algunos, que serán bien recibidos y costeados por el gobierno; con la protección les dispensará: por lo pronto serán colocados en la enseñanza de la universidad, colegios y seminarios, y más adelante serán otra cosa que al presente no se puede. El señor Rosas (es el Presidente de la República) y el doctor N. (su consultor privado) están decididos que ellos son los únicos que pueden estar encargados de la educación de la juventud.

En el decreto de agosto de 1836 no se hará ninguna alusión a estas gestiones. Según Rafael Pérez, el Gobierno no quería que los jesuitas aparecieran como si él los hubiera llamado, sino, más bien, como si los hubiese acogido tras su inesperada llegada.

Cuando los padres Luis Rodríguez, último rector del colegio jesuita de Sevilla, y Mariano Berdugo recibieron estas noticias estaban preparando una expedición misionera a Filipinas. Seducidos por la nueva oferta, deciden proponérsela al padre Antonio Morey, por entonces provincial y, a través de este, al general Jan Philipp Roothaan. Ambos se inclinaron por Buenos Aires al considerar que la protección del Gobierno bonaerense era una garantía.

Cinco sujetos —los sacerdotes Mariano Berdugo, Francisco Majesté, Cesáreo González, Juan Coris y el hermano coadjutor Ildefonso Romero— salieron de Cádiz el 28 de mayo de 1836 y, tras setenta días de navegación en El Águila, llegaron a Buenos Aires el 9 de agosto. Pocos meses después, a mediados de 1837, llegó un segundo grupo: los padres Ramón Cabré, Juan Gandásegui, Bernardo Parés, Francisco Colldeforns y Miguel Cabeza, y los coadjutores Antonio Domingo y Gabriel Fiol.

Es entonces cuando el padre superior, Mariano Berdugo, escribe un memorial al Gobierno exponiendo sus planes y deseos.47 Comienza estableciendo dos principios básicos de actuación: por un lado, que todos los beneficios que un pueblo pueda recibir de la Compañía de Jesús dependan del estricto cumplimiento de su instituto y, por otro, que el superior —es decir, él mismo— esté autorizado por su general para establecer una provincia jesuita en el territorio argentino. Con independencia de todo lo que después habría de suceder, es evidente que Berdugo expone abiertamente los fundamentos de su política: la Compañía debe establecerse en la plenitud de su instituto y estar sujeta a la autoridad romana. No resulta menos evidente que Rosas o no entendió lo que esto significaba, o creyó que, pese a todo, podría imponer sus objetivos. Establecidos estos fundamentos, desarrolla Berdugo su comprensión de los diversos ministerios jesuitas.

El colegio, «cuyo objetivo es la enseñanza pública e instrucción de la juventud», requiere una dotación económica que proporcione a los sujetos que en él se empleen una «moderada subsistencia», permitiéndoles su dedicación al estudio. Esta dotación puede basarse o en la recuperación de algunas rentas, si es que quedan libres, de las que fueron de los jesuitas antes de su expulsión por Carlos III, o en la donación por parte del Gobierno «de algún terreno a propósito para la cría de ganado». El colegio requiere también de un edificio adecuado. Partir del firme establecimiento del colegio se explica porque este ha de ser el soporte de todos los otros ministerios; es decir, del pleno establecimiento de la Compañía conforme a sus constituciones, que, como ha comenzado señalando, es la única forma de que reporte los beneficios que de ella cabe esperar.48

En segundo lugar, considera Berdugo necesario y urgente establecer un noviciado para fomentar el lógico y esperado aumento de los sujetos. Debería establecerse en una casa o quinta alejada de la ciudad, donde tres de los jesuitas entonces residentes en Buenos Aires dieran comienzo a la obra. Al tiempo, en el seminario se habilitaría una capilla desde donde se predicaría al pueblo y se le administrarían los sacramentos. Teniendo en cuenta, como señalamos más adelante, la inmediata apertura de este noviciado y sus características, no parece que en esta ocasión estuviera Berdugo proponiendo un plan, sino anunciando un proyecto.49

Antes de reflexionar sobre los otros ministerios jesuitas, explica Berdugo las ventajas que, de una sólida educación —científica y religiosa— ha de obtener la república y, por lo tanto, el interés que el Gobierno no puede dejar de tener en estos proyectos.

En tercer lugar, señala que hay que comenzar las misiones populares cuanto antes, utilísimas para «la reforma de las costumbres, el respeto a las leyes, la sumisión a las autoridades, el cumplimiento de las respectivas obligaciones, las prácticas de los deberes religiosos y la constante adhesión al sistema de la Federación», y, «apenas entrevean el menor indicio de ser llegado el momento», la reducción de los pueblos indígenas (aprovecha para recordar las reducciones jesuitas del Paraguay), de tan útiles resultados al país, dice explícitamente. Aun reconociendo que no es posible esperar abrir estas misiones de indios en breve plazo, no duda en señalar, sin duda con sinceridad, que se trata de uno de sus más firmes deseos.50

Concluye Berdugo sintetizando en tres sus ideas: primera, «que las ventajas que resultarían de la existencia de la Compañía, supuesto el favor y apoyo del Gobierno, depende de que ella se establezca bien desde un principio y según su regla»; segunda, «que la acción de la Compañía en consonancia con la autoridad sea simultánea en los tres principales ministerios de la educación de la juventud, cultura de la campaña y reducción de infieles», y, tercera, «que todo parte como de principio de la dotación del colegio de Buenos Aires».

Según Rafael Pérez,51 los planes se estrellaron contra la penuria del erario y el personalismo de Rosas. Pese a todo, parece evidente que Berdugo, por entonces, confía en el Gobierno de Rosas y, como dice explícitamente, en la conveniencia de aprovechar la situación excepcional, y ventajosa para Argentina, de estar la Compañía disuelta en España. Como sucederá años después, cuando los jesuitas establezcan la primera misión en Nueva Granada, tienen planes ambiciosos y, al parecer, optimistas; sueña, quizás, con restablecer la Compañía como era antes de la supresión y, en este sentido, idealiza la relación del pueblo con los jesuitas, la imagen que el primero tiene de los segundos y, muy especialmente, las antiguas reducciones paraguayas.

Un tercer grupo de jesuitas llegó a finales del 1837. La misión prospera y Rosas la apoya, aunque, al mismo tiempo, no duda en buscar instrumentalizarla políticamente. Con motivo de las misiones populares organizadas en la periferia de Buenos Aires, el 25 de septiembre de 1837, redacta un oficio, donde señala que, no faltando «algunos impíos unitarios enemigos de la religión santa del Estado», conviene que en todos «los puntos donde pare la misión» se prediquen los Evangelios y «las ventajas de nuestra Santa Causa Federal».52

A finales de 1838, Rosas, que se ha convencido de la resistencia de Berdugo y, por tanto, de la comunidad jesuita a sus pretensiones políticas, pone en marcha una nueva táctica: dividir a esta comunidad; cree poder contar con los padres Majesté —pronto hombre de confianza del obispo—, García —amigo del canónigo Palacios— y Cabeza —director espiritual de la familia Rosas—. Sin ningún género de dudas, este es el tema principal de la Historia secreta.

Mientras los jesuitas inician sus actividades en Córdoba, las intenciones de Rosas se hacen explícitas. El 28 de enero de 1839, Manuel Sola, gobernador de Salta, había escrito al padre Berdugo solicitando el establecimiento de la Compañía en esa provincia y la fundación de un colegio. Berdugo se limitó a responder, cortés, que por su parte no haría ningún problema, pero que debería esperarse la resolución del gobernador de Buenos Aires. El 9 de septiembre, Solá insiste y, al comenzar el nuevo año, el 25 de enero, Juan Manuel de Rosas le escribe lo siguiente:

La extensión de los padres de la Compañía es un objeto de seria consideración para el Gobierno, encargado de las relaciones exteriores. Sería la mayor impertinencia y error más craso aventurarse a generalizar tal institución, sin establecer y acordar primero con quien corresponde el grado de dependencia en que se ha de constituir respecto al Gobierno, y las máximas, principios y sistema político en que han de instruir a nuestra juventud, objetos de gravísimo interés que el infrascrito debe mirar con la más detenida espera y circunspección.53

Indirectamente, ese 25 de enero, Rosas estaba respondiendo también a la exposición que le había hecho llegar Berdugo el 8 de septiembre anterior, donde le solicitaba tanto permiso para iniciar una tanda de misiones populares como que considerase los medios adecuados para iniciar actividades misioneras entre los indios.

Nada va a conseguir. Los jesuitas se sienten encerrados en Buenos Aires, cuando comienza el año cuarenta, por razones muy distintas, tan difícil para Rosas, asediado por múltiples enemigos, como para los jesuitas, amenazados por la Mazorca, e indirectamente por Rosas y —con no menos gravedad— por los riesgos de división interna. A partir de entonces, como va narrando Berdugo, la situación no deja de complicarse.

En los primeros días de octubre de 1841, con motivo de festejarse en Buenos Aires el triunfo de Oribe en Famaillá —las noticias favorables al ejército a que alude Berdugo—, el populacho, desatado, amenazó con atacar a los jesuitas. Como medida de precaución, estos abandonan el colegio, donde solo quedan Berdugo y el hermano Saracco.

A partir de entonces, los acontecimientos se precipitan. Desasistido, si no amenazado, por Rosas, Berdugo busca refugio en el palacio episcopal, donde descubre la maniobra que, contra su autoridad, han urdido el Gobierno y una parte de la iglesia bonaerense con la anuencia del padre Francisco Majesté. Reconociendo su posición de debilidad, huye hacia Montevideo, dejando instrucciones a sus súbditos y a José Fonda como superior en caso de muerte.54 Los esfuerzos que, a partir de este momento, pone en marcha Rosas para reabrir el colegio, con los mismos maestros, pero bajo su control, fracasan. Reconociendo su derrota, opta por expulsar a los jesuitas de Buenos Aires.

Es incuestionable que el conflicto responde a una dinámica propia vinculada a la pretensión de instrumentalizar a la Iglesia al servicio de una política de partido, pero, al mismo tiempo, no es ajeno a las dificultades atravesadas por el régimen rosista desde noviembre de 1837.

Por un lado, Rosas busca apoyarse en una Iglesia de Estado, hacer de ella parte de la maquinaria estatal. Esto explica las medidas con las que comienza su acción de gobierno: restauración y erección de diversos templos; apoyo al nombramiento de los obispos Medrano y Escalada; cierre comercial en los días de precepto; clausura de las escuelas cuyos profesores no acrediten moralidad y catolicismo, y acogida a los jesuitas. Medidas que, al mismo tiempo, generan un amplio entusiasmo en no escasos sectores eclesiásticos, encabezados por monseñor Medrano.

Para Rosas, la Iglesia podía ser un factor de unidad ideológica y, al mismo tiempo, contribuir a la cohesión de las distintas provincias, pero, frente a una tradición regalista —asumible por muchos— que encuentra sus orígenes en la política borbónica del siglo XVIII, el gobernador pretende dar un paso más. Su Iglesia no ha de servir únicamente, como buena parte del clero habría aceptado, a la consolidación de la república, sino a la defensa de un proyecto político concreto. Ante esta pretensión, si Berdugo y otros jesuitas no vieron ningún inconveniente en predicar, en sus ministerios y en sus misiones populares, la sumisión a las leyes, rechazaron identificar esta sumisión con el apoyo a la Santa Federación. Es el mismo rechazo que, a la larga, llevaría a eclesiásticos tan influyentes como monseñor Escalada o el nuncio Campodónico a chocar con Rosas.

La Iglesia podía resultar útil a las pretensiones de Rosas y, al mismo tiempo, por su debilidad, era incapaz de enfrentarse a este. Esta debilidad se asocia, como en muchos momentos manifiesta el texto de Berdugo, a la escasez de sacerdotes, a la pobre formación de buena parte de ellos, a sus dificultades económicas e, incluso, a la división que en su seno introduce el no escaso número de sacerdotes unitarios, por mucho que el Gobierno los cese, sancione o reprima.

Se desarrolla un conflicto entre las pretensiones rosistas y las posibilidades y deseos eclesiásticos, pero lo hace en el seno de un enfrentamiento político más amplio. En este sentido, la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana, iniciada en mayo de 1837, es el primer conflicto que, estando ya los jesuitas en Buenos Aires, amenaza la estabilidad de Rosas. De todas formas, afecta poco a la provincia de Buenos Aires, que solo asiste a Alejandro Heredia en la lucha. Así, cuando el 30 de mayo de ese mismo año Mariano Berdugo escribe al padre José Manuel de Jáuregui, en Sevilla, considera que la guerra, muy lejos de Buenos Aires, concluirá con acuerdos o con la caída del protector del Perú.55 Si bien los pronósticos de Berdugo fueron acertados, la situación de Rosas, durante años, no haría más que complicarse. Berdugo sí se equivocó cuando, en marzo de 1839, creyó que la derrota del protector del Perú llevaría a la conclusión del bloqueo francés sobre el puerto de Buenos Aires.56

Tras la reclamación, el 30 de noviembre de 1837, del cónsul francés Aimé Roger al Gobierno de Rosas, y el rechazo de este a atenderla, el 28 de marzo del año siguiente Francia había impuesto dicho bloqueo. Se prolongará hasta finales de 1840, y representó tanto un duro golpe a la economía exportadora de Buenos Aires como, no menos, a las finanzas de la provincia. Como consecuencia, se incrementó notablemente la oposición contra Rosas, protagonizada, en muchos casos, por sectores que hasta entonces lo habían apoyado y que, ahora, se sentían perjudicados por lo que consideraban una actitud inútilmente obstinada por parte del gobernador, que se empeñaba en no ceder ante las exigencias francesas.

La situación para Rosas no deja de complicarse: en mayo de 1838, se levanta contra Buenos Aires el gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada, y en julio se subleva el coronel Juan Zelarrayán. Fructuoso Rivera, del partido colorado, derrota con apoyo francés y antirrosista a Manuel Oribe, del blanco, y ocupa la presidencia de la República Oriental. Mientras que Oribe se incorpora como general al ejército de Rosas, Rivera declara la guerra a Buenos Aires en marzo de 1839. Será derrotado el 31 de ese mismo mes en la batalla de Pago Largo por Echagüe y Urquiza. Coincide en el tiempo con la rendición de Corrientes y la derrota y muerte de Berón de Astrada.

Pese a todo, la situación no mejora significativamente para los intereses de Juan Manuel de Rosas. El 26 de junio de 1839, se descubre en Buenos Aires la conspiración del coronel Ramón Maza57 y, en noviembre, Lavalle se adentra militarmente en Entrerríos. Pese a ser derrotado, el 7 de octubre en Chascomús, un año después desembarcará en Baradero y, hasta su muerte, en octubre de 1841, no dejará de ser un activo combatiente antirrosista.

En cierto sentido, sería más grave por su significado la rebelión de los Libres del Sur, en octubre de 1839, hacendados y, en su mayoría, federales y hasta ese momento rosistas.

En abril de 1840, Rosas tendrá que enfrentarse a la rebelión del Gobierno de Tucumán y a la Coalición del Norte, integrada por esa provincia, Salta, Jujuy, La Rioja y Catamarca. Solo el tratado de paz franco-argentino, Mackau-Arana, garantizará su consolidación.

Habían sido tres años difíciles para el gobernador. Años difíciles acompañados de una fortísima represión, la multiplicación de los embargos contra hacendados opositores y la radicalización del régimen. El conflicto con la Compañía fue solo un episodio de todo este proceso y, muy probablemente, no el que más inquietó a Rosas.

Solo desde 1841 la situación comenzaría a tranquilizarse: el 19 de septiembre, Manuel Oribe derrota a Lavalle en Famaillá; el gobernador de Tucumán, Marco Avellaneda, es decapitado; un mes después, el 28 de noviembre, el general Paz derrota a Echagüe en la batalla de Caaguazú. El 6 de diciembre de 1842, Rivera es derrotado en Arroyo Grande, y el 16 de febrero de 1843, con Berdugo en esa ciudad, se inicia el sitio de Montevideo.

Por entonces, es cuando Berdugo decide narrar lo sucedido y redacta, en Montevideo, Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires (1843). Quizás lo hace fiado de su memoria o recurriendo al diario que, según Pérez,58 acostumbraba a escribir, si bien Berdugo dice no tener sus papeles con él cuando redacta su Historia.

LA MISIÓN BONAERENSE

SUJETOS

Prácticamente desde su llegada a Buenos Aires, y con insistencia en los primeros meses, Mariano Berdugo pedirá a sus superiores en Europa el envío de unos veinte sujetos, sacerdotes o próximos a serlo, para dedicarlos a la enseñanza, la formación del clero y la predicación en las zonas rurales.59 En sucesivas expediciones de Europa, llegaron diecinueve padres, once hermanos escolares —varios de los cuales se ordenaron presbíteros en Buenos Aires— y diez coadjutores. En la primera, el 9 de agosto de 1836, arriban cinco sacerdotes (Mariano Berdugo, Francisco Majesté, Cesáreo González, Juan de la Mata Macarrón y Juan Coris y Vancells) y el coadjutor Ildefonso Romero. El 27 de marzo de 1837, llegaron los padres Francisco Ramón Cabré, Juan Gandásegui, Bernardo Parés, Francisco Colldeforns y Miguel Cabeza, con los hermanos coadjutores Antonio Domingo y Gabriel Fiol. Terminando ese mismo año, llegaría el padre Tomás Mateos con cuatro hermanos escolares (Manuel Marcos, Francisco Enrich, José Ugarte y Manuel Calvo). El 17 de julio de 1838, llegarían tres nuevos sacerdotes (José Ildefonso de la Peña, José Fonda y José Vilá), tres escolares (José Sató Serra, Antonio Babra y Miguel López) y tres hermanos coadjutores (José Delgado, Andrés Pedraja y Gabriel Ramis). En octubre de 1838, llegaría el padre Ildefonso García con dos coadjutores (José Saracco y Miguel Landa). Un mes después, el 13 de diciembre, el padre Mauricio Colldeforns, con tres escolares (Juan Prieto, Joaquín Moreno y Ramón Escudero) y el coadjutor Lorenzo Estévez. A finales de 1839, llegarían los últimos: los sacerdotes José Clos, Ignacio Gomila y Anastasio Calvo, el escolar Agustín Baylón y el hermano coadjutor Pío González.60

Mariano Berdugo, superior durante todos estos años de la misión, había nacido el 16 de mayo de 1803 en Sevilla y moriría el 26 de enero de 1857 en Roma. Tras incorporarse a la Compañía en 1817, a los catorce años, estudiaba Filosofía en el Colegio Imperial de Madrid, en el curso 1819-1820, cuando, recién ordenado sacerdote, la revolución lo obligó a trasladarse al Colegio Romano, donde concluiría la Filosofía en 1824, sería ordenado y estudiaría Teología. Entre 1828 y 1830, enseñó Filosofía en el Colegio Imperial de Madrid, al tiempo que era preceptor del infante don Sebastián de Portugal; posteriormente, vicerrector del noviciado y maestro de novicios, hasta que, disueltas las órdenes religiosas en 1835, se refugia en Sevilla. Mientras preparaba una expedición para las Filipinas, es designado superior del grupo destinado a Buenos Aires. Zarpó de Cádiz el 28 de mayo de 1836 y llegó el 9 de agosto a Buenos Aires. Expulsado de Buenos Aires, durante dos años intenta, sin éxito, establecer una misión en Asunción. Posteriormente, entre 1850 y 1856, dirigiría desde Montevideo la misión paraguaya, de la que dependían Brasil y Argentina. En 1856, tras veinte años en América desempeñando diversas responsabilidades como superior, el prepósito general, Peter Jan Beckx, lo llama a Roma. Parte de Montevideo el 5 de agosto y en octubre se encuentra ya en su nuevo destino. Inmediatamente, asume el cargo de maestro espiritual del Colegio Romano. Pocos meses después, a los diecinueve años de haber hecho la profesión del cuarto voto, fallece.

Antonio Babra i Rovira nació en Manresa el 19 de mayo de 1812. Ingresó en la Compañía en 1829, y en 1838, ya en Buenos Aires, se ordenaría de presbítero. Permaneció en esta ciudad hasta la expulsión de 1843, cuando fue enviado a Turín. Moriría en Manresa en 1887.

Agustín Baylón había nacido en Soria en 1814. Llegó a Buenos Aires en su etapa todavía de formación y no se ordenaría hasta el 10 de octubre de 1841, poco antes de la dispersión. Fue uno de los tres sacerdotes que abandonaron la Compañía en 1843 para permanecer, secularizado, en Buenos Aires.

Miguel Cabeza Sandé, uno de los principales protagonistas de la Historia secreta, había nacido el 29 de septiembre de 1806 en Zarza la Mayor, provincia de Cáceres. Ingresó en la Compañía en 1829 y se ordenó presbítero en 1834. Tras la expulsión, fue destinado a Brasil y, tras trabajar en varios países del Cono Sur, moriría en Montevideo en 1890.

Anastasio Calvo nació en Canales de la Sierra (Logroño) en 1795. Ingresó en la Compañía en 1831 y, cinco años después, se ordenó presbítero en Loyola. Según una anotación de Lesmes Frías, abandonó la Compañía en 1843 en Italia.61 Terminada su aventura bonaerense, fue uno de los responsables del primer intento de restablecer la Compañía en Paraguay. Moriría en Santa Catarina (Brasil) en 1853.

Manuel Calvo nació en Sevilla en 1819 y, al igual que Baylón, inmediatamente antes de la dispersión, el 10 de octubre de 1841, se ordenó presbítero.

José Clos i Sucarrat nació en Delfia (Gerona) en 1806. Ingresó en la Compañía en 1825 y fue ordenado en 1834. En la misión argentina fue destinado, desde su llegada, a la residencia de Córdoba. Expulsados, volvería a Europa en 1855,62 y fallecería en León en 1863.

Francisco de Paula Colldeforns i Dalmau nació en Manresa en 1801. Ingresó en la Compañía en 1826. Llegó a Buenos Aires en 1837 e inmediatamente fue destinado a la residencia de Córdoba, donde permaneció hasta la expulsión. Su hermano Mauricio nació en 1804 también en Manresa. Ingresó en 1819 y fue ordenado sacerdote en 1834, llegó un año después que Francisco a la Argentina y, como él, fue destinado a Córdoba.

Juan Coris y Vancells nació en Vullpellach (Gerona) el 29 de septiembre de 1806 y moriría en Buenos Aires el 11 de julio de 1870. Ingresó en la Compañía el 15 de junio de 1826. Hizo su noviciado en Madrid. En la misma ciudad, durante cuatro años, enseñó Humanidades y Retórica en el Colegio Imperial. Se ordenó sacerdote el 24 de mayo de 1834, poco antes de las matanzas de Madrid. Disuelta la Compañía, se dedicó a dar lecciones particulares hasta embarcarse, el 28 de mayo de 1836, hacia Buenos Aires, donde llegó el 9 de agosto de 1836. En el colegio San Ignacio de esta ciudad, impartió clases de Retórica y fue prefecto de estudios. Tras una breve estancia en Córdoba, en 1841, trabajó en Brasil, entre 1842 y 1853, como operario en Porto Alegre y Santa Catarina. Tras cuatro años en Montevideo, volvió a Argentina, donde fue rector del Seminario (1957-1865), superior de la residencia de Córdoba (1866-1867) y primer rector del Colegio del Salvador (1868-1870).

Francisco de Paula Enrich i Brunet había nacido el 13 de agosto de 1817 en Manresa, e ingresó en la Compañía en 1832, con quince años. Los estudios de Teología los hizo en Buenos Aires, donde se ordenó sacerdote el 24 de julio de 1842. Fue destinado a la residencia de Córdoba. Murió en Chile el 11 de enero de 1882.

Ramón Escudero nació en Tomellosa (Guadalajara) el 23 de junio de 1814. Ingresó en la Compañía en 1831 y se ordenó presbítero en Buenos Aires. Abandonaría la Compañía, tras haber regresado a España, en 1853.

José Fonda nació en 1805 en Barcelona y murió en 1878 en Palma de Mallorca. Había ingresado en la Compañía en 1824 y, nueve años después, se ordenó presbítero en Madrid. Llegó, en 1838, con destino a Córdoba, donde permaneció hasta la expulsión de 1848. Tras una estancia en Bolivia, será superior de la misión de Chile (1852-1853) y de la residencia de Valparaíso (1853-1854). Ese mismo año volvería a España por motivos de salud.

Juan Gandásegui había nacido el 27 de mayo de 1803 en Villaro (Guipúzcoa) e ingresó en la Compañía en 1823, a los veinte años. Tras trabajar en Buenos Aires y Córdoba, moriría el 31 de mayo de 1865 en Santiago de Chile.

Ildefonso García nació en Madrid en 1806 e ingresó en la Compañía en 1824. Se ordenó presbítero el 20 de septiembre de 1834 y, como narra Berdugo, abandonó la Compañía en octubre de 1842 y permaneció, secularizado, en el Buenos Aires rosista.

Ignacio Gomila i Terrasa nació en Mallorca en 1798 e ingresó en la Compañía en 1817. Se ordenó presbítero en 1828. Tras haber sido profesor de Matemáticas y Física en el Colegio de Nobles de Madrid y, posteriormente, en el Colegio de Loyola, llegó a Buenos Aires en 1839, donde lo destinaron al Colegio San Ignacio como profesor de las mismas materias. Al cerrarse el colegio, Mariano Berdugo lo nombró director espiritual de la comunidad. Poco antes de la expulsión de Buenos Aires, sería enviado a Chile y, más tarde, a Nueva Granada. Moriría en Palma el 2 de mayo de 1865.

Cesáreo González Picado nació en Corica (Cáceres) en 1809 e ingresó en la Compañía en 1829. Fue ordenado sacerdote en 1834, y sería profesor en el Colegio San Ignacio de Buenos Aires, maestro de novicios y superior interino durante la dispersión de Buenos Aires. Al parecer, abandonaría la Compañía, ya de regreso a Europa, en 1847. El padre González, designado por Berdugo junto con el padre Cabeza para hacerse responsable de la comunidad jesuita tras su huida a Montevideo, debió de ser un sujeto de personalidad independiente. Fue uno de los críticos más abiertos de Rosas en la comunidad jesuita; Berdugo lo tachó, ya desde el principio, de ser «ligero», «poco circunspecto» y «fiado de sí», sin reparar en los compromisos en los que ponía a su superior.63 Probablemente, este temperamento lo lleva a cometer no pocas imprudencias. La más grave, relacionada con unas inversiones, la narra Berdugo en su Historia secreta. Fue destinado poco después a Chile y negocia por su propia cuenta con el Gobierno en contra de los deseos, quizás no claramente expresados, de su superior. En esta ocasión, al tiempo que se queja —como hará no pocas veces— de disponer de muy pocos sujetos de valía, Berdugo parece temer que González siga los pasos de Majesté. Lo acusa de estar «lleno de sí», de no haberse comportado correctamente durante la dispersión de la comunidad, de creerse más que el superior y de «proyectista».64 González regresará a Europa, al parecer con deseos de dirigirse a Roma. En Bélgica, es recibido por el padre provincial. La opinión que entonces expresa este, en carta al padre general, no coincide con la de Berdugo. Cree el padre Morey que los problemas chilenos se deben tanto a González como a Gomila, por su indecisión, y a Berdugo, por no haber dado instrucciones claras a sus súbditos. Significativamente, el provincial habla de González como de sujeto de buen fondo, amor a la vocación y bastante razonable, aunque vivo, despierto y emprendedor. Poco después, González abandonará la Compañía, y Berdugo será destituido como superior, si bien durante unos pocos años.