A la sombra de las muchachas en flor - Marcel Proust - E-Book

A la sombra de las muchachas en flor E-Book

Marcel Proust

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Beschreibung

En busca del tiempo perdido o —de acuerdo con otras traducciones— A la búsqueda del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, en francés) es una novela de Marcel Proust, escrita entre 1908 y 1922 que consta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, de las que las tres últimas son póstumas. Es ampliamente considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal.Más que del relato de una serie determinada de acontecimientos, la obra se mete en la memoria del narrador: sus recuerdos y los vínculos que crean, de ahí que el título no sea El tiempo perdido (como era El paraíso perdido de Milton), sino En busca del tiempo perdido.Las siete partes son:Por el camino de Swann (editado por la editorial Grasset en 1913, a cuenta del propio autor, y luego en una versión modificada en la editorial Gallimard en 1919). "Por el camino de Swann" fue incluida en la serie Great Books of the 20th Century ("Grandes libros del siglo XX"), publicada por Penguin Books.A la sombra de las muchachas en flor (1919, editorial Gallimard; premiado con el Goncourt ese mismo año)El mundo de Guermantes (en dos tomos, editorial Gallimard 1921–1922)Sodoma y Gomorra (en dos tomos, editorial Gallimard, 1922–1923)La prisionera (1925)La fugitiva (1927, a veces llamada Albertine desaparecida)El tiempo recobrado (1927).

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Marcel Proust

En busca del tiempo perdido

II

A la sombra de las muchachas en flor

Sección 1

Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los cuatro vientos los nombres de sus conocidos por insignificantes que fuesen, no pasaba de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois “hediondo”, como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de “hijo de Swann” y de Swann socio del jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer imponerles el trato con Odette, a no ser que ellos le pidieran espontáneamente que se la presentase) había comenzado una segunda vida en común con su mujer y entre seres nuevos, habría sido explicable que para medir el rango social de estas personas, y por consiguiente el halago de amor propio que sentía en recibirlas en su casa, se hubiera servido como término de comparación, ya no de aquellas brillantísimas personas que formaban la sociedad suya antes de casarse, sino de las amistades anteriores de Odette. Pero no hasta para aquellos que sabían que le gustaba trabar amistad con empleados nada elegantes y con señoras nada reputadas, ornato de los bailes oficiales en los ministerios, era chocante oírle a él, que antes sabía disimular con tanta gracia una invitación de Twickenham o de Buckingham Palace, cómo pregonaba que la esposa de un director general había devuelto su visita ala señora de Swann.

Habrá quien diga que la sencillez del Swann elegante no fue en él sino una forma más refinada de la vanidad, y que, como ocurre con algunos israelitas, el antiguo amigo de mis padres había mostrado uno tras otro los sucesivos estados por que pasaron los de su raza: desde el snobismo más pueril y la más grosera granujería hasta la más refinada de las cortesías. Pero la razón principal, razón que puede aplicarse a la Humanidad en general, es que ni siquiera nuestras virtudes son cosa libre y flotante, cuya permanente disponibilidad conservamos siempre, sino que acaban por asociarse tan estrechamente en nuestro ánimo con las acciones que nos imponen el deber de ejercitar las dichas virtudes, que si surge para nosotros una actividad de distinto orden nos encuentra desprevenidos y sin que se nos ocurra siquiera que esta actividad podría traer consigo el ejercicio de esas mismas virtudes. El Swann ese, tan solícito con sus nuevos conocimientos y que con tanto orgullo los citaba, era como esos grandes artistas, modestos o generosos, que al fin de su vida se meten en labores de cocina o de jardinería y muestran una ingenua satisfacción por las alabanzas tributadas a sus guisos y a sus macizos, sin aguantar para estas cosas la crítica que aceptan sin reparo cuando se trata de las obras maestras de su arte, o de esos que regalan graciosamente un cuadro suyo y en cambio no pueden perder ocho reales al dominó sin enfurruñarse.

En cuanto al profesor Cottard, ya le veremos más adelante, y despacio, huésped de la patrona, en el castillo de la Raspeliére. Nos bastará por lo pronto con hacer observar lo siguiente: en el caso de Swann, el cambio, en rigor, puede sorprender porque ya se había realizado sin que yo lo sospechara cuando veía al padre de Gilberta en los Campos Elíseos, aunque como allí no me dirigía la palabra no podía hacer ante mí ostentación de sus relaciones con el mundo político (cierto que si la hubiera hecho quizá yo no me habría dado cuenta inmediata de su vanidad, porque la idea que hemos tenido formada por mucho tiempo de una persona nos tapa los oídos y nos nubla la vista; así, mi madre se pasó tres años sin advertir el colorete que se ponía una sobrina suya en los labios, como si la pintura hubiera estado invisiblemente disuelta en un líquido, hasta que llegó un día en que una parcela suplementaria, u otra causa cualquiera, determinó el fenómeno llamado sobresaturación: cristalizó de pronto todo el hasta entonces inadvertido colorete, y mi madre, ante semejante orgía de colores, declaró, lo mismo que se haría en Combray, que aquello era una vergüenza, y casi dejó de tratarse con su sobrina). Pero en el caso de Cottard, por el contrario, aquella época en que le vimos asistir a los comienzos de Swann en el salón de los Verdurin estaba ya bastante distante, y los años son los que traen los honores y los títulos oficiales; además, se puede ser una persona inculta que haga chistes estúpidos y tener un don particular, irreemplazable por ninguna cultura general, como el don del gran estratego o del gran clínico. En efecto, sus compañeros profesionales no consideraban a Cottard tan sólo como un práctico poco brillante que a. la larga llegó a celebridad europea. Los más inteligentes de entre los médicos jóvenes afirmaron —por lo menos durante unos años, porque, las modas cambian, cosa muy lógica, ya que ellas nacieron de la apetencia de cambiar —que, de verse malos alguna vez, a Cottard es al único maestro a quien confiarían su pellejo. Aunque claro es que preferían el trato de otras eminencias más cultas y más artistas, con las qué se podía hablar de Nietzsche y de Wagner. Cuando había música en los salones de la señora de Cottard, las noches en que esta dama recibía a los compañeros y discípulos de su marido, cosa que hacía con la esperanza de que llegara a ser decano de la Facultad, el doctor, en vez de escuchar, prefería irse a jugar a las cartas a un salón contiguo. Pero todo el mundo ponderaba lo rápido lo sagaz y lo seguro de su ojo clínico y de sus diagnósticos. Y en último término, en lo que respecta al conjunto de modales que el profesor Cottard dejaba ver a un hombre como mi padre, conviene observar que el carácter que mostramos en la segunda mitad de nuestra vida no es siempre, aunque muchas veces así ocurra, nuestro carácter primero, desarrollado o marchito, atenuado o abultado, sino que muchas veces es un carácter inverso, un verdadero traje vuelto del revés. Excepto en casa de los Verdurin, que estaban encaprichados con él, el aspecto vacilante de Cottard, su timidez y su excesiva amabilidad le granjearon en su juventud perpetuas pullas. No se sabe qué amigo caritativo le aconsejó el aspecto glacial, que le fué mucho más fácil adoptar por la importancia de su posición. Y en todas partes, excepto en casa de los Verdurin, donde instintivamente volvía a ser el mismo de siempre, se mostró frío, con tendencia al silencio, terminante cuando había que hablar, y sin olvidarse de decir alguna cosa desagradable. Tuvo ocasión de ensayar esta nueva actitud con clientes que, como no lo habían visto nunca, no podían hacer comparaciones, y que se habrían extrañado mucho de saber que el doctor no era hombre de natural rudo. Aspiraba sobre todo a la impasibilidad, y hasta en su trabajo del hospital, cuando soltaba alguno de aquellos chistes que hacían reír a todo el mundo, desde el jefe de la sala hasta al último interno, hacíalo sin que se moviera un solo músculo de su cara, esa cara que ahora nadie reconocería por la antigua porque se afeitó barba y bigote. Digamos, para terminar, quién era el marqués de Norpois. Había sido ministro plenipotenciario antes de la guerra y embajador cuando el 16 de mayo, y a pesar de eso, y con gran asombro de muchos, le encargaron de representar a Francia en misiones extraordinarias —y hasta como inspector de la Deuda en Egipto, donde, gracias a sus conocimientos financieros, prestó grandes servicios algunos Ministerios radicales a quienes se habría negado a servir un sencillo burgués reaccionario, y para los cuales debiera haber sido un poco sospechoso el marqués de Norpois, por su pasado, sus aficiones y su modo de pensar. Pero esos ministros avanzados parecían darse cuenta de que con tal designación mostraban cuán grande era su amplitud de ideas siempre que estaban en juego los intereses supremos de Francia, y así se distinguían del hombre político vulgar y merecían que hasta el Journal cíes Débats los calificara de hombres de Estado; además, sacaban provecho del prestigio que lleva consigo un nombre histórico y del interés que suscita un nombramiento inesperado como un golpe teatral. Y con eso, sabían que todas esas ventajas que les reportaba el designar al señor de Norpois las recogerían sin temor alguno a una falta de lealtad política por parte del marqués, cuya elevada cura, más que excitar recelos, garantizaba contra toda posible deslealtad. En eso no se equivocó el Gobierno de la República. En primer término, porque cierto linaje de aristocracia, hecha desde la infancia a considerar su nombre como una superioridad de orden interno que nadie les puede quitar (y cuyo valor distinguen con bastante exactitud sus iguales y sus superiores en nobleza), sabe que puede muy bien dispensarse, porque en nada los realzaría, esos esfuerzos que, sin apreciable resultado ulterior, hacen tantos burgueses para profesar exclusivamente opiniones de buen tono y no tratarse más que con gente de ideas como es debido. Por lo contrario, anhelosa de engrandecerse a los ojos de las familias principescas y ducales que están en rango inmediatamente superior al suyo, esta aristocracia sabe que sólo podrá lograrlo acreciendo el contenido de su nombre con algo que no tenía, y gracias a lo cual, en igualdad de títulos, ella será la que prevalezca con una influencia política, con una reputación literaria o artística, o con una gran fortuna. Y todas las atenciones de que se cree dispensada para con un hidalgüelo o para con un príncipe que en nada le agradecería su inútil amistad se las prodiga a los políticos, aunque sean masones, que pueden abrir las puertas de las embajadas o protegerle en las elecciones; a los artistas o a los sabios, que le ayudarán a “llegar” en la rama social que ellos dominan; en fin, a todo aquel que les proporcione un lustre nuevo o les facilite un matrimonio de dinero.

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