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Primero de la serie. Charley haría cualquier cosa con tal de seguir cobrando su sueldo y poder mantener a sus hermanas y a sus sobrinos… aunque eso significara trabajar en Italia para el exigente y autoritario duque Raphael Della Striozzi.Raphael no podía entender por qué una mujer como Charley se vestía con ropa de baratillo. ¡Iba a llevarla a una boutique de diseño! Pero fue en el dormitorio donde tuvo lugar la transformación completa de Charlotte. Pasó de ser una virgen tímida y sin personalidad a convertirse en una amante bella y segura de sí misma.
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Seitenzahl: 210
Veröffentlichungsjahr: 2010
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Penny Jordan. Todos los derechos reservados.
A MERCED DEL DUQUE, N.º 47 - noviembre 2010
Título original: The Italian Duke’s Virgin Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,
total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de
Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido
con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas
por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y
sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están
registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros
países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9249-0
Editor responsable: Luis Pugni
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
ES usted Charlotte Wareham, la directora de proyectos de Kentham Brothers?
Charlotte, a la que llamaban Charley, alzó la vista de su ordenador portátil, parpadeando para protegerse del fuerte sol primaveral de Italia.
Acababa de regresar de un rápido almuerzo de última hora, sándwich y una taza de delicioso capuchino en un café local. Su reunión con los dos funcionarios responsables del proyecto de restauración de un jardín público abandonado que ella tenía que supervisar había ido muy mal.
El hombre que ahora se cernía sobre ella y al que no había visto nunca antes parecía haber surgido de la nada y estaba claramente enfadado.
Muy enfadado. Señaló con un gesto las urnas baratas de piedra falsa y otras muestras que ella había llevado para que las viera el cliente.
–¿Y puedo preguntar qué son estas horribles abominaciones? –inquirió.
Sin embargo, no fue su furia lo que provocó que su cuerpo se tensara. Se dio cuenta de forma inconsciente de que la punzada que se había apoderado de ella era el instintivo reconocimiento femenino de un hombre tan masculino, que ninguna mujer podría tratar de llevarle la contraria.
Aquel hombre había nacido para situarse por encima de sus semejantes. Un hombre nacido para tener hijos fuertes que se parecieran a él. Un hombre nacido para llevar a la mujer que escogiera a la cama y proporcionarle tanto placer que ella quedaría unida a él por aquel recuerdo durante el resto de su vida.
Debía llevar demasiado tiempo al sol, pensó Charley con un escalofrío. Aquellos pensamientos no eran propios de ella.
Hizo un esfuerzo decidido por recuperar la compostura, bajó el ordenador, se levantó del banco de falsa piedra en el que estaba sentada y se incorporó para enfrentarse al hombre que la estaba interrogando.
Era moreno, y estaba tan lleno de furiosa rabia como un volcán a punto de hacer erupción. También era, como sus sentidos se habían encargado de detectar, extraordinariamente guapo. Tenía una piel aceitunada, y era alto, de cabello oscuro, y con ese tipo de facciones arrogantes que hablaba de un pasado patricio. Su mirada gris y fría como el acero se deslizó sobre ella con desprecio como el cincel de un escultor, buscando el punto más vulnerable de una pieza de mármol.
Charley trató de apartar la vista, pero se dio cuenta de que su mirada se había quedado atrapada en la boca del hombre. Sorprendida por su propio comportamiento, trató de desviar la vista, pero no lo consiguió. Un escalofrío de advertencia le recorrió la piel, pero ya era demasiado tarde. Una inesperada sacudida de su percepción de él como hombre la había atravesado como un relámpago, y aquello resultaba más aterrador todavía por lo inesperado.
Se le había secado la boca, miles de terminaciones nerviosas le vibraban bajo la piel. Podía sentir cómo se le suavizaban los labios y se le hinchaban como preparándose para un beso de amante. El hombre se los estaba mirando ahora con ojos entornados y expresión indescifrable, pero sin duda cargada de arrogante desdén por su debilidad. Un hombre así no le miraría nunca la boca como ella le había mirado la suya. Nunca le pillarían con la guardia baja por haberse rendido a sus sentidos e imaginar cómo sería sentir la boca de ella sobre la suya.
Con un gesto brusco y con los dedos temblorosos mientras trataba de recuperar el control, Charley se bajó las gafas de sol que tenía en la cabeza para cubrirse los ojos en un intento de ocultar el efecto que estaba provocando en ella.
Pero fue demasiado tarde. Él lo había visto, y el desprecio que endurecía sus facciones le indicaba lo que pensaba de su reacción ante él.
Todo el cuerpo y el rostro de Charley ardían en una mezcla de recelo y humillación mientras hacía un esfuerzo por comprender lo que le había sucedido. Ella nunca reaccionaba de aquella forma ante los hombres, y le impresionaba hacerlo ahora, y más con aquel hombre.
Sintió la incontrolable necesidad de tocarse los labios para ver si realmente estaban tan hinchados como los sentía.
Lo que había sucedido debía ser algún tipo de reacción a la presión y el estrés que había sufrido, trató de razonar Charley. ¿Qué otra razón habría para que reaccionara de aquel modo tan peligroso y tan poco propio de ella? Sin embargo, sus sentidos se negaron a dejarse controlar. El ojo de artista que había en su interior reconoció el fuerte poder masculino del cuerpo que había bajo aquel traje de color gris que sin duda sería carísimo.
Bajo la ropa, debía haber un torso y todo lo demás que los artistas por los que era conocida Florencia habrían esculpido y pintado encantados.
Charley se dio cuenta demasiado tarde de que el hombre seguía esperando que respondiera a su pregunta. En un intento de recuperar el terreno que sentía que había perdido, Charley alzó la barbilla y le dijo:
–Sí, trabajo para Kentham Brothers.
Hizo una pausa y trató de no estremecerse mientras miraba hacia la desordenada línea de macetas y estatuas, cuya mala calidad quedaba al descubierto por el desdén de aquel desconocido.
–Y estas «horribles abominaciones», como usted las llama –continuó–, cuestan en realidad mucho dinero.
La mirada de desprecio que desfiguró su boca en un gesto de amargo cinismo, no sólo hacia las muestras sino también hacia ella, confirmó lo que Charley ya sabía de sí misma. Lo cierto era que a ella le faltaban belleza, estilo, elegancia y cualquier otro atributo femenino que pudiera admirar un hombre, del mismo modo que a las muestras les faltaba calidad artística. Y esa certeza, el saber que un auténtico conocedor del sexo femenino la había juzgado y le había encontrado carencias, la llevó a decirle desafiante:
–Aunque esto no es asunto suyo.
Se detuvo deliberadamente antes de añadir un interrogativo:
–¿Signor…?
Las oscuras cejas del hombre descendieron hasta el puente de su arrogante y patricia nariz y sus ojos grises se volvieron del color del platino cuando la miró con altanería y le dijo:
–No soy ningúnsignor, señorita Wareham. Me llamo Raphael Della Striozzi, duque de Raverno.
La mayoría de la gente de la ciudad se dirige a mí como El Duque, tal como hicieron con mi padre y antes con su padre durante muchos siglos.
¿El Duque? ¿Era un duque? Bien, pues ella no iba a dejarse impresionar, se dijo Charley, sobre todo porque eso era lo que él estaba esperando.
–¿De veras? –Charley alzó la barbilla con determinación, un gesto que había adquirido de niña para defenderse de las críticas de sus padres–. Bien, pues le informo de que esta zona está cerrada al público en general, con título o sin título, por su propia seguridad. Lo pone en los letreros. Si tiene algún problema con el trabajo de restauración que Kentham Brothers va a llevar a cabo, le sugiero que lo denuncie a las autoridades –le dijo con brusquedad.
Raphael se la quedó mirando furioso y sin dar crédito. ¿Ella, una inglesa, se atrevía a intentar negarle el acceso a los jardines?
–Yo no soy el público en general. Fue un miembro de mi familia quien donó este jardín a la ciudad.
–Sí, eso ya lo sé –reconoció Charley.
Había investigado a fondo el jardín cuando le hablaron del contrato.
–El jardín fue un regalo para el pueblo de la esposa del primer duque, para agradecerles que hubieran rezado por el nacimiento de un varón después de cuatro hijas.
Raphael apretó los labios y contestó:
–Gracias, estoy al tanto de la historia de mi familia.
Pero había tenido que centrarse más en el asunto para descubrir que la ornamentación que aquella mujer pretendía reemplazar por espantosas imitaciones había sido creada por los mejores artistas del Renacimiento.
Ahora abandonado y olvidado, el jardín había sido diseñado por el paisajista más famoso de su época. Al ser consciente de lo magnifico que debió ser el jardín, se le despertó un sentido de la responsabilidad hacia el proyecto actual. Una responsabilidad que debería haber asumido con anterioridad, algo de lo que ahora se culpaba. Tal vez el ayuntamiento fuera el dueño del jardín, pero tenía el nombre de su familia, y al año siguiente, cuando se reabriera al público para celebrar sus quinientos años de existencia, la conexión se haría pública.
Raphael se jactaba de mantener adecuadamente todos los edificios históricos y los tesoros artísticos que había heredado de su familia. La idea de que un jardín relacionado con su apellido fuera maquillado por ingleses de dudoso gusto le llenaba de una ira que ahora dirigía directamente hacia Charlotte Wareham, con su rostro sin maquillar, su cabello castaño con reflejos dorados por el sol y su obvia falta de interés por su propio aspecto.
Se parecía tan poco a las mujeres del Renacimiento como sus repugnantes estatuas a los magníficos originales que una vez habitaron aquel jardín.
Volvió a mirar a Charley y frunció el ceño cuando esa segunda mirada le obligó a revisar su primera impresión sobre ella. Ahora podía ver que su boca rosada y libre de pintura era suave, y sus labios carnosos y bien delineados. Tenía la nariz y la mandíbula delicadamente esculpidas.
Al principio, había creído que tenía los ojos de un azul pálido a través de las oscuras y gruesas pestañas. Pero ahora que estaba enfadada veía que se habían vuelto de un extraordinario azul verdoso.
Pero daba igual el aspecto que tuviera, se dijo Raphael.
Charley podía sentir cómo le ardía el rostro al recordar cómo sus padres le advertían siempre que pensara antes de hablar o de actuar, y que tuviera cuidado con su precipitación por responder siempre que se sentía retada. Creía que había aprendido a controlar aquel aspecto de su personalidad, pero este hombre, este… duque, se las había arreglado en cierto modo para demostrarle que estaba equivocada. Ahora se sentía como si la hubiera avasallado, pero no se lo iba a demostrar.
–Bien, puede que usted sea el duque de Raverno, pero en los papeles que he revisado no dice nada de ningún duque relacionado con el proyecto. A mi modo de ver, no importa el papel que hayan jugado sus ancestros en el jardín en el pasado, ahora la responsabilidad de su restauración depende de la ciudad. No tiene derecho a estar aquí.
No iba a permitir que la sometiera ni por un instante, con título o sin él. Ya había sufrido bastante acoso durante las últimas semanas, con su jefe haciéndole la vida imposible. Pero tenía que aguantar, tal como estaban las cosas. Su familia, que incluía a su hermana mayor, la menor y sus dos hijos gemelos, necesitaba desesperadamente el dinero que ella ganaba. Y más teniendo en cuenta que el negocio de diseño de interiores de su hermana mayor estaba al borde de la quiebra.
Con tanta gente en el paro, ella tenía suerte de tener un trabajo, algo que su jefe le recordaba continuamente. Charley sabía por qué lo hacía, por supuesto. Eran tiempos duros; su jefe quería recortar personal, y tenía una hija recién salida de la universidad que había puesto el grito en el cielo cuando se enteró de que Charley iba a supervisar aquel nuevo contrato en Italia.
Si no hubiera sido por el hecho de que hablaba italiano y la hija de su jefe no, Charley era consciente de que habría perdido el empleo. Seguramente lo perdería de todas maneras cuando finalizara el contrato. Tal vez tuviera que aguantar que su jefe la tratara mal porque necesitaba desesperadamente conservar el trabajo, pero no iba a permitir que aquel italiano arrogante hiciera lo mismo.
Ella tenía que rendirle cuentas al ayuntamiento de la ciudad, no a él. Además, retarle la hacía sentirse mejor.
Raphael podía sentir la furia en su interior, ardiendo como lava a punto de entrar en erupción.
Cuando el ayuntamiento anunció que tenía planes de restaurar el abandonado jardín que había al otro lado de los muros de la ciudad, él había iniciado una búsqueda en los archivos ducales para encontrar los planos originales del jardín. En un principio, lo hizo por curiosidad, pensando que podría ayudar a la reforma. Sin embargo, cuando regresó de Roma y se enteró de que, por motivos económicos, la ciudad había decidido reemplazar las estatuas y otros elementos originalmente diseñados por algunos de los artistas florentinos más importantes del Renacimiento, se quedó hundido.
Y su ira creció cuando en el ayuntamiento le aseguraron que el jardín tendría que restaurarse con aquel exiguo presupuesto o bien destruirlo, porque en su estado actual constituía un peligro para la gente. Y allí estaba aquella mujer inglesa, cuyo desafío hacia él había prendido su furia hasta niveles incontrolables.
Tal vez no le gustara lo que habían planeado para la restauración del jardín, pero le gustaba todavía menos el efecto que aquella joven responsable del proyecto ejercía sobre él. La intensidad de su ira era tal, que estaba creando en su interior el deseo de castigarla por atreverse a provocarle. Y eso no podía permitirlo. Ni ahora ni nunca. La ira y la crueldad eran los demonios gemelos que creaban hombres cuyo horrible legado no podía olvidarse ni perdonarse jamás. Y la tendencia a exhibirlas corría por sus venas como había discurrido por la de sus antepasados.
Pero aquel legado moriría con él. Lo había prometido a los trece años mientras veía cómo colocaban el ataúd de su madre en el panteón familiar junto al de su padre.
Raphael miró sin ver hacia la entrada cerrada con candado del jardín. Podía sentir la pesada y amenazante sombra de esas dos emociones gemelas a la espalda, siguiéndole sin ser vistas, siempre presentes aunque no pudiera verlas.
Perseguían a su familia como una oscura maldición. Raphael había aprendido a controlarlas utilizando la razón y la ética, negándoles la arrogancia y el orgullo que constituían su alimento, pero ahora, sin saber cómo, sólo por estar allí, aquella mujer inglesa le había provocado un oleada de ira con sus horribles y baratas imitaciones y su falta de conciencia respecto a lo que debería ser el jardín. La llave para liberar esas emociones estaba en la cerradura sin que hubiera sido consciente de haberla puesto allí.
Controlar el deseo de agarrarla y obligarla a estudiar los planos originales del jardín para que viera el daño que le causaría a un lugar histórico fue como tratar de contener la fuerza de un río.
Los muros de su autocontrol ya habían sido puestos a prueba con la reunión que tuvo con el pleno del ayuntamiento, cuando estudió los planes que ellos le habían mostrado con orgullo mientras le hablaban del acuerdo al que habían llegado. Y ahora allí estaba aquella mujer, atreviéndose a negarle acceso al jardín que había creado su antepasado, esperando que aceptara aquella horrible restauración.
«No tiene usted derecho», le había dicho ella.
Bien, pues conseguiría tenerlo. Convertiría el jardín en lo que debería ser, y en cuanto a ella…
¿Qué? ¿La sacrificaría en aras de la oscuridad que portaba en los genes?
¡No! Eso nunca. No permitiría que nada ni nadie amenazara el control que tenía sobre aquella capacidad oscura y peligrosa para la ira violenta que corría por sus venas y estaba grabada en su ADN.
Tenía que hablar con las autoridades locales y ponerles delante el plan que estaba ideando. Un plan en el que él tomaría el control del proyecto de restauración y así podría dejarlo en manos más adecuadas.
Ajena a lo que Raphael estaba pensando, Charley sintió alivio y al mismo tiempo sorpresa cuando vio que se alejaba de ella para dirigirse al coche de lujo que estaba aparcado unos cuantos metros más allá, con la carrocería tan gris como el frío acero de sus ojos.
CHARLEY consultó preocupada su reloj.
¿Dónde estaba el transportista que iba a ir a recoger las muestras, según le habían asegurado en el ayuntamiento? Dentro de quince minutos llegaría el taxi que había reservado para que la llevara al aeropuerto de Florencia, y era demasiado responsable como para subirse a él sin asegurarse de que las muestras regresaran sin contratiempos a manos de los proveedores.
Estaba empezando a lamentar no haber hablado ella misma con el transportista en lugar de aceptar la proposición del funcionario del ayuntamiento, que le dijo que lo haría él. Su reciente encuentro con «el duque» la había dejado más incómoda y nerviosa de lo que estaba dispuesta a admitir. Habían sido un par de días muy largos, plagados de reuniones e inspecciones, en los que se había dado cuenta de la magnitud de la tarea de restauración del jardín. En privado, le había entristecido examinar aquel lugar descuidado y abandonado y reconocer en él la belleza que debió tener en el pasado. Era consciente de que el presupuesto que les habían asignado no les permitiría de ninguna manera devolverle su antigua gloria. Y ahora, en lugar de regalarse unos cuantos días de vacaciones en Florencia, disfrutando de todo lo que la ciudad podía ofrecerle, tenía que volar directamente de regreso a Manchester, porque su jefe no le iba a permitir disfrutar de algo de tiempo libre.
Aunque tampoco hubiera podido permitirse quedarse en Florencia. Cada penique era de gran valor en su casa, y no iba a gastarse el dinero en sí misma cuando estaban luchando por mantener el techo que les cubría.
Una furgoneta dobló la esquina del polvoriento camino y se detuvo prácticamente a su lado con un chirriar de ruedas. Se abrieron las puertas de golpe y dos hombres jóvenes salieron por ellas. Uno de ellos se dirigió a la parte de atrás del vehículo para abrir el maletero y el otro fue a por las muestras.
¿Aquél era el vehículo de carga que la autoridad había enviado? Charley lo observó nerviosa.
Su nerviosismo se convirtió en angustia cuando vio la rudeza con la que los jóvenes estaban tratando las muestras.
Pero lo peor estaba por llegar. Cuando llegaron a las abiertas puertas de la furgoneta, arrojaron dos de las muestras en el interior y, para asombro de Charley, las rompieron.
–¡Basta! ¡Dejad lo que estáis haciendo! –exigió Charley en italiano corriendo a colocarse delante de las muestras que quedaban.
–Tenemos órdenes de llevarnos esta basura –le dijo uno de ellos con educación pero a la vez con firmeza.
–¿Órdenes de quién?
–De El Duque –respondió el joven pasando por delante de ella para recoger otra de las muestras.
¡El Duque! ¿Cómo se atrevía? Charley supo que debía detenerles si no quería enfrentarse a la ira del proveedor de las muestras y a la de su jefe.
–No. No podéis hacer esto. Tenéis que parar –protestó Charley con frenesí
Aquellos objetos valían cerca de mil libras, y los daños se le cargarían a ella. Por el rabillo del ojo, observó un familiar coche gris dirigiéndose a toda velocidad hacia ellos, arrojando nubes de polvo mientras su conductor se detenía a un lado del camino y salía del vehículo.
En cuanto le tuvo cerca, Charley gritó:
–¿Qué está pasando? ¿Por qué están estos hombres destruyendo las muestras? Habrá que pagar los daños, y…
–Están siguiendo órdenes mías, ya que ahora yo estoy al mando del proyecto de restauración y deseo desembarazarme de las muestras.
¿Él estaba al mando? ¿Era su deseo desembarazarse de las muestras? ¿Y lo sería también prescindir de sus servicios? ¿De verdad tenía que hacerse aquella pregunta? Observó impotente cómo cargaban la última muestra en la furgoneta.
–¿Dónde van a llevarlas? Lo que está haciendo es un robo.
Trató de defender con valentía las muestras, pero el duque no se dignó a contestarle y se dirigió a hablar con los hombres.
Charley volvió a consultar el reloj. Ahora no podía hacer nada respecto a las muestras. Pero, ¿dónde estaba su taxi? Si no llegaba pronto, no sólo sería responsable de la pérdida de las muestras, sino que además perdería el vuelo.
No podía ni imaginar cómo iba a reaccionar su jefe. El italiano fluido de Charley era lo único que había impedido que le diera el trabajo a su hija.
Buscó el móvil en el bolso. Tendría que llamar al funcionario del ayuntamiento que le había pedido el taxi.
La furgoneta blanca se estaba marchando a toda velocidad, y el duque se acercaba a ella.
–Hay cosas de las que tenemos que hablar –le dijo con firmeza.
–Estoy esperando un taxi que me va a llevar al aeropuerto.
–El taxi se ha cancelado.
¿Cancelado? Charley se estaba sintiendo enferma de ansiedad, pero no iba a demostrárselo a aquel hombre.
–Sígame –le exigió.
¿Seguirle? Charley abrió la boca para objetar y volvió a cerrarla. Había algo en él que la obligaba a obedecerle, a seguirle, como si… como si una fuerza exterior a su propio control se lo mandara. Todo el cuerpo se le estremeció al instante como si lo hubieran tocado y hubiera reaccionado de una forma que no quería.
¿En qué estaba pensando? El duque se dirigía hacia el coche, sin dejarle más opción que hacer lo que él le había ordenado. Le abrió la puerta del copiloto a Charley. ¿Iba a llevarla al aeropuerto?
¿Y qué había querido decir cuando aseguró que se había hecho cargo del proyecto?
Se lo imaginaba perfectamente en Florencia durante la época de los Medici, manipulando a los políticos para conseguir sus propósitos con la ayuda de la espada si era necesario, reclamando lo que quería, ya fuera riqueza o una mujer. Un aire oscuro y peligroso le rodeaba. Charley volvió a estremecerse, pero esa vez no fue por resentimiento, sino por una sensación que le acarició el cuerpo y la hizo ser consciente de él como hombre.
No era de los que se compadecerían de alguien más débil que él, y menos si ese alguien se interponía en su camino o le había escogido como presa, pensó Charley. Que pensara lo peor de ella no le importaba. Tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse, como conservar su trabajo. O como seguir el ejemplo de los sacrificios de su hermana Lizzie, la mayor. Lizzie siempre había quitado importancia a lo que hacía por ellos, nunca revelaba que sintiera alguna punzada de dolor como las que Charley experimentaba en ocasiones por haber tenido que renunciar a su sueño de trabajar en el mundo del arte. A veces se sentía prisionera, con su naturaleza artística constreñida por las circunstancias de su vida.
Raphael tomó asiento tras el volante del coche, cerró la puerta y arrancó el motor.
Los representantes del ayuntamiento se habían mostrado encantados de permitir que él financiera los trabajos de restauración del jardín y de entregarle el mando del proyecto. Le había parecido percibir un rastro de miedo en su respuesta, al igual que gratitud. Conocían la historia de su familia tan bien como él mismo. Sabían que incluía vidas rotas y la herencia de un apellido que todavía provocaba escalofríos entre aquellos que lo susurraban en secreto con miedo y odio. ¡Beccelli! ¿Quién que estuviera al tanto de la historia de ese apellido no se encogería al escucharlo?
Pero él no podía encogerse, se recordó Raphael mientras conducía. Se veía obligado todos los días de su vida a enfrentarse a quien era, a lo que llevaba dentro, a su capacidad para la crueldad y la maldad. Era una herencia que atormentaba y torturaba a aquéllos que no eran lo suficientemente fuertes como para soportarlo. Aquéllos que, como su madre, habían terminado quitándose la vida ante la angustia que suponía llevar aquellos genes. Raphael se puso tenso para defenderse de aquella intrusión emocional en sus pensamientos. Había decidido hacía mucho tiempo no permitir que nadie supiera cómo se sentía respecto a la herencia de su sangre y a los fantasmas de su pasado. Que los demás le juzgaran como quisieran; él nunca se permitiría ser lo suficientemente vulnerable como para permitirles ver cómo se sentía realmente. Nunca pedía consejo ni hacía caso de las críticas. Se había quedado solo para cargar con el peso de lo que era. Su padre se había ahogado en un accidente de vela y su madre se quitó la vida. Los dos murieron en menos de un año, justo cuando él entraba en la adolescencia.
Hasta que alcanzó la mayoría de edad, los tutores habían manejado las complejidades de su herencia y su riqueza. Una sucesión de parientes: tías, tíos y primos le habían acogido bajo su techo mientras crecía. Después de todo, era el cabeza de familia tanto si les gustaba como si no. La riqueza y el estatus le pertenecían sólo a él.