A sangre de desconocidos - Rozana Iris Pop - E-Book

A sangre de desconocidos E-Book

Rozana Iris Pop

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Beschreibung

En un mundo dividido entre la religión y el poder de la magia, la lucha por el control ha desatado una guerra que amenaza con consumir la existencia. La orden religiosa de «Los Nuevos Cristianos», en su búsqueda de dominio absoluto sobre la tierra, ha sumido al mundo en un estado de desesperación y de terror.Sin embargo, los protagonistas de esta historia descubren que sus destinos están intrínsecamente unidos por unas fuerzas que van más allá de su comprensión. A medida que van escapando de las garras de sus contrincantes, descubren conexiones profundas que los unen en la lucha contra la oscuridad que amenaza con acabar con su luz.A sangre de desconocidos es una obra fantástica que explora los límites entre la religión y la magia, la lucha y la redención y el bien de la vileza. En un mundo en el que la magia y la humanidad se entrelazan, los personajes forjarán relaciones que les harán un poco más fuertes para enfrentarse a sus enemigos. La pregunta es: ¿serán capaces de permanecer unidos y prevalecer sobre las fuerzas que buscan su destrucción, o sucumbirán al peso de la humanidad?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Roxana Iris Pop

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-364-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

ATENCIÓN

A lo largo de las páginas de esta novela se presenta una religión con el nombre de «Los Nuevos Cristianos», religión siempre mencionada en mayúsculas, que no es ni más ni menos que una creación propia de la autora basada en la religión real cristiana, y que no pretende ni burlarse ni criticar de ninguna manera dicha religión. Se utiliza con fines meramente argumentales.

La obra pretende hacer ver la lucha de dos bandos, en este caso el de los Cristianos, para abreviar, que es el mundo de los hombres, y el de las criaturas mágicas, siendo una guerra de siglos. Por otra parte, hay un alto contenido de odio entre bandos, por lo que se hará obvia la lucha de armas y la aparición de momentos con un alto contenido de violencia, así como de sangre.

Al ser una obra ficticia, las heridas de gravedad se interpretan de una manera totalmente distinta a la real, así como la cura de estas, de una manera natural o sobrenatural, utilizando la magia o los conocimientos de medicina y/o botánica propios de los personajes, jugando así con los fármacos del presente y el pasado, y sus conocimientos en el asunto.

I

Nueve de la noche, lunes. Protagonista de la escena: Eyra. Ubicación: algún lugar de entre las profundidades del bosque.

Supurando sangre de las heridas abiertas, congelándose de frío bajo el invierno mortal y manteniéndome aún con vida, mi cuerpo temblaba entero. Sumergida en medio metro de nieve, me arrastraba como una serpiente en búsqueda del más mínimo trozo de tierra que me proporcionase un refugio para pasar la noche. Esta se avecinaba. Lo estaba haciendo tan rápido que no era siquiera capaz de asimilarlo. No podía moverme, me resultaba imposible hacer más de tres pasos seguidos sin que unos horrorosos pinchazos me recorriesen las piernas. Necesitaba descansar. Cogí aire en el pecho y, sintiendo como me ardía el esófago, decidí continuar. Anduve sin parar en la inmensidad de la nada, entre campos y más campos de nieve y un paisaje sombrío cada vez más aterrador. Mientras caminaba, intentaba hacerle caso omiso al dolor, al sonido lejano de los lobos aullando y a aquellos ruidos irreconocibles que me aterraban hasta el punto de perder la cordura. Al poco tiempo divisé un bosque y, no teniendo más opción a donde ir, me metí en él. Los altos pinos que configuraban aquella enorme arboleda, recubiertos de una espesa capa de nieve, me hicieron de cobertura hasta que, por fin, después de una larga caminata divisé una estructura. Una valla de dos metros de altura rodeaba lo que a simple vista parecía un jardín abandonado de piedra. Justo en medio de aquel lugar había una fuente con una estatua, rota y desgarrada por el tiempo. A su alrededor había caminos de piedra trazados, manchados por la blanquecina nieve, que llevaban a una casa gigantesca. Una mansión señorial de piedra, con enormes ventanales en dónde aún parecían verse las sombras de los que vivieron en su tiempo. Echando el pie hacia atrás para alejarme ligeramente de la vaya, escuché el crujido de una rama. Al instante giré mi cabeza hacia todos lados, asustada, buscando al responsable de aquel sonido. Sin embargo, no veía a nadie. Solo estaban las sombras en la oscuridad de la noche. Me temía lo peor. Creía haber visto a una de ellas moverse. Tenía que irme de allí como fuera. Y así lo hice. Sujetando con fuerza mi mochila, me puse a correr, o lo que podía ser un amago de ello. Entremedias, los terribles pinchazos en las piernas volvieron, y mientras sentía como las heridas se me abrían y se mezclaban con mis prendas, cogía aire en el pecho agitadamente, sintiendo el frío mentolado del invierno pasar por cada fibra de mi cuerpo, recordándome lo débil que era. Se me acumularon las lágrimas, y la ansiedad y el pánico me corroían de tal manera que ya no distinguía lo que era real de lo ficticio. Todo parecía querer hacerme daño. Todo lo que estaba quieto o se movía parecía una amenaza mientras me quedaba sin energías y paraba exhausta, allí, en medio de a saber qué lugar. Volví a tomar aire en el pecho. Tenía que tranquilizarme. No podía perder ahora, cuando ya estaba tan cerca de poder descansar en un lugar seguro. Miré hacia el interior de aquel jardín. Al fondo había un habitáculo de ladrillo con una pequeña puerta de madera y una ventana. Si llegaba a ellas, podría colarme fácilmente y taparlas para que nadie más entrase. Me acerqué nuevamente a la valla; no era muy alta, y quizás con un poco de esfuerzo podría escalarla y llegar al otro lado. Dicho y hecho; cogí la mochila en la que llevaba todas mis cosas y la balanceé con todas mis fuerzas entre mis manos, lo suficientemente fuerte como para que, al instante siguiente de haberla lanzado, esta consiguiese llegar al otro lado y caer sobre la espesa manta blanquecina. Una sonrisa se adivinó en mi rostro, aunque no podía cantar victoria todavía, no hasta que entrase allí, y durmiese y recuperase fuerzas. A continuación, poniendo mis dos manos sobre los barrotes del muro, apoyé mi pierna en el mismo. Sujetándome fuerte para no caerme, traté de subir aquella valla. Sin embargo, fue tanto el dolor que me recorrió de arriba a abajo que no pude hacer otra cosa que tirarme al suelo y encogerme entera. Las lágrimas que llevaba horas intentando retener me salieron en picado por las mejillas para acabar congeladas casi al instante.

—¡Joder, joder, joder! —grité, furiosa, exhausta.

Me levanté del suelo cuando ya no había luz en la zona. Todo se había oscurecido de tal manera que incluso el ruido más insignificante me daba escalofríos. Traté de enmendar mi estado quitándome la nieve de encima y decidí seguir lo que quedaba de la valla. Sabía que no era buena idea abandonar las pocas pertenencias que tenía, pero no quedaba otra. Me resultaba imposible realizar cualquier acción que requiriese de un esfuerzo mayor al que ya hacía manteniéndome en pie y moviéndome. Seguí caminando por largos minutos. Tenía mi mano pegada a los barrotes de metal y estos no parecían terminar nunca. De mí se apoderaban la furia, la ira y la tristeza. Tenía fiebre y no había comido en más de tres días. No quería morir así, de esa manera.

Fue entonces cuando mi mano izquierda dejó de tocar metal para sumergirse entre las hojas de un seto. Un seto demasiado grande y verde como para haber crecido de forma natural aquí. Lo zarandeé un poco y, como era de esperar, este cedió sin apenas presión. Un hueco entre los barrotes de metal y los ladrillos del suelo había sido tapado con demasiada poca destreza. Me agaché y, viendo que mi cuerpo, lo suficientemente pequeño, podía caber por allí, pasé sin pensármelo dos veces. Puse de nuevo la planta en su lugar y, tratando de quitarme la nieve del rostro y el cabello, divisé la fuente a lo lejos. Parecía un sueño, en realidad, una luz al final del túnel. Corrí hacia ella con tanta intensidad que no me di cuenta de cómo debajo de mí había un hueco en el suelo. Me caí de cabeza. Lo último que vi fueron mis cabellos rojizos cayendo sobre mi capa y los dos encharcándose con mi sangre.

II

Dos de la mañana, martes. Protagonista de la escena: Brianda. Ubicación: un cuarto parecido a un almacén.

Me acababa de despertar. La cabeza me dolía muchísimo y era incapaz de pensar. Al abrir los ojos todo daba vueltas a mi alrededor y era incapaz de enfocar absolutamente nada, lo que provocaba que mi cabeza diese muchas más vueltas. Me incorporé en medio de una pila de mantas, lugar en el que no recordaba haberme desmayado. No. No era el lugar en el que había perdido la consciencia. Lo recordaba demasiado bien. Las piedras frías supuraban sangre, y las velas de la estancia centelleaban formando sombras horrorosas sobre las paredes, intensificando el acontecimiento. Estaba sentada en un banco de madera. Sujetaba entre los puños el vestido y las lágrimas caían de mis mejillas, mientras que mi pecho vacilaba entre los latidos fuertes de mi corazón y las respiraciones forzadamente lentas. Me acordaba de todo. De todos los hombres que habían entrado en la sala en ese momento, rompiendo la magia, deshaciendo el conjuro e instalando entre las paredes a la muerte, dejándola usurpar las vidas que me acompañaban. Muchos murieron, otros fueron capturados. Yo no pude escapar. No lo pude hacer. Un hombre me cogió por el cuello y me arrastró por el suelo, por las piedras rasposas y las velas que se habían caído al suelo, y que me quemaron los dedos, las manos y la piel. Ahora estaba tumbada en una habitación pequeña y oscura, en un lugar extraño, en un lugar que no reconocía. Necesitaba saber dónde estaba y salir de ahí como fuese. Apoyando los codos en aquellas mantas, traté de bajar de allí, sintiendo cómo mi cuerpo pesaba una tonelada y cómo este se cayó al suelo frío. Intenté ponerme en pie, pero me temblaban las piernas; sentía la impotencia recorrer mi cuerpo y parecía que de un momento a otro me volvería a caer. Sin embargo, avancé. Paso a paso me moví por esa habitación, apoyándome en cada mueble que veía, en cada estantería, en cada palo, hasta llegar a una puerta. Una puerta de madera. Me acerqué a ella y, poniendo todo mi peso sobre ella, dirigí mis manos hacia el pomo. Cuando quise abrir la puerta, esta se abrió del otro lado, empujando mi cuerpo al suelo con fuerza. Desde ahí, me arrastré lo más que pude hacia la pared contraria, desde la cual me quedé mirando a quien había entrado en la habitación.

—Veo que ya estás despierta —comentó un hombre cerrando la puerta tras de sí.

No abandoné mi silencio, pero sí seguí observándole con desconfianza. Sus rasgos faciales eran afilados como el pico de un cuervo, y a diferencia de sus labios, que se habían encorvado en una sonrisa, estaban totalmente relajados. Sus vestiduras eran negras como el plumaje de un ave carroñera y sus ojos, pequeños como granos, me miraban con superioridad.

—Te he traído el desayuno. No es nada aristocrático, pero al menos te alimentará —dijo después.

Miré la bandeja que tenía en las manos. Un solo plato, un solo tenedor y un vaso con agua. Sin embargo, a pesar del olor que emanaba, no me lo iba a comer. No tenía la seguridad de que él no hubiese dejado alguna droga en el agua o algún veneno en la comida. Y mucho menos cuando vi como su larga cabellera negra se introdujo en la comida, manchando su túnica, su cabello y mi comida. Una arcada subió por mi esófago.

—¿Quién eres? —pregunté.

En ese mismo instante, su sonrisa vacilante desapareció.

—Eso no es relevante ahora mismo. Come —protestó inquisitivo.

Bajé la mirada al suelo.

—¿Dónde estoy?

Soltó un resoplido enfadado y dio un golpe con la bandeja en una de las baldas de la estantería.

—Fuera de cualquier peligro. Come. En un par de horas te traeré agua, toallas y ropa para que te limpies — respondió.

Salió de la habitación sin volver a dirigirme la palabra. A continuación, se escucharon unas llaves introducirse en el cerrojo y bloquear la puerta.

Y bien, ahora que se había ido, cerrando la puerta tras de sí, ¿qué iba a hacer para salir de ahí? Cogí una bocanada de aire en el pecho. Debía de haber algo en aquella sala que me sirviese de arma para que, una vez llegado el momento, pudiera dejarle inconsciente y salir de ahí. Sí, eso era lo que iba a hacer, buscar una buena arma. Me puse en pie ya del todo y, sintiendo como poco a poco las fuerzas volvían a mí, me puse a investigar la sala. Era una especie de almacén lo suficientemente grande para albergar algunas pocas cosas. Cajas reposaban en las baldas de las estanterías, en las que veía que no había nada lo suficientemente afilado para pinchar, ni lo suficientemente duro como para poder golpear. Poco a poco el enfado se apoderaba de mí. Era imposible que no hubiese nada que me sirviese en una zona tan grande. ¡Tenía que haber algo! Volví a coger aire en el pecho y me fui a sentar sobre las mantas, intentando pensar alguna manera de salir. Cerré los ojos por un instante, un instante que me fue suficiente para ver que algo destellaba directamente en mis ojos, molestando demasiado como para ser algo natural. Me fijé y algo parecido a una piedra o gema estaba reluciendo, escondida entre diferentes cajas y detrás de muchas de ellas. Me acerqué a la estantería y, metiendo la mano entre las mismas, conseguí que la gema ambarina cayera al suelo. Solté un bufido de desesperación. Después, me agaché para recogerla del suelo. Metiendo la mano profundamente en aquel lugar traté de alcanzarla sin ningún éxito.

—¿Has acabado ya, topito?

Subí la mirada al instante. A menos de un metro de mí estaba él, de pie y con las manos al pecho en señal de desaprobación. En cuestión de instantes me levanté de ahí y me quedé mirándole con la misma cara de desaprobación.

—¿No decías que venías en unas horas?

Me miró sin decir nada por unos segundos. Después, soltó una risa más bien vacilona.

—Ay, cariño, a este juego yo también sé jugar. Así que ni lo intentes —soltó seguido de un resoplido cansado.

Mientras me seguía mirando con aquellos ojos más bien curiosos, se fue acercando a mi posición, como si buscase algo en ellos, y después de no haber encontrado nada aparentemente, se dio la vuelta y dejó sobre una estantería una muda, unas toallas, unas vendas y algo de jabón.

—No tenías que molestarte —contesté en su mismo tono.

—No lo hice. Quería que la invitada se sintiera lo más cómoda posible en sus aposentos —respondió él, juguetón.

—Bueno, ya que sé cómo es mi habitación, ¿por qué no me presentas las demás instalaciones? —Mi pregunta estaba llena de duda, pero debía intentarlo.

—Ni lo sueñes —soltó casi como si lo hubiese insultado.

Al mirarle pude notarle a la perfección el miedo que trataba de ocultar, pero que ya había dejado de funcionar conmigo. En ese momento descubrí que mi oponente no era más fuerte que yo y que tenía que salir de allí ya. Si por las buenas no se podía, se haría por las malas. En un momento en el que le pillé desprevenido, lo cogí con los dos puños por la camisa y lo acerqué lo más que pude a mi cara.

—¡No tengo nada que darte, así que suéltame! —solté en gritos, dejando que la saliva le cayese en la cara.

Él, antes de acabar siquiera la frase, puso sus manos sobre mi pecho y me empujó lo más fuerte que pudo, separando nuestros cuerpos unos pocos metros. Yo me choqué con la pared, él se chocó con una estantería. Él se hizo daño, yo no. Aprovechando el momento, me puse en postura de combate, lo miré y, antes de que intentase incorporarse, le metí un puñetazo en la boca del estómago, lo que le llevó a doblarse por la mitad. Después, aprovechando que este gritaba de dolor, intenté golpearle en la espalda, esta vez con el codo. Sin embargo, no lo conseguí. Él se apartó y poniéndose en pie, con el rostro inyectado de sangre, embestido por la furia, se acercó a mí y, con una patada con la que giró sobre sí mismo, me dio en la cabeza con tanta fuerza e intensidad que mi cuerpo se chocó violentamente contra la pared, sintiendo una oleada de dolor atravesar mi cabeza y salir hacia el exterior cuando la sangre empezó a brotar de ella.

—Vuelve a intentarlo y te aseguro que no sales viva de esta. —Fueron las últimas palabras que oí antes de que una espesa negrura se instalase en mi retina y acabase tirada en el suelo.

III

Ocho y media de la noche, lunes. Cuatro son los protagonistas que conforman la escena. Ubicación: algún lugar de entre las profundidades de la noche.

Estábamos muy cerca. A menos de diez metros. Podíamos ya imaginarnos el olor de la presa en el fuego y su carne alimentando nuestros estómagos vacíos. Le dirigí una mirada a Josh. Este me confirmó con un movimiento ligero de cabeza y acto seguido se impulsó y saltó hacia el siguiente árbol. Estaba a punto de tocar la rama con los dedos de los pies cuando un pájaro se interpuso en su camino. Este se resbaló y cayó al suelo provocando un ruido estrepitoso. La presa salió corriendo e instantáneamente después nosotros hicimos igual balanceándonos de árbol en árbol, importándonos ya bien poco el ruido, y tirándole de mientras flechas, lanzas y dagas. Ninguna de ellas pareció resquebrajar la dura coraza que tenía. Lo seguimos intentando por buenos minutos, cansando cada una de las partes de nuestro cuerpo, pero sin ningún resultado. La perdimos de vista. Tratamos de encontrarla, pero era ya demasiado oscuro para ver nada. No volvimos a dar con ella hasta que un grito salió de alguna parte del bosque. Nos miramos todos con bastante impresión y, abandonando al final la presa, saltamos todo lo rápido que pudimos para llegar en unos pocos minutos a una mansión abandonada. Una mansión en cuyo jardín trasero, en medio de la impoluta nieve, había una especie de saco con cuerdas completamente roto. Nos acercamos y encontramos que en su interior aún había cosas. Una daga oxidada, una bota de agua, algo de cuerda, aceite y trapos, más exactamente. Me quedé mirando a mis compañeros. Sin haberles dicho ni una sola palabra, Tanis se levantó y se fue a investigar por la zona oeste; Maru hizo lo mismo por el norte acompañada de Josh; y yo por la zona este. Traté de avanzar lo más que pude, pero había demasiada nieve y mis botas estaban hechas para moverme por los árboles, no por estos medios. Pasaron los minutos y solo cuando vislumbré la valla que rodeaba el jardín me di cuenta de que había un enorme agujero en la tierra. Asomé mi cabeza al llegar y no pude aguantarme la conmoción. Dentro había una pelirroja sangrando por la cabeza.

IV

Nueve y media de la mañana, martes. Protagonista de la escena: Eyra. Ubicación: un dormitorio.

Abrí los ojos despacio. En la lentitud del movimiento de mis parpadeos descubrí que mi vista estaba totalmente nublada. Creía casi con total seguridad que una película blanca envolvía mis ojos de tal manera que apenas podía percibir la luz que había alrededor. Traté de incorporarme sobre aquella cama en la que estaba tumbada, pero me dolía todo el cuerpo muchísimo, como si me hubiese estrellado contra algo con fuerza. La impotencia, la falta de energía y un sentimiento de infinita acritud hicieron que se me agolparan las lágrimas en los ojos. Me dolía todo demasiado como para poder hacer casi nada.

—Permíteme que te ayude.

Una puerta se oyó abrir. Después, apareció una voz, dulce como la miel y fría como el hielo.

—¡No des ni un solo paso más! —ordené.

Me puse los dedos en el puente de la nariz, sintiendo como toda la presión se agolpaba en mi cabeza, a punto de estallar. Ella, aquella sombra oscura, se siguió acercando, esta vez más despacio.

—No te quiero hacer daño. Te voy a decir exactamente lo que voy a hacer —comentaba ella mientras seguía avanzando, a pasos lentos pero decididos.

—¡Basta! ¡No te acerques! —grité.

Me encogí lo más que pude echando todo mi cuerpo hacia atrás, intentando alejarme de esa cosa que se estaba acercando. De repente, en uno de esos movimientos, sentí que ya no había nada debajo de mí y como mi cuerpo cayó al suelo con estruendo.

—¡Ah! —grité de dolor.

De pronto, la tuve a mi lado, demasiado cerca de mí. Podía sentir a la sombra cobrar forma. Una forma oscura, pero más nítida que en la lejanía. Forma de mujer.

—No me toques —inquirí.

Ella se puso de rodillas y esta vez podía verle el rostro, distorsionado, negro, como un alma después de morir.

—Si quieres que vuelva tu vista, tienes que dejarme tocarte —dijo ella en un tono de voz muy suave, casi como un calmante.

La volví a mirar. Apenas distinguía nada de ella. Bueno, ni de ella ni de nada que hubiese en aquel lugar. Mi vista estaba tan distorsionada que, si ahora quisiera hacer algo, no lo conseguiría.

—¿Qué tienes que hacer? —pregunté dudosa.

Sentí una sensación de alivio por su parte.

—Solo tengo que tocarte ligeramente la cara. No durará demasiado. Unos pocos segundos me serán suficientes —contestó amable.

La volví a mirar.

—Está bien. Pero en cuanto me vuelva la vista quitarás tus manos de encima de mí.

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza y, como si se trataran de dos perfectas manos de una estatua de mármol, se acercaron a mi rostro. Puso sus delicadas manos sobre mis sienes y por encima de mis cejas. Masajeó cada parte de mi frente y tocó mis párpados. Parecía un ritual, mágico y a la vez muy espiritual. Todo a mi alrededor empezó a vibrar ligeramente, cobrando nitidez y color, y al cabo de unos pocos segundos volví a ver con normalidad. Inmediatamente después, ella alejó sus manos de mi rostro y sonrió con una boca perfecta.

—¿Cómo lo has hecho? —pregunté totalmente impresionada. Seguía mirando embobada sus ojos, grandes, azules y claros como el hielo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó ella, evadiendo la mía.

En ese momento un ápice de duda surgió en mí. No había respondido mi pregunta.

—Sí. ¿Tienes un espejo?

Ella asintió de nuevo con la cabeza y se dirigió a un pequeño tocador de madera, arrastrando un vestido largo y blanco, hecho de una tela muy fina y transparente. Cuando se volvió a la cama, me miró a los ojos, dejándome todavía más maravillada.

—Te ayudaré a subirte a la cama.

Y así lo hizo, aunque yo me resistiese al principio. Me cogió por los brazos y con sumo cuidado me ayudó a subirme de nuevo a la cama, una demasiado suave como para que yo sintiera que estaba secuestrada. Me miré al espejo. No pintaba nada bien. Las ojeras habían invadido mi rostro en sobremanera mientras que las magulladuras hacían acto de presencia por todos lados, como las cicatrices, una en la frente, bastante pronunciada. El cabello lo tenía rapado en una mitad de la cabeza, dejando al descubierto una cicatriz tan grande como la palma de mi mano. De ella todavía supuraba un líquido amarillento, casi dorado.

—Te recuperarás —comentó ella. Me imaginaba que por haber visto mi semblante.

—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué estoy de esta manera? —empecé a preguntar, notablemente afectada por el resultado en la totalidad de mi cuerpo.

Ella me miró y echó su cabello albino hacia atrás.

—Estás en el condado de Afgar. Has tenido un accidente tras haberte caído de cabeza en un agujero con piedras afiladas. Te trajeron aquí un grupo de soldados a mi orden para ver si todavía podía hacer algo contigo. Y gracias a que fueron rápidos en llegar a mí, tuviste una segunda oportunidad —respondió ella, tranquila, impasible.

Las manos me temblaban, sentía que de un momento a otro me desmayaría. No me acordaba de que me había caído. ¿Y si estaba mintiendo? ¿Y si se lo inventó para que me lo creyese y realmente me habían secuestrado? ¡Pero no tiene sentido que esté aquí, en esta habitación!

—Necesitas descansar, todavía no tienes fuerzas suficientes —empezó a hablar—. Te traeré algunos medicamentos para que te sientas mejor, pero procura descansar.

La miré. Sabía muy bien que no podría dormir.

—Quiero irme de aquí. Estoy bien —dije, totalmente convencida de que no me creería.

Ella, que ya se estaba encaminado hacia la puerta, paró, se dio la vuelta y me miró, esta vez preocupada.

—No te haremos daño. Necesitas descansar para estar más fuerte.

—Que no, que no, quiero irme, de verdad —respondí tratando de incorporarme de nuevo en la cama, nuevamente sin éxito.

La mujer se me acercó. Sentándose sobre el borde de la cama me puso una mano sobre la mejilla, que todavía escocía, pero ya ligeramente. Se sentía extraño, pero ciertamente tranquilizador.

—No tienes que tener miedo de mí. Si hubiese querido hacerte daño, no te hubiese curado —continuó hablando—. Además, mi trabajo es el de procurarle la salud a todo ser que me lo pida. Soy curandera —explicó.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunté.

Ella sonrió lánguidamente.

—Me llamo Frey. ¿Y tú?

Dudé un segundo en decírselo. Sin embargo, algo en ella me daba confianza. No entendía qué o por qué, pero creía que no era una mala persona.

—Eyra.

—Bonito nombre, Eyra. ¿De dónde vienes?

Su voz era melodiosa, tranquila, como un pájaro.

—De allí en dónde los árboles no tienen fin y las llamas llegan a los cien metros de altura.

Ella se quedó pensando por un segundo.

—¿Ifingar?

Asentí.

—Está muy lejos como para que hayas venido tú sola —comentó con un tono diferente, uno nuevo, lejos de la tranquilidad habitual.

—No estaba sola. Al menos no al principio —mascullé.

Mi semblante cambió. Las lágrimas volvieron a agolparse en mis ojos, pero esta vez me las quité frotándome los ojos.

—Siento oír eso. Debió de ser alguien importante.

No dije nada. No lo merecía. Si no, otra vez la presencia de mi hermano me mataría.

—Quizás sea mejor que descanses. Hablaremos esta noche. Ahora duérmete mientras tengas oportunidad de hacerlo —me explicó—. En cuanto te levantes te daré algo de comer también.

Acepté y, tras haberla visto desaparecer tras el marco de la puerta, me quedé mirando por la ventana.

Tres y media de la mañana, martes. Protagonistas de la escena: los cuatro amigos. Localización: en las profundidades del bosque.

Estábamos en el bosque durante una fría noche de invierno. Sentados sobre un tocón de madera conversábamos animadamente en un intento de olvidar las durezas del momento. A su vez, el fuego crepitaba en el suelo, derritiendo la nieve a su lado y calentando una bebida medicinal que Maru, la mejor de las hechiceras, había estado preparando para que todos nosotros pudiésemos sobrellevar el frío. Era totalmente cierto que estábamos congelados, pero, pegados a las llamas y totalmente abrazados, todo parecía ligeramente más soportable.

—¡Venga, Josh, cuéntanos alguna historia más! —pidió Maru, que estaba sirviendo ese brebaje en vasos de madera.

—¿Yo? Pero si mi vida no sale de cotidiana.... —protestó él en un tono bastante irónico.

—¡Sí, venga! ¡Seguro que hay algo bueno que comentar! —exclamamos.

— ¡Está bien! ¡Está bien! —respondió él moviendo las manos con el objetivo de que nos calmásemos—. Mira, una muy buena anécdota es la del momento en el que conseguí matar a un enorme monstruo de dos cabezas.

—¡Esa, esa es buena! —dijimos todos en más o menos las mismas palabras.

—Fue hace mucho tiempo, la verdad. Todavía era muy niño —comenzó a contar—. Estaba en un pequeño grupo, con chicos y una chica como yo, de mi misma edad. Todos la estábamos pasando bastante mal durante aquel invierno, el peor de todos, sin duda. Pero no fue hasta que decidimos meternos en un pequeño bosque a resguardarnos de la tormenta, ¡que un enorme dragón de dos cabezas nos apareció de la nada! Rápidamente desenvainamos nuestras armas, luchamos como auténticos supervivientes, pero ¡no le estábamos haciendo nada de daño! —Agitaba las manos con devoción—. Y era exasperante, de verdad —siguió—. Sin embargo, fui rápido en darme cuenta de que llevaba una enorme capa de escamas a la que no penetraríamos tan rápido, así que quedaba matarle en dónde más le dolía… ¡la boca y el espacio entre sus patas! —Se sentía por todo el aire la felicidad con la que contaba Josh la historia—. Nos agarramos de su cuello con cuerdas y, cuando quería escupir otra bocanada de fuego, le penetramos la mandíbula con una lanza, ¡expulsando una mezcla horripilante entre fuego y sangre hirviendo! ¡Y no solo eso! ¡Lo dejamos ciego cortándole por el medio los ojos y, por último, le rajamos las articulaciones con las navajas!

—¡Guau, genial, qué buena historia! —comentamos todos al final.

Reímos plácidamente, dejando de lado el hecho de que la historia estaba completamente inventada.

—Bueno, chicos. Yo ya me voy a dormir, que estoy demasiado cansado —comenté levantándome del tronco.

A lo que todos se me quedaron mirando con reproche. Traté de decirles varias veces que de verdad no podía más y que necesitaba dormir. Sin embargo, me siguieron suplicando hasta que perdí los nervios y les respondí, intentando parecer lo más irónico posible, que debían haber llevado ellos a la chica en brazos si tanto les gustaba la juerga. Me hicieron varias réplicas hasta que decidí terminar la conversación no dándole más importancia. Por el contrario, antes de haber dejado de lado el campamento, un sonido de ramas secas se oyó con total brusquedad. Al instante me eché al suelo y grité con todas mis fuerzas:

—¡Al suelo!

Y en ese momento una flecha salió disparada. Un chillido de dolor se oyó por todo el bosque, y cuando intenté descubrir de quién provenía, unos brazos me cogieron por los brazos y las piernas y prácticamente al instante me inmovilizaron.

V

Nueve y media de la noche, martes. Protagonista de la escena: Eyra. Ubicación: el mismo dormitorio de antes.

Era de noche. Las estrellas habían salido en el firmamento y la luna, como una lámpara de aceite, iluminaba todo a su paso. Suspirando, me di cuenta de cuán húmeda estaba la habitación para que las ventanas se empañasen. Tras un último vistazo a las montañas cubiertas de nieve, me separé de ellas y a paso lento, pero cada vez más fuerte, salí por la puerta. Todo estaba a oscuras y el silencio reinaba en el ambiente. Cerrando tras de mí, avancé tratando de utilizar el mayor sigilo posible. Al llegar a una zona mejor iluminada por los rayos de luna, descubrí que estaba en un palacio. Un palacio bello y pulcramente cuidado. Un palacio cuyo techo estaba hecho de cristal y por el que se reflejaban los rayos de luna por toda la sala en un bello baile de luces y sombras. Me quedé maravillada.

—Oye, tú, ¿quién eres? —preguntó una voz a lo lejos.

Me giré e inmediatamente después una mujer vestida de armadura me empujó hacia la pared cogiéndome del cuello con fuerza.

—¡Suéltame! —le grité mientras trataba de liberarme de sus enormes manos.

—¡¿Quién eres?! —volvió a preguntarme, esta vez notablemente más enfadada.

De repente, una de las puertas ubicadas al fondo del pasillo, al abrirse, chocó con la pared provocando tremendo estruendo. Las dos giramos nuestras cabezas al origen del suceso y mientras mi agresora me soltaba para acercarse a la zona, me quedé observando la escena. Algo o alguien acababa de salir de la estancia de una forma tan abrupta que se acabó cayendo al suelo de inmediato. La soldado, que llevaba las manos a su cinto, desenvainó una cuchilla afilada y se acercó a la persona. Por lo visto, aquella sombra consiguió esquivar hábilmente las embestidas de la atacante, hasta tal punto que por largos minutos vi cómo estas lucharon una contra la otra. El baile de luces y metales quedó grabado en mi retina mientras veía el cansancio en el cuerpo de aquella chica, que, si no intervenía pronto, dejaría de tener ventaja sobre su oponente. Echando un vistazo rápido a la habitación encontré una lámpara de aceite. Corriendo, la cogí entre mis manos y a su vez, corriendo, la arrojé con todas mis fuerzas sobre la cabeza de aquella soldado, dejándole un enorme hueco en la cabeza y su sangre manchando la alfombra del suelo.

—¿Estás bien? —le pregunté a la chica, que jadeaba como un canino.

Se le veía muy alterada; todo su cuerpo, escuálido como un saco de huesos, estaba temblando.

— Sí, sí, estoy bien — respondió ella a la vez que con la mirada buscaba no se sabía qué.

Cuando quise ponerle las manos en los hombros para tranquilizarla, otras puertas se oyeron abriéndose al fondo de pasillo principal.

—¡Maldita sea! —gruñó ella entre dientes separándose de mí.

—Métete en la única habitación libre que hay con la puerta abierta. Las ventanas dan al exterior y no está muy alto. Puedes escapar por ahí —le dije yo empujándola ligeramente—. Yo me hago cargo de esto.

Ella me miró por un instante, dejándome como obsequio el color achocolatado de sus ojos, y sin pensárselo dos veces hizo lo que le pedí. Por mi parte, corrí a cogerle la daga a la chica del suelo y apretando la mandíbula tal y como si mi vida dependiese de eso mismo, me hice varios cortes por las piernas y las manos. Así, cuando aparecieron en un grupo tres hombres y dos mujeres, me vieron sangrando, resultado de una cruenta batalla contra aquella soldado.

Son las cinco y media de la mañana, martes. Protagonistas de la escena: los cuatro amigos. Ubicación: de camino a un lugar desconocido.

Llovía a cántaros. Las gotas de agua iban cayendo por mi rostro y cuello, siendo imposible para mí quitármelas. Atado de pies y manos, estaba siendo arrastrado por un caballo de dimensiones ciclópeas. Girando la cabeza vi cómo mis compañeros estaban en la misma situación que yo y descubrí que aquellos hombres que cabalgaban llevándonos a rastras del suelo ya los había visto antes. Ya había luchado con ellos mucho antes.

Se hacían llamar Los Nuevos Cristianos, ya que, según ellos, con el cambio de era permanecieron humanos sin ninguna mutación genética y esto les permitió purificar su cuerpo para estar un eslabón más cerca de su dios. Desde entonces fueron creyéndose la especie superior a todas las demás, creyendo tener el poder de asesinar y aniquilar poblaciones enteras solo porque eran copias imperfectas de los hombres a los que su dios les había mandado aniquilar.

Es a causa de estos que aquelarres de seres como nosotros se fueron formando con el fin de luchar, proteger y mantener la paz entre especies. Solo que, en este caso, nos pillaron por sorpresa. Los soldados eran nuevos, mejores, menos perceptibles para nuestro oído. Su túnica había cambiado, era roja; tenían por insignia una flor blanca entera ensangrentada en el interior de una mandorla y se habían dejado los cabellos largos. Se notaba que algo estaba pasando, que iba a suceder algo. No por nada nos estaban secuestrando en vez de habernos matado directamente. De hecho, en cuanto lo pensé me di cuenta de que sus armas, armaduras y ciudad habían cambiado. Acabábamos de entrar en un lugar hostil; las personas nos miraban y gritaban nuestra muerte, las casas se volvieron fortificaciones de piedra, y alrededor de las murallas y el castillo había cruces con personas colgadas. El miedo afloró en mi pecho con una bestialidad que nunca había creído que llegaría a conocer mientras que el olor de la sangre aumentaba conforme nos íbamos acercando al castillo, y fue cuando llegamos a sus puertas que mis entrañas no pudieron más y solté absolutamente todo encima de mí.

— Jacob, ¡ven aquí! Ponles ya en pie, que suficiente tengo ya con el olor de los cadáveres —ordenó el soldado que me había estado llevando a mí durante el camino.

Tres hombres de los cuales intuía que uno era aquel tal Jacob se nos acercaron y, después de amenazarnos con la muerte si hacíamos el más mínimo intento de escaparnos, nos quitaron aquellas cuerdas que nos sirvieron de esposas de las piernas. Nos ayudaron a ponernos en pie y, como a los perros con las correas, nos llevaron desviándonos del camino principal al palacio por unos caminos secundarios a una especie de edificio. Después de haber entrado allí no volveríamos a ser los mismos.

Nueve y media de la noche, martes. Protagonista de la escena: Brianda. Localización: habitación parecida a un almacén.

Me pesaba el cuerpo entero. Todo bailaba a mi alrededor y era incapaz de coordinar más de dos movimientos seguidos. Estaba tumbada sobre la pila de mantas, pero aun así podía sentir el frío recorrer mi cuerpo de arriba abajo. No lo soportaba más. Con las pocas fuerzas que tenía conseguí incorporarme. Poniéndome de pie, a duras penas empecé a balancearme de un lado a otro de la habitación, tal y como si esta estuviese en movimiento. Estaba tan sumamente mareada que no distinguía hacia dónde estaba yendo y mucho menos lo que tenía delante. Aun así, por azares del destino, después de haberme tambaleado por toda la habitación, me choqué con algo que conseguí abrir, pero cayéndome como consecuencia de haber desaparecido de mi lado. Sin embargo, esa pesadez que había inundado mi cuerpo y había cegado mis ojos desapareció en cuestión de instantes, y para cuando me incorporé, descubrí en la oscuridad de la sala como una mujer estaba sujetando por el cuello a otra a la vez que la amenazaba más bien a gritos. Al verme, sacó de su manto una daga y se me acercó en postura amenazante. Al instante siguiente trató de embestirme con el arma. Conseguí esquivarla tirándome hacia la pared que tenía a mi izquierda. Esta trató de cogerme por la mano, pero a mí me dio tiempo suficiente para evitarlo. Salí corriendo a lo que parecía una enorme sala de techo acristalado. Por fin pude adivinar los rasgos de aquella chica, la cual estaba sumamente sorprendida por la situación. Esos preciosos segundos para pensar hacia dónde iba se me agotaron y aquella mujer por detrás de mí me agarró del cuello con uno de sus brazos y con la mano del otro me puso la daga en la espalda. En un intento desesperado la cogí por el brazo y, encogiendo mi pecho hacia al abdomen, conseguí tirarla al suelo. No tardó en levantarse. Era hábil. Muy hábil, de hecho. Me volvió a perseguir como un león hambriento por toda la habitación mientras que sus manos, como dos tentáculos enormes, trataban de hacerme daño con aquella arma. La esquivé cuanto me fue posible, y cuando ya no me quedaba aire en el pecho y mis respiraciones se volvieron jadeos, aquella chica que estuvo presenciando toda la escena se deslizó hasta una de las mesas de la sala y, cogiendo una lámpara de aceite, se la estampó en la cabeza a la agresora. Esta cayó al suelo dejando un reguero de sangre.

—¿Estás bien? —me preguntó ella.

—Sí, sí. Estoy bien —respondí sin ni siquiera mirarle a la cara.

Miraba como desesperada hacia todos lados en busca de algún lugar por el cual escapar. Ella trató de ponerme las manos sobre los hombros. Yo me eché hacia atrás en el preciso instante en el que unas puertas se oyeron abriéndose al fondo del pasillo principal.

—¡Maldita sea! —gruñí entre dientes.

—Métete en la única habitación que hay con la puerta abierta. Las ventanas dan al exterior y no está muy alto —me dijo empujándome ligeramente—. Yo me hago cargo de esto.

La miré por un instante, grabándome a fuego en la memoria el color de aquellos ojos verdes, y salí corriendo. En cuanto vi la puerta abierta, me abalancé a su interior, y con toda la rapidez que pude, abrí las ventanas y me tiré por allí.

VI

Justo después de la pelea. Protagonista de la escena: Eyra. Localización: dentro una enorme habitación de estar.

Dos guardianes, un hombre y dos mujeres habían aparecido. Estaban solo a unos pocos metros de mí. Los suficientes como para que mi función se llevase a cabo.

—¡Me quiso matar! ¡Me llamaba ladrona! —les grité mirándolos con los ojos bañados en lágrimas y apretando las heridas que ya escocían como el infierno.

Bajo la mirada de aquellos que suponía que eran los reyes, me tiré al suelo y, encorvando todo mi cuerpo, jadeaba y gemía como un niño pequeño. No pasaron muchos segundos hasta que una de las mujeres se me acercó, dejando expuesto su rostro a la luz de la luna. Era la curandera. Con un rostro pétreo, pero con una mirada llena de circunstancias, puso sus finos dedos sobre mis manos e inspeccionó la gravedad de las heridas. A continuación, sentenció:

—Los daños son superficiales. Podría desinfectar las heridas, coserlas y que en poco tiempo se curen.

La miré a los ojos. En ese memento era lo que más deseaba, y cuanto antes se hiciese, mejor. Cuando dos guardias se acercaron para cogerme por los brazos, les dirigí una última mirada a los reyes, quienes demostraban estar llenos de dudas. Los podía entender a la perfección. No me habían visto nunca y yo tampoco a ellos. Al final, me llevaron por varios corredores hasta llegar a una habitación repleta de vegetación. Las cuatro paredes estaban pulcramente conectadas por todo tipo de enredaderas, flores y algunas frutillas. El suelo, por otro lado, ocupaba la menor zona, ya que estaba dividido entre la madera por la que poder pasar, un pequeño riachuelo artificial que alimentaba a las plantas y la zona de tierra, en la que repodaban todas las especies vegetales. Los dos guardias, tras la orden de la curandera, me tumbaron sobre una especie de camilla de madera, y a continuación se colocaron a los dos lados de la puerta.

—¡Salid todos! —ordenó Frey en un grito.

Los soldados, que se habían colocado a cada lado de la puerta, escucharon su mandato y salieron cerrando tras de sí.

—Dime cómo te has hecho los cortes.

De nuevo, una orden. No se venía con bromas. Pero yo tampoco iba a ceder. La miré sorprendida, o al menos intentándolo.

—¡Yo no me los he hecho! ¡Me los hizo ella! —inquirí sobresaltándome en la cama.

Después, le quité mi brazo de entre sus dedos, que llevaba investigando unos segundos, como disgustada ante su tonta insinuación.

—¿Tú de verdad crees que soy tan ingenua? ¿Acaso crees que me he ganado este puesto creyendo a gente como tú?

La miré por unos instantes. Ese comentario sí había dolido.

—¿Y quién es la gente cómo yo? ¿Eh? ¿Cómo? —pregunté a gritos.

—¡Baja la voz y deja de cambiarme de tema! —gruñó—. Estas heridas son superficiales, por lo que si querían hacerte daño no te lo habrían hecho tan flojo. Además, el ángulo con el que se cortó la piel demuestra que solo uno mismo se las ha podido hacer.

Ya no sabía qué hacer.

—Te lo repito. No he sido yo. ¿Quién en su sano juicio se querría hacer heridas en el cuerpo a propósito?

Tomó aire en el pecho y, tras cerrar los ojos e intentar aparentar tranquilidad, me respondió:

—Está bien. Supongamos que me creo tu historia. Felicidades. Has conseguido matar a la mejor de entre los soldados del rey —hizo una pausa—. Eso sí, no lo vuelvas a hacer, porque a la próxima ni se lo piensan. Te ejecutan directamente. Y no solo a ti. A mí también por no haberles anunciado tu presencia aquí.

Asentí con la cabeza. Después, me puso los dedos sobre la frente volviéndome a cegar.

—Vamos a ponerte bien de nuevo —comentó ya casi en un suspiro.

A continuación, cerrando los ojos, comenzó a recitar una oración. Sus palabras eran suaves, dulces y majestuosas. Podía sentir cómo rozaban mi piel y traspasaban cada parte de mi cuerpo, inundándolo de una paz, una tranquilidad y un sueño nunca concebidos. En unos pocos segundos mis ojos comenzaron a cerrarse y en apenas unos minutos acabé rendida sobre aquella camilla, a su merced.

Son las seis de la mañana, martes. Protagonistas de la escena: los cuatro amigos. Localización: dentro del territorio enemigo.

Nos tiraron al interior de unos calabozos. Todo a nuestro alrededor estaba en completa oscuridad. Imperaban el frío y el repugnante olor a podrido. Después de que los soldados hubiesen desaparecido en la penumbra y de que sus pasos ya no se oyesen, pregunté al aire:

—¿Estáis bien?

Entre las afirmaciones de mis compañeros se empezaron a oír unos gemidos de dolor cada vez más acentuados.

—¡No! —gritó Josh desesperado—. ¡Dios mío, ahora no!

Tanto Tanis como yo dijimos a la vez:

—¿Cómo puede ser? Si todavía queda mucho para eso.

—¡Ayuda, por favor! —gimió Maru desde el interior de su celda.

En el segundo siguiente un sonido metálico inundó toda la estancia. Era Josh. Estaba chocándose una y otra vez contra las puertas de la celda.

—Tranquila, castañita. ¡Te sacaremos de aquí! —gritaba Josh de tal forma que el ánimo parecía que iba para sí mismo.

Los gemidos se transformaron en poco tiempo en gritos desesperados de dolor.

—¡No puedo más! —gritaba ella con todas sus fuerzas.

Ahí todos nos dimos cuenta de que el grito del bosque fue por ella, a quien le habían disparado la flecha.

—¡Tranquila, castañita, pronto te sacaré de aquí! ¡Ya verás, todo saldrá bien! —decía Josh en un punto en el que la racionalidad le había abandonado. Le estaba dando patadas y codazos a los barrotes de metal. Chocaba con todo su cuerpo contra ellas y a la vez las insultaba en todos los idiomas que se sabía.

Yo me contuve durante la conversación solo porque la presión no se apoderase de mí. Tomé aire en el pecho y, metiendo la mano en una de mis botas, saqué una pequeña navaja. Tras varios minutos de ruidos estrepitosos y un vago intento de concentración, conseguí abrir la celda rompiendo la cerradura. Acto seguido, me dirigí a la celda de Tanis para abrirla. No llegué a hacerlo porque Josh me gritó:

—Como no me abras primero, te juro por todos los dioses en los que crees que a la primera oportunidad que tenga te voy a ahorcar.

Me di la vuelta, exasperado, y le abrí la celda. Este no se lo pensó dos veces y me quitó la navaja de las manos para, al acercarse a la celda de Maru, ponerse a hacerle agujeros por todos lados al cerrojo.

—¡Para, animal! ¡Que la vas a romper! —le grité a Josh abalanzándome sobre él y quitándole el arma de las manos. Este me miró a los ojos con una expresión demente. No le hice caso y dirigí mi atención al cerrojo. Al abrir, descubrí a Maru en una esquina, tumbada sobre un charco de sangre e inconsciente.

—¡No! —gritó Josh tirándose al suelo e intentando tapar una enorme herida que tenía en el costado.

—Pero ¡¿qué está pasando?! —exclamó Tanis por primera vez después de que hubiésemos entrado en aquel lugar.

Dándome cuenta de que aún no la había abierto, fui a hacerlo y se nos acercó, viendo la situación. Se echó al suelo junto a Josh y trató de buscarle el pulso, pero Josh no la dejó.

—¡No la toques! —espetó él empujándola hasta chocar con la pared contraria.

Enfadado, me acerqué y le pegué un puñetazo a Josh.

—Tío, relájate ya.

Tanis me puso la mano sobre el hombro.

—No lo intentes. Así no vas a conseguir nada. Llévatelo en busca de alguna salida. Yo me ocupo de esto.

Haciéndole caso, cogí a Josh por las axilas y este, luchando con todas sus fuerzas, no consiguió escaparse. Me insultó de todas las maneras posibles e imposibles. Traté de no hacerle caso y lo llevé a rastras por diferentes pasillos para que se tranquilizase. Acabamos en el suelo, él llorando sobre mí, abrazándome como un niño pequeño, y yo empapado de sus lágrimas.

Justo después de la pelea. Protagonista de la escena: Brianda. Localización: fuera del castillo.

Corría. No podía más. Las lágrimas se agolpaban en mis ojos y tenía ganas de gritar, de tirarme al suelo, de patalear. El miedo me abrumaba, sentía un nudo en la garganta que me ahogaba, las piernas me estaban cediendo del dolor y el aire en los pulmones me abandonaba. De verdad que quería parar. Que todo esto terminase, que viese la puerta del final... Para un nuevo comienzo. Sí, un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. No tener que volver a huir más, no apuñalar, no matar, no sentir esa angustia en mi pecho cada vez que me topaba con aquellas miradas de desconcierto, de tristeza. Yo no era Dios para recibir tantas súplicas, no era Él para quitar tantas vidas ni para decidir el destino de nadie. Sin embargo, lo hacía. Las lágrimas de pronto estallaron de los ojos y cayeron por mis mejillas. Sentía impotencia, debilidad, temor, dolor y más sufrimiento. ¿Cuándo me vais a perdonar, diosas? ¿Cuándo me dejaréis de atormentar por lo que he hecho? ¿Acaso no he trabajado en mi penitencia? ¿Acaso no me he dado a los demás, acaso no ha sido suficiente para que me liberéis de mi castigo? Por favor, Luna y Estrellas... He prometido seros fiel, luchar por y para vosotras, y cada vez os siento más lejanas. Vuestro mantra, el que llevaba siempre en mi cabeza, en mi corazón y en mi boca, y me daba fuerzas para seguir, lo noto vacío, asqueadamente frío, como si todo el universo se hubiese congelado por mi causa.

Caí al suelo de rodillas. Presa de un horrible abatimiento, me quedé ahí, llorando, maldiciendo en silencio y odiándome tanto como me era posible.

VII

No se sabe qué hora es. Protagonista de la escena: Eyra. Localización: desconocida.

Abrí lentamente los ojos. Sabía perfectamente lo que estaba por pasar. Ni siquiera tuve que moverme.

Delante de mí se formaron esas cuatro paredes, la luz se disipó y el estridente sonido de las espadas al chocar una contra otra se volvió casi insoportable. Cada vez se acercaba más a mí, con más rapidez, como si ya supiesen que estaba ahí. De pronto todo quedó en silencio. Suspiré y esperé mi desdicha. Pasaron nueve segundos, dos menos que de costumbre. Unos dedos tocaron mis labios y posaron su sangre sobre mi piel dibujando una línea recta. No podía mirarle a la cara. Me negaba a hacerlo. No quería llorar. No estaba dispuesta a volver a pasarme las noches en vela a la luz de la luna implorando no quedarme sola en la oscuridad. Me haría verlo, me obligaría estar con él, y no quería. ¿Me escuchas? ¡No quería verlo! Quería que muriese, que me olvidase, que me dejase en paz, en vida y sola. Aun así, no me escuchaba. Estaba ahí, esperando a que abriese los ojos, que un profundo dolor me quemase por dentro, que su imagen no se me fuese de la mente nunca. Tragué saliva y lo hice. Abrí los ojos y ahí estaba él. Una cara desfigurada, llena de sangre, de cortes, de cabellos pelirrojos hundiéndose en la carne desnuda. Sus ojos del color de la esmeralda eran lo único que permaneció intacto después de su muerte.

—Gar... Déjame, por favor —supliqué.

Poco después de salir de las celdas. Protagonistas de la escena: Josh y Leitan. Localización: dentro de un edificio en territorio enemigo.

Lo sostenía como podía y aun con toda la fuerza que tenía no podía mantenerlo de pie por más de unos pocos minutos. Parecía que sobre su peso se había añadido el suyo transformado en pesadumbre. Sin aguantarlo más, lo dejé caer al suelo. Parecía un perro abandonado, un animal herido, un hombre desesperado. Con toda seguridad sabía que, si llegábamos vivos al día de mañana, su cara y cuello escocerían como el mismísimo infierno.

—Josh, tienes que enderezarte. Si ahora nos encontramos con alguien y nos ataca estoy totalmente seguro de que no vamos a tener las de ganar. No en este estado —le dije agachándome a su nivel.

—Mira, mejor. ¡Así me reuniré con mi mujer! —gritó él entre llantos.

Alarmado, miré hacia todos lados. Nos tenían que haber oído.

—Josh, por todos los dioses en los que crees, ¿de verdad crees que Maru ha muerto? ¿Tan débil la crees? —le pregunté poniendo una mueca de circunstancias.

Este dejo de gemir y empujándome con todas sus fuerzas me hizo chocar con la pared contraria de piedra maciza. Un gemido de dolor salió de mi boca. Me fue imposible ocultarlo.

—¡La he visto desangrarse, Leitan! ¿Crees que alguien puede sobrevivir a esa herida en las entrañas?

Me gritó. En sus ojos se adivinaba la furia.

—¡Josh, por Dios, te pido que te relajes de una maldita vez! Tanis está con Maru y la puede ayudar. Solo hace falta darle tiempo.

—¡No metas a Dios en esto! Él es el culpable de que estos malditos locos nos hayan encerrado en esas celdas y hayan dejado a mi mujer embarazada ahí, ¡a que se pudra como una rata más! —gritó enfadado.

Enfurecido, le di un puñetazo tirándole al suelo.

—¡Él no es culpable de nada, Josh! Somos nosotros, los hombres, que llevados por el mal que nos rodea y nos incita a cada paso realizamos actos atroces echándole la culpa a los demás por no hacernos nosotros responsables de nuestros actos. La locura también lleva una responsabilidad de la que ninguno se hace cargo. Y ahí fuera hay muchos locos con sed de sangre. Muchos locos que creen en un Dios que, después de crearnos, nos quiere matar. Dime, ¿qué sentido tiene para ti, Josh? ¿Matarías a tus propios hijos después de engendrarlos? —le recriminé enfadado—. ¿A que no tiene sentido? Pues ahora todo aclarado. Vamos a buscar una salida de este lugar.