A través de la plaza mágica - Martín Xicarts Caram - E-Book

A través de la plaza mágica E-Book

Martín Xicarts Caram

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Beschreibung

Manuel es un niño de once años que no sabe lo que es tener amigos. Pero cuando se ve arrastrado por el malvado Espantapájaros al misterioso y mágico mundo de una plaza que no es su plaza, Manuel se embarcará en una aventura en la que conocerá increíbles compañeros, desde un pastor alemán que puede hablar y una niña que vuela, hasta un lobo que anda en dos patas y una marioneta mosquetera. Con ellos se enfrentará a los peligros de la plaza y lo ayudarán a descubrir lo que es la verdadera amistad.

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Martín Xicarts Caram

A través de la plaza mágica

Xicarts Caram, Martín A través de la plaza mágica / Martín Xicarts Caram. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3670-9

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

Para mis papás

Agradecimientos

A mi abuela Noemi y a mi abuelo Luis, por ser los primeros en leer lo que hoy tienen entre sus manos.

A mi abuela Elisabeth y a mi abuelo Pepe, por siempre estar presentes.

A mis padres, Gabriela y Rubén, que me apoyaron desde el minuto uno y me ayudaron a llegar a donde estoy.

A Rocío Agustina Giménez, por su amistad y consejos durante todos los años que tomó escribir esta historia.

A Alejandro Bellver, por ayudarme a darle forma y sustancia.

Y por último, a J.M. Barrie, Lewis Carroll, C.S. Lewis y Frances Hodgson Burnett, cuya imaginación y mundos extraordinarios hicieron posible esta obra.

I

Hace no mucho tiempo, un niño llamado Manuel se había escapado de su clase de gimnasia. Tenía once años y no era muy alto, ni siquiera entre sus pares. Su mirada era adusta, y su tez era parda. «Venimos de la tierra» le había explicado su abuelo cuando Manuel le preguntó por qué era así. Pero, lo que lo diferenciaba del resto de la clase, o al menos así lo sentía él, era que Manuel siempre fue más gordito que sus compañeros. Le gustaba comer, ¿qué podía hacer?

Aún recordaba haber entrado al primer grado por primera vez, y que un grupo de sus compañeros se burlaran de él por no poder correr tan rápido, y por ocupar más espacio que ellos. ¿Y qué había aprendido de esa experiencia? Que sus compañeros eran todos tontos.

No hubo nadie que le explicara a Manuel que esa no era la conclusión a la que tenía que llegar, y así se pasó los siguientes años con un enojo que le crecía y le crecía en el interior. Ellos lo trataban mal, y él los trataba mal en consecuencia. A veces, incluso, Manuel los trataba mal antes de que los demás le hicieran algo. Sus papás trabajaban todo el día, y sus hermanos mayores eran tan mayores que incluso ya se habían ido de la casa para estudiar en la universidad. En la soledad de sus días, Manuel aprendía solo.

Como no era bueno para ningún deporte, Manuel tomó interés por actividades que hicieran ejercitar su cerebro. Se volvió habilidoso con los rompecabezas, los crucigramas y los acertijos, y todo eso le resultó fácil porque se podía hacer sin compañía. Y Manuel nunca tenía compañía.

‘Amigos’ no era una palabra que conociera del todo bien. Siempre estaba a la defensiva, porque había aprendido que si algún niño se acercaba a él, posiblemente era para burlarse de que estaba gordo, o de que hacía preguntas tontas en clase, o de que no tenía tanto dinero como los demás. Así que Manuel se mostraba sarcástico, burlón, despectivo, y siempre tenía un comentario ácido en la punta de la lengua para tirarle al primero que buscara ofenderlo.

Es en ese contexto que inicia esta historia. Manuel iba a la escuela a la mañana, y tenía clase de gimnasia a la tarde. Pero la clase de esa tarde no iba a ser como una de las tantas otras, que para él eran un auténtico suplicio.

Mientras se anudaba los cordones y esperaba a que el profesor los hiciera correr alrededor de la pista, Manuel escuchó a algunos de sus compañeros riéndose cerca de él. En dos segundos, su mente empezó a trabajar. ¿Por qué se reían? ¿De qué se reían? ¿Se estaban riendo de él otra vez? ¿Acaso los había visto mirarlo de reojo mientras cuchicheaban entre ellos? Seguro. Seguro era algo por ese estilo, y ese día no estaba para aguantarse tonterías.

La clase empezó a correr a la orden del profesor, y ahí estaba Manuel, siempre unos metros por detrás de los demás. Con el ceño fruncido y la respiración entrecortada, el chico volvió a escuchar a sus compañeros riéndose por lo bajo, y pasándolo con soltura a cada tramo de la pista. No entendía por qué lo molestaban esta vez, pero iba a hacer algo al respecto.

En una de las curvas, uno de los chicos lo pasó por la izquierda y le dijo, sin siquiera mirarlo:

—Movete, pelota.

Manuel sintió cómo la sangre le subía al cerebro, y algo dentro de él terminó por explotar. ¿Pelota? ¿PELOTA? Manuel corrió lo más rápido que pudo hasta alcanzar al chico en cuestión y, con todas sus fuerzas, lo empujó, tirándolo afuera de la pista.

Automáticamente se escuchó el silbato del profesor, pero eso no era lo que le preocupaba a Manuel en ese momento. Otro de sus compañeros fue hacia él e intentó derribarlo a base de empujones.

—Otra vez el gordo molestando.

—¡Ustedes empezaron! —lo acusó Manuel, que tenía ganas de pelearse con todos sus compañeros.

—¿De qué hablás, mentiroso? —lo cuestionó otro de los chicos.

—Se estaban burlando de mí, y ese tonto me insultó —respondió Manuel.

El profesor intentó calmar los ánimos, pero aún no estaba todo dicho.

—Nadie estaba hablando de vos, gordo —le dijeron otros.

Y ahí estaba otra vez, ese insulto. Ahora bien, esta clase de situaciones no eran del todo ajenas a Manuel. Cada tanto tenía peleas con sus compañeros y antes las había tenido con sus hermanos, porque en el fondo, Manuel no sabía por qué no le caía bien a los demás. Por la diferencia de edad con sus hermanos, no aprendió a tener a alguien con quien jugar. Teniendo que pasar su tiempo solo en su casa y en la escuela, aprendió a portarse mal y hacer diabluras con tal de llamar la atención.

Si tan solo Manuel hubiera aprendido que en la vida se gana más siendo amable y amigable.

Pero lo hecho, hecho estaba, y ahora sabía que se venía el reto del profesor, y probablemente una llamada de atención para sus papás, y eso le iba a traer más problemas en su casa. Una parte dentro suyo se arrepentía de haber empezado todo ese problema, pero otra seguía pensando que se lo merecían.

No quería sentirse culpable, y no quería estar ahí, porque odiaba esas clases de gimnasia. Entonces, con un nudo en el estómago, Manuel agarró su mochila y salió corriendo.

II

Manuel caminaba por una de las calles de su barrio, aún sintiendo ese nudo en el estómago agobiándolo. Del otro lado de la calle se encontraba la plaza de su barrio, a la que solía ir durante su niñez para ver si tal vez allí podía encontrar un amigo. Como eso nunca ocurrió, Manuel dejó de acudir.

Aquella tarde de otoño hacía frío, las hojas amarillas y naranjas volaban y giraban antes de caer al suelo, y Manuel caminaba con su pesada mochila al hombro, cargada con libros, útiles escolares, cuadernos, e incluso una linterna. Sus pensamientos iban de un lado a otro mientras andaba apesadumbrado, estirando sus pies como si el siguiente paso fuera a traerle el más espantoso de los dolores. Avanzar significaba tomar una decisión que no quería hacer, porque ninguna de las opciones iba a traerle buenos resultados. Mover el pie derecho, seguir caminando hacia su casa y recibir el reto de sus papás por haberse escapado de la clase de gimnasia. Mover el pie izquierdo, regresar al gimnasio y recibir el reto de su profesor por haber empujado a su compañero. No mover ninguno y quedarse donde estaba, sintiendo el frío de aquella tarde de otoño.

Porque ese era otro de sus problemas: la clase de gimnasia. ¿Por qué tenía que ir él a la clase de gimnasia? Si ya les había explicado muy claramente a sus papás lo del nudo en el pecho que se le formaba cada vez que el profesor lo mandaba a correr en el calentamiento. ¿Y el momento de seleccionar equipos? No, eso era lo peor. Era una amargura que sus compañeros se rieran de él y lo llamaran cobarde y torpe por no saber jugar. Al fin y al cabo, no era bueno en los deportes, ¿por qué lo obligaban a practicarlos?

Nada de eso importaba, porque allí estaba él, del otro lado de la calle que daba a la plaza de su barrio, caminando lentamente como si la vida se le fuera en ello. Manuel estaba seguro de que los caracoles iban más rápido que él, pero al menos ellos no tenían que decidir si seguían hasta su casa, volvían al gimnasio o se quedaban allí, en el frío.

Todo aquel debate interno acabó en un santiamén. Manuel levantó la vista de sus pies y prestó atención: la melodía de una flauta salía de la plaza para ir a alojarse directamente a sus oídos.

¿Qué era aquello? En su vida había escuchado algo tan placentero, tan dulce, como la suave caricia de una pluma o el arrullo de una madre después de una noche con pesadillas. El chico se quedó extasiado mientras oía atentamente la música, sin poder determinar exactamente el origen. ¿De dónde venía? Sabía que la plaza estaba cerrada porque habían resembrado el césped. Además, ¿quién iba a querer ir a divertirse allí con el frío que hacía?

Sin embargo, aquella era la melodía de una flauta, y si había una flauta, entonces alguien debería estar tocándola, ¿no? Eso es lo que pensaba Manuel en aquellos momentos, era el sentido común que imperaba en su cabeza. También le advertía que era mejor no distraerse y que tenía que volver a lo que estaba haciendo antes: tomar una decisión.

—Ir, quedarme, volver… —empezó a recitar Manuel en un susurro para sí mismo, intentando concentrarse. Pero no, no podía, y allí se quedó plantado para luego volver a desviar su mirada hacia la plaza. En apenas un instante, Manuel se olvidó por completo de lo que estaba haciendo hasta ese momento. Ni las clases de gimnasia, ni el reto de su mamá, ni el frío siguieron preocupándole, porque ahora necesitaba saber quién estaba tocando aquella melodía y en dónde. Había algo en esos acordes que hacían brotar todos esos alegres y perfectos recuerdos de veranos pasados, juegos interminables en los que traía a la vida a valientes caballeros, feroces bucaneros y poderosos hechiceros. La música de aquel misterioso instrumento era todo lo que estaba bien con sus comidas preferidas, con sus deliciosas horas de sueño, o esas maravillosas sesiones de cine que le regalaba su abuela. En su mente ya no hubo espacio para nada más, y Manuel el malhumorado tomó finalmente su decisión: ni adelante, ni atrás, ni en el lugar, él iba a ir a la plaza.

III

Como precaución, porque siempre hay que ser precavidos, se acordó de mirar a ambos lados antes de cruzar, y así fue como llegó a la plaza de su barrio, que era grande, pero no enorme. Tenía muchos árboles, y habían armado un gran cerco con arbustos. Manuel se acercó a ellos y apoyó su oreja contra las hojas, prestando atención: la música seguía ahí. «¡Y se escucha más fuerte!» pensó entusiasmado. El único problema era que la melodía de la flauta venía justo de atrás del arbusto y, como mencioné antes, la plaza estaba cerrada. Siendo así, sólo le quedaba una solución: atravesarlo.

Con sus torpes manos empezó a separar hojas y ramas, y hacia adentro fue, sintiendo cómo algunos tallos lo pinchaban y otros se enganchaban en su mochila. La música por momentos bajaba de volumen y después volvía a subir, pero él no terminaba de cruzar el arbusto. Tenía que cerrar los ojos continuamente para no pinchárselos, y por un instante creyó que se había tragado un bicho cuando una hoja espesa le pasó muy cerca de la boca. Probablemente, Manuel nunca se hubiera aventurado a meterse en aquel espeso matorral de no haber sido por aquella música seductora, menos que menos cuando empezó a notar lo peculiar que era el entorno que lo rodeaba.

Durante un largo trecho todo se volvió oscuro, como si el sol se hubiera descolgado del cielo en un santiamén. Manuel quiso detenerse por puro reflejo, pero su cuerpo lo obligó a continuar, un pie detrás del otro, y la armonía aún alojándose en sus oídos. Su respiración comenzó a acelerarse ante la incertidumbre que lo agobiaba, y aún así tenía que saberlo, tenía que resolver ese maravilloso misterio. Cuando empezaba a preguntarse qué tan frondoso era aquel ramal, unas pequeñas gotas de luz llegaron hasta él, significando el final del camino. Manuel hizo un último esfuerzo y terminó de atravesar el arbusto, llegando a la plaza. Pero, sin darse cuenta, su pie tropezó con una rama en el suelo y cayó de bruces, raspándose la rodilla.

Eso no fue lo más extraño, sin embargo. Cuando pudo recomponerse y prestar atención a su alrededor, aún sentado en el suelo, se dio cuenta de que la música de la flauta había desaparecido. Miró alrededor, confundido, y tampoco pudo ubicarse. ¿En dónde estaba? Veía muchos árboles por todos lados, más de los que había visto en toda su vida, y definitivamente muchos más de los que había visto en aquella plaza. Porque era una plaza y no un parque, según sabía.

Manuel se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones. Tenía un agujero en la rodilla donde se había raspado, que sólo significaba más retos por parte de su mamá. El chico respiró profundo un momento, y miró hacia atrás, hacia el arbusto por el que había venido. Tal vez si hacía el camino inverso podría volver de nuevo a la vereda y salir de aquella parte extraña de la plaza que no conocía. Después de todo, si ya no había música, no tenía sentido quedarse allí, y encima ahora se acordaba perfectamente de la clase de gimnasia de la que se había escapado, por lo que regresó su nudo en el estómago.

Suspirando, Manuel caminó de regreso al arbusto y se metió en él, pero, tras dar unos cuatro pasos en aquella dirección, salió del otro lado, y notó que aquel lado era idéntico al que había dejado recién. Muchos árboles, como si se tratara de un bosque inmenso. Frunció el ceño, mucho más confundido que antes, y miró hacia atrás. Sí, efectivamente seguía todo igual, pero ¿dónde estaba la calle?

—¿Hola? —preguntó titubeando. Fue en ese preciso instante que se dio cuenta de algo perturbador: no oía ni un sólo sonido de pájaros. Ni un aleteo, ni alguna cancioncita, o algún arrullo melodioso. Nada. El bosque estaba en completo silencio. Después del preciso instante en que se dio cuenta de eso, Manuel comprendió otra cosa: estaba solo.

Entonces, sintió miedo.

Aquel asunto no le hacía ninguna gracia. «La primera opción. ¡Elijo la primera opción! ¡Quiero ir a casa!» pensó, sin saber hacia dónde tenía que caminar. Si para ese lado no se encontraba la calle, no significaba necesariamente que para el otro lado no estuviera la plaza como él la conocía. Sentido común. Así pues, mientras se mordía nervioso la uña del pulgar, Manuel sorteó el arbusto y caminó en la dirección a la que se dirigía originalmente.

Por un rato muy largo no hizo más que caminar y caminar. No oía nada, ni animales ni flautas. Aún así siguió avanzando, porque tarde o temprano debía encontrarse con alguien, cualquier persona que le pudiera indicar por dónde se salía de aquella nueva plaza. Lo que él no sospechaba era que iba a ser mucho más temprano que tarde.

De repente, en lo que parecía un pequeño claro del bosque al que llegaba la luz otoñal, Manuel se encontró con un banco de plaza. Junto al banco había un anciano con cabellos grises alrededor de la cabeza y en la barba que le tapaba el cuello. Llevaba una boina negra que adornaba la parte superior de su cabeza, haciéndolo ver muy elegante, e iba vestido con un suéter castaño. En sus manos sujetaba una horquilla con cuatro puntas. El viejo recolectaba un montón de paja amarilla que estaba desparramada por el suelo, y la dejaba encima de una carretilla descascarada.

—Bu... buenas tardes, señor —tartamudeó Manuel.

El anciano se giró hacia él y le dedicó una sonrisa.

—Buenas tardes, jovencito.

Y, tras hacerle un pequeño gesto con la cabeza, regresó a su trabajo de juntar paja y amontonarla en la carretilla.

—Disculpe, señor... ¿Sabe usted dónde está la salida? —preguntó el chico, ansioso por obtener una respuesta cuanto antes. El viejo volvió a mirarlo, sonriéndole otra vez, y le respondió:

—¿La salida de dónde?

—La salida de la plaza, claro —contestó Manuel, sorprendido por aquella pregunta, y un poco enojado también. A veces el mal genio del chico sobrepasaba el respeto que le habían enseñado profesar a las personas mayores.

—Oh, ya sé a qué te refieres —El anciano parecía bastante entretenido con la situación.— Pero, ¿por qué quieres salir? ¿No te divierte la plaza?

—Bueno, sí, las plazas están bien, pero tengo que volver a mi casa.

A Manuel le daba un poco de vergüenza tener que explicar que se había escapado de la clase de gimnasia y que sin querer se había perdido. Aparte, para lo que a él le importaba, no era asunto del viejo saberlo.

El anciano asintió, como si comprendiera su situación, y señaló hacia la izquierda, entre dos árboles curvados:

—Si quieres salir de la plaza, tienes que ir por ese camino. Pero ten cuidado con quién te cruzas, hablar con extraños puede ser peligroso.

Manuel asintió con la cabeza, y decidió que no hacía falta quedarse demasiado tiempo allí. Sin agradecerle, entre nervioso y apurado, caminó apresuradamente hacia los árboles curvados y pasó bajo ellos, encontrando la senda de ripio que le había señalado el anciano. Manuel, sin estar seguro hacia donde iba, siguió el sendero marcado, que en principio no parecía tener nada de peligroso.

Detrás de él, el anciano sonrió de lado.

IV

Mientras le daba una vuelta a un árbol, le llegó el sonido de alguien llorando. Más bien, alguien gimoteando. No estaba lejos. El chico se detuvo un momento y pensó qué podía hacer. Tal vez no era de su incumbencia meterse en los asuntos de los demás, y tal vez aquella persona quería llorar en paz. Esa era una opción. La otra cosa que podía hacer era ir hasta allí y averiguar qué estaba pasando. ¿Y si se había lastimado? ¿Tenía que ayudar? Tal vez, aunque no estaba realmente interesado, sólo lo movía la curiosidad.

Siendo así, Manuel se alejó unos metros del sendero y siguió la pista de los sollozos. Grande fue su sorpresa cuando encontró a un perro ovejero alemán, de tamaño mediano, y con pelaje oscuro en el lomo y castaño claro en el resto del cuerpo. El pobre animal lloraba desconsolado, pero en cuanto vio al chico, sorbió con la nariz e intentó poner una cara decente.

—Pobre perrito —dijo Manuel, acercándose hasta él para acariciarlo. Podía ser tosco y desagradable con las personas, especialmente otros niños, pero los animales siempre habían sido un mundo distinto; nunca se habían burlado de él.

—¿Perdón? —contestó el ovejero alemán, alejándose de Manuel.

El chico lo miró sorprendidísimo y se echó hacia atrás, anonadado por lo que acababa de oír.

—Perdón... No sabía que... No me di cuenta... —balbuceó, sin dejar de mirar al perro.

—Que quede claro que no soy pobre ni soy perrito. Mi nombre es Aries —respondió el ovejero, parándose sobre sus cuatro patas, con toda la honra y decencia que pudo reunir.

—Lo lamento —fue la reacción honesta de Manuel, poco acostumbrado a disculparse.

—Quedas disculpado —aceptó Aries, moviendo la cola de un lado a otro.

El silencio se interpuso entre ellos. Ninguno de los dos sabía qué decir a continuación. Aries estaba avergonzado porque lo encontraran llorando, y Manuel aún no terminaba de procesar que frente a él tuviera a un perro parlante.

—¿Por qué estabas llorando? —preguntó finalmente el chico.

Aries lo miró desconfiado, pero no le duró mucho. Terminó suspirando y volvió a sentarse sobre sus cuartos traseros.

—Perdí a mi dueño.

—¿En dónde?

—Si lo supiera, ya lo hubiera encontrado —contestó Aries, con tono de listillo.

—Es verdad —respondió el chico, sintiéndose tonto por haber preguntado algo tan obvio.

—¿Y tú? ¿Perdiste a tu mascota?

—No, no —negó Manuel, mientras miraba un instante a su alrededor.— Yo perdí la salida de la plaza.

—Eso no está nada bien.

Manuel asintió, pero no dijo nada. ¿Estaba yendo por el camino correcto, verdad? Eso es lo que le había dicho el anciano, pero tal vez una segunda opinión no le vendría mal. Aparte, tal vez ese anciano era un mentiroso. En cambio un animal, especialmente un perro, jamás le mentiría. Se podía confiar en un animal, aunque hablara.

—¿Este camino lleva a la salida? —le preguntó al ovejero.

—Por supuesto que no —respondió Aries con toda seguridad.— Me lo dice mi olfato.

—¿Y sabés dónde queda, entonces? —cuestionó Manuel, desesperanzado. Si aquel no era el sendero correcto, significaba que no estaba más cerca de salir que antes. Aries dudó un momento antes de contestar. Miró dubitativo a la izquierda, después a la derecha, después hacia atrás, y terminó rascándose la oreja con la pata trasera.

—No sabría decirte. Nunca antes fui a la salida, así que no sé qué olor tiene. Si no conozco el olor, entonces no puedo seguir el rastro. Soy un perro rastreador —dijo con orgullo.

—Pero... si no sabés qué olor tiene la salida... ¿Cómo estás tan seguro de que este camino no es el correcto?

A Manuel le volvió la esperanza al cuerpo cuando blandió tan inteligente argumento.

—Lo sé porque ese camino lleva a la casa de Doña Mafalda —respondió Aries, haciendo trizas las ilusiones del pobre niño.

Manuel asintió y terminó sentándose en el suelo. Estaba cansado, aún hacía un poco de frío y seguía tan perdido como antes. Sin muchas alternativas, se descolgó la mochila de los hombros y sacó de ella un paquete abierto de galletitas con pepitas de chocolate. Su estómago había tomado el control. La nariz del ovejero captó el olor y no tardó en sentarse junto a él.

—¿Qué es eso?

—Galletitas.

—Huelen a chocolate.

—Tienen sabor a chocolate —confirmó Manuel, mientras comía una. El perro se sentó junto a él y lo miró expectante. Manuel le devolvió la mirada, sin entender qué quería.— ¿Pasa algo?

—¿No me vas a convidar? —le preguntó Aries, sorprendido ante tanta descortesía. No fue el único que se sorprendió, porque Manuel cayó en la cuenta que nunca había tenido a alguien con quien compartir su comida. Era algo nuevo para él, por lo que tardó unos segundos en reaccionar. Cuando iba a entregarle una galletita, alguien chistó por encima de sus cabezas.

—Pssst.

Manuel se detuvo y miró alrededor, extrañado.

—Psssssst.

Bajó la mano y prestó atención, ante la atenta mirada de Aries, que seguía fijamente los movimientos de la galletita.

—¿Qué fue eso? —preguntó Manuel.

—¿Qué cosa? —contestó Aries, con la lengua afuera mientras esperaba que le convidara.

—Psssssssssssssssst.

Manuel se puso de pie de inmediato y echó un vistazo hacia arriba. Unos curiosos ojos verdes le devolvieron la mirada. Pertenecían a una niña que debía tener más o menos su edad. De cabello castaño claro, nariz respingona y vestida con un pijama de dos piezas de color celeste, lo observaba desde las alturas. En un primer momento, Manuel pensó que estaba subida a la rama de un árbol, pero no tardó en darse cuenta que aquella niña no estaba cerca de ninguna rama. No, estaba flotando.

Sin embargo, su primera reacción fue enrojecerse. Si de por sí no tenía amigos (mucho menos amigas) y estaba acostumbrado a tratar mal a los demás porque lo trataban mal a él, su relación con las niñas era un mundo aparte. Siempre se ponía colorado cuando una le dirigía la palabra, así fuera sólo para pedirle un lápiz, y las palabras nunca le salían como él quería.

—Por fin miras donde corresponde —dijo ella, divertida.

Él no supo qué responder. Sumado a su vergüenza natural, Manuel cayó en la cuenta de que encima estaba hablando con una niña voladora. Mientras tanto, Aries ya babeaba mientras acercaba su hocico a la galletita que sostenía el chico.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.— Yo soy Clara, como la parte blanca de los huevos.

—Manuel —tartamudeó él, sin despegar los ojos de ella.

—¿Manuel? —inquirió Aries, desviando sus ojos hacia ellos por primera vez.— Creí que te llamabas Rogelio.