Abrazar el aire - Rosario Moreno - E-Book

Abrazar el aire E-Book

Rosario Moreno

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Beschreibung

Refugiada en el hueco de la ducha, Elisa espera paciente la oportunidad de contarle a alguien las razones que la llevaron a ese lugar de no retorno. Abrazar el aire desnuda la interioridad de dos mujeres misteriosamente atadas por la misma soga. Con lucidez y coraje se animan a develarse a sí mismas sus sentires más profundos. Ellas ven lo que muchos no ven, y con esa mirada transforman una vida ordinaria en una realidad dispuesta al asombro. Un pueblo de la Patagonia y la naturaleza que lo rodea son el escenario de esta novela.

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Rosario Moreno

ABRAZAR EL AIRE

 

Premio único a la novela inédita, Concurso Bienal de Literatura Ciudad de Buenos Aires (2014-2015)

Premio otorgado por: Jorge Dubatti, Silvia Plager, Fernando Sorrentino, Pablo Gianera y Laura Ramos

NARRATIVAS

Moreno, Rosario

Abrazar el aire / Rosario Moreno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-41-5

1. Literatura Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2023, Rosario Moreno

Primera edición, diciembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Imagen de tapaRosario Moreno

Diseño de tapa Inés Picchetti

Diagramación Lara Melamet

Corrección Malvina Chacón y Patricia Jitric

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A Margarita y Candela,

las dos increíbles hijas que

me tocaron en buena suerte.

 

A mi abuela Sara (Pipina).

«Todo pasa como si ciertos muertos mal enterrados no pudieran quedarse en sus tumbas, levantaran la losa y circularan, y fueran a esconderse en esa cripta llevada por alguien de la familia —en el alma y en el cuerpo—, de la que salieran para hacerse reconocer, para que no se los olvide, para que no se olvide el acontecimiento.»

ANNE ANCELIN SCHÜTZENBERGER, ¡Ay, mis ancestros!

UNA NOCHE QUE DEBIÓ SER LLUVIA

Sobre un campo poblado de árboles centenarios, por entre la bruma previa al amanecer, asoman peñascos altos cubiertos de moho. El pasto crecido envuelve y enfría su cuerpo, que yace boca abajo con los brazos extendidos. Desde su visión de hormiga, distingue una figura alta de capa negra que se acerca aplastando el pasto con decisión. Paralizada, vigilante, sigue la marcha de esas botas altas que acortan impacientes la distancia que los separa. Todavía acostada, fría de pasto húmedo, advierte la parte delantera de una de las suelas en el aire, la mano de ella peligrosamente debajo. Se resigna, acepta que ese pie levantado esté a punto de descargar todo el peso sobre su mano.

Despierta sobresaltada. Abrazando sus rodillas, fija la vista en el haz de luz que se cuela por debajo de la puerta. “Como una hormiguita negra a punto de ser aplastada.” Suelta los brazos y se acomoda boca arriba, moviendo el cuerpo para desentumecerlo. La va invadiendo una sensación de impotencia, como venida de muy lejos en el tiempo. “Esa decisión de pisarme era intencional”, siente. “¿Podía mi cuerpo, tendido cuan largo es, haberle sido invisible, como el de una hormiga? Podía, sí…. Era noche cerrada. Pero yo a él lo veía.” Busca en su memoria, pero no consigue rescatar un rostro conocido para ese hombre. Recuerda su porte elegante, las botas lustradas y de buen cuero, la capa nueva, de paño, tapando sus hombros anchos y la mano derecha apoyada como al descuido sobre el mango del sable enganchado en el cinturón. “¿Su intención era castigarme, humillarme…?”

Odia sospechar lo siniestro. En el abismo de la noche se siente indefensa. Las fortalezas que creyó haber conquistado se esfuman cuando el día se cierra hermético y queda a solas con los ruidos, con esos seres y ánimas.

 

 

Sara se viste sin entusiasmo, cansada por otra noche de mal dormir. Baja a la cocina, prende las luces. El perro se acerca a la ventana moviendo la cola. Sus ladridos la irritan. “¡Callate, perro molesto!”, murmura con los dientes apretados, y enseguida se arrepiente. Se acerca al vidrio. Él la mira embelesado, sin dejar de mover la cola. Ha pasado un año desde que el ovejero apareció en el jardín, husmeando el pasto con la cabeza gacha y la cola entre las patas. Día tras día recorría los alrededores de la casa; si encontraba algo para comer lo tomaba, y si no, se iba sin molestar. Conmovida por su flacura, ella empezó a dejar al lado de la puerta de la cocina los restos de comida. Un día oficializó la decisión de adoptarlo llamando al veterinario. Su hija buscó un nombre para él, y lo escribió sobre el carnet de vacunación en letra de imprenta, la única que conocía en ese momento.

Sara abre la puerta y Timbó le salta encima. Apoyando las dos pezuñas manchadas de barro sobre su remera blanca, le lame la cara. Ella lo empuja hacia el costado con impaciencia, sacude su ropa y se pasa el dorso de la mano por la cara. Moviéndose como una autómata, pone la pava sobre la hornalla y acomoda en las bandejas el desayuno para sus hijos. Sube primero al cuarto de Patricio. Antes de apoyar la bandeja sobre el escritorio, corre hacia un costado el cuaderno de guitarra. El instrumento está apoyado sin su funda al lado de la cama. “¿Hasta qué hora se habrá quedado practicando?, ahora va a estar muerto de sueño.” Sentada al borde de la cama, le pasa los dedos por el pelo largo y enmarañado, le corre el flequillo de encima de los ojos y le da un beso. Busca en el ropero una remera limpia y la apoya sobre el radiador. Hace lo mismo con el pantalón gris y las medias. El invierno espera frío y oscuro del otro lado de la pared.

Baja para buscar la segunda bandeja. Cuando entra al cuarto de Cecilia, ve su cuerpito acurrucado bajo las mantas. Se agacha para besarla y el contacto de los labios con sus cachetes rellenos y calientes la llenan de ternura. La hija saca un brazo y le rodea el cuello atrayéndola hacia sí. Cuando la madre le recuerda, al oído, que es hora de levantarse, grita enojada: “¡Tengo sueño! ¡No voy a ir al colegio!”. Sara aprieta la mandíbula. Está a punto de comenzar una pelea que se repite de lunes a viernes cada semana, y que sólo termina cuando consigue subirla al auto, con su mochila y su almuerzo.

Resignada, Sara toma la ropa de encima del radiador e intenta vestir a su hija, aún sin lograr sacarla de la cama. En esa posición, trata de peinarla. Escucha los gritos de Patricio:

—Apurate, nenita, que vamos a llegar tarde y hoy en la primera hora tengo prueba de historia.

—¡Ay! Me estás tirando mucho, ¡odio que me peines! —grita Cecilia y se baja de la cama. Con la cabeza gacha, a medio vestir entre el camisón de conejitos arrugado y el pantalón de gimnasia, camina hacia el baño arrastrando los pies.

“Al fin se levantó…”, piensa la madre, y sale a encender el motor del auto. “Espero que coma sus tostadas y tome algo caliente.”

Avanzan internándose en la neblina de esa mañana, que aún es noche, arrullados por la voz del locutor que llega desde lejos. Una cola interminable de autos los detiene antes del colegio. Finalmente logran acercarse, los chicos bajan y ella sigue hacia su taller. Al abrir la puerta, recibe en la cara un golpe de aire helado. “¡Otra vez se apagó el calefactor!” Sin quitarse la campera, va hacia el estante de herramientas y busca un Phillips: el encendido hace tiempo que ha dejado de funcionar. Se agacha frente a la tapa y nota que los tornillos tienen la hendidura plana. “Empezamos mal.” Se para, cambia el destornillador y forcejea un rato con las ranuras gastadas y el óxido de los tornillos. Cuando logra que la tapa ceda, la apoya a un costado, enrolla un pedazo de diario y, después de muchos intentos, ve surgir inestable la llamita azul. Mantiene el piloto apretado hasta que le duele el dedo. Lo larga despacio. “Se mantuvo prendido, milagro… Seguro que mañana lo encuentro apagado otra vez…” Guarda los destornilladores, pero el resto queda desparramado por ahí, tornillos y diarios incluidos. Tiritando, se envuelve en la capa de lana, prepara un mate y se sienta frente al escritorio. “Estoy harta de hacerme cargo de lo que se rompe, de los chicos, del perro…, de mí. ¿Tiene sentido que Ignacio viva en Buenos Aires y nosotros acá? Si nos mudáramos tampoco lo veríamos. Entre lo que trabaja y lo que viaja…” Abre su diario, piensa en escribir, pero el tema le aburre. “¿Otra vez lamentarme? Mejor leer.”

 

En una noche que debió ser lluvia

o en el muelle de un puerto tal vez inexistente

o en una tarde clara, sentado a una mesa sin nadie,

se me cayó una parte mía…

 

Lee una y otra vez esta poesía. Las palabras la calman, le devuelven de a poco algo de contento interior. “Que allá afuera haya alguien que siente como yo, me produce extrañeza… esperanza… me hace sentir menos sola.” Prende la computadora con la intención de escribir algo para el próximo encuentro del taller de escritura. Abre el archivo donde tiene anotada la consigna, también de Juarroz: Barrer el pensamiento hasta dejarlo como un patio vacío. Allí dibujarán sus piruetas los acróbatas del olvido. Se queda mirando la pantalla. Ceba un mate, y otro. Después de un rato anota en su diario: “No sé ni por dónde empezar ahora… ¿Cómo es que en otras ocasiones tuve inspiración? Cada vez que me enfrento a la página en blanco, pienso: ¿No será una locura lo que intento…? ¿Sacar algo bueno de la nada…, darle un sentido a mi caos?”.

Se levanta, sale hacia el pasillo y, en la oscuridad de su taller, sortea sin problemas el camino repetido. Al entrar al baño, se cuida de no mirar hacia la ducha. Cuando va llegando al final, su mirada errante escapa hacia allí. Se levanta y camina buscando la puerta, con el cierre del pantalón todavía bajo. De vuelta en la silla del escritorio, su respiración va retomando el ritmo normal. Al levantar la cara hacia la ventana, descubre una arañita sobre el vidrio. Se queda un rato hipnotizada, admirando esa capacidad de crearse su propio hilo, de bajar y subir rápidamente por donde quiera.

A la mañana siguiente, Sara repite la rutina. Llega al taller y prepara un mate; saca su diario y lo apoya sobre la mesa. Con el mate en la mano, pasea la mirada por el ambiente. En la pared de la derecha cuelgan las herramientas, más o menos en orden. Sobre la izquierda tiene enmarcadas poesías, dibujos de sus hijos, fotos de ella niña. Se detiene en una. Intenta plasmar su sentir en el diario. “En blanco y negro miro hacia la cámara. Estoy parada en la inundación, sobre el pasto crecido, con los pies metidos en el agua caliente del verano. A mis espaldas, el monte…” Mientras describe en el diario ese instante de su niñez, recuerda con gratitud a la amiga de su madre, a quien debe esas fotos. Durante su visita al campo, Sara la había tomado de la mano y, atravesando la tranquera en plena siesta, la llevó a mostrarle los renacuajos que nadaban en la inundación. Muchos años más tarde, ella le contó: “Señalando las manchitas negras en el agua me dijiste: ‘Crecen tan rápido que si te quedás parada mirándolos, los vas a ver crecer’. Me asombró verte tan consustanciada con esa naturaleza a la que habías hecho tuya. Tenías apenas cinco años”. Sara vuelve a mirar la foto. La infancia llega a su memoria a través de la planta de los pies. Vuelve a escribir: “En el inquieto ir y venir de sus incipientes vidas, los renacuajos blandos chocan con mi piel y la acarician. Siento las cosquillas de ese roce, y las del pasto largo que se mete entre mis dedos. Mi infancia descalza… sobre el camino inundado, esas carreras con los hermanos e hijos de los peones: correr, correr y luego deslizarse fuerte contra el barro, lastimándose con piedras y espinas… Aquel campo, tierra de promesas pendulando siempre entre la inundación y la sequía. Sol potente, aridez descascarada y quebradiza… Tierra hirviendo, quemando mis pies. El peligro de las culebras…”.

Sara camina hacia el baño desabrochándose el cinturón y liberando botones. Se sienta con las manos apoyadas sobre la tabla del inodoro, para no sentir el frío en sus piernas. Intenta apurar el trámite y luego, acomodándose apenas la ropa, sale a buscar la tranquilidad del jardín que recién empieza a iluminarse. “¡Cuánto me gusta este cantero en primavera! Los jacintos, los muscaris azules, los tulipanes, la lechuga de invierno, el ciprés enorme y vertical…” Incorpora lentamente la mirada, que escapa desde el cantero helado hacia el otro lado del alambre, detrás de los pinos. Allí, al fondo, escondidos, la casa de Ella, su atelier… Se queda parada muy quieta en respetuoso silencio. “Me gustaría confesarle a alguien que la veo…”, piensa, “pero no voy a hacerlo… No sería bueno para mí ni para ella. Si revelo su presencia delato aquella parte mía que siempre es más prudente ocultar… Sentirla me da miedo, pero hay algo que me intriga. ¿Qué será lo que Ella quiere de mí…?”. En ese instante, con la mirada aún fija en aquel atelier abandonado, siente, más rápido de lo que podría explicar: “¿Es a mí a quien Ella busca? ¿O es a alguien…?”.

LE REPROCHARON NO HABER VISTO

Y sin embargo se mueve. Le encanta esa frase de Galileo, después de claudicar de sus teorías ante el tribunal de la Santa Inquisición. Y sin embargo se mueve… Lo que no debería ser y sin embargo es. Lo inevitable.

A pesar de que no lo quiera, a pesar de que no lo entienda, Ella está. Pero Sara no tiene intención de escuchar su voz, ni cree que posea el don para hacerlo. Percibe su presencia, pero su voz no le llega. “Quizá si alguien me contase…, alguien que la haya conocido, que haya estado muy cerca suyo en la etapa previa al final…” Pero no sabe cómo preguntar. Si les explica la verdad: Ella esperándola siempre en el hueco de la ducha, van a pensar que está loca.

Hace tiempo, en ese terreno pegado al suyo, estaban su casa y su atelier con tantas pinturas extrañas. Eso y sus hijos… Alguien dijo que su marido era difícil; bastante ausente, pero enamorado desde que se casaron hasta el fin. Nunca había podido con ella; no la podía manejar, a pesar de ser varios años mayor. Dijeron que la familia de él no la aceptaba porque era una mujer bastante libre: no cabía en sus moldes. Por el trabajo del padre, ella pasó los veranos de su adolescencia en Europa, rodeada de intelectuales, pintores, escritores… De sus doce años de pupila en un colegio bilingüe, había heredado un especial gusto por la literatura inglesa. Asistió a la Universidad de Cambridge, tal vez para estar más cerca de ese padre que, al partir a Francia, la había dejado sintiéndose abandonada. Terminó sus estudios de literatura con honores. De regreso en Argentina se inclinó por la pintura. Se casó joven y se instaló en la Patagonia; tuvo tres hijos. Un día empezó a tomar. Dormía poco a la noche, no se levantaba hasta bien entrado el día. Al marido le reprocharon no haber visto que ella se estaba hundiendo. Pero quizá sí lo veía, aunque no supo por dónde asirla. “Cuando Elisa quiso decirme que no era feliz, yo no la escuché. Estaba muy absorbido por mi trabajo. Pensaba que si yo era feliz, ella, tal vez, sería feliz.” Cuando volvió, en plena noche, la encontró colgada de la viga de su cuarto. La descolgó, ya sin vida. “¿Cómo decirles a los chicos…?”

¿QUÉ HACER CON SU NOCHE?

Sin que nadie pudiera preverlo, la tarde del 4 de junio, el volcán estalló sin estridencias. Durante muchas horas, lento pero constante, depositó sobre calles, techos y jardines, un saldo de cenizas y arenas volcánicas que todo lo cubrían, todo lo invadían. El paisaje quedó convertido en un desierto áspero. En medio de una gran oscuridad, la radio declaraba alerta roja. Se suspendieron las actividades en colegios, comercios y oficinas. Se prohibió transitar en auto y, para salir, hubo que cubrirse con barbijo y antiparras.

La erupción los encontró a los cuatro dispersos: Patricio y Cecilia en el colegio, Ignacio en la oficina y Sara en camino a buscar a sus hijos. Las líneas de la ruta se desdibujaron de un momento para otro, tapadas por los sedimentos. A la vez, los parabrisas no lograban vencer el peso de la arena que caía sobre el cristal. Manejando como podían, casi a ciegas, una hora más tarde estaban en su casa. Timbó los recibió acurrucado contra la puerta: una capa de polvo gris decoloraba su manto negro. Los siguió al interior, pegado a sus talones y temblando. Sentados alrededor del fuego, única fuente de calor desde que la falta de suministro eléctrico desactivara la caldera, observaban el llover, tupido y gris, depositarse sobre el pasto, sobre la copa de los árboles. Con una mezcla de asombro y miedo, se preguntaban cuánto podía llegar a durar este fenómeno, esa danza de flujos piroclásticos de la que había hablado la radio… ¿Cuánto tiempo irían a permanecer encerrados en su casa, aislados y sin luz?

 

 

Esa noche Sara soñó con una escultura viviente. Despertó de golpe, con la respiración agitada, en medio de un silencio completo como el que deja una fuerte nevada, pero más denso. Buscó en la oscuridad las pantuflas y bajó a la cocina con una vela. Prendió la hornalla, se hizo un té. Corrió apenas la cortina para ver afuera. Ni rastro de luna; probablemente el cielo seguiría cubierto por aquella nube negra. Sin la ayuda de los faroles exteriores lo único que logró divisar fueron los primeros ladrillos de la galería cubiertos de varios centímetros de ceniza. Largó la cortina y, sin saber qué hacer con su noche, buscó una silla y fijó la vista sobre el fuego de la hornalla. Acodada en la mesa, la cara en una mano, la manija de la taza en la otra, recordó aquellos versos:

 

Y no hay duda

de que como mejor está el hombre es sentado en la cocina,

aunque sea la del insomnio.

Allí se está caliente, te preparas cualquier cosa, bebes vino

y contemplas por la ventana la eternidad familiar.

 

En su cocina sin calefacción, las cortinas tapaban la oscuridad de los vidrios. La hornalla y la vela proveían un tenue resplandor movedizo. “Probablemente”, pensó, “desde hacía tiempo esos hijos ya vivían descolocados, corridos de lugar, en una familia donde nada acontecía dentro de una predecible normalidad, donde no había posibilidad de asirse a algo, menos que menos a alguien… Seguramente, mucho antes de esa terrible noche, la del suicidio, el suelo que pisaban ya presagiaba la gran erupción…”. El té comenzó a enfriarse adentro de la taza y la silla de madera a resultarle dura. Se levantó para cerrar la puerta y anular la amenazante oscuridad del resto de la casa, pero en vez subió sigilosamente y del cajón de la mesa de luz sacó su diario. Volvió a la cocina y, a la luz de la vela que iluminaba su cuaderno, escribió el sueño que aún la perturbaba: “Entro al taller de noche y veo una mesa de pinotea, con tapa de mármol, igual a la que había en la cocina de la abuela Memé. Apoyado sobre ella, un torso de yeso, cortado justo debajo del pecho. Tiene los brazos cruzados y la cabeza ovalada, casi sin pelo. Me acerco intrigada. Una de las manos de la figura comienza a contraer y a expandir los dedos. Doy un paso atrás, asustada, y desde esa prudente distancia intento convencerme de que es una ilusión… Vuelvo a acercarme al torso y, mirándolo con recelo, compruebo que inequívocamente la mano se mueve. Noto que para hacer ese movimiento, torpe y lento, el busto precisa invertir un gran esfuerzo. Como si estuviera peleando por existir, por resistir. Dando otra vez un paso atrás, empiezo a gritar ‘¡Mamá, mamá, mamá…!’. La escultura destraba un antebrazo y, estirándolo hacia mí, abre la mano con la palma hacia arriba. Se rompe en el esfuerzo la articulación de la muñeca, quedando al descubierto el yeso blanco, la estopa y los alambres…”.

FANTASMAS BLANCOS

Es feriado, nieva mucho y Sara no tiene con quién comentarlo… Patricio duerme, Ignacio y Cecilia fueron temprano a esquiar, y ella lee en la cama una tristísima novela de Paul Claudel que le impacta desde el primer párrafo y que ya no puede dejar: Un anciano en la popa de un barco. […] El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe, porque el resto de las personas que lo sabían están muertas.

Al terminar la novela, se levanta de la cama con esfuerzo y se acerca a correr la cortina, para que la realidad del día la arme otra vez. Con pereza abre también la ventana. El aire frío desempaña los vidrios y comienza a disolver el velo, pero ella sigue ensimismada, mirando sin ver, hasta que levanta la mirada al cielo: una inmensa explosión de puntos blancos invade la atmósfera con insistencia calma, llenando su alma de un asombro niño. Más abajo, el paisaje está completamente quieto, como si alguien hubiera apretado pausa en medio de una película, y todos los personajes, todos salvo la nieve que cae, estuvieran ahora fijos.

La mañana transcurre despacio mientras ordena, junta la ropa sucia en cada cuarto, vacía el lavaplatos… Su mente sigue flotando en la melancolía y la nostalgia del señor Linh por su Vietnam natal, por todos los seres queridos a los que la violencia catapultó a otra dimensión… Los recuerdos y el silencio de la casa comienzan a pesarle. Para distraerse, prende la computadora y pone música: Goodbye, papa, it’s hard to die, when all the birds are singing in the sky…1 Un niño despidiéndose de la vida, agradeciendo a todos los que lo han acompañado a vivirla: su amiga Michelle, su padre, su hermana… Cuando la canción termina, vuelve a apretar play, y a enredarse más en sus recuerdos. De su depósito de añoranzas le llega a la memoria aquella fiesta de quince y ese chico alto, sosegado y tímido que la sacó a bailar. Siente otra vez el calor de su torso pegado a su pecho y la presión de la mano de él en su cintura, ni muy débil ni dominante, sino en ese punto justo que permite entender la intención del otro, pero que no resulta invasivo ni autoritario. Tantos años después recuerda, nítida, la sensación de armonía de sus cuerpos moviéndose juntos por toda la pista. Nunca su cuerpo había estado tan de acuerdo con otro al seguir el ritmo de la música, y nunca volvió a estarlo, al menos no de esa manera.

Sigue dando vueltas, ahora más despacio, y se deja invadir por el recuerdo de él apoyando de vez en cuando su cara en la suya, acariciándole la oreja con sus labios, como sin querer, y ella estremeciéndose entera… La música otra vez se acaba y esta vez Sara detiene el baile. Eso fue todo. Apenas una despedida torpe y tímida al dejar de bailar. Nunca más volvieron a verse.