Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos - Luis Villalón Camacho - E-Book

Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos E-Book

Luis Villalón Camacho

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Beschreibung

Algunos pensarán que titular esta antología comoAcerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos, IV concurso de relato histórico Hislibris es una locura. Otros dirán que ya el título es más lectura de lo que algunos están dispuestos a leer. Y tendrán razón. Los hislibreños están poco cuerdos, si por cordura entendemos un comportamiento conveniente a efectos prácticos o todo aquello que se adapte a los cánones de la "normalidad". El caso es que aquí no presentamos solo historias de virtud, de épocas trágicas o de griegos. En este libro proponemos lecturas de la Gran Guerra, de augustos romanos, de batallas navales, de cuentos revisados o de la humanidad en algo tan inhumano como una guerra civil. Historias todas que merecen ser escritas y leídas. 1º Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos, Luis Villalón Camacho 2º 2 de Mayo, Enrique Encabo 3º El espía rojo que cazaba ranas, Leandro Herrero 4º Andrag'ul el proscrito, Santa Cruz García Piqueras 5º Liebe Kitty, Raúl Salcines Serantes · El cuento del caballero, David Calvo · El sitio de Cartagena, Ricardo Aller Hernández · Fiesta simpática, César Ibáñez París · Istambul, en la otra vida, L. G. Morgan · La historia de un augusto ignorado, Sandra Parente · La molestia de recordar su nombre, Leandro Herrero · La salud del espíritu, Alfredo Ruiz Islas · Los huérfanos de Clermont, Luis Villalón Camacho · Los papeles que aquel preso arrojó al suelo en sus últimos momentos, Luca Moratal Roméu

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ACERCA DE LA VIRTUD

EN LA ÉPOCA TRÁGICA DE LOS GRIEGOS

y

otros relatos

HISLIBRIS

IV Concurso de Relato Histórico

Índice de contenido
Título
Acerca de la virtud en la epoca trágica de los griegos
La molestia de recordar su nombre
Fiesta simpática
Istanbul, en otra vida
Liebe Kitty
El cuento del caballero
La salud del espíritu
La historia de un Augusto ignorado
Los papeles que aquel preso arrojó al suelo en sus últimos momentos
Andragul el proscrito
El sitio de Cartagena
Los huérfanos de Clermont
2 de mayo
El espía rojo que cazaba ranas
Resultado concurso
Datos técnicos

Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos

Luis Villalón Camacho

El negocio

—¿Seguro que son de fiar, Critóbulo?

—Tanto como nosotros, padre. Quien me dio sus señas me aseguró que no tendríamos ninguna queja.

El anciano Critón tardó en decidir si aquello había sido una ironía de su hijo o más bien una ingenuidad; Critóbulo, pese a sus más de cuarenta años, tenía pocas luces y su padre siempre confió en que algún día se le encendería alguna más. Pero mientras se dirigían al encuentro de aquellos individuos se temió que no era probable que ese día hubiera llegado todavía.

La noche vertía sombras por doquier y la luna se entretenía en recortar siluetas. Padre e hijo recorrieron con paso cauto las estrechas callejas de Epidauro, el hijo en cabeza y el padre a la zaga, hasta que los nudillos de Critóbulo golpearon un grueso portón de madera. Este se abrió y ambos entraron. En el interior de la pequeña casa les aguardaban, además del que les había franqueado la entrada, dos hombres de aspecto rudo, uno sentado tras una mesa con una copa sobre ella, el otro, a horcajadas sobre una silla. Sin mediar palabra, Critón decidió llegado el momento del intercambio de miradas inquisitivas: aquellos hombres con él y su hijo —«¿Acaso vais a intentar engañarnos?»—, y él y su hijo con aquellos hombres —«¿Seguro que vais a estar a la altura?»— Si vencían en ese duelo de miradas, pensó Critón, tendrían mucho ganado. Pero Critóbulo, con una sonrisa inane pintada en el rostro, no miraba inquisitivamente a nadie. Entonces su padre tuvo que mirarle inquisitivamente a él —«¿Pero quieres centrarte en lo que estamos haciendo?»—, con lo que su preámbulo ocular quedó algo desdibujado.

Pensaba Critón que todo debe tener un orden, que todo ha de seguir un patrón. Así que tras la breve introducción visual dio paso al cruce verbal. Él hablaría en primer lugar, con seguridad y aplomo; no había que titubear ante ese tipo de gente. Ahora, como en el juego delcótabo, convenía pulso firme y nervios templados. Y Critón era un gran jugador decótabo.

—¿Quién de vosotros es «Asclepio»? —Le fastidiaba tener que hacer negocios con un impío que usaba como alias el venerable nombre del dios sanador y que además vivía en Epidauro, ciudad consagrada prácticamente toda ella a esa divinidad. De hecho le fastidiaba tener que hacer el tipo de negocios que había venido a hacer, pero las circunstancias mandaban.

—Tú eres Critón, ¿verdad? —dijo el hombre tras la mesa, el más recio y malcarado; «Tiene aspecto de jugar alcótabo», pensó Critón.

—¿Quién quiere saberlo? —Critón no pensaba ceder la iniciativa.

—Yo.

—¿Y tú eres…?

—Soy quien te lo pregunta, claro.

—Ya, pero ¿tú eres…?

El hombre suspiró, echó un trago de su copa y se acercó a Critón, quien al verlo —y olerlo— tan de cerca pensó que quizá no hubiera jugado al aristocrático juego delcótaboen su vida.

—Vamos a ver —acercó su rostro al de Critón—: tu hijo Critóbulo, aquí presente, vino hace un par de días a mi casa para hablarme de un asunto que me podría interesar. Él no era capaz de explicármelo con detalle, dijo, y tenía que hacerlo su padre. «Bien, pues que venga tu padre y me lo explique», le respondí yo. Y hoy entras tú por mi puerta acompañándolo, de modo que deduzco que eres Critón, ciudadano ateniense, residente en una hermosa y espaciosa finca en el demo de Alopece, casado y padre de dos hijos, entre ellos Critóbulo aquí presente, poseedor de numerosos y prósperos negocios agrícolas, hombre especialmente piadoso y bien considerado en tu ciudad; y poniendo cara de zorro y ojos de búho te haces el interesante y me vienes con preguntitas. Mira, no quiero ofender tus canas pero o sueltas lo que tengas que soltar o vete a tu casa. Y da gracias a que hoy me pillas de buenas.

Critón se quedó blanco como su pelo.

—¿Cómo sabes todo eso de mí? —preguntó. Instintivamente miró a su hijo, quien borró la sonrisa de su cara al tiempo que unas gotitas de sudor frío nacieron de sus sienes. Critón lo fulminó con la mirada y pensó que había hecho mal al mezclarlo en todo aquello, y que en realidad, incluso él mismo estaba obrando de manera reprobable. Pero no quedaba otra opción.

—¿Entonces eres Asclepio? —Fue el último acto de su representación porque la expresión del individuo hizo que tuviera que claudicar en su intento de parecer lo que no era. Resignado, decidió dejar de comportarse como un actor de tragedia.

— ¿Puedo sentarme?

—¿Quién quieres que sea si no? —dijo el hombre, indicándole un asiento con el dedo—, y ¿sabes decir algo que no sea una pregunta?

—Gracias. Sí, perdona, en realidad yo no sirvo para esto. Pero estamos desesperados y tú eres la única salida que nos queda —dijo, abatido.

—Venga, relájate y di de qué se trata. No tengo toda la noche.

Critón creyó detectar en sus palabras un cierto tono afable que le animó. Así que frunció el ceño mientras su mente escogía bien las palabras:

—Bien, allá voy —tosió para limpiar la garganta de asperezas—. Hace tiempo alguien informó a mi hijo de tus… actividades, de que eres capaz de hacer… cosas… un poco ilegales, digámoslo así, y…

—Al grano, al grano.

Critón hizo acopio de fuerzas y respiró hondo.

—Quiero contratarte para que secuestres a alguien.

Asclepio, con profesionalidad y sin falsa modestia, replicó:

—Sin problemas. Dime quién es el que te ha ofendido y te lo traeré en un santiamén.

—No, no me ha ofendido. Todo lo contrario; a decir verdad, él me ha hecho ver la vida con una perspectiva… nueva, maravillosa.

—¿En serio? Me vas a emocionar. Bien, en realidad qué más me da. ¿Sabes dónde vive?

—Tampoco importa donde vive porque no está en su casa. Está en la cárcel de Atenas.

Asclepio miró a sus dos compinches, que se sorprendieron tanto como él.

—¿En la cárcel? ¿Quieres que secuestre a un delincuente?

—Él es inocente, los delitos que le imputan son falsos.

—Sí, bueno, qué me vas a contar. Tan inocente como yo. —Una carcajada adornó la frase y los otros dos hombres hicieron los coros. Luego adoptó un semblante serio y circunspecto—. En fin, tú sabrás los negocios que tienes con él. Pero es un asunto delicado, sí. ¿Lo tienen preso los Once?

—Sí. Está condenado a muerte. No queda mucho tiempo, en cuanto el barco sagrado vuelva de Delos se cumplirá la sentencia. —La voz de Critón se afinó como si se hubiera bebido un huevo—. Yo me he ofrecido a pagar la cicuta para que la muerte le sea menos dolorosa, pero antes que llegue ese mal trago quiero sacarlo de allí. Él no merece morir. —Sorbió un fluido que había comenzado a asomar por su nariz.

—Ni él ni yo ni nadie, y el caso es que todos morimos cuando nos llega la hora. Pero si quieres salvar a tu joven amigo…

—No, no es joven. Tiene setenta años.

—¡Hombre, tiene gracia! —exclamó con sorna—, ¡va a resultar que lo librarás de la cicuta e igualmente se te morirá de viejo pasado mañana! ¿Estás seguro de lo que haces?

—Él y yo tenemos la misma edad y yo no tengo ninguna intención de morirme —replicó con enfado.

—Bueno, allá tú. Eso a mí tampoco me concierne. En todo caso, permite que te informe de que lo que pretendes no es un secuestro sino un… salvamento, podríamos decir. Mis tarifas no son las mismas para una u otra cosa.

—Sé lo que digo: es un secuestro.

—Critón, la esencia de un secuestro es que se hace contra la voluntad del secuestrado.

—Es que él no quiere que lo saquen de allí.

El silencio se adueñó de la habitación hasta que una nueva carcajada impactó contra las diez orejas presentes como una ola contra las rocas.

—En resumen —dijo Asclepio entre risas—: quieres rescatar, de las garras de los Once nada menos, a un vejestorio que ni siquiera quiere ser salvado. Pues me temo que te va a salir algo caro, amigo. ¿Y cómo se llama la pieza?

A Critón cada vez le desagradaban más los modales de aquel hombre pero sabía que ya no había marcha atrás. Tenía que afrontar la situación con entereza.

—Sócrates.

—Sócrates —repitió el otro, y preguntó a sus compinches—: Panaceo, Higio, vosotros que frecuentáis los bajos fondos ¿os suena?

Uno de ellos, tras rascarse la cabeza como si al azuzarse los piojos acudieran a ella los recuerdos, respondió:

—Sí, creo que es un sofista de esos que lo saben todo. Tiene una especie de secta, como un cortejo de seguidores o algo así, que va con él a todas partes.

—Así que es un sofista listillo. ¿Y quiénes son esos seguidores, Critón? ¿No podrían hacer ellos este trabajito y así te ahorrarías un dinero? —Ahora el buen humor brillaba en el rostro del individuo.

—No somos hombres de acción; somos virtuosos y pacíficos, y no estamos de parte de la violencia.

—Ya, preferís pagar a otros para que hagan lo que vosotros no os atrevéis. Bien, por mí no hay inconveniente. Pero dime, por curiosidad: ¿quiénes son tus socios, o acaso estás tú solo en esto?

—No tienes por qué saber…

—Apolodoro, Aristocles, Hermógenes, Epígenes, Antístenes, Esquines, Ctesipo, Menéxeno, Fedón, Critón, Equécrates, Querécrates, Simias, Cebes, y por supuesto Critóbulo, son los seguidores más leales de Sócrates —dijo el otro hombre, leyendo los nombres en un trozo de papiro—. Pero este negocio lo ha montado Critón en solitario.

Critón le miró con sorpresa y acto seguido, con ojos como platos, se giró hacia su hijo, quien tragó saliva ruidosamente.

—¡Ja, ja!, tu hijo no sabe tener la boca cerrada —se burló Asclepio—, me dio datos de todos vosotros. No te preocupes, en realidad te estaba poniendo a prueba. Es una información que necesito saber, simplemente porque me gusta conocer a quién me contrata. O por si luego lo he de buscar, ya me entiendes. Por otra parte, si sois tantos los interesados en que Sócrates salve el pellejo, mis tarifas bien pueden incrementarse un poquito. —Critón resopló malhumorado—. Venga, acabemos con los detalles y zanjemos el asunto.

—De acuerdo, escucha: lo ideal sería que actuaras en los próximos tres o cuatro días, no creo que dispongamos de más tiempo. No me importa cómo lo hagas pero a ser posible me gustaría que no usaras la violencia —una nueva risotada se intercaló entre las palabras de Critón, quien hizo caso omiso—. Una vez saques a Sócrates de la prisión deberás tenerlo oculto aquí en Epidauro un tiempo hasta que pase el revuelo que seguro se ocasionará con su desaparición. Luego me lo entregarás y yo me lo llevaré lejos, y no volverás a saber de nosotros ni yo de ti. Te pagaré un talento de plata: la mitad cuando saques a Sócrates de la prisión y la otra mitad cuando me lo lleve.

El individuo permaneció ensimismado un buen rato, como pensando, o quizá simulando que pensaba. Finalmente miró a Critón muy serio.

—Cinco talentos. Dos cuando lo saque y tres cuando te lo lleves. Precio de amigo.

—Dos.

—Cinco.

—Es mucho dinero, no puedo…

—Cinco. No lloriquees, que hay muchos a quienes puedes pedir ayuda. Además, según tu hijo, tú estás forrado.

Critón cerró los ojos y asesinó a Critóbulo en su mente.

—Cinco —se resignó—. Pero a pagar en su totalidad cuando me lleve a Sócrates, no antes. Y habrás de tenerlo a tu cuidado hasta que pueda llevármelo; confío en que no será por mucho tiempo.

—Has hecho un buen negocio, Critón —dijo Asclepio, extendiendo la mano. Critón adoptó una pose solemne y ofreció la suya también, y ambas manos quedaron unidas por un lazo de cinco talentos.

—Por cierto, Asclepio —dijo Critón—, y es un ruego que te hago: preferiría que Sócrates no supiera quién te ha contratado para hacer esto, al menos de momento. Él no lo entendería.

Asclepio permaneció un instante serio y en silencio pero poco a poco, primero con un suave petardeo entre los labios y luego a mandíbula batiente, soltó una carcajada que se prolongó más de lo que Critón habría deseado.

—Como quieras, como quieras… Desde luego, los sofistas sois gente divertida, no cabe duda. O sea que si tu amigo pregunta le digo que lo he salvado… porque me apetecía, ¿no? ¿Sinceramente crees que no lo averiguará jamás?

—No sé… Ya inventaré algo.

La carcajada volvió a sonar y Critón, visiblemente molesto, se giró para irse.

—Una última cosa —se detuvo antes de salir—: ¿por qué te haces llamar Asclepio?

—Me gusta ayudar a los necesitados. Que tengas buen viaje.

El plan

A Asclepio no le gustaba ayudar a nadie. Su experiencia en la vida le decía que uno solo debe ayudarse a sí mismo. Durante la gran guerra su ciudad había estado alineada con los lacedemonios y estos la habían ninguneado continuamente sin vergüenza. Por eso en los últimos años del conflicto Asclepio se había hecho mercenario al servicio del enemigo, de los atenienses, con tan mala fortuna que de repente acabó la guerra y él quedó en el lado del bando perdedor. Así que decidió buscarse la vida por sus propios medios, no deberle nada a nadie y situarse al margen de unos y otros, al margen de todos, al margen de la ley. Porque en esos años de posguerra, tiempos trágicos ciertamente, de miseria en cada casa, injusticia y abusos de ricos sobre pobres y de pobres sobre más pobres, su quehacer iba a consistir en cometer fechorías si alguien estaba dispuesto a pagar por ellas. Ajustes de cuentas, extorsiones, robos, palizas, secuestros... Un negocio peligroso pero lucrativo y sobre todo libre e independiente. Hoy robaba a fulano porque mengano pagaba por ello, y mañana daba una paliza a mengano porque zutano ofrecía una buena suma a cambio. Y qué mejor lugar para su actividad que Epidauro, donde tullidos, enfermos y estúpidos varios acudían en busca de consuelo para sus males; y qué mejor apodo utilizar que Asclepio, el nombre del dios sanador. Ahora, con cuarenta y tantos años a sus espaldas y cuatro ya en el negocio, las cosas le iban viento en popa, lo cual decía mucho a favor de su buen hacer y muy poco de Epidauro.

El trabajo para el que le había contratado el ateniense Critón era curioso sin duda, y también peligroso. No era un asunto entre particulares sino que estaba involucrado el propio gobierno de Atenas, cuyos tribunales habían condenado al tal Sócrates. Si algo salía mal podía caerle encima todo el peso de la justicia ateniense, más rigurosa y dura que la epidauria, así que debía planear bien la operación. A la mañana siguiente de la visita de Critón, Asclepio envió a Atenas, cruzando el golfo Sarónico en una barcaza, a sus dos secuaces —quienes usaban como hábiles pseudónimos los nombres de las hijas del dios Asclepio: Panaceo e Higio— con sendas misiones bien definidas. Panaceo debía recabar datos acerca de la prisión, su situación, las posibilidades de asalto, el número de vigilantes que la custodiaban, las opciones de soborno, etc. Era una misión de observación y tanteo del terreno. Por su parte Higio debía establecer contacto con Sócrates, fingir ser un admirador o algo así y sondear al preso; si lograra convencerle de escapar todo sería más sencillo; de no ser así su actitud podía poner en dificultades la misión. Esta parte requería mucho tacto y habilidad dialéctica, e Higio era más hábil en eso que su compañero. Ambos empeñaron el día entero en sus respectivas misiones y por la noche regresaron a Epidauro y se reunieron en la casa de Asclepio para pasarle los informes pertinentes.

Según Panaceo, la prisión no podía ser asaltada: sus paredes no eran de adobe sino de dura piedra, como era de suponer, y su ubicación en pleno ágora hacía que cualquier acción contra ella llamara la atención desde el primer momento. La opción era actuar por la noche, sin embargo la violencia no sería necesaria porque el servidor de los Once que custodiaba a Sócrates era sobornable; de hecho casi se podría decir que los sobornos formaban parte de su sueldo, tantos eran los que se producían a lo largo del año. De modo que el asunto quedaba prácticamente resuelto. En cuanto a Higio, había establecido contacto con el condenado Sócrates. Haciéndose pasar por un adepto, había hablado con él, averiguado que tenía mujer y tres hijos —¿estarían ellos también enterados de la fuga?— y conocido a algunos de los seguidores de Sócrates; pero al final... no le había ido como cabía esperar.

—¿Ah, no? ¿Por qué, qué ha pasado? —preguntó Asclepio, mientras Higio le informaba. Un atisbo de preocupación surgió en su rostro.

—Bueno, verás. Es que Sócrates empezó a hablar y…

—¿Y?

—En fin, pues que así, hablando hablando, hizo nacer en mí el convencimiento de que…

—¡Acaba, hombre!

—Pues que él tiene razón.

—¿Cómo dices? ¿Razón en qué?

—En que no debe escapar de la cárcel, Asclepio. Las leyes de la ciudad están para cumplirlas, incluso cuando nos perjudican. Las leyes no son malas sino que son los hombres los que las aplican mal. O algo así.

Asclepio, aturdido, tardó en reaccionar.

—Pero ¿qué cuento me estás contando?

—Aunque cometan una injusticia contra ti no debes vengarte con otra injusticia. Es mejor sufrir una injusticia que cometerla. Me lo dijo Sócrates.

—No puedo creerlo. Un hombre hecho y derecho como tú, y te has dejado liar como un imbécil…

—A Sócrates no le importa morir. Si la muerte es el final de todo, si es como un sueño sin sensaciones, sin agravios ni molestias ni perturbaciones, ¿qué hay de malo en ella? Y si es un viaje al Hades, donde nuestra alma se encontrará con las de nuestros antepasados y también las de todos los grandes hombres que han existido, ¿cómo no ha de ser deseable morir?

—Por Zeus omnipotente, Higio, ¿qué te ha hecho ese hechicero?

—En realidad creo que yo también deseo morir, mira lo que te digo.

—¡Pero eras tú quien tenía que convencerle a él de vivir, no él a ti de que te mueras!

—Así que —prosiguió Higio, que estaba como sonámbulo— abandono, Asclepio. He estado muy bien contigo estos últimos años pero ya no puedo seguir tu camino. No después de haber conocido a Sócrates. Que te vaya bien.

E Higio se giró y se marchó, dejando a Asclepio boquiabierto.

—Panaceo, ¿tú has oído lo que yo? —preguntó, sin salir de su asombro.

—En el fondo Higio nunca me cayó bien —resolvió Panaceo, sin darle más vueltas—. Pero no te preocupes, creo que tengo un sustituto para él: mientras husmeaba esta mañana por la prisión he conocido a uno de esos seguidores de Sócrates, un tipo muy listo que me descubrió al instante. Me dijo que estaba deseando ayudarnos. Un joven corpulento, se llama Aristocles. Me contó su historia, ¿quieres conocerla? Era escritor de tragedias hasta que Sócrates…

—… Le cambió la vida, ya me lo imagino. Esto empieza mal, Panaceo. No me gusta. —Hizo una pausa y sentenció—: Tendrás que encargarte de Higio. Esta misma noche.

—¿Quieres decir que…?

—Si es verdad eso de que ahora cree en la justicia, quizá se vaya de la lengua y nos denuncie; no podemos correr riesgos. Además, en el fondo le harás un favor: ¿no has oído que está deseando viajar al Hades? Pues anda, ve y échale una mano.

Panaceo, obediente, se fue tras los pasos de Higio mientras Asclepio se quedó planeando el día siguiente. Decidió que tendría que viajar a Atenas por la mañana para, primero, concretar la cuestión del soborno con el servidor de los Once y, segundo, verse con Critón y pedirle ese dinero (lo cual iba a ser una negociación dura, ya lo preveía); y quizá también cruzaría cuatro palabras con Sócrates, ese maldito sofista que de un plumazo le había privado de la mitad de sus empleados. Y encima tenía que salvarle la vida. Sí, Asclepio y Sócrates tenían que hablar, aunque tal vez lo prudente sería esperar a tenerle a buen recaudo en Epidauro.

Asclepio estuvo abstraído en esas cavilaciones un buen rato hasta que Panaceo regresó.

Asunto resuelto —dijo nada más llegar, aún desde la puerta-, no he tenido que hacer nada. Cuando le he dado alcance él mismo se estaba despeñando por el acantilado junto al puerto. Tenía prisa en ver a sus muertos, caramba. Ese Sócrates parece un elemento de cuidado. —Asclepio asintió, sumido aún en sus pensamientos—. Y tengo otra buena noticia: en el puerto he visto a Sócrates.

—¿Que has visto a Sócrates? —Asclepio despertó de golpe.

Panaceo se giró e hizo señas a alguien para que entrara en la casa.

—Pasa, hombre, no tengas vergüenza.

En la habitación entró un individuo de edad avanzada, aspecto cochambroso y vestido con un quitón sucio y harapiento. Su cuerpo trémulo oscilaba de un pie al otro y balbuceaba en voz baja sonidos inconexos como si estuviera ido. Parecía muerto de hambre y probablemente estaba algo atemorizado.

—Este tipo es clavado a Sócrates, Asclepio. Debe de tener su edad y sus rostros son como dos gotas de agua.

—¿En serio? Pero si parece un miserableporzeusero—preguntó Asclepio.

—En realidad está algo más gordo que el ateniense, pero aparte de eso los dos tienen unas caras de sátiros que espantan. Nariz chata, ojos saltones y calvicie avanzada. Si tuvieran la lengua larga y vivieran en una charca serían la viva imagen de dos sapos.

—Bueno, ¿y qué? ¿Para qué lo has traído? —Asclepio no acababa de ver la utilidad de este miserable.

—Le he prometido un plato de gachas calientes si nos ayuda. ¿De verdad no ves para qué nos puede servir? Piensa, Asclepio, piensa.

Y Asclepio pensó, y descubrió que su esbirro Panaceo era listo, muy listo, tanto como tonto había sido Higio. Este Sócrates podía sustituir al auténtico en la cárcel, de modo que nadie descubriría su fuga. Y si no había fuga no habría justicia pisando los talones. Una vez entre rejas, aquel pobre hombre, suponiendo que fuera consciente de lo que estaba ocurriendo, ya podía clamar al Olimpo diciendo que era inocente, que nadie le haría ni caso. Además, ¿quién notaría que no era el auténtico Sócrates? Sus discípulos y amigos, pero estos evidentemente no dirían nada con tal de salvar al maestro; el servidor de los Once, pero el soborno que iba a recibir le haría cerrar el pico; la familia de Sócrates, pero era de suponer que tampoco abrirían la boca. Solo alguien con escrúpulos morales tendría algo que oponer a ese plan magistral. Solo alguien como Sócrates, quizá. Bueno, pues con no decirle nada…

—Panaceo, prepárale a nuestro amigo un buen plato de gachas de cebada calentitas…

El golpe

La pequeña barcaza llegó hasta el puerto del Pireo impulsada con vigor por los remeros brazos de Panaceo y Asclepio, mientras a causa del mareo el Sócrates epidaurio vomitaba por la borda las gachas que había comido últimamente. La luna les hizo el favor de esconderse tras las nubes y pudieron así desembarcar y ocultar su transporte marino sin dificultad. Establecieron contacto con el joven Aristocles, que tampoco era tan joven, juzgó Asclepio, quien les aguardaba con una pequeña carreta junto al puerto, y se pusieron en camino a la ciudad, a unos cuarenta estadios de distancia. Nadie habló en todo el trayecto.

Ya frente a la entrada de la prisión, el servidor de los Once, un hombre alto y desgarbado, vestido con la panoplia de hoplita como si se fuera a ir a la guerra esa misma noche, extendió la mano, no precisamente para saludarlos; sobre ella Asclepio depositó una pequeña bolsa.

—Lo acordado, treinta minas. Cuéntalas —Asclepio sintió en el alma desembolsar cada una de esas monedas porque eran suyas y no de Critón, quien no había cedido ni un óbolo argumentando que lo del soborno había sido idea de Asclepio y no suya.

—No es preciso. Sabéis a qué os arriesgáis si no las hay.

Entraron. El interior estaba alumbrado por una única tea colgada en un rincón, por lo que la mayor parte del lugar permanecía en penumbra.

—La primera celda está vacía. En la segunda está vuestro hombre. —Asclepio hizo ademán de dirigirse hacia allí pero el servidor le detuvo—. Ahora duerme.

—¿Y qué he de hacer, esperar a que cante el gallo? —le espetó Asclepio—. No te preocupes, que no se va a enterar.

Avanzó hacia la celda y Aristocles le siguió. Asclepio suspiró.

—Muchacho, tu ayuda con la carreta nos ha sido muy útil pero sinceramente no sé qué haces aquí dentro. Se supone que eres un tipo íntegro y virtuoso y todo eso, y que tu amigo se llevaría un disgusto si te viera involucrado en esto. ¿Qué pasaría si se despertara y te viera? ¿Quieres esperar fuera, por favor?

Aristocles bajó la cabeza reconociendo que estaba en lo cierto y salió al exterior. Asclepio se plantó de pie ante la celda y pidió al servidor que la abriera.

—Está abierta. Nunca he precisado encerrar a Sócrates.

«Debí haberlo imaginado», rumió Asclepio. Miró dentro y vio entre las sombras a un individuo durmiendo a pierna suelta plácidamente sobre un camastro. Una fina manta le cubría hasta el cuello. «Así que es este; pues sí que se parece a nuestro Sócrates, sí», se dijo.

—Panaceo, acércame la droga —susurró.

Panaceo vertió el contenido de una pequeña redoma en un paño de lino y se lo alcanzó a Asclepio, quien lo colocó sobre la nariz y boca roncadoras del filósofo y lo retiró al cabo de unos instantes. El servidor pareció inquieto y Panaceo lo calmó:

—Es esencia de zumo de tallo de adormidera. Inofensiva en la dosis justa.

—¿Y cuál es la dosis justa?

—Pues... la justa, ni más ni menos.

—Ya…

Sócrates dejó de roncar pero siguió durmiendo, más placidamente aún.

—Bien, llama ahora a ese Aristocles. Si quiere ayudarnos, que cargue con este hasta la carreta.

Al poco, el cuerpo inerte de Sócrates era trasladado sobre la corpulenta espalda de Aristocles hasta la carreta. Entretanto Asclepio aprovechó para acercarse hasta el pobre mendigo de socrático rostro, que había permanecido todo el tiempo mirando la tea como si no hubiera visto una llama en su vida, y le dio a oler el paño de adormidera. Al momento se desplomó como un fardo y entre Asclepio y Panaceo lo arrastraron hasta el interior de la celda.

—Quizá ahora sí te convendría cerrar la celda —aconsejó Asclepio al servidor—, no vaya a ser que este nuevo inquilino sea de peor conformar que el anterior.

El servidor le miró hoscamente.

—No hago esto por dinero, lo hago por él. Cuidad de Sócrates. Que no le pase nada.

«Pues podías habérselo dicho a Critón, le habrías ahorrado a él unos cuantos talentos y a mí treinta minas», le recriminó en silencio Asclepio.

No se demoraron en subir a la carreta, donde Aristocles les aguardaba ya con las riendas en la mano. Sócrates yacía en la trasera, oculto por una manta de lana.

—Adelante —se limitó a decir Asclepio. Aristocles azuzó a la mula y se alejaron.

En el camino hacia el Pireo Asclepio dudó antes de entablar conversación con Aristocles. No era su costumbre hablar si no había algo importante que decir, pero finalmente decidió satisfacer su curiosidad.

—Tienes una espalda envidiable, muchacho. ¿Pasas mucho tiempo en las palestras?

—Solía hacerlo hasta que conocí a Sócrates —contestó raudo, como si estuviera deseando charlar—. A causa de estos omóplatos tan desarrollados algunos graciosos me llaman «Platón», cosa que detesto.

—No te preocupes —trató de improvisar—, si acaso pasas a la historia por haber salvado a Sócrates o por alguna otra razón, no creo que nadie te recuerde con ese estúpido apodo. Dime —tenía que hacerle la pregunta—, ¿qué pasa con Sócrates? Todos los que le conocéis estáis como atont... —Asclepio sopesó en un instante que quizá convenía no ser tan directo y rectificó a tiempo— ...at... atentos, muy atentos a sus palabras. Hasta el servidor de los Once parecía dispuesto a dar su vida por él.

—Ya lo descubrirás por ti mismo. Pero no te engañes, no todos los que conocen a Sócrates son amigos suyos. A decir verdad creo que son más los que le odian.

«No me lo jures; yo aún no lo conozco y creo que ya lo odio un poco», pensó Asclepio.

—Pero ¿no te parece algo... absurdo todo esto? No querer escapar de la cárcel, apreciar la muerte casi más que la vida, obligar a sus amigos a cometer esta estupidez de secuestrarlo a sus espaldas... En fin, dime, sinceramente, ¿qué piensas de ello?

Y con tono paternal pese a tener cerca de la mitad de años, Aristocles comenzó a explicar a Asclepio la naturaleza de las personas, que pretenden saber lo que no saben pero no saben lo que pretenden saber, que no hay prueba alguna de que la muerte es un mal y sí en cambio de que la vida puede ser mala, que lo que los hombres conocen no es tal o cual cosa sino una idea abstracta de tal o cual cosa, que vivimos todos como metidos en una caverna sin enterarnos de nada mientras que el mundo real fluye en el exterior, que la virtud no puede enseñarse pues entonces la ciudad entera estaría llena de escuelas de virtud, que algo es bello si es bueno y justo pero si no es justo ni bueno entonces no es bello, y que en medio de todo ese berenjenal de absurdidades el único que ofrecía una luz brillante y sincera era Sócrates. Y mientras le escuchaba, Asclepio fue cultivando en su interior un pensamiento que se afianzó con cada una de las palabras que oyó de aquel hombre: «como un cencerro, amigo; estáis todos como un cencerro». Y se cuidó muy mucho de volver a preguntarle nada.

Llegados al Pireo se despidieron de Aristocles con un simple «di a Critón que el trabajo está hecho; espero noticias suyas» y subieron a la barcaza. Y remaron en silencio pero con brío, con la satisfacción de la misión cumplida, surcando el golfo en dirección a Epidauro.

—Si acaso este se despierta —advirtió Asclepio a Panaceo al poco rato— vuelve a acercarle la adormidera a la nariz. No vaya a ser que nos convenza de regresar.

El desacuerdo

Hasta tres días después no apareció Critón por la casa de Asclepio. No lo hizo acompañado de su hijo sino de Aristocles, quien al parecer ya se había involucrado en el secuestro hasta las cejas y en quien Critón parecía confiar más que en Critóbulo. Ambos personajes, aristocráticos y de buena familia, llamaban la atención con sus elegantes vestiduras recorriendo los barrios bajos de Epidauro a plena luz del día. Asclepio los recibió impaciente y los hizo entrar.

—Hombre, Critón, que han pasado tres días —dijo, sin siquiera saludarlos—. ¿A qué se debe la demora? Pensé que te habías olvidado de lo nuestro.

—Mis disculpas, Asclepio —se excusó—. Pero ya te dije que debías ocultar «lo nuestro» hasta que todo pasara.

El anfitrión ofreció asiento y vino aguado a los huéspedes. Parecía feliz de verlos pero nervioso al mismo tiempo.

—¿Que todo pasara? ¿Qué había de pasar? No ha habido fuga, Sócrates no ha desaparecido de la cárcel. ¿Es que no te lo ha explicado tu amigo? —señaló a Aristocles.

—Sí —replicó Critón—, estoy al corriente. Pero comprende que debía actuar de manera un poco discreta y sobre todo… honorable.

—¿A estas alturas me hablas de conducta honorable? No me hagas reír.

El ateniense arrugó el ceño y se atrevió a apuntarle con el índice.

—Ese pobre desgraciado que metiste en la cárcel… Fue inhumano lo que hiciste con él, Asclepio, te lo tengo que decir.

—¿Inhumano? —Casi escupió el trago que había empezado a remojarle el gaznate—. Oye, yo cumplí con mi parte, no hubo violencia, nadie se enteró y tengo a tu querido Sócrates a buen recaudo. Ahora cumple tú.

—Soy hombre de palabra, no temas por eso. Pero has de saber que no he podido venir antes porque he estado haciendo compañía al preso hasta su última hora. Era lo menos que podía hacer por él. —Un estúpido aire de solemnidad bailó sobre las palabras de Critón. Asclepio volvía a tener la sensación de estar hablando con un loco o con un tonto, pero no quiso discutir.

—Muy loable por tu parte, sobre todo teniendo en cuenta que si hay un culpable en todo esto eres tú. ¿O sea que ya ha bebido la cicuta?

—Ayer por la mañana —intervino Aristocles—. Al parecer la bebió como si fuera agua, probablemente ni siquiera se había enterado de que aquella sería su última copa.

—Era una buena cicuta, doy fe de ello —apostillo Critón—. La traen de Laconia y no es barata precisamente, eso lo puedo jurar. Pero pagar el bebedizo era lo menos que podía hacer por ese hombre, por esa pobre víctima de tu plan, Asclepio.

Asclepio no supo si reír o llorar.

—Critón, permíteme que te diga que eres el hombre más hipócrita que he visto. Tú habrías hecho carrera en mi negocio, te lo aseguro. La cicuta la tenías ya pagada para Sócrates, no me vengas ahora con que lo hiciste porque ese mendigo te dio pena.

Critón volvió a su pose solemne y ofendida.

—Qué sabrás tú de esas cosas. No entenderías lo que es una conducta piadosa aunque pretendiera explicártelo.

—Vamos, a ti lo que te duele es el dinero que has tenido que gastarte en una cicuta que al final no ha sido para tu maestro. Y tú me hablas de honorabilidad, ¡ja!

Aristocles, como queriendo limar asperezas y rebajar tensiones, comenzó a relatar:

—Anteayer hicimos compañía todos nosotros al recluso. Critón, Apolodoro, Fedón, Simias, Hermógenes, en fin: los más fieles a Sócrates. Estuvimos hablando con él acerca de la inmortalidad del alma, acerca de la piedad para con los dioses, de la amistad entre los hombres, de la virtud… Él nos escuchaba muy atento mientras nosotros dialogábamos como nos ha enseñado a hacerlo Sócrates —Asclepio se imaginó al desgraciado epidaurio balbuceando monosílabos rodeado por aquella panda de alucinados diciendo estupideces; no pudo evitar compadecerlo—. Tenías que haber estado allí, Asclepio; nos miraba a cada uno de nosotros, fijamente, con los ojos muy abiertos, y asentía a todo lo que decíamos. Creo que entre todos logramos hacer ver al nuevo Sócrates que su tránsito al otro mundo es un bien en sí mismo.

«Eso no lo dudo —se dijo Asclepio—, me imagino a mí en esa situación y yo también desearía morir».

—Y ayer estuvieron allí, acompañándolo en sus últimas horas. —Aristocles estaba realmente emocionado— todos excepto yo, que me sentí indispuesto. No pude soportar la tensión emocional y estuve todo el día con fiebre. Pero Critón me ha contado que aquel hombre mantuvo la entereza hasta el final, que sostuvo con mano firme la copa de cicuta y que la ingirió de un solo trago, sin titubear, mientras los presentes le iban lanzando voces de ánimo. Al parecer, cuando fue preguntado por sus postreras palabras, dio a entender con gestos y monosílabos que quería un plato de gachas de cebada calentitas. El servidor de los Once, emocionado y con lágrimas en los ojos, se las preparó pero cuando volvió con el plato ya estaba frío –el hombre, no las gachas– de modo que, dada la hora que era, decidieron todos los presentes repartir las gachas en cuencos y comérselas en silencio en honor del fallecido. Sin duda se trata de una bella metáfora sobre la que deberíamos meditar.

Asclepio permaneció obnubilado durante un rato. Salió de su letargo con el pensamiento de que, efectivamente, aquel Aristocles habría sido un gran escritor de tragedias.

—Bueno —intervino Critón—, ¿dónde está Sócrates? Queremos verlo.

—Está ahí dentro, en ese cuarto. —Señaló una puerta al fondo de la sala—. Pero primero suelta el dinero.

—¿Lo has encerrado? —se sorprendió.

—Escucha, anciano: cuanto antes os llevéis a ese elemento mejor para todos. Su trato es insoportable y su conversación imposible. Créeme que ahora entiendo perfectamente lo que me dijo Aristocles de que Sócrates tiene más enemigos que amigos: yo mismo lo habría matado ya si no fuera por el dinero que me debes. De no haberlo encerrado hace tiempo que se habría entregado a las autoridades. Tiene gracia que cuando estaba preso no necesitara estar bajo llave y ahora que es libre haya que encerrarlo. Pero desde que tengo tratos con vosotros es como si estuviera viviendo en un mundo al revés.

—Bueno —alegó Aristocles—, el mundo es pura apariencia, en realidad son las ideas las que…

—No quiero oírlo —le interrumpió bruscamente Asclepio—. Critón, págame y liquidemos esto: son cinco talentos y treinta minas.

—Primero quiero hablar con Sócrates y asegurarme de que se encuentra bien —dijo Critón secamente, y fue seguido por Aristocles hacia la puerta indicada. Asclepio, enfurruñado, consintió. Liberó el bloqueo de la puerta y la pareja de atenienses desapareció en el interior de la habitación cerrando tras de sí. Y Asclepio se quedó fuera, sentado, cruzado de brazos y echando aire por la nariz como un toro cretense.

Había pasado ya un buen rato cuando golpearon la puerta desde dentro. Asclepio abrió y Aristocles y Critón salieron. Sin Sócrates.

—Parece más gordo. ¿Lo cuidas bien? —soltó Critón a bocajarro.

—Tengo una esclava que cocina bien —explicó, cargándose de paciencia—. Tu amigo se está poniendo morado a base de guisos de gallo en pepitoria. El gallo abunda por aquí, es la ofrenda típica en el santuario del dios. Y mi esclava lo cocina muy bien. ¿Quieres saber algo más antes de pagarme y llevártelo?

—No me lo llevo, Asclepio, recuerda el trato: cuando todo esté a punto vendré a recogerlo.

—Recuerdo el trato perfectamente, no quieras engañarme: has venido, estás aquí, así que te lo llevas y me pagas lo que me debes. Además, ¿qué es lo que ha de estar a punto? Nadie ha descubierto nada, nadie sospecha, se cumplió la sentencia y Sócrates murió. ¿Quieres hacer el favor de sacar a ese hombre de mi casa y darme mi dinero? —Asclepio empezaba a perder los nervios.

Critón, con temple y sin dejarse avasallar, respondió:

—No lo he traído. En tan pocos días no he conseguido reunirlo.

—¿Cómo dices? Pero ¿con quién crees que estás tratando? ¿A que me cargo a ese viejo de ahí dentro y asunto resuelto?

—Es mucho dinero, Asclepio —trató de explicar el ateniense—, piensa que yo te ofrecí un talento por toda la operación y tú me has exigido cinco veces más. Además, aún no tengo dónde esconder a Sócrates; ten un poco de paciencia. No puedo llevármelo a Atenas, se supone que está muerto: ¿cómo reaccionaría la gente si lo vieran pasearse tan tranquilo? Mira, conozco a un hombre que es próxeno de Atenas en una ciudad del norte de Tesalia, estoy contactando con él para ver si nos puede ayudar; si no, quizá Macedonia sería un buen destino. Pero son lugares lejanos y los preparativos requieren tiempo. Acordamos que tendrías contigo a Sócrates hasta que pudiera llevármelo. Hicimos un trato.

—¿Y tú me hablas de tratos? ¿Pero qué te crees que es mi casa? ¿Un albergue? Yo tengo negocios, ¿sabes?, tengo asuntos que resolver, tengo que trabajar en mis cosas y no puedo estar pendiente de de que ese viejo chiflado no le dé un empujón a mi esclava y salga corriendo cuando le abra la puerta para darle su plato de comida.

—Pues si quieres cobrar los cinco talentos tendrás que hacerlo —dijo impasible Critón.

—Cinco talentos y treinta minas —puntualizó Asclepio, que ahora sí parecía realmente alterado—. Pues lo mataré y acabaremos con esto.

—Es una bravata, Asclepio; no te creo. —Critón estaba jugando con fuego y lo sabía, así que intentó razonar con aquel enfurecido—. Mira, Asclepio, solo has de tener en tu casa a Sócrates unos días más, no puede ser tan difícil. Unos días más y tendrás tanto dinero que no sabrás en qué gastarlo.

—Le contaré todo a Sócrates —amenazó de nuevo—, le diré que el secuestro lo montaste tú, su fiel amigo. Y que Aristocles fue tu cómplice.

—Se lo acabo de contar yo mismo, no podía correr el riesgo de que me amenazaras con eso. Lo ha entendido a medias pero no lo comparte, de modo que es posible que siga queriendo escapar.

—¡Pues tenlo tú encerrado en tu casa, maldita sea!

—No puedo: salvo Critóbulo, mi familia no sabe nada ni debe enterarse. Ante ellos soy un hombre piadoso y respetuoso de las leyes; además, mi hijo es el único que simpatiza con Sócrates, los demás no pueden ni verlo. En fin, no lo entenderían.

—¡Yo en cambio sí les entiendo a ellos perfectamente!

Hubo entonces una pausa, un silencio celestial durante el cual todos los presentes disputaron duelos internos consigo mismos. Asclepio estaba harto de tener a Sócrates en su casa pero concedía que Critón estaba en lo cierto: a cambio de unos días más obtendría un total de cinco talentos, cantidad respetabilísima con la que podría quizá incluso pensar en el retiro. Critón, por su parte, temía que todo le saliera mal, que su obstinación en mantener a Sócrates en Epidauro hiciera que Asclepio acabara perdiendo la paciencia y le causara una muerte quizá más atroz que si hubiera bebido cicuta. Y Aristocles se debatía entre si debía escribir una tragedia poniendo por escrito aquel emocionante lance o si sería mejor dar una versión más intelectual de lo ocurrido. Aquel de los tres que perdiera en su duelo particular, aquel que se equivocara en su decisión, ocasionaría daños irreparables a un nivel inimaginable.

—Tú ganas; se hará a tu manera. Pero serán seis talentos; y esta vez no me la juegues.

Critón suspiró aliviado al escuchar esas palabras de labios de un resignado Asclepio.

—Confía en mí, yo sería incapaz de engañarte.

Y Asclepio lo miró y dijo cáusticamente:

—Es cierto. A Sócrates lo engañas para secuestrarlo, a tu familia le mientes haciéndola creer lo que no eres, contemplas con hipocresía cómo un desgraciado bebe la cicuta que has pagado para otra persona… Eres un tipo de fiar, desde luego.

El conflicto

Asclepio se acercó al «pensadero», como llamaba al cuarto de reclusión de Sócrates, y abrió la puerta con una mano mientras con la otra sostenía un plato humeante.

—¡Despierta, Sócrates! ¡La comida!

A los gritos respondió un gruñido, y de un jergón habitado por chinches se incorporó poco a poco un somnoliento anciano de barba desarreglada, pelos alborotados y quitón maloliente.

—Buenos días, mi buen Asclepio —dijo entre bostezos—. ¿Qué tenemos hoy para desayunar?

—El sol hace tiempo que brilla, ya es bien entrada la tarde; llevas todo el día durmiendo. Toma, caldo de gallo.

Dejó el plato sobre una pequeña mesa y giró los talones para irse.

—¡Aguarda! —le instó Sócrates— Por favor, quédate un rato.

—Tengo mucho que hacer —dijo con aspereza.

—También yo querría hacer muchas cosas y el estar aquí encerrado me lo impide. Por favor, comparte conmigo algo de tu tiempo. Es terrible para mí no poder hablar con nadie en todo el día. Si algo vale el que te llames Asclepio, invierte un poco de tu poder curativo en aliviar esta necesidad mía.

Asclepio resopló sin disimulo pero cedió al ruego.

—Solo un rato.

—Te lo agradezco mucho. —Se acercó al plato y lo husmeó—. Huele bien, eres un excelente cocinero. Tendré que decirle a Critón cuando lo vea que te compense por la comida. ¿Cuántos gallos me he…?

Asclepio lo interrumpió con sequedad.

—No te preocupes por los gallos, tengo muchos gallos, me importan un higo los gallos. Lo que quiero es que tu amigo venga de una vez y me pague lo que me debe.

—Llevo mucho tiempo aquí, ¿verdad?

— Exactamente veintiocho días.

—¿Tanto? Vaya, siento todas las molestias que te ocasiono. Ojalá dependiera de mí el liberarte de ellas pero ni tú me lo permites ni Critón convendría en ello.

—¿Ya? —preguntó Asclepio, de repente.

—¿Ya qué?

—Que si ya hemos conversado suficiente.

—Por el can, Asclepio, sosiégate —sonrió Sócrates, conciliador—. Cuando te veo siempre te noto alterado, nervioso. Si tuvieras por aquí algún instrumento musical, una lira o una flauta, podría tocarte algo para que te relajaras. La música alivia las tensiones. ¿No estás de acuerdo conmigo en que la música alivia las tensiones?

—Sí. No. Yo qué sé. Mira, Sócrates, solo hay dos cosas que podrían aliviar mi tensión: una son los talentos de plata que me debe tu querido amigo y otra es que no te vuelva a ver en lo que me queda de vida. Ese liante de Critón me ató de pies y manos al endilgarme tu custodia. Me fié de él, me dijo que volvería a por ti ¡y ya ha pasado casi un mes! No me importa que te comas todos los gallos que quieras, cómete la despensa entera si te apetece; lo único que quiero es poder mandarte a paseo y recibir mi dinero. Y, volviendo a tu pregunta inicial, no tengo ni idea de si la música alivia las tensiones; nunca lo he sabido y nunca me ha importado lo más mínimo. ¿Queda claro?

El ambiente estaba algo enrarecido, ciertamente. Quizá a causa de la poca ventilación de la habitación. Sócrates sonreía ufano, ajeno al enojo de su carcelero, a quien miraba con cordialidad; Asclepio, en cambio, habría lanzado cuchillos por los ojos de haberle concedido Zeus ese secreto deseo. Entretanto cruzó por en medio de ambos una mosca que se posó sobre el plato, pataleó un poco y al momento se ahogó en el caldo.

—Asclepio, perdóname pero soy incapaz de seguirte cuando haces largos discursos en un tono tan alterado. Si no te importa dialoguemos de manera más reposada. A menos que tengas inconveniente, yo te iré haciendo preguntas para ver si entre los dos hallamos algo de verdad en esto que estamos hablando. ¿Te parece?

Asclepio no respondió. Se limitó a mirar a Sócrates con una mueca de estupor.

—Dime, por favor, y piénsalo bien: ¿estás de acuerdo conmigo en que la música es algo incorpóreo? ¿O por el contrario es algo corpóreo?

—¿Cómo? Eh, pues... inc… incorp… póreo… —musitó. Aquello no podía estar pasando de nuevo, pensó.

—Bien. ¿Y qué sentidos tenemos nosotros que nos permiten captar lo incorpóreo?

—No… entiendo…

—Te lo explicaré —dijo Sócrates, condescendientemente—: convendrás conmigo en que el hombre tiene cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto.

—Sí, cinco. Son cinco, sí —respondió por inercia.

—Y de esos cinco sentidos, unos permiten sentir cosas corpóreas y otros permiten sentir cosas incorpóreas. ¿Es así o precisamos buscar ejemplos para comprenderlo?

—Lo… comprendemos, Sócrates.

—¿No es verdad que la vista, el gusto y el tacto permiten sentir cosas corpóreas?

—Es verdad. —Asclepio respondía como un sonámbulo siguiendo un patrón de conversación que se había repetido demasiadas veces para su gusto y que si en las primeras ocasiones le exasperaba y le irritaba enormemente, ahora le causaba un inevitable atontamiento.

—¿Y el oído y el olfato no permiten sentir cosas incorpóreas? Porque ¿acaso un trueno es algo corpóreo, o el relincho de un caballo, o el aplauso del público en el teatro? ¿Y no se perciben solo por el oído? ¿Y acaso el olor de este caldo de gallo es corpóreo? ¿Y no es verdad que se percibe solo por el olfato? Porque si lo saboreo. —Sócrates se introdujo en la boca el cucharón sin apercibirse de la mosca— no estoy percibiendo su olor sino su delicioso sabor. ¿Convienes conmigo en ello?

—Sí… delicioso sabor… convengo —contestó, como podría haber respondido lo contrario si Sócrates se lo hubiera pedido.

—Bien, pues la música es una de esas cosas, como el trueno, el relincho o el aplauso, que se perciben con el oído. La prueba está en que no habrá jamás en el mundo un sordo que sepa algo de música. ¿Estás de acuerdo?

—Cómo no estarlo, Sócrates…

En ese momento sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa que sacaron del aturdimiento a Asclepio y que fueron ignorados por el filósofo.

—Bien, pues ahora que hemos concluido la incorporeidad de la música…

—Sócrates, llaman a la puerta. Voy a ir a abrir.

—¿Y no es verdad que esos sonidos son incorpóreos?

Asclepio dejó a Sócrates con la incorporeidad en la boca, dando gracias a Hestia, diosa del hogar, por haberlo rescatado. Cerró la puerta de Sócrates y abrió la del visitante. Era Panaceo, que le obsequió con una amplia sonrisa.

—Salud, Asclepio. Hace tiempo que no me llamas para proponerme nada y he decidido pasarme por aquí. ¿Todo va bien? —reparó en su aspecto y añadió—. Te veo desmejorado.

—Oh, Panaceo —casi gimió—, me alegro mucho de verte. No puedes imaginarte por lo que estoy pasando.

Y Asclepio le hizo un resumen del último mes, concretamente de los últimos veintiocho días, en los que su huésped Sócrates se había encargado de ir desquiciándolo poco a poco. Sócrates era un tipo encantador aparentemente, pero en cuanto abría la boca... Sus inofensivas conversaciones sobre temas anodinos siempre daban pie a caminos sin salida, a no tener más remedio que concluir una completa ignorancia acerca de cualquier tema sobre el que Asclepio hablara. Nada había que Asclepio pretendiera conocer que fuera realmente un conocimiento de algo.

—No entiendo nada, Asclepio, ¿a qué te refieres?

—Una vez se interesó por mi habilidad cocinando.

—¿Pero tú cocinas? Creí que tenías una esclava.

—La tenía —explicó Asclepio, algo nervioso—; Sócrates la convenció de que es más virtuoso vivir libre aunque en la miseria, que esclavizada pero con techo y alimento cada día. Se fugó hace unas dos semanas; desde entonces cocino yo. Pues el caso es que Sócrates, no sé aún por qué enrevesados caminos, consiguió hacerme decir que yo sé hacer buenos guisos pero que en realidad ignoro lo que es el arte culinario en sí mismo.

—¿Y qué diantres es el arte culinario en sí mismo? —preguntó Panaceo con curiosidad.

—¿Y yo qué sé? ¿No te estoy diciendo que lo ignoro? Pero sea lo que sea, ese es el verdadero saber, no los guisos que yo hago.

—Bueno, Asclepio, ¿y a quién le importa? ¿Qué más da lo que diga ese viejo? —Panaceo empezaba a notar lo absurdo de la conversación y el estado anímico de su amigo.

—¡Sí importa! —se irritó Asclepio— Porque me deja por ignorante a cada momento, me pone en ridículo cada vez que abro la boca. ¡En mi propia casa!

—Bueno, con no hacerle caso…

—¡Pero es que creo que tiene razón! ¡Eso es lo dramático!

—Pues no hables más con él, Asclepio; mira si es fácil.

—Lo intento, de verdad que lo intento. Pero tiene una extraña habilidad para enredarme.

—Vamos, hombre. No puede ser tan complicado no dirigirle la palabra.

—A ver, Panaceo: ¿podrías tú ignorar a un tábano que estuviera zumbando a tu alrededor continuamente?

—No, supongo que no, pero…

—¿Y si el tábano te picara no reaccionarías de alguna manera, no intentarías darle un manotazo antes de que te llenara de picotazos? ¿Estás de acuerdo en ello?

—Sí, estoy de acuerdo, pero…

—Atiéndeme en esto ahora: ¿es o no es verdad que las picaduras de tábano producen picor, y que irremediablemente queremos rascarnos cuando nos pica?

—¡Por la herrería de Hefesto, Asclepio! ¿A qué me vienes ahora a hablar de tábanos? ¿Te has vuelto loco?

Asclepio se quedó callado un instante, como si se encontrara a mil estadios de distancia, y estuvo a punto de romper en sollozos.

—Zeus y Hera, pero si ya hablo como él…

—Estás realmente mal, Asclepio, me estás preocupando. Deja que tenga unas palabras con ese enredador, verás como no vuelve a molestarte —se ofreció Panaceo.

—Te lo agradezco pero es un individuo muy peligroso. Yo también creí que podría con él y... —La aflicción se reflejaba en su tono de voz—. Habla con él si quieres pero ten mucho cuidado. Y no le toques un pelo, que aún no he cobrado ni un óbolo de ese maldito Critón.

Panaceo se encerró con Sócrates en el «pensadero» y Asclepio se quedó fuera, expectante, notando cómo el aprecio que sentía por su amigo crecía gracias a la ayuda que desinteresadamente le estaba brindando. Se sentó en un taburete y empezó a desplumar un gallo; para la cena había pensado preparar un delicioso guiso de muslos en pepitoria.

Arrancaba ya la última pluma cuando Panaceo pidió salir del cuarto.

—¿Cómo ha ido? —preguntó ansioso Asclepio.

—Bien; diría que no has de volver a preocuparte.

—Amigo, no sabes cómo te lo agradezco —dijo con emoción—. ¿Estás seguro? ¿Qué le has dicho?

—No importa lo que le haya dicho pero podría jurar que te dejará en paz. —Se fijó en el ave desplumada y cambió de tema—. ¿Eso es la cena?

—Sí. Desde que Sócrates está aquí comemos y cenamos gallo casi todos los días. A él le encanta y es lo único que sé cocinar bien, según dice.

—Pues deberías cobrarle por los gallos que se te ha zampado —resolvió Panaceo—, parece el doble de gordo que cuando llegó.

—Eso me trae sin cuidado, lo que quiero es que Critón me pague y que él se largue de mi casa.

—Tienes razón, ¿qué son unos gallos comparados con seis talentos? —apostilló Panaceo, y añadió—: Mañana por la mañana volveré y cuidaré yo de Sócrates.

Asclepio puso cara de sorpresa.

—¿Estás seguro? Ten cuidado porque…

—Y tú aprovecharás para que te dé el aire —continuó—. Pasa la mañana en la montaña, ve a ver a algún amigo, despéjate. Llevas un mes sin salir de casa y se te nota. Yo te esperaré aquí hasta que vuelvas.

—¿De verdad harías eso por mí? ¡Gracias, muchas gracias! Tienes razón, lo necesito; un mes junto a ese viejo me ha desquiciado. Panaceo, ojalá te hubieras pasado por aquí antes: siento como si me hubieras liberado de la mayor de las cargas.

—No tienes que agradecerme nada, Asclepio. Hasta mañana entonces. Y que os aproveche el gallo.

—Lo comeremos a tu salud. Gracias de nuevo, Panaceo. Es como si hubiera permanecido prisionero todo este tiempo y estuviera a punto de llegar el día de mi liberación.

La liberación

Epidauro era una ciudad pequeña y con exceso de visitantes, que acudían día tras día en riadas para solicitar la ayuda de Asclepio, el dios. Por esa razón Asclepio, el hombre, se había ido lejos del bullicio, a la costa, por los acantilados que bordeaban el mar y desde los que podría contemplar el pequeño puerto de Epidauro. Pensó que le relajaría más la visión del horizonte marino y los navíos dibujando estelas sobre las aguas, que las tumultuosas calles de la ciudad, que solo estaban un poco vacías en horas nocturnas. Aquella mañana Panaceo se había presentado temprano en su casa y le había relevado de la desgastadora labor de cuidar de Sócrates. Una gran persona ese Panaceo, pensó Asclepio. Aún no le había pagado ni una dracma por el trabajito del secuestro y sin embargo no había escuchado ninguna queja de sus labios. Y por si fuera poco se ofrecía a ayudarle a recuperar el equilibrio de sus facultades mentales haciéndose cargo de ese anciano palabrero. A veces, se dijo, uno no conoce bien a las personas hasta que la vida no nos pone frente a una situación límite. Entonces los amigos de verdad responden y el resto sucumbe. Como sucumbió Higio víctima del poder socrático, vencido en el primer cruce de palabras que tuvo con él. Panaceo, en cambio, había demostrado tener más aguante.