Actuel Marx N° 31 Las Violencias: prácticas sociales, experiencias, teorías -  - E-Book

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La violencia, compleja y multicausal, marca la historia humana. Surge la necesidad de una reflexión crítica para comprender sus matices. Los textos aquí reunidos abordan esta crucial reflexión.

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Directora María Emilia Tijoux Merino Editor Juan Riveros Barrios Editorial Jacques Bidet (Francia), María Emilia Tijoux Merino (Chile), Gérard Duménil (Francia), Roberto Merino Jorquera (Chile), Antonio Elizalde (Chile), Juan Riveros Barrios (Chile), Ernesto Feuerhake (Chile), David L. Kornbluth Cambor (Chile), Catalina Díaz Espinoza (Chile) y Alejandra Solar Ortega (Chile). Consejo Editorial Gilbert Achcar (Universidad París VIII), Étienne Balibar (Universidad París X), Daniel Bensaïd (†) (Universidad París VIII), John Beverley (Universidad de Pittsburgh), Alex Callinicos (Universidad de York), Jean-Marc Lachaud (Universidad París VIII), Domenico Jervolino (Universidad Federico II, Nápoles), Michael Löwy (CNRS/EHESS), Stefano Petrucciani (Universidad de Roma), Gabriel Salazar (Universidad de Chile), Jacques Texier (CNRS/EHESS), Slavoj Zizek (Instituto de Estudios Sociales de Ljubljana), Ernesto Laclau (†) (Universidad de Essex), Klaus Dörre (Universität Jena), Enzo Traverso (Universidad Cornell de Ithaca, New York), Armando Boito (Universidad Estatual de Campinas), Ricardo Antunes (Universidad Estatual de Campinas), Juan Carlos Marín (†) (Universidad de Buenos Aires), Adrián Scribano (Universidad de Buenos Aires), François Chesnais (†) y Horacio Machado Aráoz (CITCA CONICET-UMCA y Facultad de Humanidades UMCA Catamarca, Argentina). Edición francesa (París) Guillaume Sibertin-Blanc y Jean-Numa Ducange Traducciones Roberto Merino Jorquera, Juan Riveros Barrios y María Emilia Tijoux Merino Diseño de portada Autor: Juan Riveros Barrios E-mail: [email protected] Página Web: http://www.actuelmarxint.cl Huérfanos 1841, Santiago, Chile Diseño, diagramación y correcciones: Lom ediciones María Emilia Tijoux Merino / Lom ediciones Registro Nº 205.023

Índice

I. La violencia tras el siglo XX 17

II. La crisis del capital y la violencia del orden

III. Violencia, economía y deseo

In memoriam

Dedicamos este número a Gustavo Ruz Zañartu (1947-2022), incansable luchador social, sobreviviente de la dictadura cívico-militar, histórico dirigente de la izquierda chilena, fundador del Comité de Defensa y Recuperación del Cobre y el Movimiento por una Asamblea Constituyente.

A François Chesnais (1934-2022), profesor emérito de Economía de la Universidad de París XIII, miembro del consejo científico ATTAC-Francia, lo seguiremos recordando como un gran intelectual y referente de la economía marxista.

Presentación

En el transcurso de la historia de la humanidad, las violencias han representado un fenómeno complejo de descifrar pero necesario de analizar. No cabe duda que todos hemos sido testigos y pacientes de las violencias, pero también agentes, y esto en distintos niveles y en diversos momentos. La violencia no es un fenómeno particular, como se podría pensar; su complejidad radica en que es multicausal. Solo pensemos, por ejemplo, en la importancia que han adquirido los medios de comunicación al televisar, hace más de una década, la crueldad y la miseria producida en Medio Oriente, y esto al punto de convertirla en un ruido de fondo que nadie atiende sino solo para ceder a la falsa idea de que «siempre ha sido así». Para no ir muy lejos, en el caso de Chile, y más precisamente en la salud pública, las violencias se han naturalizado en la noción de «lista de espera». También, vemos día a día aumentar los casos de femicidios; incluso los suicidios, en metros o centros comerciales son percibidos con molestia, pues estos hechos «interrumpen la normalidad». Ya no se repara con preocupación por el aumento de campamentos y carpas en diversas regiones, calles y plazas. El conflicto del Estado chileno contra los territorios y comunidades mapuche también es otro ejemplo de este fenómeno donde afloran populismos legislativos, incluso los estados de excepción constitucionales son el recurso donde se valida el uso de la fuerza en nombre del orden en diversas «macrozonas» del país. Por si esto fuera poco, y como telón de fondo, se encuentra el terrorismo que el Estado chileno mantuvo por 17 años contra su población, instalando no solo la deuda y el hambre como normalidad, sino también en contra de los movimientos sociales como los acontecidos desde el 18 de octubre de 2019. En ese marco, las violaciones a los derechos humanos, el racismo y el sexismo se vuelven cotidianos y sistemáticos, violentando no solo a las personas en las calles, sino también en el trabajo y en sus propios hogares. No es una exageración decir que la subjetivación consumista surge como efecto de la violencia y el sufrimiento, toda vez que la deuda, como el afán fetichista de adquirir más y más mercancías, son mecanismos de sometimiento y soportes del orden capitalista.

Así vemos a las violencias recorrer de arriba a abajo la sociedad hasta volverse un fenómeno esquivo pero siempre latente, pues sabemos que es parte de nuestra historia, de lo social y lo político. Actualmente son tantas las investigaciones y definiciones sobre la violencia –y sobre las violencias–, que no resulta fácil orientarnos en medio de las preguntas y constataciones que una larga y diversa discusión ha llevado adelante. Por ejemplo, ¿qué es la violencia? ¿Pueden todos estos fenómenos merecer el mismo nombre, el mismo tratamiento, las mismas preguntas? Si el fenómeno de la violencia no se deja aprehender con facilidad, es necesario una reflexión crítica, responsable y situada no solo para determinar su alcance, su dinámica, su condición unilateral o de lucha, sino además su carácter estatal, sus usos económico-políticos fundantes del orden, su carácter cotidiano o de excepción, de guerra, y por supuesto su ambigua relación con la «paz».

Los textos reunidos aquí intentan llevar adelante esta difícil y necesaria reflexión. Sobre este ejercicio, comienzan por constatar la situación de la violencia actual que caracteriza a las sociedades modernas desde el siglo XX. Así, se advierte que la violencia se ha multiplicado, tecnificado, profesionalizado, funcionalizado y articulado por formas siempre específicas que necesitan ser investigadas desde distintos ángulos. Para decirlo con Marx, la subsunción real de la vida –y de lo vivo– a la acumulación de valor, se ha realizado –y esto ha ocurrido mediante el sufrimiento, la miseria, la devastación y el despliegue de la barbarie– pese a los sueños del liberalismo y la Ilustración. Así, el estado de cosas actual es el sueño cumplido de las promesas civilizatorias, los sueños del capital terminan por producir monstruos. Así lo vemos en la película Los vigilantes (Watchmen) del año 2009, cuando el comediante, una suerte de superhéroe que tiene la sinceridad del cinismo nihilista contemporáneo, dice: «¿Qué pasó con el sueño americano? Se volvió realidad, aquí lo tienes», mientras dispara a manifestantes que protestan contra la violencia que ejercen los vigilantes sin control.

Estas constataciones hacen de la violencia un elemento estructural del orden en las sociedades contemporáneas. Incluso los procesos de «pacificación» no son más que el ejercicio meditado y calculado de la violencia, y ella misma es la contención constante que permite el orden de la acumulación. Esto es lo que ocurrió con la revuelta donde se buscó «salir» del conflicto acordando la paz. Pero, como escribía Cristóbal Palma en País Fuego, «la paz nos odia», el acuerdo de paz social es solo el acomodamiento del poder. El capitalismo neoliberal, que por un tiempo quiso presentarse como una sociedad sin horizontes políticos y, por ello, sin fricciones, muestra que tras cada pacificación se encuentra operando la violencia. Así las guerras en el tercer mundo no llamaron la atención de los observadores, porque estas pudieron ocultarse tras la figura del caso excepcional o de la democratización a la fuerza por parte de países del Sur global. En este sentido, las violencias cotidianas e institucionales contra los(as) pobres, las disidencias, los(as) racializados(as), quisieron permanecer cómodas e incuestionadas como casos siempre aislados.

Por una parte, sabemos desde Marx –y la llamada acumulación originaria– que el capitalismo nace «chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies»1, y que la historia de la acumulación capitalista es el despliegue de las violencias colonialistas, sexistas y avasalladoras de toda forma de vida dentro y fuera de Europa. Por otra parte, la violencia no es solo fundante, sino también un elemento central del mantenimiento del orden, y por eso el castigo tiene funciones socializantes. Así es como el orden moderno y civilizado nace y se mantiene por medio del uso de la fuerza y la crueldad. A la hora de comprender la especificidad contemporánea del neoliberalismo, podemos recordar la obra de Mark Fisher, quien intentó mostrar el carácter de este mundo supuestamente postideológico, que no es sino la naturalización depresiva del capitalismo. Y esto es así porque el capital no se presenta como un modelo deseable, sino como un chantaje: este no es el mejor de los mundos posibles, pero ¿acaso hay otro? Fisher definirá el realismo capitalista como el sentimiento de que «no hay alternativa»; de este modo «el capitalismo no es ya el mejor sistema posible, sino el único sistema posible. Y las alternativas no son solo indeseables, sino fantasmáticas, vagas, apenas concebibles sin contradicción»2. Si el neoliberalismo se levanta, como todo capitalismo, arruinando todo aquello que podría haber sido distinto y exterminando a quienes ya se oponían al capital, la violencia del orden capitalista neoliberal no consiste solo en el ocultamiento de su historia y de sus mecanismos de funcionamiento, sino en la lógica de secuestro con la que opera. Allí no solo podemos reconocer que las cosas están mal, sino además que esto ocurre en medio de una impotencia que impide siquiera pensar en cambiar las cosas. Se trata, en otras palabras, de la producción de una subjetividad funcional, disciplinada y despolitizada ante la violencia constante del orden.

En aras de situarnos en medio de estos diagnósticos y discusiones, el presente número de Actuel Marx/Intervenciones se dividirá en tres partes. En la primera, titulada «La violencia tras el siglo XX» se comparten tres escritos que se detienen en un intento por determinar conceptualmente la violencia en sus formas modernas y contemporáneas. Por una parte, en La metamorfosis de la violencia, Nievas y Bonavena repasan diversas conceptualizaciones que se han elaborado en torno a la noción de violencia, subrayando las discusiones que en este marco se han desarrollado. Este ejercicio, sin embargo, no se orienta a la búsqueda de una definición mínima, común o abstracta de violencia. Al contrario, se trata de un ejercicio de revisión crítica que, en atención a los problemas y momentos históricos en que se desarrollan las discusiones y conceptos, logra evidenciar los límites que la conceptualización de la violencia viene a tener en el presente, sobre todo cuando muchas de las formas estructurales de la violencia se hacen pasar desapercibidas.

En segundo lugar se presenta La dialéctica de la civilización: Figuras de la barbarie moderna en el siglo XX, texto en el que Michael Löwy elabora conceptualmente el oxímoron de «barbarie moderna» o «barbarie civilizada». Con este término Löwy busca comprender, lejos de las definiciones antiguas de barbarie, la dialéctica ínsita a la Ilustración sobre la cual la razón y la civilización, antes que alcanzar un estado de paz, ha agudizado la violencia, tecnificándola, produciendo masacres impersonales sobre poblaciones enteras, gestionando burocrática y racionalmente la barbarie, todo esto sobre discursos de corte científico antes que tradicional. Ejemplos de esto pueden ser tanto las cámaras de gas del nazismo como las bombas atómicas. En una línea similar, Enzo Traverso presenta el texto Auschwitz, Marx y el siglo XX, en el que la figura de Auschwitz emerge como un paradigma para repensar críticamente al marxismo. Si Marx previó que la dialéctica entre la misión civilizadora del capital y la regresión social de la explotación y la dominación conducirían hacia una ruptura revolucionaria, lo que el siglo XX nos lega es una agudización de esta contradicción sin que haya síntesis. Es esto lo que para Traverso inaugura una alternativa que ya no se encuentra entre socialismo y capitalismo, sino entre una nueva civilización o la destrucción de la humanidad.

Una segunda parte, titulada «La crisis del capital y la violencia del orden» se detiene a reflexionar las articulaciones y expresiones que adquieren las violencias en el marco de las crisis en las sociedades contemporáneas. Así, por una parte, en el artículo El furor destructivo: violencia, autoritarismo y capitalismo en tiempos de colapso, Daniel Inclán da cuenta de esta suerte de colapso civilizatorio a las que nos conduce el capitalismo en su fase de crisis. En este contexto, la violencia y el autoritarismo se articulan de maneras novedosas con miras a impedir o retrasar la inminente crisis, si bien esto, por la lógica de la acumulación, no es posible en el largo plazo. Así, es el propio autoritarismo el que no es otra cosa que el intento del capitalismo por defender, por la fuerza, su carácter viable.

Como segunda intervención, Ana Bengoa presenta en Sobre Democracia y Violencia. Apuntes de una derrota una revisión de lo que ha sido en Chile el proceso de democratización y transición desde el golpe de Estado cívico-militar de 1973 hasta el presente, sobre el marco de discusiones teóricas en torno a la violencia y la gubernamentalidad. De este modo, la autora muestra cómo la Paz fue uno de los dispositivos que la llamada «transición a la democracia» puso en juego para legitimar el orden económico-político e influir en la agenda de seguridad. Una situación análoga ocurre hacia el 15 de noviembre del 2019 cuando, en medio de la crisis institucional y las revueltas e insurrecciones a lo largo de Chile, las vías institucionales buscan neutralizar el conflicto, por una parte, a la vez que, por otra, intensifican la violencia en otras zonas, como lo ha sido el gulumapu. En este contexto, es la propia democracia la que hace de dispositivo de neutralización de la insurgencia, y por tanto, de desplegar la violencia en nombre del orden y la paz.

El último escrito de esta sección es Breves apuntes para una crítica de la economía política de la violencia contemporánea: crisis global, neoimperialismo y violencia exacerbada de Pablo Jiménez Cea, que muestra cómo una violencia sacrificial y de autoexterminio está incrustada en el corazón del funcionamiento del capitalismo, toda vez que su origen histórico –la acumulación originaria– y el fundamento lógico –la acumulación de valor a partir del trabajo– del capital, inauguran una clase de violencia sin parangón histórico: la instauración de una separación entre las personas y sus medios de subsistencia y reproducción de la vida, que se logra mediante la fuerza bruta, y que luego se sostiene y proyecta a través de la guerra, el patriarcado y la devastación de la naturaleza. Esta relación social es además exportada al resto del mundo por las vías del colonialismo y el imperialismo. Así se observa que el despliegue de este movimiento de acumulación de riqueza abstracta se realiza al costo del mundo concreto. Esto muestra que los conflictos geopolíticos actuales hacen parte del intento del capitalismo, en su fase de crisis, de perpetuar la acumulación de capital, haciendo de la guerra un momento indisociable de la lógica de la acumulación. A su vez, formas de barbarie como los femicidios, el narcotráfico o las masacres en escuelas, son el reverso de la violencia del Estado, como expresiones de la descomposición también subjetiva a la que conduce el despliegue en crisis del capital.

La tercera y última sección, titulada «Violencia, economía y deseo» se detiene en la revisión de dos modos específicos de la violencia en la intersección de economía-política y subjetividad. En primer lugar, Rodrigo Utrera en Hacia la Teoría Marxista de la Alienación: Indagaciones desde la obra de Ernest Mandel revisa la obra del autor en aras de situar la lectura que este economista hiciera de la alienación en Marx a distancia tanto del estructuralismo antihumanista como del humanicismo. La salida a esta disyuntiva se hace posible al revisar el pensamiento de Marx como un trabajo vivo y en desarrollo, es decir, sin un corte, como fuera popularizado por el estructuralismo. La revisión y comprensión de la cuestión de la alienación hace parte del compromiso emancipatorio que Mandel compartió con la tradición marxista.

Finalmente, Alejandro Godoy trabaja en el artículo titulado La violencia del goce: entre el plus-de-jouir y la plusvalía, la relación de homología que hay entre plusvalía y plus-de-goce, subrayando que en cada caso se trata de un desajuste excedentario que, a la vez que produce sufrimiento, compromete al sujeto a invertirse aún más en el proceso que produjo el sufrimiento en primera instancia. En ambos casos el sujeto, o el trabajador, es reconocido como tal ante un Otro –el mercado– que termina por ser alienante. Tanto en el placer como en la búsqueda de producir y consumir mercancías no se alcanza a satisfacer la necesidad, pues el excedente respecto de dicha necesidad obliga a repetir incansablemente el ciclo de violencia del goce. Hacia el final del texto, se expone la posibilidad de tomar distancia crítica respecto del fetichismo desde las reflexiones de Lyotard en torno al arte, es decir, por la vía de la sublimación.

Víctor VelosoMaría Emilia Tijoux

1Marx, K. El Capital. Crítica de la economía política. Libro primero, el proceso de producción de capital, III. México: Siglo XXI, 2009, p. 950.

2Fisher, M. Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2018, p. 127.

I. La violencia tras el siglo XX

La metamorfosis de la violencia

Flabián Nievas3 y Pablo Bonavena4

Recibido: 05/09/22-Aceptado: 03/10/22

Resumen

En este artículo presentamos algunas perspectivas para interpretar la violencia como un aspecto de las relaciones sociales, que, en tanto atributo, es de significación y localización variable en el tiempo y el espacio. No corresponde, por lo tanto, la universalización de las apreciaciones ni de las perspectivas, por cuanto las mismas deben ajustarse a los contextos históricos en que acontecen. Asimismo, tal operación debe tener el cuidado de no naturalizar o encubrir entornos estructurales que violenten las condiciones de existencia de grupos sociales. Se trata de un ejercicio crítico de extremo cuidado. Actualmente la violencia muta sus formas, y mientras se descubren y sensibilizan micro-violencias, formas más generales, otrora denunciadas, hoy pierden visibilidad.

Palabras clave: Violencia – Paz – Percepciones – Sensibilidad

Abstract

In this article we present some perspectives to interpret violence as an aspect of social relations, which, as an attribute, is of variable significance and location in time and space. Therefore, the universalization of assessments and perspectives does not correspond, since they must be adjusted to the historical contexts in which they occur. However, such an operation must be careful not to naturalize or cover up structural environments that violate the conditions of existence of social groups. This is a critical exercise of extreme care. Nowadays violence mutates its forms, and while micro-violences are discovered and sensitized, more general forms, once denounced, today lose visibility.

Keywords: Violence – Peace – Perceptions – Sensitivity

Decir «guerras violentas» es un ejemplo de pleonasmo; hablar de «guerras no violentas», ejemplo de un oxímoron. Paz violenta, oxímoron; paz no violenta, pleonasmo. Todo esto parece autoevidente, de no ser por los caprichos del mundo real. Por cierto, el inicio del siglo veintiuno nos prodiga, de manera asidua, ejemplos que interpelan las certezas en sentido contrario. De manera progresiva, con las excepciones del caso, aumentan los registros de violencia en sociedades sin guerra, y éstas disminuyen en cantidad y letalidad. Las violencias emergentes, empero, no necesariamente manifiestan nuevos fenómenos, sino que expresan, más bien, nuevas sensibilidades susceptibles de percibir violencia donde antes no se la registraba, a la vez que se insensibilizan otras regiones de la actividad social, las que, por lo tanto, ya no se revelan violentas. Ahora se descubren cosas que antes no se percibían, si bien, al mismo tiempo, hay cosas que aparecen eclipsadas o se pierden de vista. Claro que mucho de lo invisibilizado no resulta de la desaparición de los fenómenos o las conductas que le otorgaban existencia. Se dejan de avizorar, a pesar de que permanezcan presentes. Esta dinámica lleva el ritmo del procesamiento social y teórico de la violencia y sobre algunas facetas de esto hablaremos en el artículo.

¿Poco a poco se está mejor?

Inevitablemente, incursionar en el escrutinio de ese procesamiento nos obliga a lidiar con un supuesto muy instalado, que exalta la presencia histórica de una tendencia a la morigeración de los efectos de la violencia. Según los defensores de este criterio tropezamos con una arista muy avanzada de esta inclinación, por ejemplo, cuando podemos divisar la consolidación de códigos jurídicos y la institucionalización del conflicto social.

Acertadamente, la modelación de la violencia es un buen indicador de la conformación social, pues nos aleja de los inicios de la sociedad que son difíciles de pensar sin una sistemática y frecuente réplica de disputas violentas y guerras. De allí, proposiciones por el estilo: «La sociedad no se funda ni en un impulso irresistible de sociabilidad ni en necesidades laborales. Es la experiencia de la violencia lo que une a los hombres».5 Emparentar a la guerra con la tendencia a la agregación social es la base de otra proposición que ha organizado una gran porción de la filosofía social y de las ciencias sociales. En efecto, por ejemplo, la reflexión sobre el control de la violencia en el transcurso del despliegue de la humanidad, el proceso de pacificación, fuertemente deudora de la filosofía de la Ilustración, ocupa un lugar relevante en la historia de la sociología, prisma disciplinar desde donde abordamos este asunto, y, en una de sus versiones más extendidas, fue tematizada como el pasaje de la sociedad militar a la sociedad moderna o industrial, que presuntamente generaba condiciones para soñar con una «paz perpetua».6 Emerge aquí aquella concepción evolucionista que surca un espiral ascendente del progreso humano que imagina la violencia decayendo en forma proporcional a la consolidación de la modernidad.7

Uno de los correlatos de estas ideas en el plano macrosocial, generada sobre un consenso relativamente amplio de diferentes especialistas, nos indica que los niveles de probabilidad de morir de una forma violenta (es decir, por causas inducidas por terceros) han ido descendiendo notablemente.8 Aun ciñéndonos a los escasos datos disponibles de los últimos siglos, es incuestionable esta variación: «[l]as tasas de homicidio en la Inglaterra del siglo xiii, por ejemplo, eran alrededor de 10 veces superiores a la de hoy, y posiblemente el doble de la de los siglos xvi y xvii. Las tasas de asesinato descendieron con particular rapidez desde el siglo xvii al xix».9 Durante 1930, en El malestar en la cultura, Sigmund Freud atribuyó a la «cultura» la potestad de atemperar los impulsos a la práctica de la violencia física dando marco teórico a la modificación de los datos referidos. Esta tesis, grosso modo, fue abonada por Norbert Elias en 1938, cuando dio cuenta del avance del proceso civilizatorio,10 entendiendo la civilización como la capacidad de autocontrol de los impulsos agresivos, que pueden constituirse en violentos.11 Steven Pinker, psicólogo de la Universidad de Harvard, también sumó argumentos en la misma dirección con cientos de páginas. Visto el tema desde la guerra, el catedrático español David García Hernán admite que con el transcurso de los siglos vemos un paulatino pasaje de la supremacía de la cultura de la guerra a la supremacía de una cultura de la paz.12 Joseph S. Roucek, inclusive, observa que hasta el darwinismo social del injustamente poco recordado sociólogo Jacques Novikov, arguye que la lucha es un fenómeno social universal, pero las pugnas y los litigios, razona, «persistentemente» van adquiriendo «formas más culturales y menos violentas».13

Evidentemente estas tesis del desarrollo histórico, pese a su carácter seductor, encuentra cuestionamientos de autores como Robert Muchembled (2010), quien las pone en entredicho debido a su nivel de generalización y simplificación.14 Asimismo, como veremos, hay posturas que asignaron a la sociedad capitalista un componente violento estructural y, en todo caso, queda por discutir la intensidad de la violencia comparada con la de otro tipo de orden social, pero no vislumbran su desaparición pues resulta esperable picos de violencia como las guerras mundiales dictados por las contradicciones objetivas de sistema social.

Sobre todo, si observamos en lo micro, la óptica puede ser diferente al panorama de optimismo que augura el itinerario que avanza hacia la civilización. Parecieran multiplicarse las situaciones violentas que inspiran nuevos reconocimientos de su presencia, al menos esa es una sensación bastante generalizada con independencia de las estadísticas. Sabemos que no siempre aquello que se siente se lleva bien con los números. El gran proceso pacificador, a la sazón, podría tener su contrapartida según la escala de los niveles de observación. En los escalones más bajos, tal vez, las mutaciones históricas generales no tengan la misma contundencia. Los especialistas en criminología y ciencias forenses, en irrebatible contacto con los efectos del ejercicio de la violencia, se animan a señalar que la violencia es la «pandemia» del siglo actual, diagnóstico que deja ante nosotros un panorama muy inquietante que refuerza la sensación recién marcada. En tal sentido, tenemos el discurso pronunciado por Máximo Alberto Duque con motivo de la inauguración de la Cátedra Dr. Mario Rivas Souza (segunda edición) y el I Congreso Internacional en Ciencias Forenses y Criminológicas de la Universidad de Guadalajara el 6 de diciembre de 2012. Varios años después, en Buenos Aires, durante noviembre de 2022, está proyectado el I Simposio de la Academia de CienciasForenses de la República Argentina con el título «Violencia: La pandemia del siglo xxi».15 Una década después, según podemos deducir, la caracterización prevalece.

¿Qué es la violencia?

La definición de qué es violento y qué no inexorablemente abre lugar a la polémica. Precisar el concepto de violencia es un viejo objetivo de las disciplinas vinculadas a las ciencias sociales y humanidades y, en gran porción, la tarea resulta una contraparte de un descuido: la violencia no constituyó «en cuanto tal un objeto de reflexión para los grandes filósofos de la tradición occidental» y, por ende, faltan esas referencias que demuestran gran potencia en otras materias. Seguramente no se puede subestimar la tarea efectuada por la filosofía política, pero la llegada al punto habitualmente no fue directa.16 Jean-Marie Domenach advierte sobre esta ausencia y afirma que recién en el siglo xix Georges Sorel hizo de la violencia el centro de un estudio.17 Esta aseveración, empero, puede ser objetada con fundamentos si advertimos que la obra de Sorel titulada Reflexiones sobre la violencia, publicada en 1906, tiene un sesgo muy claro: el análisis de la violencia allí presente centra su interés en el mito de la huelga general revolucionaria. Identifica este repertorio de la acción proletaria con «la violencia de las masas obreras en el socialismo contemporáneo.» (Sorel, 1978 [1906]: 52).18 Oportunamente, además, Hannah Arendt hizo notar que Sorel postuló, en realidad, una «forma de acción que consideraríamos perteneciente más bien al arsenal de la política de la no violencia».19 Un aporte importante del teórico del sindicalismo revolucionario lo encontramos cuando cuestionó la afirmación que concibe a la «la violencia es un residuo de la barbarie y que está llamada a desaparecer bajo la influencia del progreso de la ilustración». Por el contrario, cree que la violencia subyace como principio fundamental de la sociedad moderna, «en tanto que sus instituciones han sido fundadas por actos de violencia».20 Claro que el carácter acotado de la cavilación hecha por Sorel adquiere mayor trascendencia con el «elogio de la violencia», pues generó siempre muchas repercusiones y querellas, al punto de ser evaluado como una reivindicación criminal.

Deviene una tentación ingresar a la discusión sobre las virtudes de la violencia y su hipotético valor positivo y liberador, perspectiva que nos arrima a Frantz Fanon.21 También debatir el argumento de León Tolstoi planteado en 1908, bajo en predicamento de Pierre-Joseph Proudhon, que endilgaba a la violencia el carácter de un «mal necesario y casi perpetuo».22 El acicate se incrementa con las discordias provocadas por el discernimiento entre «las violencias inherentes al crecimiento y desarrollo de una persona o de una cultura, de aquella otra violencia que es regresiva o aberrante en relación con cualquier categoría que se invoque».23 Arribamos así al litigio sobre la violencia buena contra la mala o al revés.

Con certeza, las objeciones frontales a la violencia tienen muchos adherentes, especialmente dentro del círculo de los pacifistas que nunca están predispuestos a reconocer en la violencia un mal necesario ni la más mínima virtud. Con independencia de todo juicio moral al respecto, lo cierto es que Sorel hizo un tratamiento de la violencia escueto y ceñido al accionar de un movimiento social específico. Un prisma más amplio apareció recién con Walter Benjamin en 1921, con sus pretensiones de echar luz acerca de la ligadura entre la violencia y la ley.24

En la sociología clásica podemos encontrar formulaciones iniciales y complejas referidas a la violencia en los escritos de Carlos Marx, Federico Engels y Max Weber. El investigador colombiano Álvaro Guzmán Barney subrayó el peso a la violencia en sus teorías. Particularmente, en Marx observa una «desfetichización» de la violencia y un reconocimiento en tanto funge como un componente de la estructuración y del cambio social. Desde luego, Marx brinda gran centralidad a la violencia, por ejemplo, en el análisis de la mutación de la sociedad feudal en el modo de producción capitalista. Afirma que «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica».25 Allí concibe a la violencia como el operador central en la destrucción y construcción de relaciones sociales. La proposición reconoce el papel de la violencia como un catalizador de fuerzas que desestructuran un entramado social y estructuran otro nuevo diferente, sin caer en el reduccionismo de Eugene Dühring que, tal cual lo indicó Engels, le atribuye el carácter exclusivo de ordenador social.26

Álvaro Guzmán subraya que Weber tematiza la violencia situándola dentro del ámbito de las relaciones donde la acción social está orientada según el intento de imponer la propia voluntad a otras personas o al resistir el intento: «El ámbito de la violencia se encuentra así alrededor de la imposición o cuestionamiento del orden legítimo de una relación social».27

Fuera de los clásicos, una referencia obligada en este campo disciplinar la encontramos en los escritos de Johan Galtung, que exhibe un gran esfuerzo por descartar tipologías (habla de «tipologías rechazables») y, a la vez, construir tipologías novedosas para el registro de la violencia desde el marco del «triángulo de violencia» conformado entre la violencia directa (manifiesta), la violencia estructural (intrínseca a los sistemas sociales, políticos y económicos) y la violencia cultural o simbólica (justifica o legitima la violencia directa o estructural).28

Estas formulaciones, sin embargo, no acallan la persistencia de señalamientos sobre las omisiones de la sociología en la línea de consolidar la temática. Para citar una verificación en tal sentido, el reputado profesor de Sociología en la Universidad de Bridgeport, Joseph Slabey Roucek, en la inmediata posguerra, ya había señalado que existía un descuido en el interior de la disciplina, expresado en la poca presencia de una sociología de la violencia y el terror. Llamativamente, este dictamen se actualiza de manera constante, circunstancia que nos informa que la limitación perdura.29 Para mencionar otro diagnóstico de una larga lista orientados en el mismo rumbo, Clive Ashworth y Christopher Dandeker afirman a dúo que, dada la ubicuidad de la guerra y la violencia en la historia, deviene en un hecho «notable que su estudio se haya mantenido en gran parte en la periferia del análisis sociológico».30

La antropología y la etnografía desde sus primeros pasos han ahondado la investigación sobre las prácticas violentas cubriendo una travesía que va desde las «tribus preestatales» a las «tribus urbanas». Igualmente, aportan un cúmulo importante de elementos para la definición de la violencia y sus formas. Muchos estudios sociológicos se asientan en sus indagaciones. La llamada sociología genética o embriogenia social, allá por finales del siglo xix y comienzos del xx, otorga un fuerte testimonio al respeto. La explicación de Franz Oppenheimer sobre la génesis del Estado es otro ejemplo contundente.31

En otro nivel de análisis, la psicología y el psicoanálisis, por ejemplo, han transitado la problemática con mayor habitualidad e insistencia, pues allí se conjuga de distinta manera, entre otros factores, la agresión, los instintos (explicaciones instintivistas), la frustración, la dimensión psicosocial (explicaciones ambientalistas) e, incluso, la naturaleza humana.32 Una de las derivas resultó en la codificación de la «violencia psicológica» (maltrato psicológico) referido a las agresiones sin contacto físico entre las personas que mantienen alguna forma de vinculación. En los últimos tiempos continúan abriendo nuevos horizontes con construcciones problemáticas como las implicancias psicológicas de la corrupción estatal entendida como una forma de la violencia.33

Obviamente, otras especialidades también hicieron aportaciones, como el derecho y las relaciones internacionales, pero nunca se forjó una definición común ni existió unicidad en la percepción de la violencia. No ocurrió siquiera dentro de la jurisdicción de una misma disciplina, mucho menos entre ellas. A decir verdad, no obstante, un arqueo riguroso sobre la carencias y virtudes de la producción intelectual sobre la violencia no resulta sencillo y son varios los inconvenientes que desalientan la empresa con pretensiones de generar una síntesis.

La insustantividad de la violencia

El término violencia es polisémico y, cada vez más, ensancha sus contornos conceptuales. Esa expansión puede haberlo transformado en un «significante vacío» con capacidad de cobijar numerosos significados y situaciones.34 El cúmulo de definiciones abarcadoras y variadas, insistimos, hacen casi imposible una sistematización de todo lo elaborado. La abundancia, asimismo, no brinda garantías de calidad y, más bien, en la copiosidad, podría existir hasta una subteorización.35 Cuantía y excelencia no siempre se llevan de la mano. José Garriga Zucal y Gabriel Noel nos invitan a tomar conciencia de que «a lo largo de los últimos años hemos presenciado una inflación retórica del término “violencia” que ha implicado su expansión por numerosos dominios de la vida colectiva, al punto de que no existe hoy, prácticamente, área de la vida social que no pueda jactarse –o, más bien, lamentarse– de su propia modalidad endémica de “violencia”».36

La complicación para establecer precisiones acerca del concepto mismo de violencia está asociada, indefectiblemente, a la pregunta de cómo traducir aquellos que determinemos como violencia en observables, especialmente si la categoría trasciende los hechos tipificados como violentos por fuera de los que se presentan con ese perfil de manera incuestionable. Nos referimos a aquellos donde falta la «evidencia directa».37 Para sortear las dificultades se acude a la decisión de contraer la anchura de la categoría, reduciendo a la violencia en su sentido más estrecho y observable, que Giddens sintetiza como «aquellas acciones que producen un daño físico al cuerpo humano y a las cosas por el uso de la fuerza física».38 Esta delimitación deja de costado la consideración de otras formas de violencia (simbólica, estructural, cultural) que reclaman, más y más, atención.39

Ante la inmensidad, queremos hacer una precisión. La violencia, como tal, carece de sustantividad; no es algo, ya que, más bien, encarna un atributo asignado a una acción o relación social y no existe fuera de ellas. Idiomáticamente cometemos un desliz conceptual, cuando nos referimos a «la» violencia como algo con existencia per se. La Real Academia Española presenta acepciones que encuentran sintonía con estas apreciaciones. Se dice allí que el concepto «significa cualidades de violencia; la acción y efectos de violentar o violentarse; acción violenta o contra el natural modo de proceder; acción de violar a una mujer».40

La socióloga Inés Izaguirre arguye con acierto que la violencia es un vínculo, una forma de relación social por la cual uno de los términos realiza su poder acumulado.41 Como la belleza, la violencia es también una cualidad, cuya detección depende fundamentalmente de la sensibilidad del observador (con independencia de que también pueda ser el receptor o el emisor de la acción que se califica como violenta). Esta sensibilidad, a su vez, varía históricamente, y depende, de manera directa (se lo advierta o no) de los andariveles que otorgan las culturas y las teorías, lugares donde se halla el instrumental que organiza las percepciones para dotarlas de sentido y transformarlas en datos.

Esto es lo que opera como trasfondo de concepciones nominalistas de la violencia, como la que expresa Crettiez: «la violencia debe ser nombrada para existir, […] no existe en cuanto tal, sino que es el fruto de un contexto y de una lucha de poder. […] la violencia no siempre puede objetivarse. Como todo fenómeno social, es el resultado de una lucha de definiciones entre actores que tienen intereses divergentes y recursos disímiles: una lucha terrible, sobre todo porque el concepto es acusatorio y moralmente condenable en un mundo pacificado […] ¡No cualquiera tiene el poder de nombrar!»42

Lo interesante de esta concepción es que, aunque se instala en el campo semántico, en realidad remite a otro ámbito, más amplio e indefinido, que es el social y el político. En verdad, a lo que está aludiendo, es a la correlación de fuerzas sociales en pugna. Pero, ni esta noción agota las formas de pensar la violencia, ni la nominatividad expresa conciencia de las relaciones de fuerza entre quienes entablan la disputa. Esto nos pone frente a una situación en la que es necesario sobrepasar la simple percepción, pues ésta históricamente varía,43 y se construye en función de parámetros que no están presentes en el registro propio de lo que califica como violencia.

No obstante, y pese a la razonabilidad del enfoque propuesto, pareciera necesario sondear sobre alguna forma de objetivación posible de la violencia.

En pos de una objetivaciónde la violencia no estatal

Consideremos algunas situaciones. La primera refiere a una narración de Napoleon Alphonseau Chagnon, antropólogo cultural estadounidense, sobre la forma de vida del que llamó «pueblo feroz». Señala que para los yanomamos «[l]a inculcación de la ferocidad es un aspecto dominante del proceso de socialización, especialmente el de los muchachos. Los padres alimentan los alardes de agresividad en sus jóvenes hijos y reprenden a los que no utilizan la fuerza física en las muchas situaciones en las que se considera apropiada. Cuando los muchachos están creciendo se espera de ellos que practiquen la lucha con palos, cuerpo a cuerpo y con lanzas, hasta alcanzar la preparación guerrera que necesitarán como adultos. Abundan los modelos de roles agresivos de adultos y es normal que los jóvenes sean entrenados para que consigan expresiones adecuadas de agresividad. Las relaciones varón-hembra entre los yanomamos son distantes y se caracterizan por la hostilidad masculina generalmente dirigida contra las esposas y otras mujeres… los muchachos ven a las mujeres en general y a sus madres en particular, como seres inferiores susceptibles de abuso físico».44

Seguramente esta descripción genera repulsión para nuestros cánones de convivencia y, probablemente, varias de las acciones relatadas son calificadas como intolerables o delitos punibles.

Tenemos más: en el distrito nepalí de Sindhupalchok es habitual que las mujeres sean golpeadas y violadas, sin que nadie se conmueva por eso. Cuando se les pregunta por qué son tratadas así, siempre dan la misma respuesta: «es nuestra cultura».45 En Albania, un Código (Kanun) compilado en el siglo xv, que rige las costumbres, particularmente en las áreas rurales, aunque perdió vigencia durante el período comunista, fue repuesto tras la restauración capitalista en 1992. «Ser mujer en virtud de la tradición del Kanun puede ser tan opresivo que se crearon fórmulas que permiten a una mujer liberarse de esa opresión convirtiéndose en hombre. Una virgjinesha («virgen jurada») es una mujer albanesa que se transforma en hombre jurando conservar su virginidad y renunciando a todos los aspectos de la vida relacionados con la feminidad. Después de prestar juramento, la virgjinesha cambia su nombre por su equivalente masculino, se corta el pelo, se viste con ropas de hombre, trabaja como un hombre, fuma, bebe y se divierte con otros hombres y gobierna su familia con la autoridad masculina. Todo el mundo debe referirse a ella como «él». […] El concepto de virgjinesha proporciona una clara idea de la amarga discriminación que padecen las mujeres bajo la ley del Kanun».46 «Sin embargo, muchos albaneses cultos consideran que el Kanun no es inherentemente injusto. Las versiones escritas no siempre reflejan la sutileza y la sabiduría de la rica tradición oral. En términos más generales, la mayor parte del Kanun no tiene nada que ver con el lugar de la mujer en la sociedad y ofrece directrices prudentes para el funcionamiento pacífico de grupos humanos. Los derechos de las mujeres están claramente limitados, pero el Kanun también las protege de las intenciones lascivas de los hombres».47

Nuevamente no dudaríamos en calificar estas prácticas de inaceptables por su violencia. Pero las estamos valorando desde nuestra cultura, que también acepta otras situaciones violentas, incluso reglamentas y protegidas por el poder estatal. Desde ya que la apreciación sobre la violencia oscila según las culturas y las épocas. Sabemos que, evidentemente, la violencia obtiene un rostro diferente «si se le mira desde el crisol de la cultura».48 Con esta certeza, ¿es moralmente lícito denunciar esas tradiciones ajenas sin, a la vez, hacer lo mismo con las propias? ¿Cuál es nuestra capacidad de tolerancia y consentimiento frente a la violencia dentro de un supuesto nivel de «civilización superior»? ¿Carece de importancia la indagación sobre la caracterización de los actos violentos en la búsqueda de su «esencia»? Asimismo, ¿hay que seguir aceptando que la violencia integra la naturaleza humana y opera como una fuerza innata? ¿Necesitamos resignarnos ante la violencia y aceptar que sólo es factible ejercer un «control de daños» sobre ella? Debido a su carácter inmanente a las relaciones sociales, ¿solo nos queda aceptar algunas violencias y repudiar otras?

Habida cuenta de la escasez de respuestas, nos planteamos ahora una situación imaginaria con el fin de sustentar algunas deducciones, sobre un trasfondo real si miramos hacia el sur de Argentina o Chile: un grupo de personas étnicamente mapuches arroja piedras a fuerzas de seguridad provistas de equipamiento personal diseñado para resistir ese tipo de embates que, por su parte, arroja gases lacrimógenos al grupo mapuche. No es inusual que esto sea apreciado como un «ataque» de «revoltosos» / insurrectos / subversivos mapuches, que «mereció» / obligó a las fuerzas de seguridad a «imponer el orden». Claramente un grupo está ejerciendo violencia (los mapuches) mientras el otro está restituyendo las condiciones de paz. Los primeros realizan actos violentos (tirar piedras), los segundos pacifican (arrojan gases). Este encuadre nos impide observar que tenemos, por un lado, una manifestación relativamente inocua, de origen paleolítico o anterior (arrojar piedras), y por otro, una respuesta con amparo en la industria, devenida del perfeccionamiento de las armas químicas usadas en la Primera Guerra Mundial, como un compuesto relativamente «inocuo».49 Nuestra cultura aprueba de hecho el robo y el aniquilamiento de la población con fines confiscatorios y muchas prácticas aberrantes.