Adiós planeta, por Papelucho - Marcela Paz - E-Book

Adiós planeta, por Papelucho E-Book

Marcela Paz

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Beschreibung

Papelucho se ha ganado una bicicleta de oro en un sorteo. Bueno, la verdad es que no es de oro, pero es su bicicleta. Sin embargo, apenas sale con ella, comienzan los problemas: lo confunden con un ovni de Venus y lo acosa la prensa internacional. Decide, entonces, partir a la parcela de su amigo Urquieta, pero allí todo irá de mal en peor.

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I

En estas vacaciones quiero ser periodista. Aunque quizás después decida ser astronauta. O tal vez, presidente mundial de perros, ballenas y elefantes...

El Hans había llegado de Alemania hacía poco. Sin amigos, descubrió perseguirme a todas horas. Cuando terminaba el año le dio por preguntarme dónde iba yo a veranear y si podía ir conmigo.

–No –le dije rotundamente–. Yo no veraneo porque mi papá sonó y, a lo más, haremos un picnic en el San Cristóbal...

A los tres minutos todo el curso sabía que yo estaba en liquidación, y a los cuatro, uno por uno me compadecía. Cuando llegó el Urquieta a convidarme a su parcela, me chorié. Y para espantar la compasión, me carrilié un poquito...

–¿Puedes guardar un secreto? –le pregunté muy serio. (Era mi primer paso para ser periodista). Urquieta se besó el pulgar de uña reventada.

–¡Me gané el concurso! ¡Me voy a Disney-world! –dije.

–¿De verdad? –Sus ojos se salieron como los de un caracol.

No era verdad verdadera todavía, pero dice la Domi que “querer es poder”. Y en ese momento, yo decidí premiarme... Pura cuestión de empeño.

–Acuérdate de que quedaste de guardarme el secreto –dije.

Los ojos de Urquieta no se entraron jamás y vi venir el problema de su cara sin ojos. Me fui para darle tiempo a reajustarse.

Divisé cómo se le acercaba todo el curso. Los mirones habían “olido la noticia” y lo rodeaban curiosos, entrevistándolo todos a un tiempo. Le arrancarían mi secreto, así que para ayudarlo, me paré en las manos con violencia y con esa fuerza que da el ser ganador.

Vi entonces que los preguntistas de Urquieta me miraban ahora a mí, con ojos de esquina. Sus bocas tenían forma de micrófonos.

Con mi cabeza abajo, que recibía en mis sesos la sangre de mis pies, se me comenzó a cargar la batería.

Con furia tiré al suelo mis pies. Los elevé de nuevo y viceversa. Me convertí en molino dando vueltas con iracunda rapidez.

Dejaron en paz a Urquieta y me rodearon a mí.

Con tanto sacudón se me pasó la rabia y me sentí tan choro como se sienten las casas recién pintadas.

Pero dominé mi vanagloria y me acerqué a Urquieta.

–Oye –le dije por lo bajo–, el premio son dos pasajes... ¿Te gustaría ir conmigo?

–¡Claro! –Y no pudo hablar más. Se agarró de su oreja (esa que ya le llega al hombro de tanto tironearla), y comenzó a reír y siguió riendo.

–Juraste guardarme el secreto –alcancé a decirle, cuando el guatón Jiménez vino a estrellarse conmigo a toda carrera.

–¡No te vi! –dijo, como quien le habla a un gusano.

–Y yo ni te sentí por lo blando que eres –me reí.

–¡Blando y todo, te sacaré tu secreto! –gritó haciéndome una zancadilla. Aré en el patio y decidí hacerme el muerto por un rato. Así no me seguirían fregando.

Nadie me dio boleto y ahí quedé tendido. Oí sonar la campana y formar filas para ir a clase.

Me iba acostumbrando tanto a ser muerto que me quedé dormido y desperté en la enfermería con un calor sulfuroso.

El doctor me ponía trapos mojados en la frente y decretaba que yo tenía “desolación”. Pero yo no estaba desolado y me daba igual hasta el calor que hacía chirriar la camilla con olor a quemado.

Yo estaba al revés de muerto, sumamente ardiendo, pensaroso y callado. Tenía flojera de hablar y miedo a quemar mis dientes con esa lengua parrillada.

Pero oía. Y me di cuenta de que estaban en la onda de buscar un culpable: al que me aturdió en el patio...

Traté de decir algo, de explicar que nadie me aturdió y apenitas me botó; y era yo el único culpable de mi desolación.

Una voz dijo: La fiebre lo hace delirar...

Mi flojera de hablar era tremenda y tampoco me importaba la justicia, la muerte y demás cosas. Puramente me daba miedo quedar mudo. Uno tiene que hablar. Porque las ideas, como el agua, cuando se atajan con alguna compuerta, simplemente ¡revientan! Y ese atoro podía pelarme los alambres.

Traté de no pensar. Me tragué las agüitas, lavativas, pildoritas, etc.

Vi entrar al Urquieta y arrancar disparado como si viera al diablo.

La enfermera colgó un letrero en la puerta. Ese letrero me pareció la tapa de mi cajón. Cerré entonces los ojos. No quería ver los finales de esta vida, preferí enchufarme en la otra. Todo se volvió nubes, alas, música de trompetas y me fui derritiendo.

Entre algodones y zumbidos de mosquitas blancas, se iba tranquilizando el pataleo de ese sapo saltón que tenía en el pecho.

La otra vida se escapaba para dejarme en esta con enfermeras y practicantes hurguetes llenos de tripas hediondas a neumático. Yo flotaba incoloro dejándolos manosearme. Me gustaba hacerme de rogar para vivir...

–Papelucho, ¡quieras o no, estás vivo y sano! –dijo una voz bajando mis pies al suelo–. Ahora te vas a casa...

Había pasado mi momento estelar. Ahora yo era un cualquiera aunque mi papá me esperara en un taxi.