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Papelucho ha encontrado el objetivo de su vida, será misionero y aprovechando que sus padres lo llevarán a África, evangelizará a los hombres de ese continente. Pero como siempre ocurre, las cosas no resultan tal como esperaba y entre lianas y animales salvajes, se verá implicado en un lío con diamantes preciosos.
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Seitenzahl: 108
Veröffentlichungsjahr: 2019
Portadilla
Papelucho misionero
Créditos
Desperté con las voces. Hablaban en difícil, parecía una comedia de radio para grandes. Pero eran voces conocidas. Yo estaba debajo del sofá, sujetándole la pata quebrada mientras se pegaba y tal vez me quedé dormido. Ahora tenía mis dedos pegados a la pata y si los tironeaba podía quedar sin dedos o el sofá sin pata. Además alguien estaba sentado encima y me reventaba paulatinamente.
—No estás en edad para decidirlo... —decía la voz de mi mamá.
—Es un soberano disparate —decía mi papá—. Antes debes recibirte de bachiller... —los pies de papá casi me topaban, paseándose.
—Me recibiré en la escuela —la voz de Javier, esa voz nueva de maestro que tiene a ratos, los zapatos de Javier chillaban gordos. Era lo único que yo veía.
—¡No vas a decirme que piensas ser marino! Un hijo mío... marino... —clamaba papá.
—Es mi vocación —la voz de Javier sonó con un gallito—. Se trata de mi vida, la voy a vivir yo. Tengo vocación de marino y debo ser marino.
Parecía furioso.
—Eres todavía un niño —dijo mamá y se sacó un zapato. No sé cómo le cabía. Su pie era tanto más grande que ese zapato que me tapó la cara.
—Está equivocada, mamá. Ya no soy un niño. Soy un hombre y sé lo que quiero. Cuando uno siente lo que yo siento, sabe que es un llamado. Cada hombre tiene en la vida una misión que cumplir. Para eso nació. Mi misión es ser marino.
—Puedes serlo más adelante... No veo por qué ha de ser ahora...
—He sido aceptado —Javier parecía un maceteado—. ¿Va a cortar mi carrera?
Yo imaginaba a Javier corriendo a mil por hora y a mamá cortando su carrera. Sentía el “llamado” de la vocación de Javier y me parecía que todas las olas del mar, las ballenas y las gaviotas le gritaban: ¡Ven, Javier! Había dicho que tenía una misión que cumplir. Todo hombre tiene una misión. ¿Cuál sería la mía?
En ese momento mi mamá cambió de postura en el sofá. Fue un desastre. Yo quedé aplastado igual que una chinche en el suelo. Me ahogaba y me dolía todo. Pero mamá gritaba más. La levantaron, la sobaron y después se ocuparon del sofá. Me sacaron de debajo machucado y con la pata pegada a mi dedo.
—¡Tenías que ser tú! —chilló papá.
—Trataba de componerlo —expliqué, pero nadie me oía.
Me mandaron castigado a la cama y con la pata pegada a mi dedo para siempre.
¿Tendría que vivir en la cama toda mi vida con ese dedo-pata? ¿Sería esa mi misión en la vida? ¿Había nacido para eso? Sentía el llamado del sofá...
Me volví en la cama y apreté los ojos. Si Dios le había dado a Javier la misión de “marino”, ¿por qué a mí la de “pata de sofá”? Yo estaba sentido con Dios. Me parecía insultante que no esperara nada más de mí. ¿Se había imaginado que yo apenas servía para eso y nada más?
Me dio pena de pensar que nadie, ni Dios siquiera, me estima. Se me apretó el gargüero y no podía respirar. Traté de pensar en alguien que me alabe, o que me hubiera alabado alguna vez. Pero no. Nunca jamás. Todo lo contrario; puros retos, castigos y qué sé yo.
Por suerte la pena reventó por la nariz, porque si no me ahogo. Un romadizo y chorros, pero chorros de lágrimas calientes y saladas. Ricas para lengüetear cuando uno es desgraciado.
Yo no estaba llorando. Estaba comiendo lágrimas.
Me imaginé que Javier entraba en mi cuarto, me veía y me decía: ¡Poco hombre!
Salté de la almohada y de un tirón me arranqué la pata del dedo. Salió con cuero y todo, pero no me importó la sangre.
—¡Soy hombre! —dije—, y aunque nadie lo sepa, yo lo sé.
Di vuelta la almohada y me senté en la cama cumpliendo mi castigo. Me puse bien con Dios y le dije:
—Señor, tú eres el único amigo del que no tiene ninguno. Tú no puedes querer que yo fuera una pata de sofá. No siento esa vocación, ese llamado. Yo quiero algo mejor. ¿Podrías darme otra misión? Quiero una entretenida...
Dios no me contestó pero me quitó la pena y lo demás. Comprendí que estaba pensando en ayudarme y me alegré. Dios se preocupaba de mí, me iba a llamar igual que a Javier y nadie me atajaría.
Desde ese momento fui otro. Era como nacer a un mundo nuevo y cada cosa que yo quería hacer me preguntaba si era mi misión. Si era ese el “llamado”. Todo se volvía interesante, estaba como viviendo una película de suspenso y yo era el héroe.
Estaba metido en cama con mi famoso castigo y puramente pensando en la cuestión del “llamado” y de la vocación. Y justo, sonó el teléfono.
Nadie lo contestó y lo dejé sonar. Sentía la cuestión de mi castigo y que cuando uno está cumpliéndolo, tiene que seguir cumpliéndolo aunque se queme la casa. Y sentía el rin rin pomposo que tiene el aparato del teléfono cuando suena sin que nadie conteste. Trin trin, seguía rabioso, y yo lo despreciaba cumpliendo mi castigo. Hasta que por fin algo me dijo dentro: “¡Es el llamado!”, y de un brinco salté de la cama, levanté el fono... y cortaron. Requemado me volvía a mi cama, cuando veo una luz estereofónica. Era una luz distinta, roja, bailona, con explosioncitas y olores diabólicos. Ni me acordé del castigo, sino que con fuerza magnética, el imán de la luz me dominó. ¡Y justo!, ¡se estaba quemando la casa!
Unas llamas maquiavélicas como olas de fuego subían y subían con un calor... Solo faltaba ahí la víctima, porque era una hoguera de verdad. La mesa del cuarto de la Domi se había abierto de patas, las llamas trepaban por la muralla, y la cortina plástica de su ventana hizo ¡whist! y desapareció. La casa entera se iba a desintegrar antes de que volviera nadie...
Pensando a retroimpulso imaginaba la cara de mi mamá cuando me encontrara carbonizado entre las cenizas y se viera además sin casa. Pensaba: “Eso les pasa por dejarme solo y castigado...”
Mi corazón rezaba: “¡Dios mío, ayúdame a apagar el incendio!”.
Mis manos tiritonas llenaron de agua la cantora de la Domi y la tiraron a las llamas. El fuego hizo ¡pscht! y empezó a arder más lejos.
—Dios mío, ¿qué hacen los bomberos cuando no tienen hachas ni manguera? —rezaba mientras sacaba la cuenta de que si llamaba a las bombas me demoraba mucho, que si pedía socorro, ardía la cuestión entera... Así que mis manos llenaban otra vez la famosa cantora. Si al menos las mamás tuvieran casa de material antialérgico al fuego...
Y ahí me vino la idea.
Con fuerzas de Sansón pesqué el colchón de la Domi y con colchón y todo me tiré encima de la llama. El pobre fuego se acható con el golpe, se acabó de un run la bella luz y todo se volvió humo. Tosiendo, estornudando y con los ojos apretados de picazón, pataleé encima del aparato apagador hasta que sentí voces.
Eran vecinos, bomberos, carabineros y hasta un perro. Me sacaron afuera y me daban agua y me hacían gimnasia. Solo entonces pensé que me iban a echar la culpa de todo...
Pero un bombero descubrió que era la plancha enchufada que quemó la mesa y chamuscó lo demás. Yo no era el culpable. Yo era el héroe.
Cuando llegó mi mamá con mi papá yo sentía como una agüita en la garganta de tanto que me alababan y la Domi llorando se echaba toda la culpa y se aplicaba el castigo.
—Pagué lo aturdida que soy con mi colchón —decía sonándose con la mano brillante—. ¡Ir a comprar dejando la plancha enchufada! —y chillaba...
Y ahora resulta que soy héroe. No nací así, pero soy. Y no había tratado de serlo, sino que los bomberos me hericiaron sin quererlo yo. Resulta que si no hubiera resultado “heroico” habría resultado “carbónico”.
Cuando uno no está acostumbrado a ser “héroe”, se siente un poco pésimo; una cuestión rara como flato en el alma, o sea justo al revés de lo que uno siente cuando le echan la culpa de algo injusto. Claro, uno tiene que aguantarlo igual que aguanta el viceversa, aunque se siente un poco hipócrita de no haber hecho nada tan macanudo para sentirse así. Da como miedo de que lo alaben tanto y de repente lo vayan a desalabar. Es casi preferible no ser héroe. A uno le carga que le hagan la pata.
Pero la cuestión no tiene remedio. Soy héroe por culpa del incendio. Así que yo entiendo que Dios me llama a ser bombero. Esa es mi misión. Yo encantado con tal de que haya incendios todos los días. Porque debe ser atroz estar todas las noches desvelado esperándolos y no poder cumplir su misión.
Cuando por fin terminaron de hablar de mí, me puse a escribir mi diario. Y estaba en eso, cuando de repente oigo la voz de mi papá que dice:
—Tengo una importante noticia que comunicarles. Vamos a hacer un viaje...
Salí corriendo.
—¿Nos vamos a Concón, papá? ¿Javier también? —porque me daba miedo que le quisieran cortar su carrera, su vocación, su misión y todo lo demás.
—Javier entrará a la Escuela Naval cumpliendo su misión —dijo mi papá con voz chata— y nosotros partiremos al África a cumplir la nuestra.
—¿Para siempre jamás? —pregunté desconsoladamente.
—Por ahora iremos por tres meses —dijo mi papá y mi mamá se sonó.
—¿Hay incendios en África? Porque si no hay yo no puedo ir. Tengo también mi misión —le dije con violencia.
—Tu misión es obedecer —respondió perpetuo. Y el agua de héroe que tenía en el cogote se me congeló ipso flatus. Porque cuando uno es héroe tiene que seguir siéndolo y si a uno le cortan la carrera de bombero puede ser fatal.
Agonicé un minuto y entonces recé para callado: “Dios mío, si tú crees que mi misión es obedecer voy a tener que ser santo”.
Pero en ese momento, tragué mucha saliva hasta que pude respirar y me hablé consolativamente.
—Resulta que nos vamos al África —me dije, tratando de acostumbrarme y de repente vi sus desiertos en llamas, vi sus elefantes, sus camellos, sus cebras, leones y cocodrilos y me llené de risa feliz, de esa risa que le tira a uno las orejas para atrás. Era fenómeno irse al África. Tuve que darme una vuelta de carnero sin impulso y aterricé encima de mamá.
Y salí corriendo a preparar mi maleta.
No había mucho que llevar. En África no se usa ropa y un pañuelo de narices sirve de taparrabos; ¿cómo se vería mi papá vestido así? Volví volando.
—Ya estoy listo, mamá. ¿A qué hora nos vamos?
—¿A dónde, hijo?
—Al África, claro.
—No seas aturdido, Papelucho. Falta por lo menos un mes —dijo mi mamá sonándose otra vez.
¡Un mes! Esperar un mes entero... ¿Qué iba a hacer mientras tanto?
Esa noche me desvelé rotundamente. Mirando el techo, de repente descubrí que se veían en él las aventuras que me esperaban en África. Aunque era una película en blanco y negro y muda, se notaban perfectamente los animales feroces, los colmillos de los leones y sus melenas al viento, las serpientes gigantes y hasta los rinocerontes. Daban bastante miedo, porque era de noche. Era mejor cerrar los ojos y tratar de dormir mientras estaba en Chile.
Soñé cosas fantásticas. Cazaba leones que escupían llamaradas y los ahorcaba con serpientes que disparaban humo por la cola. Mi mamá se reía vestida como cebra y papá, en traje de Tarzán, le sacaba petróleo a un dinosaurio.
Decidí confesarme antes de irme al África, y fui donde el padre Juan.
—Padre, me acuso de todos los pecados de una vez. Me voy al África y quiero irme confesado y penitenciado.
—¿Al África, hijo?
—Sí, padre, ¿por qué no?
—¿Sabes dónde está el África?
—Claro. ¿Quién no conoce la América mal hecha...?
—¿Van en viaje de agrado?
—No, de misión. El papá y yo vamos a cumplirla.
—¡Caramba! ¿Y cuál es la tuya?
—Bombero y otras cosas.
—Aprenderás idiomas...
—¡Cómo se le ocurre, padre!
—Irás al colegio, hay buenos colegios allá...
—Ud. ni tiene idea, padre. Tengo mucho que hacer. En la mañana tengo que ir a cazar algo para la comida y armarle la choza a mi mamá. También matar arañas, corretear las fieras y tranquilizar a mamá, que es nerviosa.
—Veo que llevas todo dispuesto. ¿Pero y tu alma?
—¿Cómo mi alma? La llevo confesada y reajustada y también allá ni se peca, entre puras fieras...
—Hay niños africanos que no conocen a Dios...
—¿Africanos en África? Bueno, si hay, no quedará ninguno sin conocerlo mientras esté yo allá.
—¿Serás misionero?
—Ya le dije que bombero. Bueno, bombero-misionero si esa es su penitencia.
—No es penitencia, Papelucho, una simple sugerencia.
Así que además de bombero soy subgerente de los misioneros. En fin, se ve que lo vamos a pasar bien y ni habrá tiempo de aburrirse.
Me faltan apenas veintinueve días y estoy armando mi equipo de africano. Tengo que llevar una flecha, y un yatagán, un rifle y un buen tambor.
Para eso tengo que juntar plata, porque son caros, y para tener plata lo mejor es trabajar.
Tengo tres trabajos y son:
1º En el colegio le hago tareas a los castigados, y cobro por hoja.
2º Tengo el negocio de “aseo”, que es dar vuelta los tarros de basura de la calle y tocar el timbre para ofrecerme a recogerla. Pagan bien...
3º Hago colas por cincuenta lucas los tres pasos. Ahí me gané trescientos. Total seiscientas lucas. Si en un día gano seiscientas en veintinueve alcanzo a juntar para comprar todo el equipo.