¿Soy dix-leso, por Papelucho - Marcela Paz - E-Book

¿Soy dix-leso, por Papelucho E-Book

Marcela Paz

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Beschreibung

Papelucho tiene una enfermedad muy curiosa: no le duele nada ni necesita remedios y lo mejor de todo es que tiene que dejar de ir al colegio. ¡Ser dix-leso es lo mejor!. En estas vacaciones enfermosas no le faltará entretención, y cuidar un auto sin bencina dará inicio a una nueva aventura, llena de enredos y humor

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Contenido

Portadilla

¿Soy dix-leso?, por Papelucho

Créditos

Al salir de clase me llamó la señorita Brigitte y me entregó una carta.

—Papelucho, dale esta carta a tu mamá. Mañana me traes este sobre firmado por ella. ¿Entendiste?

—Claro que entendí —le dije— y también le puedo traer más sobres si no tiene.

—No —dijo ella con cara de odio—. Quiero este sobre firmado.

Me lo eché al bolsón y me vine pensando en que seguro que ella quería felicitar a mi mamá por su hijo. ¿Para qué otra cosa podría escribirle? Me sentía como liviano por dentro, con esto de que la mamá de uno tenga un hijo tan choro que soy yo. Así que llegando le entregué la carta y mientras ella leía yo me quedé esperando el abrazo o cosa por el estilo.

Pero nada.

Mamá leía y leía y su cara se iba poniendo arrugativa y sulfurosa.

Por fin terminó y me quedó mirando sin hablar. Sus ojos parecían dos metralletas mellizas. Yo me reí, siempre esperando alguna cosa.

—Anda a jugar —me dijo sin abrazarme y tampoco me dijo: “Anda a hacer tus tareas”, como otras veces. Algo raro pasaba.

Al otro día, cuando yo iba saliendo, me atajó:

—Hoy no vas al colegio. Te voy a llevar al médico —me dijo.

—¿De qué estoy enfermo? —pregunté—. No me duele ninguna cosa ni tengo pintas por ningún lado. Apenitas las costras de mis rodillas...

Era mejor no alegar. Total me ligaban vacaciones sorpresosas.

Y en la tarde fuimos al doctor. Era un señor bastante preguntón, que se hacía el simpático por fuera, pero se notaba que era chueco por dentro.

Me martilló las costras y otras cuestiones con un martillito lindo. Y mientras hablaba y hablaba con la mamá se martillaba su otra mano. Yo pensaba ¿qué pasaría si en vez de su mano gorda se martillara el tremendo grano que tenía en la nariz? Pero apenitas se lo rascó y siguió dale que dale hablando de “este niño”.

Traté de entender lo que decían, y casi lo entendí. No estoy bien seguro si la cosa es que soy superdotado o viceversa. Menos mal que además parece que soy dix-leso, que es algo muy choriflái y como distinto. Y tampoco me importa mucho ser así.

En todo caso con este asunto, el papá y la mamá hablan y hablan de mí, van al colegio a ver a mi profe y vuelven furiundos con ella y siguen alega que te alega. Total el papá dice que sería bueno que la Srta. Brigitte fuera a ver a su doctor porque es una erótica y calumnienta.

De todos modos yo tengo mi enfermedad propia y nadie me la quita.

Pero en la noche me desvelé. Porque claro, en el día a uno le gusta ser enfermo y en la noche no. Así que me fui donde mi papá que roncaba frente a la T.V. y le apreté la nariz porque es el único modo de despertarlo. Y antes de que se enfureciera, le dije:

—Papá, te compadezco de tener un hijo enfermo.

—¡Gracias! No te preocupes... —y otra vez cerró los ojos.

—Quiero saber si mi enfermedad se pega— le remecí bien el brazo.

—No. De ninguna manera... —abrió los ojos y me miró turnio.

—Entonces, ¿por qué no voy al colegio?

—Es mejor que descanses unos días.

—¿Eso quiere decir que no necesito estudiar más? ¿No volveré al colegio?

Me estaba dando cototo de no volver en jamás de los jamases y perder para siempre mi chicle del escritorio, mi gusano de seda y el membrillo que tengo madurando.

—Volverás apenas te mejores —dijo el papá consolativo.

—¿Cómo voy a mejorarme si no me dan remedios? ¿Me van a operar?

—No, no, no. Ni operación ni remedios. Puramente unas clases de atención.

—¿Clases de atención? No entiendo...

—¡Eso! —clamó electronizado—. Tú no entiendes algunas cosas simples. Con unas pocas clases te mejoras —y me palmoteaba todo entero.

—¿Me mejoro de qué?

—De lo que tienes, claro...

No se atrevió a decirme el nombre de mi enfermedad. Pero yo sé que es dix-leso. La mitad de la palabra lo dice y, ¿la otra mitad?

Me volví a la cama. No había entendido nada de lo que me dijo el papá. Esa es mi enfermedad. Soy dix-leso y me voy a mejorar. Ahora que lo sé, más vale dormir.

A lo mejor despierto sano.

Me desperté con esa cuestión de felicidad como de que mañana es mi cumpleaños. Y como no era, me acordé de que estaba enfermo. Pero sin remedios. Y también sin colegio ni tareas...

Por fin podía hacer mis inventos urgentes, antes de que los hiciera otro. En el colegio no hay tiempo, así que con estas vacaciones enfermosas me iban a resultar.

Pesqué mi diario y me trepé en el peral donde nadie molesta. Y anoté todo antes que se me olvide.

Invento 1. La churrasquera jugosa. Ahora que no hay carne podría ser la solución mundial. Funciona en un helicóptero a bajo vuelo que al pasar por un potrero donde hay vacas se da vuelta de carnero y con sus hélices le saca una tajadita a cada vaca. La vaca ni se da cuenta y al otro día está sana. Así no muere jamás el animal. Automáticamente cae la carne sobre el motor caliente, se achurrasca y el copiloto la mete en el pan.

Invento 2. Zapatos electrónicos. Tienen tres velocidades y sirven en vez de micro o bicicleta. Es pura cuestión de un alambrito de contacto en el talón del zapato y dos pilas en el bolsillo. Más o menos como los aparatos que usaban antes los sordos. Es un invento barato y fácil.

Invento 3. Aspirador ventilante. No lo alcanzo a inventar hoy. Es algún aparato que le quite de la cabeza a los papás ancianos sus pensamientos problemosos. Funcionando tres minutos a mil revoluciones les quitaría la arruga de la frente y los dejaría listos para contestar las preguntas que uno hace. Y con cinco minutos les darían ganas de jugar o cosa por el estilo.

Ahora cuando vuelva al colegio, no voy a tener más que una cosa en qué pensar, o sea podré estudiar y oír lo que dice la profe.

Resulta que cuando bajé del peral, ya habían almorzado y apenitas me dio mi almuerzo, la Domi se largó porque le tocaba salida, y me quedé rotundamente solo. No porque uno es dix-leso se ha de aburrir. Uno se aguanta un rato haciendo inventos, pero también se cansa. Y como uno no es ni guagua ni viejo no se entretiene mirando moverse las hojitas de los árboles o viendo pasar los autos...

Cuando uno está solo no hay más que dos alternativas: o lo pasa uno astronáuticamente bien, o se aburre. Y si lo pasa astronáuticamente bien hay dos alternativas: o lo sigue pasando mejor o se friega.

Porque estar en la misma gozadura es igual que aburrirse.

Pero lo malo es que si uno trata de pasarlo mejor, entonces lo pasa peor. Así que es mejor tratar de pasarlo peor y como lo está pasando un poco mal, lo pasa mejor. Porque total no puede pasarlo peor...

Entonces me senté en la vereda a esperar “algo”. Dios siempre tiene lástima de los lateados, pensé. Y resulta que en ese mismo momento vi un Peugeot blanco con dos chascones que no podían hacerlo partir.

Y me acerqué a mirar.

Habían abierto el capó y le metían dedo a cada cosa.

—¿Qué querís, cara’e chicle mascao? —me dijo uno.

—Lo que le falta es bencina —dije, por decir algo.

Los chascones se miraron. Olieron el motor y se secretearon.

—¿Tenís un tarro? —preguntó uno.

—¿Hay bomba bencinera cerca? —preguntó el otro.

—Tres cuadras para allá y dos a la izquierda. Pero no tengo tarro ni puedo salir porque estoy enfermo —contesté definitivamente.

Se miraron y se secretearon de nuevo.

—¿Podrías cuidar el auto mientras vamos a buscar bencina?

Me abrieron la puerta y me senté al volante. Ellos partieron peleando. Yo los miré alejarse bien contento, porque podría entretenerme harto rato jugando a ser taxista.

Pero no duró mucho. Por la esquina apareció el carabinero que cuida a una senadora y se acercó con harto disimulo. De repente se quedó perpetuo, miró mi taxi con cara maquiavélica y sacó una libreta. Aparecieron sus dientes en violenta sonrisa y se plantó detrás y ahí quedó para siempre.

Yo lo miraba por el espejito retro no sé cuánto, esperando...

Se acercó con frecuencia modulada y me miró de hipo en hipo.

—¿Es tuyo el cacharro? —preguntó sin soltar su libreta.

—Ojalá —contesté sonrisoso.

—¿De alguien de tu familia?

—Frío, frío... —dije jugando al Tugar. Pero a este carabinero no le gustó la broma y abrió la puerta del auto y se sentó a mi lado.

—¡Dame las llaves! —ordenó muy seco.

Es que no las tengo...

—Veamos el padrón.

—Veámoslo —contesté, registrando la guantera y demases. Él me miraba con malos pensamientos. De repente se le acabó la paciencia.

—Explícame lo que haces en un auto que no es tuyo.

—Jugaba a que era taxi y tenía que llegar a Pudahuel a todo chancho.

—¿De quién es el auto?

—No tengo la mayor idea. Unos gallos no podían hacerlo partir yo les dije que no tenía bencina, porque no tenía ni olor...

—A ver si me das sus nombres.

—Eran dos lolos chascones y rotundamente desconocidos.

—Eres un loro bien amaestrado —dijo—. ¿Sabes de algún teléfono cerca?

Le mostré mi casa. Se sacó el quepis y se rascó la cabeza. Tenía algún problema. Se acercó a la puerta de calle, volvió al auto, otra vez a la puerta y volvió donde mí.

—Si es tu casa, llama a tu papi —dijo.

—En primer lugar no tengo papi, sino papá y en segundo, salió y en tercero, no hay nadie.

Otra vez se levantó el quepis y se rascó. Se puso violentoso.

—Ven conmigo al teléfono —dijo tomándome del brazo, así como llevándome preso.

Entramos.

Cuando uno entra en mi casa llevado por un carabinero, ella se ve distinta. Casi desconocida. El teléfono era anónimo. Marcó un número y no sonó ocupado.

Con voz de “móvil 3”, dijo:

—Aquí, sargento Benítez. Ubicado el Peugeot robado anoche. Mande grúa y refuerzos. Sí. Hay un detenido —y dio mi dirección.

Entonces no más me cayó la teja y mis piernas se pusieron electrónicas. Pero quedé frenado, y tragando saliva.

—Oiga —le dije—, ¿va a detener a los chascones?

—Por supuesto. Y si no aparecen ellos, te vienes tú conmigo...

Mi saliva estaba espesa, pero me la tragué otra vez.