Adolescencias reales desde dentro - Alejandro Rodrigo - E-Book

Adolescencias reales desde dentro E-Book

Alejandro Rodrigo

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  • Herausgeber: Plataforma
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Siete historias reales de las que aprender. Siete adolescencias conflictivas que Alejandro Rodrigo ha tratado y que han hecho mella en él, siete relatos donde nos narra esas adolescencias y el origen de sus problemas para, a continuación, explicarnos en el capítulo siguiente el porqué del conflicto, cómo solucionarlo y, en nuestro caso, cómo evitar llegar a esos extremos con nuestros hijos. Porque los casos reales están para que podamos aprender de ellos y porque libros como el de Alejandro Rodrigo, un ejemplo de empatía, escucha y concordia, nos ayudan de mil maneras en la convivencia con los adolescentes para aprender a escucharlos, entenderlos y remediar todos los malentendidos que puedan existir con ellos en la búsqueda de una relación, y una familia, feliz que conviva en paz.

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Adolescencias reales desde dentro

Alejandro Rodrigo

Primera edición en esta colección: septiembre de 2023

© Alejandro Rodrigo, 2023

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2023

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19655-65-3

Diseño de cubierta: Pablo Nanclares

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime Digital S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Para Sayi

Índice

Introducción1. Raquel2. Yo nunca quise ser madre3. Todas ellas4. Depredadores5. Román6. Adopción: autoprofecía cumplida7. Peñalara8. No le dejes huérfano9. La caseta10. Toda la amistad en un solo banco11. Dos caladas12. Oro parece…13. Expulsado14. Son adolescentes, no son clientesEpílogoAgradecimientos

Introducción

Escribir un segundo libro es asumir un nivel de responsabilidad estratosférico. Es mucho más difícil que enfrentarse a la tarea de escribir un primer libro.

El primero nace del impulso de la ingenuidad y del desparpajo, libre del «qué dirán», mientras que el segundo es un parto por inducción fracasado que concluye en una cesárea de urgencia. Sin embargo, una vez en las manos, la emoción arrebata cualquier recuerdo del esfuerzo y el dolor atravesado. Nunca he dado a luz; soy hombre y tengo la condena de no poder disfrutar de acaso el milagro más imposible, así que mi dolor fue vicario en los nacimientos de nuestras dos hijas.

¿Por qué tener una segunda hija cuando ya tienes una primera? ¿Por qué afrontar el riesgo y emprender el viaje de escribir un segundo libro cuando ya tienes un primero? La respuesta es la misma en ambas circunstancias, por Amor. Por amor genuino a esa segunda hija, no por darle a la primera una compañera de vida, que también, sino porque tener una segunda hija debe nacer desde el propio amor que ya se le tiene incluso antes de su concepción, sin etiquetas previas. Traer a una segunda hija para que tenga una función respecto a la primera sería una irresponsabilidad e, igualmente, escribir un segundo libro por continuar el vaivén o la dinámica ya iniciada por el primero sería una mentira.

Este segundo libro nace de la necesidad de sacar a la luz pequeñas historias silenciadas que supusieron enormes vivencias y aprendizajes en mi trayectoria profesional. He tenido la suerte y el privilegio de trabajar con un número titánico de familias, y todas y cada una de ellas conformaron un reto a distintos niveles. Pero unos cientos de estas familias me marcaron de por vida, tanto a nivel profesional como personal.

Hay otra cuestión: en esta labor nuestra de atender y ayudar a las personas, el trabajo siempre «te lo llevas a casa», y es que los profesionales «de lo social» quizá mintamos de vez en cuando a nuestros seres queridos con el fin de protegerles de nuestro testimonio de dolores tan atroces. La realidad es que ser espectador en primera fila, más aún, ser actor secundario en las vidas de muchas personas, deja un poso que va cincelando el ánimo y carácter. Trabajar con familias en situaciones complejas y jugar a ser impermeable a las salpicaduras de sus vidas es no querer asumir ambos riesgos, el de sufrir y el de convertirse en mejor persona a través de sus logros y de sus fracasos.

Decía que este segundo libro nace de la necesidad de dar visibilidad y poner nombre a esas familias y circunstancias que de algún modo ayudaron a construir mi «yo» actual. De hecho, han ayudado a que mi actividad laboral sea mejor y, en última instancia, a que mi propia familia sea mejor. ¿Comparado con qué? Comparado con la ficticia desgracia de pensar que no me hubiera dedicado a esto.

A finales de 2005, sin que yo me hubiera empeñado en conseguirlo, me vi despidiéndome de mis alumnas de guitarra de dos colegios de Educación Primaria en Madrid. El principio del año 2005 fue complejo para mí por circunstancias personales y, a la vez, me embarqué en un camino que no sabía ni cuánto iba a durar ni adónde me iba a llevar.

Comencé una etapa profesional que me situó como educador en un centro de internamiento de menores que cumplían medida judicial en régimen cerrado. Aquello marcaría definitivamente mi orientación profesional. Con posterioridad, en 2008 inicié el que sería hasta la fecha mi principal trabajo, porque es el puesto en el que más tiempo he permanecido, en concreto doce años, y que conformaría la base de mi presente y futuro. Durante ese tiempo fui técnico de libertad vigilada en una entidad dependiente de la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor, el organismo público que gestiona y ejecuta las medidas judiciales dictadas por los juzgados de menores en la Comunidad de Madrid. Desarrollé esta labor exclusiva y específicamente en el ámbito del «Maltrato Intrafamiliar Ascendente», es decir, me dediqué durante esos años a un proceso de profunda inmersión en la realidad de cada una de esas familias con las que trabajé. Siempre en la misma casuística: menores de edad y en ocasiones mayores de edad que presentaban situaciones de agresividad o violencia dentro de sus familias, y por las que debían cumplir una medida judicial.

En esos años de dedicación profesional a una labor de tanta responsabilidad, el equipo de compañeras y compañeros fue de manera innegable el motor que me mantuvo a flote. Cuando uno comparte barricada y trinchera con alguien durante tanto tiempo, cuando se puede apoyar en esas personas a pesar de las divergencias y consigue depositar la confianza e integridad en ellas del mismo modo que un escalador confía en el compañero de cordada que le está asegurando, ese alguien pasa a formar parte de tu vida sin importar que la relación ya solo la sostengan los recuerdos. Mientras finalizaba esta etapa, y hasta el día en que escribo estas líneas, me he dedicado a la labor de prevención de dichas dinámicas familiares desde otra perspectiva y situación, fuera del ámbito judicial. La tensión acumulada y transitada en aquellos años es imposible de describir. Ser testigo del sufrimiento mantenido, al igual que sonreír ante el milagro de las póstumas felicidades de esas familias, simplemente es tan difícil de explicar como lo es entender que el Universo es finito, pero ilimitado, tal y como desarrolló Einstein en su Teoría de la Relatividad. No se puede explicar, tan solo puedes admirarlo, creértelo y ya está.

En este libro se ofrecen siete historias, siete relatos. Son historias de familias que me han acompañado de alguna manera a lo largo de los años, pero debo ser también sincero y contarte la trampa: no son siete familias o siete casos exactamente, no. Cada caso es un compendio o una mezcla de distintos casos con los que he trabajado. Es decir, he armado cada historia en base a muchos relatos de familias, he cogido un poquito de aquí, un poquito de allí, les he dado forma, he unificado y al final han nacido siete historias basadas no en hechos reales en su literalidad, pero sí en emociones reales. Me gustaría también detallar que, a pesar de que durante la lectura puedas descubrirte a ti mismo embargado por la tensión o felicidad de algunos de los relatos, la verdad es que siempre la realidad superó a la ficción. En este sentido, quiero confirmar que todos los relatos están «rebajados» en sus niveles de tensión. En ningún caso he utilizado el recurso lacrimógeno o de fuegos artificiales con un interés literario, lo que me ha interesado es el contenido y, consecuentemente, el aprendizaje que se pueda extraer de la lectura.

En todas las historias he tratado de ser lo más fiel posible al lenguaje que utilizaban sus protagonistas. En ocasiones, la lectura podrá resultar incómoda por algunas palabras malsonantes, descalificativos o insultos, y pido disculpas, pero la realidad es que los protagonistas siempre utilizaron esas maneras, y alterar sus discursos sería no honrar su recuerdo ni ser fiel a la realidad. No obstante, he intentado limpiar lo máximo posible todas las palabrotas o jergas, ya que de lo contrario el libro probablemente se hubiera duplicado en extensión.

Como decía, creo que en todos los relatos he omitido ciertos giros de la historia, porque si hubiera sido fiel a lo que pasó en sus vidas reales no serían creíbles. Las realidades siempre superaron a las ficciones. De verdad. Ninguna familia con la que he trabajado podrá verse identificada al completo en «su» historia, aunque sin duda podrán abrir los ojos, sonreírse y saber que en esos renglones estaba pensando en ellos.

Lo que ahora y en las siguientes páginas sucede es que comparto contigo algo que quedó silenciado y sepultado bajo la confidencialidad obligada, y es que cada uno de estos jóvenes junto a sus familiares son y serán siempre héroes. Me demostraron el dolor tan terrible que atravesaban, en algunos casos fueron capaces de superarlo y en otros casos de «hacer vida» sobrellevándolo. Ese dolor, a su propia manera, queda como ejemplo para la Humanidad. No siempre los buenos ganan. Aquí y ahora comparto con el mundo sus historias porque me hicieron ser mucho mejor profesional, porque supusieron un reto estratosférico para mí y porque simplemente deben ser contadas. Todos los personajes de este libro merecerían un libro para ellos solos, y otros tantos quedan guardados en el cajón a la espera de que su tiempo pueda llegar. Todos los nombres de los protagonistas están cambiados. Sin embargo, todos son nombres reales de niños, adolescentes, jóvenes y adultos con los que trabajé. Es decir, Raquel no es la Raquel del relato, pero sí que hubo una Raquel, y así con el resto. Es mi pequeño homenaje oculto para ellas y ellos, que sabrán reconocerse si algún día este libro tropieza en sus manos.

A cada una de las historias le sigue un capítulo que es un «análisis técnico» de dicho relato. Estos capítulos recogen el aprendizaje real que podemos extraer de cada caso. En mis años de profesión y de formación académica siempre he participado en análisis de «casos prácticos» en los que se exponían las características más relevantes del caso, y donde después de relatar cómo derivó el caso se procedía a realizar un análisis, se continuaba con la elaboración de la hipótesis para, por último, concluir con las estrategias idóneas a implementar. Yo he querido limpiar todo este proceso y aportar, espero, una nueva mirada. He querido ir un paso más allá.

Doy por sentado que todos seríamos capaces de llevar a cabo el análisis que acabo de describir con mayor o menor acierto, pero seguramente con puntos comunes. Mi deseo aquí ha sido poder enfocar nuestra mirada hacia aquellos mensajes ocultos que cada uno de estos relatos quiere esconder, como por ejemplo descifrar ese mensaje encriptado que tan acertadamente nos explica Matthew, uno de los personajes del libro. Ya verás qué bien lo argumenta él, porque este será con seguridad el posible tesoro del aprendizaje de la lectura del libro: ser capaces de trasladar a nuestras propias familias este concepto, el de entender que nuestros hijos e hijas están lanzando un mensaje codificado en sus conductas y actitudes.

Nuestra labor será la de no enquistarnos en la actitud o conducta, sino detectar ese mensaje, analizarlo, traducirlo y, por fin, entenderlo para darle respuesta. Si fuéramos capaces de transitar este camino, entonces este libro habrá merecido mucho, mucho, la pena.

No se trata de poner el foco en las conductas de los hijos, se trata de que esas conductas enmascaran un grito desesperado de auxilio. Ser capaces de interpretar esa desesperación es la llave de la reconciliación y recuperación familiar.

Nuestros hijos no nos plantean una batalla, no quieren ir a la guerra a pesar de que parezca precisamente eso, lo que intentan es realizar una llamada de emergencia y no saben cómo. Piden ayuda y al mismo tiempo la rechazan.

Antes de situarte al borde del precipicio y dar el salto al vacío que supondrá la lectura de los relatos, quiero compartir contigo una propuesta; si fuéramos totalmente libres para leer este libro de la forma que quisiéramos, mi recomendación sería la siguiente: lee un capítulo por día. Si haces esto, dejando a un lado la Introducción, el Epílogo y los Agradecimientos, serás capaz de leer el libro en catorce días. Propongo esta manera porque cada capítulo, con una historia relatada, conlleva una carga emocional muy grande y, si la temática es sensible para ti, entonces el capítulo que sea puede que te remueva bastante. Por ello, entiendo que leer más de una historia en un mismo día tal vez pudiera ser demasiado.

Por otro lado, dividir la lectura de cada historia en varios días o momentos haría que se perdiera el nivel de intensidad. Los relatos tienden a ser circulares, es decir, recorren ciertos puntos para ser cerrados de manera más o menos coherente, pero la idea es que, si tú dispusieras de todo el tiempo del mundo, al leer una historia de continuo esto te ayudará a sumergirte más a fondo en la misma. A continuación, quizás, ojalá, quisieras leer de inmediato el siguiente capítulo, que consta de la explicación teórica del capítulo previo. Bien, yo te recomiendo precisamente lo contrario. Te propongo que cierres el libro y dejes reposar la historia que acabas de leer hasta el día siguiente. Guarda la historia en tu interior y deja que el subconsciente trabaje. Te planteo que tú mismo hagas un análisis técnico del caso expuesto, que pienses dónde residen los factores de riesgo, cuáles eran los factores de protección y qué harías si fueras el profesional que estuviera a cargo de la intervención. Cuando inicies la lectura del capítulo con el análisis técnico, entonces podrás contrastar tus ideas y así elevarás sin lugar a dudas el aprovechamiento de la lectura. Esta es mi propuesta, a partir de aquí tú eliges cómo querrás recorrerlo, porque como bien me explicó mi amigo Miguelón, «cuando uno escribe un libro, Alejandro, ya deja de ser tuyo y pasa a ser de los lectores».

Espero y deseo que estos siete relatos, estas siete historias de vida y los análisis que les siguen a continuación, te resulten de utilidad. Deja que sean ellos quienes a través de sus fracasos y triunfos te puedan susurrar al oído el secreto de la felicidad en la familia.

Que disfrutes mucho el viaje y agárrate fuerte, que vienen curvas.

1.Raquel

Una de las cosas más importantes que he aprendido de este sitio de mierda es que jamás voy a volver a ser hipócrita.

Me he pasado toda mi vida, como bien sabes, siendo una hipócrita, una mentirosa, una aprovechada, una desagradecida, una violenta y una traidora, pero de todas estas cualidades mías, la de hipócrita es la que he abandonado primero.

Así que no voy a empezar esta carta con el típico «Querida mamá» porque ni eres querida ni te reconozco como madre. Eres mi madre biológica, pero bien podrías haberme dado en adopción y, sinceramente, mi vida hubiera sido más feliz. O al menos con eso he estado fantaseando noche tras noche, tumbada en las sábanas de mi cárcel. Esther me dice que ser adoptada es una puta mierda, que te vuelves loca, que nunca llegas a entender por qué cojones te tuvieron y no abortaron o, simplemente, por qué no le echaron huevos y al menos intentaron cuidarte y quererte. Esther me dice que tú intentaste quererme, y tiene razón, eso nadie te lo podrá negar, pero en realidad tú y yo sabemos que no me has querido nunca. No me has demostrado ese amor de madre genuino. Me has querido porque hay que querer a los hijos y por el qué dirán de los demás, porque está muy feo asumir que ni me quisiste tener verdaderamente ni te han agradado todos los sacrificios que tuviste que hacer por mí. Y, sin embargo, yo, la loca de Raquel, la lianta y la desagradecida a ojos de toda la familia y de tus amigos, todavía te tengo que dar las gracias. Pues no, Concepción, no. Yo no elegí nacer, lo hiciste tú, y soy tu puta responsabilidad. No haberme tenido. ¡Qué irónico que la abuela te pusiera ese nombre!: Concepción. Precisamente lo que peor has hecho en tu vida. Bueno, eso, el tenerme, y el dejar que papá se largara de casa. Lo has bordado, chica.

Pero no pasa nada, nuestras condenas se acaban pronto. La mía, en treinta y tres días que saldré de este puto centro. La tuya, en apenas cuatro meses, cuando cumpla mi mayoría de edad. Ya voy a tener dieciocho, ya no eres responsable de nada mío. ¡Cómo te jodió pagar las multas que te llegaban de mí! Le he pedido mi expediente a mi trabajadora social, lo hemos estado estudiando juntas, y he realizado la suma: 1.865,23 euros. ¡Hostia, menuda ruina!, ¿eh? Te jodieron más esos mil ochocientos sesenta y cinco pavos que la mierda en la que yo estaba metida. Todavía tengo clavadas en el corazón tus palabras en la parada del bus esa noche, ¿te acuerdas? «… pues métete a puta para pagarme todo lo que me debes, que es lo que mejor sabes hacer». Métete a puta, me dijiste, que es lo mejor que sabes hacer, y encima luego tuviste la poca vergüenza de ponerte a lloriquear pidiéndome perdón porque no querías decir eso. Menuda madre.

Te escribo esta carta por muchas razones, porque verdaderamente te odio, porque me jodes la vida al estar cabreada conmigo misma por odiarte, porque todavía hay veces en las que me engaño y me creo que te quiero, que eres una víctima de tu padre alcohólico, pero luego me la vuelves a liar. Yo no soy la culpable ni de tu padre, ni de tu madre, ni de que papá se fuera echando leches, y fíjate que ni necesitó irse con otra, simplemente se piró.

Sí, soy culpable de haberte pegado un puñetazo en la espalda aquella primera vez, de haberte pegado tres patadas en la fiesta aquella que hice en casa, también soy culpable de haberte escupido y tirado mis bragas cuando entraste en mi habitación y estaba debajo de las sábanas con Javi, ese tío que tan poco te gustaba y que yo odiaba, pero con el que seguía solo para joderte. Sí, soy culpable de robar las joyas de la abuela y haberlas vendido a no me acuerdo quién. Y, por supuesto, soy culpable de todos los innumerables insultos que te he dedicado desde hace tanto tiempo.

Sí, estoy arrepentida de todos y cada uno de esos actos. Pero aquí me tienes, permanecí dieciocho meses en «libertad vigilada» y, gracias a mis acciones y a tus lamentos, aquí he estado después otros dieciocho meses metida. Bueno, diecisiete a falta del que me queda.

Lydia no tuvo la culpa, tampoco lo hizo bien porque se fio demasiado de ti. Me metió dentro porque era su curro. Cuando salga, vuelvo con ella, me quedan otros seis meses de libertad vigilada tras internamiento. Me jode la vida estar a un paso de acabar con esta mierda y, aun así, tener todavía que ir a verla otros seis meses, pero quiero que sepas que he pedido que sea ella, no quiero que me cambien de técnico de libertad vigilada. Siendo sincera, lo hizo bien; además, le voy a poder explicar todo bien ahora. No la voy a cagar, no me joden más, voy a hacer todas las cosas bien: mear los lunes en el botecito, currar toda la semana, ir a la psicóloga…, todo, no van a poder decirme nada. Y entonces, le voy a explicar quién eres de verdad. La verdad es que tengo mazo de ganas de volver a verla. ¿Quién me lo iba a decir? A su manera, ella, Lydia, sí que me quiso.

Llevo desde los quince años pringada con estas mierdas del juzgado. Me la suda que la trabajadora social vaya a leer esta carta, es el protocolo, vale, lo acepto, pero lo que voy a escribir no lo digo por hacerle la pelota. Lorena simplemente me da igual, es maja como las demás y en cierto punto hasta la quiero, pero al fin y al cabo hace su trabajo, no soy su hija, les pagan por hablarme bien y gritarme cuando deben. Aquí encerrada he conocido gente de verdad. Gente con valor y lealtad, esa que tanto me ha faltado a mí en mi vida. Pero no solo chavales, que por supuesto, no, me refiero a que hay educadores aquí que me han demostrado que me quieren. No te voy a dar el gustazo de contarte cómo ni por qué, eso me lo quedo yo. Esta gente, que gana una puta mierda, es buena. Hay pringados y hay trabajadores que se equivocan porque no tienen ni idea de tratar a los chicos, pero de repente te encuentras con educadores que son la hostia. Si he cambiado es por ellos, por tres en concreto. No pienso decirte sus nombres para que no los machaques ni preguntes quiénes son, ellos no lo merecen. Quiero protegerlos porque si he cambiado es por ellos. Se lo debo a ellos. Me conocen, saben quién soy, hasta les he intentado pegar, les he insultado, como a muchos otros, pero estos tres me han enseñado por primera vez en mi vida qué cojones significa la palabra «amor».

Te preguntarás que por qué estoy siendo tan hiriente. Error, no estoy siendo hiriente, estoy siendo consecuente. ¿Has visto cómo hablo ahora, eh? ¡Cuántas palabras he aprendido!, ¿verdad? Escucha: consecuente, objetivos a largo plazo, homeostasis, tolerancia a la frustración, empatía… La hostia, cómo hablo cuando quiero. Pues sí, la pena es que me lo han enseñado ellos porque tú ni siquiera has podido enseñarme a comportarme. No soy hiriente, lo que hago es dejar de ser una hipócrita. Tú nunca me has querido, Concepción. Podemos discutir el tiempo que quieras, puedes incluso llorar, pero no será de pena, sino de frustración o de impotencia. De nuevo, palabras y conceptos que me han enseñado aquí. No lloras de tristeza, lloras de rabia. Muy parecido pero muy distinto, créeme, yo ya sé diferenciarlo la mayoría de las veces.

Quiero terminar esta carta con tres cuestiones muy importantes.

La primera: soy culpable de mis acciones. Sí, pero ¿por qué las hice?, ¿por qué cometí esos delitos contra ti? ¿Tienes algo de responsabilidad en ellas? Las respuestas a estas preguntas tendrás que encontrarlas tú. Yo ya estoy en paz conmigo misma. Creo que he encontrado las respuestas, y por supuesto que no las voy a compartir contigo, pero ya estoy en paz en dos sentidos. El primero, moral, estoy en paz moralmente conmigo misma y con la sociedad. El segundo, judicialmente, ya he pagado el precio; dieciocho meses de libertad vigilada más otros dieciocho de internamiento más otros seis meses de libertad vigilada. En apenas siete meses habré cumplido, habré saldado las cuentas. Bueno, me queda el dinero, pero no te preocupes, no te estreses, ya me encargaré de ingresártelo.

La segunda: mentiste. Has dicho muchas verdades en todo este proceso y, de algún modo, aunque sea muy pequeño, debo agradecértelo porque gracias a que me denunciaste toda esta guerra se terminó. Me esposaron aquel día en la tienda del tío Carlos, te acuerdas, ¿verdad? No me podían esposar, era menor, no me podían meter en un coche patrulla oficial, ya me sé la ley mejor que nadie, pero tú montaste un puto numerito y me dieron una buena hostia. A partir de ese día, esta mierda de talleres de habilidades sociales y los cientos de psicólogos que he visto al final me han ayudado. Otras madres no denuncian y con veintitrés años todavía siguen la guerra con sus hijos, pero al menos nosotras lo paramos antes. Aunque has mentido. Tú lo sabes. Me has mirado a la cara y has mentido delante de toda esta gente. Eso es imperdonable, y peor aún es que ni siquiera lo hayas reconocido nunca. Porque yo te he pedido perdón, y de nuevo aquí y ahora te pido perdón por mi maltrato, pero tú sigues escondiendo la cabeza como un avestruz. Ya no me das ni pena. Eres deleznable (busca en Google qué significa). La cagaste en un mazo de cosas y por eso hemos acabado así, pero que hayas mentido no es perdonable.

Tercera y última: esta carta es precisamente eso, lo último que quiero decirte. Todo esto no soy capaz todavía de decírtelo a la cara, porque no me respetas. En cuanto hubieras empezado a escucharme, ya me lo sé, te hubieras puesto a sollozar, bueno, dependiendo de si estuviese en la sala de visitas un psicólogo o un educador o no, porque si estuviésemos tú y yo a solas no llorarías y empezarías a poner esa sonrisita socarrona y traicionera que pones y que simplemente me pone histérica. Desde luego sabes muy bien cómo volverme loca, precisamente eso es lo que conseguiste, que me tuvieran que atiborrar a pastillas, pero ya no. Ya estoy yo sola conmigo misma. Como me conozco, y sé que no podría soportar ni tus sollozos teatrales ni tu sarcasmo, he decidido escribirte. Así te comes esta carta tú solita, si es que algún día eres capaz de leerla hasta el final. Esta carta es una despedida y te voy a poner muy clarito lo que quiero, espero y deseo que me respetes. Son mis necesidades y mis últimas voluntades contigo, respétalas, aunque sea la primera vez que lo haces en toda tu vida.

No quiero que vengas a firmar mi baja del centro el día de la finalización de mi internamiento. Me he asesorado legalmente y sé cómo debo hacerlo. Por favor, no vengas.No quiero nunca coincidir contigo en las entrevistas con Lydia. Si te quiere ver porque la libertad vigilada así se lo exige le pediré que lo haga por separado en días distintos. No quiero coincidir contigo.Admito que hubo apartados del rol de madre que hiciste bien. Puedo hasta admitir que eres una víctima de tus circunstancias, no considero que el mal esté en tu interior, y sí que existen muchos aspectos rescatables de tu persona, pero desde luego no pueden ser conmigo. Espero que seas feliz, pero no deseo que sea conmigo.Quiero que vayas al notario y que hagas tu testamento. Déjale todo a Gonzalo o a quien tú quieras. Solamente deseo mi independencia total y, para ello, necesito desvincularme de cualquier enganche económico contigo. Cualquier bien que me dejes lo donaré a la asociación más insospechada que se me ocurra. Ah, sí, mira, la donaré a cualquiera que defienda los derechos LGTBI, esos de los que dices que no tienes nada contra ellos, pero por los que tantas veces me insultaste porque me lie con aquellas dos tías en tu cama.Haciendo un esfuerzo por empatizar con el sentimiento de ser madre, y presuponiendo que en algún recóndito lugar de tu corazón todavía existe algo de veracidad que haya sobrevivido a tanta mentira y falacia, quiero despedirme de ti haciendo un esfuerzo por dejarte tranquila. Voy a tener una buena vida. Continuaré con mi psicóloga, no dejaré el trabajo que me consiguieron en Elfos hasta que encuentre otro mejor, no tendré hijos hasta que no cumpla al menos treinta años y conseguiré llegar a la universidad. Pero lo importante es que ahora mismo me siento liberada. Me siento feliz.Respétame y no me escribas, por favor.

Adiós, para siempre.

RAQUEL

Doce años después

La luz ya empezaba a hacerse más débil, un poco de viento se levantaba de vez en cuando. Empezaba a refrescar. Era martes, un martes apacible de primeros de octubre, el tiempo era raro, hacía calor durante el día, pero refrescaba bastante por la noche. El otoño era su estación preferida, siempre pensó que esto se debía a su carácter melancólico o quizá fuese al revés: como su carácter era marcadamente melancólico al final tenía sentido que el otoño fuese su estación predilecta. No tenía fuerzas, quizá lo traía ya «de fábrica», tal vez estuviera escrito ya en sus genes, o puede ser que simplemente los tremendos varapalos de la vida, las tensiones, los problemas, las ansiedades, los sinvivir, la habían dejado exhausta hasta arrebatarle cualquier atisbo de alegría. Sin embargo, no podía quejarse. La vida era extraña, pero poco a poco podía ser feliz, aunque solo fueran las tardes de los martes y de los jueves.

Estaba absorta mirando el columpio cada vez que se aproximaba en su balanceo, e impulsaba con su mano derecha en la parte de debajo de la espalda tocando un poco del culete del niño. Mariano, se llamaba. Ya tenía dos años y no tenía ni idea de lo que la vida le iba a deparar, pero de momento solo se deleitaba con el presente, con ir al parque, con merendar su bollito de chocolate, con beber agua fresca de la fuente, con ver a sus amiguitos, y con el amor que su abuelita le daba en forma de empujoncito en el columpio… aunque desconocía cómo había llegado hasta allí. No era consciente de que el espermatozoide consiguió atravesar tantos caminos, destrozar la barrera y fecundar el óvulo de su mamá, pero tampoco sabía que eso nunca debía haber llegado a pasar. Él no era un accidente, no, realmente era el producto de un sinsentido. Tenía dos años y medio, así que de momento no iba a saberlo hasta dentro de mucho, por lo que podía seguir concentrado en el cosquilleo en la tripa con el balanceo hipnótico del columpio. La vida en su casa no era fácil, pero él era feliz. Tampoco sabía que su mamá había luchado por él lo que no estaba escrito. Imposible hacerse una idea de las penurias que llevaba transitadas desde el momento en el que se dio cuenta de que estaba embarazada.

Raquel no fue a la universidad, como prometió, no continuó con la psicóloga, como prometió, pero sí que acudió a las citas con Lydia y cumplió con sus medidas judiciales hasta que llegó un buen día en que fue libre. Libertad al final. La emoción duró lo que tardó en bajarse el subidón de alcohol de su cerebro tras una noche de fiesta. Al día siguiente resaca y un profundísimo sentimiento de vacío. Esta era una de las particularidades que más marcaron a Raquel en los años siguientes. Cuando por fin obtuvo la libertad total, realmente no pasó nada. Sí, una fiesta con tres amigas a las que dejó de ver en pocos años, un abrazo de su técnico de libertad vigilada, las promesas de volver a pasarse para saludar, y poco más. Andaba por la calle y el mundo seguía su ritmo. Ella se quedó en shock, todo aquel tiempo esperando ese momento, y cuando llegó no sentía nada, ni siquiera liberación. No se sentía libre, simplemente se sentía abandonada. Ya no era nadie, ya no tenía a nadie pendiente de ella, ya no tenía normas asfixiantes a las que hacer caso, ya no tenía pequeños éxitos que celebrar con sus educadores. Ahora todo dependía de ella. Y nadie más la miraba. Estaba sola. Terriblemente sola.

Pasó varios meses llorando. Pasó de mano en mano de chicos fatales, a cada cual peor. No se enamoró de ninguno de ellos. Ni de ellas. Transitó trabajos apestosos, pero honrados. El mejor, como acomodadora en un cine mediano de la ciudad. Lo tuvo que dejar, no podía soportar la oscuridad. El cine la deslumbró de niña, la animó en la preadolescencia y en esa primera y temprana adolescencia de libertinaje la escondió en los brazos de Jaime, aquel chico tan guapo y tímido que ni se atrevió casi a tocarla mientras la besaba. El trabajo en el cine la mantuvo ocupada, no era difícil, no era estresante, pero nunca tuvo responsabilidades. Ella creía que los jefes sabían lo de su pasado, la gente dice que cuando has sido un chaval o chavala de calle eso se queda marcado en tu cara para siempre. Solo con mirarte bien a los ojos y escuchar ese deje macarra al hablar la persona sabe que has tenido una juventud chunga. Se sabe que «tienes calle».

Raquel acabó una de tantas noches en la casa de otro chico. No eran novios, esas cosas ya no se explicitan, era un tío con el que se había liado unas cuantas veces. Simplemente aquella noche fue otra noche más. Lo patético del tema fue que ni ella ni él querían realmente tener sexo esa noche. Él estaba de broncas con otra chica con la que parecía que sí tenía algo concreto, y ella estaba superborracha, exhausta de todo el fin de semana encerrada en el cine y cansada. Acabaron en la casa de él, ya habían tenido sexo otras noches, pero esta vez ni se habían acercado el uno al otro. No se acuerda de cómo pasó, solo de tenerle a él encima y en un momento dado darse cuenta y preocuparse de lo «fuerte» que estaban siendo sus embestidas, no como las otras veces. Pero todo pasó muy rápido. Ella no se acuerda y durante los años posteriores se dio asco a sí misma y se descubría pareciéndose patética. El día que ese chico la penetró y la dejó embarazada, ella ni quería ni casi se acordaba de nada. Él tampoco quería, estaba claro que estaba centrado en la otra y que de alguna manera la utilizó para «castigar» a esa otra.

Se dio cuenta de su embarazo aproximadamente en la semana trece, y lo dramático del tema es que hubiera podido seguir sin darse cuenta. Fue hablando con dos compañeras de otro trabajo, en una pescadería en turno de noche, cuando se preguntaron entre ellas cuándo les vino la regla por última vez. De repente, un sudor frío le recorrió la frente, pero se tranquilizó porque no había tenido sexo en mucho tiempo. Llegó a casa, revisó su agenda y fue incapaz de recordar nada, así que una semana más tarde estaba en la camilla de la consulta de ginecología cuando la doctora le dio la enhorabuena.

En la semana quince decidió abortar, pero cuando ya tenía la cita y todo preparado se quedó petrificada en la puerta de la clínica y fue incapaz de entrar. Se puso a llorar desconsoladamente. De vuelta a su piso compartido, sin que ninguna de las otras tres compañeras lo supiera, elaboró una estrategia.

En la semana treinta y ocho, sola en el paritorio, dio a luz un precioso niño con bajo peso pero dentro de los límites de la normalidad. En la soledad del secreto pasó seis días en la habitación del hospital por unas complicaciones y sola regresó a su apartamento diminuto que había conseguido alquilar a un precio bajísimo a través de una compañera de la pescadería. Cuando terminó su baja por maternidad, la pescadería la despidió y se quedó en el sofá de su «miniapartamento» con su hijo berreando en brazos. Ya no le quedaba leche en el pecho desde hacía un par de meses, y un año después se quedó sin dinero. No tenía dinero ni para los pañales del niño y debía meses del alquiler. Sencillamente, estaba en la miseria. No había solución. El suicidio tampoco la podría liberar de la culpa de dejar a su hijo solo.

Al día siguiente llamó al timbre. Cuando la puerta se abrió, su madre Concepción se quedó helada. No sabía nada de su hija desde hacía muchos años, desde aquella carta. Obviamente, tampoco sabía que era abuela. Simplemente se había esforzado al máximo por olvidarla, no podía sostener por más tiempo la pena que le devoraba el alma, pero por más que una madre quiera olvidar a una hija y por más que los años vayan deteriorando los rasgos del rostro de ambas, cuando los ojos de una madre y una hija se encuentran, es el tiempo el que se detiene.