Afterland - Lauren Beukes - E-Book
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Afterland E-Book

Lauren Beukes

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Beschreibung

La nueva normalidad es un mundo sin hombres Una pandemia global. Un mundo cambiado. Una madre y su hijo a la fuga. Miles, de doce años, es uno de los últimos niños varones vivos. Cole, su madre, lo protegerá a toda costa de aquellos que buscan explotarlo para sus propios fines. En la huida, viajan por unos Estados Unidos transformados. Desde una base militar en Seattle hasta un búnker de lujo, desde una comuna anarquista en Salt Lake City hasta una secta itinerante que ve en Miles la respuesta a todas sus plegarias... Madre e hijo intentan ir siempre un paso por delante, pero sus perseguidores se acercan cada vez más. Afterland es un thriller arriesgado y feminista, en el que la galardonada autora Lauren Beukes mezcla genialmente suspense psicológico, noir americano y ciencia ficción, y consigue una aventura por derecho propio, perfecta para los tiempos en los que vivimos.

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Seitenzahl: 639

Veröffentlichungsjahr: 2021

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LAUREN BEUKES

AFTERLAND

Traducción de Pilar Ramírez Tello

Título original inglés: Afterland.

Autora: Lauren Beukes.

© Lauren Beukes, 2020.

Publicado originalmente por Umuzi, un sello de Penguin Random House South Africa (Pty) Ltd, en 2020.

Publicado por primera vez en Gran Bretaña por Michael Joseph, en 2020.

© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2021.

© de esta edición: RBA Libros, S. A., 2021.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Diseño de interior y cubierta: Lookatcia.com.

Primera edición: marzo de 2021.

REF.: ODBO848

ISBN: 978-84-9187-790-5

COMPOSICIÓN DIGITAL • GRAFIME, S.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

PRIMERA PARTEDerechos de denominaciónPunto de fugaBlack Hole SunEl primer fin del mundoCosas malasPeriferiaEl día que murió DevonEl rescate del erizoPlanta rodadoraLa última vez que se alejaron de todoNo se ha podido enviar el mensajeRatas de laboratorioGatas enfadadasLos perros de la filosofíaErrores comunesSalidasCorrespondencias imposiblesVenta por teléfonoReinas de NarniaBúscate un resquicio y desaparece por élHistorial de búsquedaMapaches#VidaEnElBúnkerShotgun SallyUna proposición indecenteCabeza de chorlitoLady LuckConversas de pegaINTERLUDIOHarryElSucio.tvLos últimos niños perdidosArchivos de ConfianzaSEGUNDA PARTEEn tierra extrañaSombras en la pared de la cavernaEl infierno es rosaPrueba de vidaEcharlo todo fueraLuz pilotoGlamoramaAlijoEstocolmoInmueblesMala espinaLa Madonna del puesto de controlBatallas perdidasUn lobo con piel de loboDerecho de visitaMortificadaVolver las tornasMiles en MiamiBebelandiaLas responsabilidades morales de las especies en vías de extinciónFalsasPatriasPecados compuestosHonor entre marginadasLas matemáticas de los viajesLa persona que debes serPartida de cazaNáufragoCruel por tu propio bienSeñalesPródigaEpílogo: Salir a la superficieAgradecimientos

PRIMERA PARTE

Derechos de denominación

21 de junio de 2023

—Mírame —dice Cole—. Oye.

Comprueba las pupilas de Miles, que siguen enormes; su cuerpo empieza a librarse de la conmoción, el miedo y las drogas. Cole se esfuerza por recordar su formación en primeros auxilios. Utiliza la lista de verificación como salvavidas. Miles puede enfocar la mirada y hablar sin arrastrar las sílabas. En el coche, cuando huían, estaba atontado, pero no tardará en ser capaz de plantearle preguntas difíciles que no está preparada para responder. Sobre las manchas de sangre que tiene en la camisa, por ejemplo.

—Oye —repite, procurando hablar con toda la tranquilidad posible, aunque ella también tiembla por culpa del bajón de adrenalina. Por ver a Billie cargar con el cuerpo de Miles como si fuera un saco de boxeo roto, por pensar que estaba muerto. Pero no lo está. Está vivo. Su hijo está vivo, y ella no puede derrumbarse—. No pasa nada —dice—. Te quiero.

—Yo también te quiero —masculla él.

Es la respuesta automática a la frase, como una invocación en la iglesia. Salvo que la catedral es el baño público de una gasolinera abandonada, donde las hileras de urinarios vacíos boquean como dientes rotos a la luz previa al amanecer; hace tiempo que los vándalos arrancaron los asientos de los inodoros.

Miles sigue temblando; se rodea la caja torácica con los flacos brazos, tiene los hombros hundidos, le castañetean los dientes e insiste en dirigir la mirada hacia la puerta, que, a juzgar por los arañazos y las abolladuras en el contrachapado, alguien ha abierto de una patada antes de que llegaran ellos. Cole también espera que alguien eche esa puerta abajo de un momento a otro. Es inevitable que los encuentren y se los lleven otra vez. La detendrán. Le quitarán a Miles. En Estados Unidos les roban los niños a sus padres. Ya era así antes de todo… esto.

Su reflejo es gris en los fragmentos de espejo. Tiene un aspecto horrible. Parece vieja. Peor, parece asustada. No quiere que él lo vea. Puede que eso sea lo que ocultan los superhéroes detrás de sus máscaras: no su identidad secreta, sino que están muertos de miedo.

Los azulejos azules vidriados de la pared del lavabo están rotos en teselas y la tubería está medio arrancada de su anclaje. Sin embargo, cuando abre el grifo, el agua espurrea después de unos cuantos chirridos y gruñidos.

No es pura suerte. Había visto el depósito de agua en el tejado de la gasolinera saqueada antes de conducir hasta la parte de atrás y meterse bajo el toldo hecho jirones. Devon siempre había sido el organizador de la familia, el planificador, pero Cole ha aprendido a vivir treinta segundos por delante de donde se encontraran y a calcular todas las trayectorias posibles. Es agotador. «Vive el momento» era una filosofía para quien podía permitirse ese lujo. Y vete a la mierda por haberte muerto con el resto, Devon, piensa Cole, y haberme dejado sola en esta situación.

Después de dos años, ¿todavía sigues enfadada, cielo?

Sigue oyendo las bromitas de su marido muerto. Es como una especie de posesión de andar por casa. No es poco frecuente estos días.

Tú reza por que tu hermana no se una al coro de fantasmas.

Se echa agua en la cara para quitarse de la cabeza a Billie y el nauseabundo sonido de metal contra hueso. El agua fría es una terapia de choque, pero en el buen sentido. Esclarecedora. Ya tendrá tiempo para sentir toda la culpa del mundo cuando salgan de ahí. Cuando estén a salvo. Se quita la camiseta ensangrentada y la mete en una de las papeleras para compresas. El pobre cubo habrá visto derrames peores.

El espejo no es más que un fragmento de su estado original, y, en su reflejo, la luz que rebota en los azulejos tiñe de beis el rostro de su hijo. Café sin mucha leche. ¿Qué le dio Billie? ¿Benzodiacepina? ¿Somníferos? Ojalá lo supiera. Espera que sea uno de esos medicamentos que provocan amnesia, como borrar un Telesketch.

Le frota la espalda para calentarlo, para calmarlo, porque ambos necesitan contacto humano. Lo conoce muy bien. La marca de la vacuna triple vírica; la cicatriz blanca que le recorre el codo, de cuando se rompió el brazo al caerse de la litera de arriba; el hoyuelo de estrella de cine en la barbilla, herencia de su abuelo (descansa en paz, viejo, piensa en piloto automático, ya que no pudo despedirse). Y, en algún lugar del interior de Miles, los genes errantes a los que el virus no había podido aferrarse.

Uno entre un millón. No, no es eso. Uno del millón que quedaba en Estados Unidos. En el resto del mundo hay más, aunque no muchos. Un índice de supervivencia de menos del uno por ciento. Por eso lo que estaba haciendo era tan peligroso y tan estúpido. Aunque no tenía elección.

«Santa madre de Dios, Batman, ahí van esos niños. Tenemos que atraparlos a todos». Y quedárselos para siempre jamás. Seguridad para el futuro, la Ley de Protección Masculina, por su propio bien, no dejan de decirle. Siempre por su propio bien. Mierda, está bien jodida.

—Vale —dice, intentando parecer alegre, aunque nota que la decisión le pesa como un ladrillo en el estómago—, vamos a ponerte ropa limpia.

Cole mete la mano en la bolsa de deporte negra que llevaba en el maletero de su coche, junto con agua, una lata de gasolina (los clásicos artículos imprescindibles para fugitivos), y saca una sudadera limpia para ella y, para él, una camiseta de manga larga de color rosa palo con el dibujo de una palmera desteñida tachonada de pedrería falsa, unos vaqueros pitillo con demasiadas cremalleras y un puñado de pasadores relucientes. ¿De qué están hechas las niñas? De unicornios, gatitos y todo lo que tiene brillitos.

—No puedo ponerme eso —dice Miles, que acaba de espabilarse para protestar—. ¡Ni de coña, mamá!

—Colega, va en serio. —Siempre había sido la poli mala de la familia, la que establecía reglas y límites, como si ser madre no fuera el peor juego de improvisación del mundo—. Finge que es truco o trato —añade mientras le engancha los pasadores en los rizos afro. Recuerda el taller al que acudió diligentemente cuando Miles era un bebé: «Madres blancas: Pelo negro».

—Soy demasiado mayor para eso.

¿Lo es? Solo tiene once, no, doce años, se corrige. Casi trece. El mes que viene. ¿De verdad ha pasado tanto tiempo desde el fin del mundo? El tiempo se dilata y diluye.

—Pues finge que actúas. O que somos estafadores.

—Estafadores… Eso mola —cede.

Cole da un paso atrás y contempla su obra. El eslogan resaltado en purpurina rosa encima de la palmera desteñida dice: SIEMPRE REFRESCA y CALIFORNIA. Aunque la sílaba RE se ha borrado, así que se queda en FRESCA, o quizá fuera algo intencionado, a pesar de que la camiseta estaba en la sección de doce a catorce años. Los vaqueros slim fit le hacen las piernas más larguiruchas de lo que ya son de por sí. Ha pegado un estirón y está en esa fase desgarbada en la que son todo extremidades. ¿Cuándo ha pasado?

Mira el reloj de Devon; es demasiado grande para su muñeca y cuesta leer los números entre las constelaciones grabadas en la esfera. Un regalo astronómico de aniversario. Detrás grabó unas palabras: TODO EL TIEMPO DEL UNIVERSO CONTIGO. Aunque resultó ser una mentira cochina.

En fin, habría preferido no sufrir una muerte horrible por culpa de la plaga. No es por nada.

Concéntrate. Los números. Las seis y tres de la mañana. Cuarenta y ocho minutos desde que encontró a Billie cargando el cuerpo inconsciente de Miles en la parte de atrás de su Lada. Cuarenta y ocho minutos desde que cogió la llave de rueda.

No pienses en ello.

Sí, vale, Dev. Nadie tiene tiempo para eso.

El todoterreno estaba justo donde se suponía: en el aparcamiento del centro comercial abandonado de al lado, donde el coche de la huida se mezclaba con los demás vehículos olvidados. Billie y ella habían repasado el plan una y otra vez. Estaba muy impresionada con la previsión de su hermana, con su atención al detalle. Salir de allí, cambiar de coche, conducir hasta San Francisco. Las llaves estaban debajo del tapacubos, el depósito estaba lleno y había provisiones en una caja de seguridad bajo el asiento trasero: agua, mudas de ropa, botiquín de primeros auxilios.

Cole lo hizo todo en piloto automático, tensa y aturdida por el miedo, cubierta de sangre. Salvo que condujo el todoterreno en dirección contraria a la planeada, lejos de la costa y de las benefactoras ricas de Billie que lo habían preparado todo; tierra adentro, hacia el desierto. La ruta menos transitada, menos evidente, la que tenía menos probabilidades de llevarlos a un bloqueo de carretera y a mujeres con metralletas.

Seguía acumulando delitos graves. Le quitarían a Miles, esta vez para siempre; la detendrían y tirarían la llave, o algo peor. ¿Todavía se aplica la pena de muerte con el clima actual y el Acuerdo de Reprohibición para preservar la vida? Puede que poner en peligro de forma imprudente la vida de un ciudadano varón sea el delito más grave de todos. Peor incluso que lo sucedido con Billie. Hace cuarenta y ocho, no, cuarenta y nueve minutos. Estaba tan enfadada, tan asustada…

Nunca me ha gustado esa hermana tuya.

—¿Mamá? —preguntó Miles en voz bajísima, y eso la sacó del recuerdo y evitó que se dejara llevar por el pánico.

—Lo siento, tigre. Me he despistado un momento. —Le sujeta los hombros y admira su reflejo. Intenta sonreír—. Tienes buena pinta.

—¿En serio?

El sarcasmo es sano. Alto funcionamiento. Sin daño cerebral.

—No es necesario que te guste; pero, por ahora, es lo que hay. Eres Mila.

Él bate las tupidas pestañas y frunce los labios frente al espejo. Morritos de desprecio.

—Mila.

Cole piensa, distraída, que debería comprar rímel. Añádelo a la lista. Comida, dinero, gasolina, refugio, probablemente otro coche para seguir cambiándolos y después se acercarán al Sephora local para conseguir todos los productos cosméticos que requiere un niño disfrazado de niña.

—Lávate las manos; no quiero que enfermes.

—Soy inmune, ¿recuerdas?

—Díselo a los demás virus de por aquí. Lávate las manos, tigre.

Cuando entreabre la puerta abollada que da al mundo exterior, no hay ni drones, ni helicópteros, ni sirenas, ni mujeres con chalecos de Kevlar que rodeen el perímetro armadas con semiautomáticas. No los han encontrado (todavía) y el todoterreno sigue aparcado donde lo dejó, bajo el toldo, listo para marchar.

—Despejado.

Lo empuja hacia el vehículo. Perdón, la empuja. Dilo bien. No puede permitirse un error. No puede permitirse más errores.

Miles entra en el coche, obediente. Cole le agradece sobremanera que se esté dejando llevar y que no pregunte nada (todavía) porque, si lo hace, ella se hunde.

—Deberías tumbarte —le dice—. Están buscando a dos personas.

—Pero ¿adónde vamos, mamá?

—A casa. —La idea es absurda. Miles de kilómetros, océanos enteros y, ahora, varios delitos graves los separan de la posibilidad de ver de nuevo Johannesburgo—. Pero, mientras tanto, tenemos que pasar desapercibidos.

Lo dice tanto para ella como para él. Para ella.

—A la fuga. Como forajidos —dice su «hija» para intentar animarla.

—¡Todavía mejor que estafadores! Cole la Vaquera y Mila la Niña.

—¿No es Billie la Niña? ¿No se enfadará mi tía si le robo el nombre?

—Te lo quedas tú hasta que nos alcance. Considéralo una custodia compartida.

—Los nombres no funcionan así.

—Oye, que yo sepa, en el fin del mundo no sirven las reglas normales.

La frivolidad como mecanismo de defensa: causas y ejemplos.

—Mamá, ¿dónde está Billie? No recuerdo lo que pasó.

Mierda.

—Se peleó con una de las guardias cuando nos íbamos. —Demasiado simple. No es capaz de mirarlo. Perdón, mirarla—. Así me ensucié la camiseta. Pero ¡no te preocupes! Está bien. Nos alcanzará después, ¿vale?

—Vale —responde Mila, aunque tiene el ceño fruncido. Y no está bien. En absoluto. Pero es lo que hay.

Se largan de la gasolinera. El cielo sobre Napa es de un azul pastel con pinceladas secas de nubes por encima de viñedos asilvestrados. Campos pálidos de hierba que tiembla, mecida por el viento. Cosas como esas le dan un toque lejano e impropio a un asesinato. La belleza permite la negación verosímil. Puede que esa sea la única función de la belleza en el mundo, piensa Cole: cegarte con ella.

Punto de fuga

Se distingue el perfil de la ciudad a lo lejos, a través de la bruma de calor, como un espejismo en el desierto que promete comida basura, una cama e incluso una tele…, si es que todo eso sigue existiendo, piensa Miles. Las carreteras están cubiertas de reluciente arena amarilla y marcadas con al menos un juego de neumáticos, así que alguien debe de haber pasado por allí antes que ellos, de modo que no son las Últimas Personas de la Tierra y no han cometido El Peor Error del Mundo al abandonar la seguridad de Ataraxia, aunque fuera como estar en la cárcel más elegante del mundo. #VidaEnElBúnker. Era mucho mejor que la base militar, eso sí.

—La arena parece polvo de oro, ¿verdad? —dice mamá con su telepatía intermitente—. Podríamos amontonarla, nadar por ella y echárnosla en la cabeza.

—Ajá.

Está cansado de huir y ni siquiera ha pasado un día. Tiene retortijones, aunque puede que sean de hambre. Necesita superar su odio absoluto hacia las pasas y comer las barritas del botiquín que les preparó Billie. Le patina la cabeza cada vez que piensa en el nombre de su tía…

Nota una pesadez mental de la que no logra librarse cuando intenta encajar las piezas de lo sucedido la noche anterior, cómo llegaron hasta ahí. Tiene que abrirse paso por sus pensamientos como Atreyu y Ártax en La historia interminable, y con cada paso que da se hunde más en el pantano. La pelea con Billie. Nunca había visto a mamá tan enfadada. Estaban peleándose por él, por lo que dijo Billie, por su gran idea, y se ruboriza de vergüenza y asco de nuevo. Puaj. Y después: nada. Se quedó dormido en el sofá con los cascos puestos, y de repente mamá conducía como una loca y lloraba, y tenía la camiseta manchada de sangre y una marca oscura en la mejilla, y ahora estaban ahí. Seguramente no será nada. Mamá dijo que todo iba bien. Y le contará todos los detalles cuando esté preparada, le dijo. Cuando estén a salvo. Sigue avanzando por el pantano, piensa Miles. No te ahogues.

Por la ventana ve pasar un campo de cruces caseras, cientos de ellas, pintadas de distintos colores. Más monumentos a los muertos, como el Árbol de la Memoria de la Base Conjunta Lewis-McChord, donde todos podían colgar fotos de sus muertos de VHC: padres, hijos, hermanos, tíos, primos y amigos. Miles odiaba aquel estúpido árbol, igual que le pasaba a su amigo ocasional Jonas, el único niño de su edad que había en la base.

Un cuadrado pálido que se recorta contra el cielo toma forma de valla publicitaria descolorida cuando se acerca, con un tío de pelo canoso y una señora rubia, ambos luciendo polos y contemplando el desierto con devota alegría, como Moisés y la señora Moisés mirando hacia la tierra prometida. Pero alguien ha dibujado garabatos en la cara del hombre, le ha cruzado los ojos con una equis y le ha tachado la boca con unas rayas, como si fuera una calavera o tuviera puntos. Pero ¿por qué suturarle la boca a alguien, a no ser que estés reduciendo cabezas? La imagen lleva impresas unas frases en negrita: EAGLE CREEK: ¡DONDE VIVIR A LO GRANDE ES LO NORMAL! y ¡DESE PRISA! A LA VENTA LA FASE CUATRO. ¡NO LO DEJE ESCAPAR!

—No lo deje escapar —dice Miles para sí, porque así funciona la publicidad, y también se le mete en la cabeza a su madre, puesto que tres kilómetros después, cuando llegan al cartel que dice: EAGLE CREEK: ¡VISÍTENOS!, toma la salida.

—Vamos a echar un vistazo. A refugiarnos el resto del día.

—¡Pero la ciudad está ahí mismo!

—Todavía no estamos listos para la civilización. No sabemos lo que hay ahí fuera. Podría estar en manos de una colonia de moteras caníbales que quieren convertirnos en sabroso beicon humano.

—Cállate, mamá.

—Vale, lo siento. No hay moteras caníbales. Te lo prometo. Necesito descansar un poco y quiero que practiques lo de ser chica.

—Tampoco será tan difícil.

—Oye, a veces ni siquiera yo sé cómo ser una chica.

—Eso es porque eres una mujer.

—Cierto, pero eso tampoco lo sé, ni cómo ser adulta. Todos fingimos, tigre.

—Menudo consuelo.

—Ya. Pero lo intento.

—Con poco éxito, querida.

Era un alivio volver a su antigua rutina de comentarios ocurrentes y respuestas rápidas. Así no tenían que hablar de Lo Demás.

—Hilarante, mon fils.

—Querrás decir fille.

Al menos había aprendido eso en sus seis meses de francés en la escuela de California, aunque se le daba fatal porque, en casa, en Johannesburgo, recibían clases de zulú en la escuela, no de estúpido francés.

—Sí, claro. Gracias por la corrección, capitán Listillo.

El arco sobre la barrera de entrada a Eagle Creek tiene dos águilas de hormigón, posadas una a cada lado con las alas extendidas, listas para alzar el vuelo. Sin embargo, al ave de la izquierda la han decapitado en algún momento, como una advertencia. ¡Cuidado! ¡Retrocede! ¡A la venta la fase cuatro! ¡No lo deje escapar! ¡No pierda la cabeza!

Al otro lado de la barrera han excavado un pozo gigante rodeado de vallas, y hay una excavadora medio encaramada a un montículo de tierra gris con la pala medio llena (o medio vacía) del mismo polvo amarillo, como si el operario que la manejaba se hubiese marchado sin más o hubiera muerto allí mismo, en el asiento, y su esqueleto siguiera sentado en la cabina con la mano en la palanca y el trabajo inacabado para siempre. Y sí, vale, hay casas terminadas, todas iguales, en lo alto de la colina, y otras a medio terminar con lonetas arrancadas que aletean al viento en las hileras de enfrente, pero todo el lugar le produce escalofríos.

—Está abandonado —dice Miles—. No es seguro.

—Mejor abandonado que habitado. Y puede que haya suministros que nadie ha recogido porque han pensado lo mismo que tú.

—Vale, pero ¿y si de verdad hay moteras caníbales?

Intenta que suene a broma, aunque está pensando: «O preparacionistas locas, o enfermos, o gente desesperada, o personas que nos harán daño sin querer porque a veces así es como salen las cosas…, o personas que quieren hacernos daño porque pueden».

—Qué va, no hay marcas de neumáticos. Por tanto, nada de moteras caníbales.

—Pero hace mucho viento. La arena podría haberse acumulado desde ayer.

—Entonces, también borrará nuestras marcas.

Sale del coche sin apagar el motor para levantar la barrera de seguridad.

—¿Me echas una mano? —grita, y él se inclina para apagar el motor porque es una irresponsabilidad dejarlo encendido antes de bajar a ayudarla.

Sin embargo, mientras intentan levantarla, algo silba y chasquea cerca de ellos. Lo primero que piensa él es que se trata de una serpiente de cascabel, lo que sería muy normal en el desierto, y ¿no era de esperar, con la suerte que tienen? Llegar tan lejos para morir de una picadura de serpiente. Pero no son más que los aspersores automáticos, que asoman la cabeza y hacen clic, clic, clic en seco por encima del polvo que ocupa lo que antes era césped.

—Significa que siguen teniendo electricidad. Paneles solares, mira. Supongo que apostaban por una urbanización ecológica con campo de golf. Lo que es imposible, por cierto. Oxímoron.

—Pero no hay agua.

—Llevamos ocho litros en el coche. Vamos bien. Estamos a salvo; tenemos todo lo que necesitamos, sobre todo el uno al otro. ¿Vale?

Miles esboza una mueca por la cursilería, pero está pensando en que no debería haber apagado el motor porque ¿y si no pueden volver a arrancarlo? La puerta de la caseta de seguridad está cerrada, lo que es un alivio: tendrán que irse a otra parte. ¿A una ciudad, por ejemplo? O de vuelta a Ataraxia y sus colegas… Bueno, colega. En singular. En Ataraxia, Ella; en la base militar, Jonas.

Podrían regresar y explicarles lo sucedido (¿qué había sucedido?). Está seguro de que la gente del Departamento de Hombres lo entendería. Siempre le están diciendo lo especial que es, lo especiales que son todos ellos, los inmunes. Jonas decía que podían hacer lo que quisieran. Se librarían de un asesinato. Por eso su amigo se portaba como un capullo con los guardias.

No era asesinato, ¿verdad? ¿Habían matado Billie y mamá a una de las guardias? No soporta el no saberlo. Pero no se atreve a preguntar. Es como si una de esas minas marinas antiguas de la Segunda Guerra Mundial estuviera flotando entre ellos, llena de pinchos, a la espera de estallar en cuanto uno de los dos la rozara. No preguntes, piensa.

Mamá ha conseguido abrir la ventana de la caseta y mete el brazo por ella para pulsar el botón que abre la barrera. Regresa al coche, la atraviesa y la vuelve a cerrar. Después borra las huellas del coche con la chaqueta, como si nada.

—Ya está —anuncia, como si esa barrera fuese a protegerlos de quien pasara por allí, como si no pudieran meter la mano por la ventana como acababa de hacer ella. Pero no dice nada porque, a veces, hablar es peor, porque ponerle nombre a algo lo hace real.

El todoterreno sube hasta la cresta que domina la urbanización, más allá del pozo gigante y de la excavadora hacia la que no quiere mirar por si ve la calavera del obrero devolviéndole la mirada, de las estructuras cubiertas por lonetas que el viento sacude cada vez con más fuerza, levantando remolinos de polvo amarillo que se pega al parabrisas, se le mete en la nariz y le pica en los ojos cuando bajan del coche en la segunda hilera de arriba, donde las casas están terminadas y algunas parecen incluso haber sido ocupadas recientemente.

—¿Alguna vez te habló papá de la habitabilidad planetaria?

Siempre hace eso: mete a su padre en la conversación; como si Miles pudiera olvidarlo.

—Ni demasiado cálidos ni demasiado fríos. Lo justo para que los humanos lo habiten.

—Eso es lo que estamos buscando. Un lugar que no hayan saqueado. No debería usar esa palabra. No saqueado, sino requisado. No es saqueo si nadie va a volver a por ello, si uno lo necesita para sobrevivir.

Está hablando sola, lo que significa que está cansada. Él también está cansado. Quiere tumbarse y echarse una siesta, puede que durante un millón de años.

—Esta —dice ella.

La ventana del porche delantero está rota y las cortinas, empujadas por el viento, se meten entre los barrotes de las ventanas. Se sube al porche elevado. Aunque las cortinas están cerradas, se puede ver el enrejado de la puerta de seguridad, una de esas con cierre automático que todo el mundo tiene en Johannesburgo, pero que no ha visto mucho en Estados Unidos, y eso lo pone nervioso porque ¿de qué querían protegerse los propietarios originales? Mamá echa a un lado la tela para poder mirar el interior. Miles ve una botella de vino en la mesa con dos copas, una volcada sobre una mancha que parece sangre y otra medio llena (o vacía, dependiendo de si alguien se había bebido la mitad o solo la había llenado hasta la mitad, lógicamente), como si los habitantes hubieran salido a pasar la tarde fuera, quizá para jugar unos hoyos en el pozo de la excavación. Sin embargo, el reluciente polvo amarillo que cubre las baldosas gris pizarra rompe la ilusión, igual que el marco de fotos bocabajo rodeado de cristales rotos.

—Que tenga barrotes significa que nadie ha entrado.

—Y que nosotros tampoco vamos a entrar, mamá.

—A no ser…

La sigue hasta la parte de atrás, donde hay un garaje doble con una alegre palmera de cerámica montada en la pared. Una estrecha ventana recorre la parte superior de la puerta de aluminio. Ella salta para mirar.

—No hay nadie en casa. No hay coches, aunque sí un kayak. ¿Crees que puedes meterte por ahí si te subo?

—No. Ni de coña. ¿Y si después no puedo salir?

¿Y si se corta y se desangra en una casa vacía con una palmera de cerámica en la pared y las fotos de otra gente, mientras mamá se queda fuera?

—De acuerdo. No pasa nada.

Mamá cede porque se da cuenta de que se ha puesto serio. Pero después golpea con ambas manos el aluminio almenado de la puerta del garaje, que tiembla como un perro metálico gigante al sacudirse.

—¡Mamá!

—Lo siento. ¿Crees que será muy resistente?

—No lo sé. Pero me has asustado. Déjalo ya.

—Voy a reventarla. Ponte allí.

Se mete en el todoterreno, retrocede y luego acelera. Miles prefiere no mirar. El coche da un salto adelante y se estrella contra la puerta. Se oye un estruendo horrible y un chirrido de protesta cuando el aluminio se hunde como si fuera de cartón.

—¡Mamá!

Corre al coche y se la encuentra sentada en el asiento del conductor, apretada contra la gorda medusa blanca del airbag mientras se ríe como una lunática.

—¡Eso es, coño! —exclama, y las lágrimas le caen por la cara entre jadeos y sollozos.

—¡Mamá!

—¿Qué? Estoy bien. Estoy bien. Todo va bien. Deja de preocuparte.

Se limpia los ojos.

—Has roto un faro.

Examina el frontal del vehículo y, vale, está impresionado de que sea lo único que se ha roto. Parece que su madre ha juzgado bien la robustez del coche y el impulso, y que ha frenado en el momento justo para no acabar atravesando la pared del fondo y salir por el otro lado, como el Coyote. Aunque Miles jamás lo reconocerá delante de ella.

Se meten entre los trozos arrugados de la persiana y a través de la puerta que da al resto de la casa, que no está cerrada con llave. Es como meterse en un videojuego de acción en primera persona, así que los dedos se le mueven como si buscara un arma o, en realidad, un controlador, para pulsar la equis, acceder al menú desplegable y hacer clic en los distintos objetos en busca de información, como el valor de curación de las latas tiradas por el suelo de la cocina. En un videojuego, serían cajas de munición, distintas armas, botiquines y puede que un par de piñatas con forma de llama.

Evidentemente, en un videojuego no notaría el olor. Por la habitación flota el tufo oscuro y dulzón de los tarros rotos que han derramado sus fangosas tripas por las baldosas, entre las plumas de un pájaro que logró entrar. Mamá coge latas, comprueba las fechas y amontona las que están bien, y recoge unos cuantos cuchillos, un abrelatas y un sacacorchos de los cajones. Después abre el frigorífico y lo cierra rápidamente.

—Bueno, eso está descartado del todo.

—Voy a echar un vistazo.

—Mmm, vale. No te alejes mucho.

Más plumas en el salón, donde hay una ventana rota y la cortina se hincha y ondea. Acerca uno de los sillones de cuero para anclar la tela e intentar bloquear el viento, que aúlla suavemente por la casa y sacude las ventanas. Recoge el marco de fotos del suelo, quita los cristales y le da la vuelta para reunir pistas. La fotografía es de un abuelo orgulloso en cuclillas, con su pesca en alto y un niño de cinco años al lado, también con botas y gorra de pescador, que mira el pez con cara de «joder-puaj-qué-asco-qué-es-esto».

—Bienvenido al vegetarianismo —le dice al crío de la foto.

Aunque no sabe si es una fotografía de verdad o de las que vienen por defecto con el marco.

Abre todos los armarios, saca la botella medio vacía de whisky porque el licor se puede usar para limpiar heridas si te quedas sin antiséptico. En el baño, las hojas de una cinta momificada se le deshacen entre los dedos. El armario de las medicinas está abierto, con el contenido revuelto. Al ir a coger un neceser con estampado hawaiano, roza una dentadura postiza de color rosa pálido, reluciente dentro de su caja de plástico, y le da un capirotazo mientras deja escapar un gritito de pánico. Es la misma sensación que tenía con Dedos de Cáncer. Lleva siglos sin pensar en él. Desde la base militar y Niño Cuarentena. No quiero pensar en ello ahora, muchas gracias por todo, cerebro estúpido.

Recoge las medicinas sin molestarse en mirar las etiquetas y las mete en el neceser porque eso es lo que se hace en un juego, a no ser que ya se tenga lleno el inventario. Después de pensárselo mejor, también coge el rollo de papel higiénico y el tubo medio vacío de pasta de dientes de carbón activado.

Encuentra a mamá cuando está a punto de meterse en el dormitorio principal, a oscuras salvo por una pequeña rendija de sol que se cuela entre las cortinas. De repente recuerda perfectamente a papá moribundo, el aire cargado, el olor en la habitación. Eso no te lo cuenta nadie.

—No tenemos que entrar ahí —dice Miles, firme.

Ahora empieza a tener visiones de un bulto en la cama sin hacer, subiendo como la masa en el horno.

—Necesitamos dinero, colega. No te preocupes, seré respetuosa.

Los armarios ya están abiertos y vacíos. Mamá chasquea la lengua, irritada; se arrodilla y mete la mano debajo de la cama. Y es una niñería asustarse de lo que haya debajo de esta; aun así el corazón le da un vuelco. Mamá saca una caja estrecha y la abre.

—Anda.

—¿Qué es?

—Un tocadiscos. De cuerda. ¿Quieres escuchar música?

—Quiero irme. ¿Podemos irnos? ¿Ahora?

—Dentro de un momento —responde ella con una calma sospechosa—. Ahí fuera, en el desierto, hace calor. Deberíamos hacer como los tuaregs y viajar de noche.

—¿Nos están buscando?

—Pueden intentarlo. La regla número uno de la vida de los fugitivos es hacer lo que menos se espera de uno. Como montar una fiesta con música de Kenny G en Eagle Creek.

—¿Es Kenny G?

—Buf, espero que no.

Es peor. Cuando carga con él hasta el salón, lo enchufa a los altavoces portátiles, que están quedándose sin batería, le da a la manivela y baja la aguja hasta el disco, no es jazz ligero, sino una especie de ópera alemana.

—¡Ay! —grita él, haciendo el payaso—. ¡Mis oídos! ¡Están sangrando!

—Al menos no es Ed Sheeran. Venga, baila conmigo.

Cuando era pequeño bailaba el vals sobre sus pies, pero sus enormes pies de preadolescente son ahora demasiado grandes para eso. Así que hace el baile del pollo loco a medio gas, los dos se menean, y él intenta enseñarle el baile del swish, swish oootra vez, pero no hay manera.

—Pareces un pulpo borracho.

—Sigue siendo mejor que Ed Sheeran —responde ella.

Bailan hasta acabar sudando, porque bailar significa no tener que pensar. Mamá se deja caer en el sofá; se le ha agotado la energía eléctrica que la alimentaba.

—Tío, creo que necesito una siesta.

—Vale. Voy a comprobar el perímetro. A vigilar.

—No tienes que hacerlo —contesta ella, aunque lo dice la misma mujer que ha colocado un palo de golf y un cuchillo de cocina bien grande junto al sofá.

—Me sentiré mejor si lo hago.

Miles coge su propio palo de golf y recorre la casa abriendo todos los armarios y dando suaves golpecitos con la cabeza del palo a todos los objetos importantes.

Puede que algún día la gente acuda a visitar las ruinas de aquella casa de la urbanización de golf. Y aquí la guía dirá: «Es la casa en la que el famoso forajido Miles Carmichael-Brady, uno de los últimos niños de la Tierra, se refugió con su madre aquel fatídico día, después de huir de un búnker de lujo para hombres». Los turistas se sacarán fotos sonriendo, y puede que hasta se coloque una placa conmemorativa.

Comprueba toda la casa tres veces, se acurruca en el sillón tapizado para mirar a mamá mientras duerme y, sin poder evitarlo, se duerme también, con el palo de golf sobre el regazo.

—Eh, chaval. —Mamá lo despierta, y entonces se da cuenta de que lleva dormido un siglo. Hay poca luz fuera, el crepúsculo—. ¿Quieres darle uso a ese palo de golf?

Mientras cae la noche, salen al patio y golpean pelotas de golf desde el porche hasta que dejan de ver sus trayectorias en la oscuridad o solo las ven un momento antes de que se las trague la noche.

—Punto de fuga —dice mamá, aunque después se corrige y entra en modo profesora, como si él no lo supiera—. Bueno, en realidad no. Es por la perspectiva, cuando las líneas convergen en el horizonte.

—Quizá necesitemos menos fuga y más perspectiva —bromea él.

Todavía no se ha atrevido a preguntar.

—Auch. Eres más listo de lo que te conviene.

Alarga la mano para cogerle la base del cráneo, y él le empuja la mano con la cabeza como si fuera un gato.

Black Hole Sun1

Un globo pálido en la borrosa oscuridad. No. No es eso. Es la luz de la luna que le apunta directamente al cráneo. Como un taladro. Lobos mecánicos que aúllan en la noche.

Joder.

Me cago en todo.

Ay.

Billie abre los ojos. No es un globo pálido ni la luna. Un foco con un halo nebuloso. Demasiado brillante. Aúllan las alarmas, no los lobos. Eh, ¿alguien puede apagarlo? Mueve los labios para formar las palabras, pero no se oye hablar a sí misma. Demasiado ruido. Se levanta del hormigón. No es el lugar ideal para echarse una siesta. No sería la primera vez que se queda grogui. Pero no se ha emborrachado hasta perder el conocimiento desde hace… ¿Cuándo fue la última vez? Barcelona, con Rafael y los demás, todos como cubas, ni siquiera recordaba haber visto tocar a Nick Cave. ¿Qué tomaron? No puede pensar con tanto ruido. ¿Es que nadie va a obligar a los putos lobos a callarse?

Sentarse es más difícil de lo que pensaba. Quizá siga borracha. Jodeeer, la cabeza. Peor que una resaca. ¿Qué coño tomaron? Se toca la nuca, donde le duele. Mojada.

Algo suelto y mojado.

Le suben la bilis y la oscuridad a la vez. Vomita una papilla caliente y agria en el hormigón. Podría ser una canción de Nick Cave: The Bile & The Darkness.

No sucumbirá al sol de este agujero negro. No, eso es de otra persona, de otra banda. ¿Soundgarden? La letra no es así.

Y se va a levantar.

Y no va a volver a tocarse la cabeza, donde los nervios protestan a gritos.

Pero lo hace. No puede evitarlo.

El suelo corre a recibirla, confabulado con la oscuridad. Eh, eso no es justo. Trabajo en equipo no vale. Cae de rodillas y se las araña a través de los vaqueros. Se frena. Afianza la postura. Apoya las manos. A cuatro patas. ¡Porque están a punto de darte por culo!

Levántate, vacaburra. Zorra estúpida. Levanta. Nota algo caliente en la espalda que le empapa la camiseta. Va a dejar mancha. Las alarmas siguen sonando.

No está en Barcelona. Es el sitio… en el que está Cole. Cómo se llama. Asfixia. El refugio multimillonario en el viñedo. Está en el taller mecánico. Entre los coches. Hay una llave de rueda tirada en el suelo, sobre una mancha oscura de sangre. Como los charcos de muestras de productos cosméticos en las páginas de belleza de una revista. El esmalte de uñas más sexi de esta temporada: Rojo Cabeza Reventada. ¿Y dónde está Cole? Se ha ido. Se ha ido con Miles. En su coche de huida. Después de planificarlo todo con tanto cuidado. Había sido idea suya, sus recursos. Ella había ido a buscarlos. Había tenido que solicitar permiso al gobierno de Estados Unidos para reunirse con su hermana y su sobrino como parte del programa Reencuentro y Reunificación, «Unimos familias». ¿Y ahora? Dada por muerta. Abandonada a los gusanos.

Billie apoya la espalda en la pared. Sigue sin levantarse. No debería estar de pie para lo que va a hacer. Podría volver a caerse. Mete la barbilla. Un nuevo hilo de sangre le cae por un lado del cuello. Aprieta los dientes. Se palpa el borde carnoso del trozo de cuero cabelludo suelto. Con cuidado. Duele como la madre que lo parió. Se le revuelve el estómago. Se le nubla la vista. Se le escapa un gemido. Como si respondiera a las sirenas. Resiste y espera a que se le pasen las náuseas, los soles del agujero negro.

Otro gemido. Autocompasión animal. Mechones de pelo. Fragmentos afilados en las puntas de los dedos. Se lleva la mano a la cara para mirarla. Pequeños pozos negros en la sangre de los dedos, que es de un rojo sorprendente. Gravilla. No fragmentos de hueso. No tiene el cráneo fracturado. No está tan mal. Aunque tampoco está bien.

Vale. Levanta. Ponte en movimiento. Vendrán a ver qué ha pasado. Pero la gravedad está en su contra. Únete al club, piensa. Está furiosa con Cole. Es una traición nivel tragedia griega. Las sirenas son su propio coro que aúlla su indignación y su tristeza.

Está de pie. Temblorosa, pero de pie. Que te jodan, gravedad. ¿Cuánto tiempo lleva inconsciente? Minutos. Cree que minutos. Se apoya en un Bentley para conservar el equilibrio. No hay llaves en el contacto. Todas las llaves están guardadas en el edificio principal. En parte, así mantienen a los habitantes «a salvo». Por esa misma razón, todos los coches tienen cambio manual, otra medida de seguridad, porque dan por sentado que los reclusos no saben conducir con marchas. Para ser justos, es posible que los estadounidenses no sepan, pero los sudafricanos sí.

A la débil luz de la luna, el complejo es una extensión sin ventanas, sólida y fortificada. Confinada. Ante cualquier amenaza en potencia, se bajan de golpe las persianas de seguridad, de pesado acero. Ha visto los simulacros, dos veces ya desde que llegó hace dos meses y medio, aunque normalmente los ve desde dentro. Impenetrable, a prueba de balas, a prueba de golpes, hermético. En caso de ataque terrorista, como sucedió en Singapur. No, en Malasia. Y en Polonia, ¿no? Bombas para matar a los últimos hombres. Varios sucesos activaban las persianas, por ejemplo, que alguien atravesara las vallas. Evitaban que entraran los intrusos. No iban tan bien para evitar que la gente saliera.

Pero el coche. El Ladida. No, se equivoca. Lada. Ataraxia, no Asfixia. Cole se llevó el puto coche. Después de todo el esfuerzo para que pareciera un cacharro inservible y roto. El caballo de Troya como vehículo de huida. Estaba impresionada con la duplicidad de su hermana y sus nuevos conocimientos mecánicos. Se pierde la tapa del distribuidor, se desconecta la manguera de combustible. No hacen falta llaves si uno sabe hacer un puente. Cualquiera podría haberse dado cuenta, de haber mirado. Pero no lo hicieron. Aunque ahora lo harán. Todo para nada.

Tiene que haber otra salida. Podría andar. Simplemente, atravesar a pie el agujero que Cole habrá abierto en la valla, según el plan. Su plan. Elaborado con todo el cuidado del mundo. El todoterreno blanco que los esperaba en el aparcamiento del centro comercial para cambiar de coche, como profesionales. La señora Amato se va a cabrear un montón. Después de todo lo invertido. De todas las molestias que se había tomado (además del tiempo y el dinero) para meter ahí a Billie y prepararlo todo para sacarlos. El gran robo del niño de 2023. Todo para una puta mierda. Que te den, Cole, a ti y a tus estupideces mojigatas y cortas de vista.

Las alarmas siguen sonando; le pitan los oídos. Y un coche se acerca por el camino. Ve los faros. Entorna los ojos para protegerse de la luz. No es su hermana. A no ser que Cole haya secuestrado uno de los coches patrulla con sus focos azules intermitentes en el techo.

Se inclina para coger la llave de rueda y la sostiene baja, pegada al costado, cuando el vehículo de seguridad se le acerca. Se deja caer al suelo, pegada a la pared, con mucho drama. Con sinceridad. No sabe bien si será capaz de levantarse de nuevo. La sangre le cae por la nuca, por el brazo. Plop. Plop. Plop.

El coche aparca a su lado. Largos segundos hasta que la conductora toma una decisión. Deprisa, piensa, que aquí hay una mujer desangrándose. Entonces, la guardia sale y deja la puerta abierta y la luz del interior encendida, de modo que Billie ve que tiene la pistola bajada pero cogida con ambas manos y la boca abierta como un pez. Es una de las jóvenes. Conoce a todas las guardias por su nombre, hasta les ha hecho galletas, joder. No es un eufemismo. Es algo que aprendió siendo chef de gente absurdamente rica: se pueden comprar muchas cosas con carbohidratos y azúcar. También información: a qué hora termina el turno de la gente, por ejemplo, las rutas de las patrullas y los horarios… Todo lo esencial para planear la huida del paraíso. Con esta ha compartido cigarrillos. Marcy o Macy o Michaela o algo así. ¿Por qué no le salen bien las palabras?

—Oh, Dios mío —dice Marcy/Macy/Michaela—. Billie. Billie, ¿qué ha pasado? Estás sangrando.

Si a Cole le funcionó…, piensa, y levanta la llave con todas sus fuerzas para dejarla caer sobre las muñecas de Marcy/Macy/Michaela. La chica grita de dolor. La pistola resbala por el hormigón y acaba bajo algún coche. No ve dónde coño se ha metido.

Marcy/Macy/Michaela se sujeta la muñeca contra el pecho y solloza, tanto de indignación como de dolor.

—Me has roto el brazo.

—Cierra la boca —dice Billie—. Cierra la puta boca. —Le queda la fuerza suficiente para buscar la pistola o meterse en el coche, no las dos cosas. Decide tirarse un farol—. Tengo tu pistola. Te pegaré un tiro. Cierra la puta boca. Túmbate en el suelo. Las manos detrás de la cabeza. ¡Ahora!

—Me has roto el brazo. ¿Por qué me has roto el brazo?

—Te he dicho que ahora, zorra. Abajo. Las manos tras la cabeza.

Un nuevo mareo. Pérdida de sangre. Necesita un hospital. Necesita salir de ahí.

Marcy/Macy/Michaela llora con más ganas mientras se tumba en el suelo. Dice algo ininteligible entre los sollozos. Billie no quiere más ruido, joder.

—Que te calles o te disparo, zorra.

Pero no es su rollo. Negocios turbios, planificación de operaciones, suministrar mercancías exclusivas a personas dispuestas a pagar por ellas, todo eso sí, ¿qué tiene de malo? Pero no es una asesina, aunque en esos momentos le gustaría hacer una excepción con la puta zorra de su hermana por haberlo arruinado todo. Todo.

—¡Detrás de la cabeza! —chilla.

—¡Lo estoy haciendo! —gime la mujer mientras obedece. O lo intenta. Está claro que tiene un brazo roto. Aunque lo estaba pidiendo a gritos.

Billie se deja caer en el asiento del conductor. Las llaves están puestas. El motor está encendido. El volante está en el lado contrario del puto coche. Joder. Putos estadounidenses. ¿Por qué coño conducen en el lado equivocado del coche, en el lado equivocado de la carretera? Puto imperialismo. Imperialistas. Ja.

El cambio de marchas se atasca, chirrido agudo. Embrague. Pisa el embrague. ¿Recuerdas? Ponlo marcha atrás. El coche da un salto tan brusco que pisa a fondo el freno. La cabeza le da una sacudida. Náuseas y esa sensación de que todo se le cae encima. Visión de túnel. O que se queda sin opciones. Primera. Más chirridos.

—No levantes la puta cabeza —chilla por la ventanilla a Marcy/Macy/Michaela, que está estirando el cuello para mirar—. O te disparo.

Entonces, entra la marcha y se aleja; lo está haciendo, está escapando. El coche roza la pared, pero a Billie no le importa porque es libre.

El primer fin del mundo

TRES AÑOS ANTES

La obsesión global. ¿Dónde estabas cuando sucedió? ¿Dónde estabas cuando te viste expuesto por primera vez? Pero ¿cómo trazas una raya en la arena que separe el antes del después? El problema de la arena, piensa Cole, es que se mueve. Se embarra.

Disneyland. Vacaciones del verano de 2020. Organizaban una gran reunión familiar entre hemisferios cada pocos años con su cuñada profesora de matemáticas, Tayla, y su marido programador, Eric, de modo que Miles conociera a sus primos estadounidenses: el delgaducho y torpón de Jay, el mayor, al que Miles seguía como un perrito faldero; y las gemelas de diez años, Zola y Sofia, que toleraban elegantemente a su primo y le permitían ganarlas a los videojuegos. Se suponía que Billie iría con ellos, pero se rajó en el último momento, o quizá no tuviera intención de ir desde el principio. Eso es muy propio de ella. Solo había visto a la otra parte de la familia unas cuantas veces. En la boda de Cole. En Navidad, en Johannesburgo, dos años después de eso.

Los recuerdos se cristalizan alrededor de los momentos en los que podría haber dado media vuelta. Como cuando estaba en la interminable cola de inmigración en el Hartsfield-Jackson. Volaba sola porque Devon había ido una semana antes, y a Cole se le había olvidado lo largos y arduos que eran los vuelos entre Johannesburgo y Atlanta, y lo suspicaces que eran los agentes de inmigración.

—Veo que tiene un visado conyugal. ¿Dónde está su marido? —le preguntó el hombre de uniforme del aeropuerto mientras los observaba a los dos, agotados por el viaje, con jet lag, Miles muerto de vergüenza, sin camiseta y envuelto en una manta tipo poncho de la aerolínea porque se había mareado y había vomitado en su ropa y en la muda de repuesto que Cole llevaba por si acaso.

—En una conferencia en Washington D. C. Es ingeniero biomédico —añadió con la esperanza de impresionarlo.

—¿Y usted?

—Artista comercial. Escaparates, trabajo editorial para revistas. No bellas artes.

Le gustaba bromear y decir que algunas personas tienen el síndrome del impostor, mientras que ella tenía el síndrome de los pósteres. En las fiestas le preguntaban mucho si se pagaba por eso, y ella respondía rápidamente con un edulcorado: «¿Por qué crees que me casé con un ingeniero? Alguien tiene que financiar esa afición tan tonta». Después miraba a Devon con cara de hastío porque algunos de sus encargos doblaban el sueldo mensual de su marido. Aunque no era demasiado fiable ni práctico ni cambiaba vidas, no como fabricar esófagos artificiales para ayudar a los bebés a respirar.

«Sí, pero no es arte», respondía Devon cuando ella sacaba el tema, y ese era uno entre una infinita cantidad de motivos para amarlo. Junto con lo de salvar el mundo.

Se habían conocido en una charla científica sobre ondas gravitatorias en el planetario de la Universidad Wits en agosto de 2005, al final del invierno de Johannesburgo, cuando las noches eran tan frías que se te cortaba el aliento. Ella era la que había fabricado con lana las alegres representaciones del universo que decoraban el vestíbulo; él era el desaliñado estudiante de doctorado estadounidense (bioinformática: secuenciaba el ARN de la malaria en Sudáfrica con una beca de una fundación importante) que se tomaba una cerveza sin compañía alguna. No fue amor a primera vista, sino más bien que le dio pena aquel tío que bebía solo, pero que resultó tener un sentido del humor encantador e irónico. Tardaron unas cuantas semanas en ponerse las pilas y salir a tomar algo en el garito preferido de Cole en Parkhurst, donde se metieron tanto en la conversación que sucedió lo impensable y los echaron del Jolly Roger porque había pasado de sobra la hora del cierre.

Se fueron a vivir juntos muy pronto, apenas seis meses después, porque a ella se le acababa el alquiler y él tenía una casita en Melville. Y, además, era algo temporal, ya que Devon regresaría a Estados Unidos cuando acabase el doctorado y quizá ella podría ir a visitarlo, ¿no? Cosa que hizo, y lo intentaron lo mejor que supieron; sin embargo, a ella no la dejaban trabajar allí y se planteó estudiar algo, pero no era capaz de quedarse sentada en el sofá de Devon todo el día, así que rompieron y ella regresó a casa, veintidós horas para volver a Sudáfrica, aunque estar separados fue un infierno. Dieciséis largos y horribles meses después, él encontró el modo de volver: un trabajo con una empresa de dispositivos médicos que, por desgracia, pagaba en rands, aunque patrocinaba todos sus permisos.

No iba a contarle todo aquello al agente de inmigración.

—Ya —masculló el tío tras levantar la mirada de sus pasaportes sudafricanos; «mambas verdes», los llamaba su mejor amiga, Keletso, porque te muerden con las tasas de los visados de todos los países a los que no te permiten entrar sin más—. ¿Y piensa regresar a Sudáfrica después de las vacaciones?

—Sí, vivimos allí —respondió, orgullosa de ello.

Lejos de los nazis cotidianos y de los tiroteos en las escuelas, que eran tan frecuentes que casi formaban parte del calendario académico junto con el baile de graduación y la temporada de fútbol americano; lejos de la muerte lenta de la democracia, de los polis con el gatillo fácil y del terror de criar a un hijo negro en Estados Unidos. Pero ¿cómo podéis vivir allí?, le preguntaba la gente a ella y, sobre todo, a Devon, su marido estadounidense, refiriéndose a Johannesburgo. ¿No es peligroso? Y ella deseaba responder: «¿Cómo podéis vosotros vivir aquí?».

La geografía del hogar es accidental: donde naces, donde creces, la atracción y los vínculos de lo que sabes y lo que te ha dado forma. El hogar es fruto de la casualidad. Pero también puede ser una elección. Habían construido su vida en Sudáfrica, con sus amigos y los amigos de Miles, con buenos trabajos y una escuela estupenda, y su destartalada casa en Orange Grove, con vidrieras en las ventanas y suelos de madera que crujían y siempre los avisaban cuando Miles estaba a punto de saltar sobre ellos en la cama, y la humedad creciente contra la que luchaban cada año, y el jardín descuidado en el que su gata, Mewella Fitzgerald, jugaba a acechar entre la alta hierba hasta que se te lanzaba a los tobillos. Habían elegido aquel hogar, su vida, su gente. A propósito. Así que, sí, claro que pensaba regresar, gracias por preguntarlo, tío de inmigración.

No tientes a la suerte.

—Por favor, ponga la mano derecha en el lector de huellas digitales. Mire a la cámara. Tú también, hombrecito. —El agente examinó la pantalla, estampó sus mambas verdes y les hizo un gesto para que pasaran—. ¡Que disfruten de Disneyland!

¿Se habían contagiado allí mismo? ¿En el lector de huellas, que nunca había visto limpiar? ¿O en el botón del ascensor del hotel del parque, que les había costado un poco más pero les permitía ser los primeros en entrar? ¿Al introducir el código en el datáfono del restaurante? ¿En la barandilla del Incredicoaster? ¿O se lo habrían pasado Goofy o Chewie a los niños a través de los guantes? Lo único que sabe es que, a los pocos días, los ocho tenían gripe. Entonces no conocían el VHC. Nadie lo conocía. Ni lo que la cepa llevaba dentro, como una bomba sorpresa en forma de oncovirus.

Se pasaron todo el fin de semana moqueando y arrastrando los pies de la Splash Mountain al Harry Potter World, dopados con un cóctel de anticongestivos y medicamentos para la gripe que ella había metido en el botiquín de la familia.

«Al menos no es el sarampión», bromeó Devon. Habría sido una buena historia, todos metidos en las habitaciones interconectadas del hotel. Jay organizó al resto de los niños para construir un fuerte con mantas, volcando los sofás y colocando los edredones encima. Pidieron servicio de habitaciones, vieron películas y fue una experiencia que los unió más a todos, ¿no? «Unidos por la mucosa», bromeó Cole, e incluso la Intimidante CuñadaTM, Tayla, sonrió y gruñó con aquel chiste tan malo.

Y, cuatro meses después, Jay recibió su diagnóstico. ¿Qué posibilidades había de desarrollar cáncer de próstata a los diecisiete? Era como ganar la peor lotería del mundo. Devon regresó a Estados Unidos por Navidad; Cole y Miles se reunieron con él en Chicago, en febrero, cuando el viaje por avión seguía siendo una molestia conveniente en vez de una rareza para la gente muy rica o con buenos contactos. Miles insistió en ir a ver a Jay al hospital con la chapa de ¡QUE LE DEN AL CÁNCER! que le había pedido a Cole que le comprara en internet.

«¿No podías haber comprado algo más discreto? —se quejó Devon—. No mola que un niño lleve eso. ¿Y los demás pacientes?».

«Estoy absolutamente convencida de que piensan lo mismo».

Miles y ella se habían preparado en el avión. Si se pudiera hacer estallar los tumores con la rabia generada por la injusticia del asunto, habrían curado a Jay y a todo el mundo en un radio de más de mil kilómetros.

Había cambiado de canal cuando apareció en las noticias (las cámaras hambrientas buscando a los hombres y niños demacrados de las plantas oncológicas, los gráficos con el seguimiento de los nuevos casos mundiales, las desalentadoras estadísticas), y se había justificado diciéndose que lo hacía para proteger a Miles, pero se las había chutado en vena con fervor de yonqui en cuanto el niño se fue a la cama.

«Una epidemia global sin precedentes» era una de las frases que se escuchaban mucho, junto con «los expertos están considerando los posibles factores medioambientales» y, la favorita de Cole, pronunciada por un aturdido oncólogo: «Es que el cáncer no funciona así». Esa se ganó un meme. Pilló a Miles viendo el remix con Auto-Tune en YouTube, sobre un ritmo tecno que iba cada vez más deprisa e imágenes de una película de zombis.

Cuando llegaron al piso de dos plantas de la familia de Devon, apestosos y con jet lag, Tayla le dio un abrazo demasiado fuerte, demasiado largo. Su aspecto desaliñado la alarmó: llevaba un jersey holgado con vaqueros y las trenzas recogidas en un moño desordenado, en vez de en los complicados recogidos que solía lucir, y tenía el rostro ceniciento y demacrado, con ojeras. Esto es lo que te hace el miedo, pensó Cole. El miedo y la tristeza. Eric sonrió mucho, les ofreció café y, cinco minutos después, de nuevo café, y las gemelas estaban apagadas, caminaban de puntillas alrededor de sus padres; el terror era otro invitado molesto en casa. Pero, por supuesto, no aguantaron mucho tiempo. Se llevaron a Miles a su dormitorio, y las alegres carcajadas que brotaban de allí eran como cuchillos para los adultos que seguían sentados abajo, bebiendo una sola taza de café (gracias, Eric).

Sin embargo, ni siquiera eso la preparó para ver lo frágil que estaba Jay cuando empezaron las horas de visita en el hospital. Como si le hubieran chupado la vida. Tenía la piel tirante alrededor de los huesos, los ojos hundidos y sin brillo. Tayla y Eric esperaron fuera… porque el hospital no permitía más de tres visitantes a la vez, y, además, su cuñada había insistido en que tenía que corregir exámenes. Se aferraba como podía a la normalidad. Ahora, Cole sabe perfectamente lo que es eso.

Jay sonrió al ver a Miles, aunque era una versión macilenta de su media sonrisa de siempre, en la que los labios solo se elevaban una pizquita. Las arrugas en el rabillo del ojo bien podrían haber sido de dolor. En los libros de cuentos se advierte sobre las brujas con manzanas envenenadas y los ministros traidores que vierten sustancias letales en el vino del rey. Intenta explicarle a un niño de diez años que los doctores introducen adrede veneno en las venas de Jay para matar el otro veneno que crece en lo más secreto y profundo de su cuerpo, los tumores que brotan de sus células como esas capsulitas que crecen hasta convertirse en esponjas con forma de animales al echarlas en la bañera.

—Eh, renacuajo —dijo Jay mientras alargaba la mano para tocar la chapa de Miles—. Me gusta tu pin.

—Hola, Jay —fue lo único que consiguió responder Cole antes de que se le atragantaran las palabras en la garganta.

Con la cabeza calva, sin cejas y sin pestañas, los ojos del chico parecían enormes.

—¿Quieres sentarte aquí, conmigo? —preguntó Jay mientras le daba unas palmaditas a la cama.

—No sé si es buena idea…

—No pasa nada —dijo Devon—. Tayla dice que las niñas lo hacen continuamente. Pero quítate los zapatos, colega.

—Cuidado con los tubos y demás. Espera, deja que suba el respaldo. Si quieres, pulsa tú el botón. Pero no demasiado, que tampoco quiero que dobles la cama por la mitad.

—¿Cómo es? —preguntó Miles mientras se sentaba al lado de Jay, aunque sin tocarlo.

—Me duele al hacer pis. Mucho. Y la quimio es una mierda. De todos modos, no está funcionando.

—Jay… —le advirtió Devon.

—¿Qué? No voy a mentirle. —Estaba enfadado. Comprensible—. Puedes soportar la verdad, ¿a que sí, renacuajo?

—¡Sí!

—¡Que le den al cáncer!

—Que le den al cáncer —dijo su hijo, aunque primero la miró a ella como si necesitara permiso para decir palabrotas en voz alta.

—Oye, Jay, Miles te ha hecho un cómic.



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