Aguas de marzo - Bruno Jara Ahumada - E-Book

Aguas de marzo E-Book

Bruno Jara Ahumada

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Beschreibung

Estos relatos transitan entre recuerdos e imaginarios de balnearios, costas, montañas y poblados que buscan hablar con otros territorios y épocas. Los escenarios explorados en Aguas de marzo intersectan el espacio rural como lugar de enunciación y las posibilidades narrativas. Aguas de marzo es el primer libro de Bruno Jara e incluye una nouvelle escrita en tono personal y cuatro cuentos que van a atraer al lector gracias al mundo que construye a través de las vivencias de sus personajes y los paisajes que los rodean.

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Seitenzahl: 88

Veröffentlichungsjahr: 2023

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AGUAS DE MARZO

© 2023, Bruno Jara Ahumada

© Neón, marzo 2023

Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia

@neonediciones

www.neonediciones.com

San Sebastián 2957, Las Condes, Santiago de Chile

ISBN Edición Impresa: 978-956-9984-26-6

ISBN Edición Digital: 978-956-9984-27-3

Edición: María Paz Rodríguez y Katherine Hoch

Diagramación: Carolina Zúñiga

Obra original portada: Andrés Herrera Valenzuela

Le agradecemos la compra de este libro, ya que apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2023

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

ENTREACTOS

LIBRACIONES DE LA LUNA

ÚLTIMAS PIEDRAS

OTROS SACRAMENTOS

AGUAS DE MARZO

ENTREACTOS

Durante la presentación, los tres se turnan para referirse al libro a viva voz y recitan fragmentos mirando alternadamente sus apuntes y al público. Articulan cada sílaba y oración con una gracia que envidio. La palabra escurre firme desde sus labios, un hilo sin nudos, aunque templado. Los expositores conversan entre sí, ríen y señalan las coincidencias entre sus puntos de vista. Después reciben aplausos y se dirigen a hablar con el público. Yo estoy en la librería, esperándolos. No los saludo, aunque me muero de ganas. No sabría qué decirles, de qué modo iniciar una conversación. Descarto cualquier estrategia en cuanto establezco contacto visual con uno de ellos. Luego intento acercarme e inventar una brecha entre su discurso y mi habla, una fuga o un intersticio donde incluir mi voz y mi duda. Parezco más un psicópata que un admirador. Quiero decirle que me gustaron todos sus libros, que los he releído varias veces. Pero hay demasiada gente, demasiadas copas de vino y canapés circulando. Dos, tres pasos, no puedo ir más lejos. Se estrecha en algo la distancia, un par de metros, pero el aire se endurece, se entrelaza con otros fluidos y vapores, con el picor de la luz sobre la piel y la opacidad del polvo. Estoy nervioso solo por estar más cerca de ellos. Me parece descabellado, por ejemplo, contarles que yo también escribo. Mendigarles un consejo, jamás. Por eso me alejo, me olvido del lanzamiento, de las palabras sinuosas y el corazón todavía palpitante. Abandono la librería y me vuelco hacia el mutismo. Camino a casa con desánimo, pensando que esta misma escena puede ser un buen inicio para un relato. Antes de llegar al departamento paso al supermercado. Compro pan con lo que me queda en el bolsillo y sigo caminando con hambre, con la guata y la cabeza vacías.

~

Para mí, el mar es todo, preciso. Bruno me escucha como en segundo plano, como si yo fuera una voz en off mientras él enfoca la cámara hacia el océano, tomando fotos de las olas que revientan en la orilla y las gaviotas que sobrevuelan nuestras cabezas. No sé si realmente me escucha o no. En el fondo, lo único importante es el mar. Quiero abrazarlo, besarlo aquí, ahora. Hace un mes ni siquiera me gustaba.

Somos un accidente, creo que señala. Solo alcanzo a captar esa palabra: accidente. Y apenas la escucho siento una insoportable mezcla de humillación y rechazo. Bruno se encuentra a mi derecha y habla rápidamente: profundiza sobre los límites de nuestra relación y enuncia una suerte de instructivo para lidiar con el estado de follamigos, amigos con ventaja o caseros. Yo solo pienso en cómo escapar de aquí, cómo decirle que no me interesa conocerlo más ni mejor, que fuera del sexo no me atrae en lo absoluto y que no lo admiro. Tengo veintidós años y creo que el amor exige admiración. Tengo veintidós años y no imagino a nadie admirándome.

Al fin, cuando termina con su monólogo, Bruno me mira y pregunta: bueno, ¿y qué opinas? No sé qué decirte, contesto. Entonces repite que no debo enamorarme de él, que deben estar los límites claros. Para mantener este tipo de relaciones, deben existir estrictas líneas fronterizas: no preguntar en exceso, tampoco sentir o fingir demasiado, ser sincero solo con lo superficial, evitar diálogos y situaciones melosas, contentarse con poco, privarse de pronunciar la palabra «nosotros». A ratos se escuchan las olas y niños que juegan lejos. Quiero besarlo con el mar a nuestras espaldas, pero Bruno no suelta la cámara y yo no soy más que una enmudecida voz en off.

~

Mastico un pedazo de pan mientras camino por la vereda. Engullo ansioso, con apuro. Al principio, intenté que no se notara el hambre, pero al poco rato me desentendí de la vergüenza y seguí comiendo. Cuando era más chico no me importaba demostrar hambre. El hambre tampoco era entonces algo que pudiera ocultar. En ese minúsculo pueblo donde vivía, los secretos no existían. Durante mi infancia, la vida privada se diluía públicamente entre las olas y los vecinos. La intimidad le pertenecía al pueblo, jamás a uno mismo.

Subo las escaleras hasta el cuarto piso. Antes de entrar a casa, escucho a mis dos compañeros de departamento al otro lado de la puerta. Están conversando con un tercer sujeto a quien no logro identificar. Alcanzo a distinguir algunas palabras: rata, mala onda, cero aporte. En síntesis, me quieren echar. El desconocido los apoya. Justo yo tengo una amiga que necesita una pieza, dice, terrible simpática la mina. Me trago la molestia y voy hasta al tercer piso, sin meter mucho ruido. Desde allí subo nuevamente las escaleras, ahora con torpeza, pisando con fuerza cada escalón y agitando el llavero con insistencia. Para cuando abro la puerta la conversación ya gira en torno a otro asunto. Los saludo al pasar y simulo una sonrisa que se mantiene pegada a mi rostro como una prótesis dental. Me encierro en mi dormitorio y apago la luz. En la tele me topo con Hey Arnold!, y la dejo encendida hasta que me duermo. Sueño con imágenes que no retengo, fotografías que me despiertan a las cinco de la mañana y me mantienen insomne. Me acerco a la ventana desde donde espío los departamentos vecinos. Afuera la noche es fría y el cielo está cubierto por densas nubes. Un invierno como cualquier otro.

~

Decidimos salir a caminar por la playa. Se supone que debo hacer de guía turístico: mostrarle las calles donde crecí, el edificio abandonado de la escuela vieja, la iglesia, la caleta nueva, el negocio de mi madre y la feria artesanal. Pero nada de esto se compara con la brisa del mar. Estar sentado frente a la bahía para mí es suficiente. Ya le había advertido a Bruno sobre los pocos panoramas que existen aquí y, sin embargo, me pregunta si eso es todo, si es que no nos queda algo más por conocer. Le propongo ir a caminar rumbo al puente por donde antiguamente pasaba el ferrocarril del norte. Queda allí, a medio camino de la playa, en la desembocadura del río. Caminamos lento, hablando lo suficiente. Él me cuenta de su universidad, sueños y expectativas. Observo su rostro mientras él explica sus planes y le sonrío de vez en cuando, repitiendo ciertas frases para que piense que le presto genuina atención. Pero no es verdad. Sus historias no me interesan, y creo que su universidad es una empresa nefasta y que sus metas son poco prácticas. Por supuesto, no le digo lo que pienso. Es más, finjo tener cierto grado de afinidad con sus intereses. Quizá por eso yo también le hablo de los míos. Me largo a hablar sobre mi futuro. Le cuento que me gustaría escribir y estudiar otra cosa, quizá estética. Odio el diseño, señalo. Bruno me pregunta por qué quiero estudiar estética. Me toma por sorpresa, de manera que me arrimo a lo primero que se me viene a la cabeza. Le digo que me interesa la filosofía y el arte: necesito estudiar para cultivarme. Él ríe, no habla, pero ríe. Una risa amable, en todo caso. ¿A ver, pero qué entiendes tú por filosofía?, pregunta después. Dejo pasar un minuto en silencio sin saber qué responder. Es verdad, no sé cómo definir la filosofía. Es una especie de tautología que estudia el pensamiento y el saber, la reflexión de una reflexión, improviso. Apenas me callo, la mueca que Bruno articula en su cara se convierte en un reflejo idiota de mi propia estupidez. Es curioso que quieras estudiar filosofía y no sepas qué es, dice. Lo miro con desprecio y, en silencio, recuerdo mis clases de filosofía en el colegio: aquella vez cuando la profesora me llamó mariposón delante de todos, por levantar la mano amaneradamente. Recuerdo haber intentando inútilmente detener el llanto. Quiero comentárselo a Bruno, no sé por qué, pero él ya está lejos, en el mar. Toca con los pies descalzos el agua que humedece la arena en la orilla. ¿Tú entras?, pregunta. No, contesto, nunca me meto al mar.

~

Al día siguiente, hace aún más frío que la noche anterior. Mis compañeros de departamento salieron temprano. Según la nota que dejaron pegada sobre el refrigerador, se fueron por el fin de semana. Agradezco esos momentos de soledad y deambulo por el departamento disfrutando hasta que me detengo frente al librero del comedor. Entonces lo recuerdo. Tomo de la repisa un libro al azar y hojeo las primas páginas. Es una novela, la escribió el más alto de los tres autores que vi ayer, a quien no me atreví a saludar. Preparo un café cargado y procedo a recolectar mis instrumentos de lectura: post-it de diferentes tamaños y colores, portaminas 0,5, goma de borrar y distintos marcapáginas. Avanzo sin apuro, línea a línea, con atención. Cada tanto, subrayo frases sueltas, también realizo anotaciones al margen y transcribo algunas citas en mi notebook. De este modo, poco a poco, voy convirtiendo el libro en un atado de rayas titubeantes, hojas dobladas y signos ilegibles garabateados a la rápida. Quiero que cuando él tenga esta novela, cuando venga finalmente a recogerla como dijo que vendría, me conozca indirectamente a través de mis apuntes.

Son las dos de la tarde y todavía no se me ocurre qué almorzar. Dentro del refrigerador apenas encuentro una manzana oxidada y a medio morder. Preferiría estar tomando una cerveza o fumando un pito. La ansiedad hace mierda mi guata. Vigilo la hora decepcionado por su retraso. Dijo que estaría aquí a la una. Que sí o sí pasaría por los libros a esa hora y que por favor lo esperara. Pero aún no llega, son las tres de la tarde y sospecho que ya no vendrá. Me conecto a Facebook y no lo encuentro en línea. Pienso en llamarlo, pero no quiero parecer arrastrado. Mientras tanto, me distraigo con las fotos y los comentarios que veo en los muros de mis contactos. Iván está conectado y lo invito a casa. Necesito hablar de cualquier cosa, con cualquier persona. Hacer algo que me distraiga del reloj de pared que tengo al frente, amenazándome.

~