Aguas primaverales - Iván S. Turguéniev - E-Book

Aguas primaverales E-Book

Iván S. Turguéniev

0,0
6,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Dimitri Sanin, un joven ruso terrateniente de paso por Frankfurt, salva la vida a un chico de origen italiano. El agradecimiento de la familia es grande, en especial el de Gemma, la hermana mayor, de la que Sanin no tardará en enamorarse. Tras un duelo frustrado, conquista el corazón de la joven. Solo le queda vender sus propiedades en Rusia, y reunirse de nuevo con ella en Frankfurt. Pero la venta de las tierras le tiene reservadas algunas sorpresas, que dificultarán sus planes...

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2018

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Aguas primaverales

Iván S. Turguéniev

Opera Magna

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

Título original:Véshinye Vody

© 2018 de la versión castellana realizada del ruso porGEORGEPORTNOVy revisada porMARTÍNDOCAMPO,byEDICIONES RIALP, S. A., Colombia 63, 8.º A, 28016 Madrid.

www.rialp.com

Preimpresión: Composiciones RALI, S.A.

ISBN: 9788432150272

Depósito legal: M-30161-2018

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares delcopyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice
–Aguas primaverales
–Créditos
–Nota preliminar
–Capítulo 1
–Capítulo 2
–Capítulo 3
–Capítulo 4
–Capítulo 5
–Capítulo 6
–Capítulo 7
–Capítulo 8
–Capítulo 9
–Capítulo 10
–Capítulo 11
–Capítulo 12
–Capítulo 13
–Capítulo 14
–Capítulo 15
–Capítulo 16
–Capítulo 17
–Capítulo 18
–Capítulo 19
–Capítulo 20
–Capítulo 21
–Capítulo 22
–Capítulo 23
–Capítulo 24
–Capítulo 25
–Capítulo 26
–Capítulo 27
–Capítulo 28
–Capítulo 29
–Capítulo 30
–Capítulo 31
–Capítulo 32
–Capítulo 33
–Capítulo 34
–Capítulo 35
–Capítulo 36
–Capítulo 37
–Capítulo 38
–Capítulo 39
–Capítulo 40
–Capítulo 41
–Capítulo 42
–Capítulo 43
–Capítulo 44

Nota preliminar

Iván Serguievitch Turguéniev (1818-1883) nació en Oriel, en el seno de una noble familia rusa. Su padre, coronel de caballería, murió cuando nuestro autor tenía 16 años, y dejó dos hijos: Nicolás e Iván. La educación de los dos hermanos estuvo confiada a diversos preceptores extranjeros, escogidos al capricho y al azar. Como era costumbre en las nobles familias rusas de aquel tiempo, el idioma ruso no se empleaba sino en la relación con los siervos; con ellos se familiarizó Iván en su idioma patrio y aprendió a conocer las miserias y sufrimientos de la servidumbre, en absoluto atenuados por el carácter despótico, caprichoso y violento de su madre. Provenía esta de la familia de los Litvi­novs y era propietaria del inmenso dominio de Spaskoe, donde vivía rodeada de una magnífica opulencia.

Estudió Turguéniev en las universidades de Moscú y San Petersburgo, y finalizó en Berlín su formación universitaria. Al regresar a Rusia, impregnado de muchas ideas occidentales, le resultó difícil complacerse en la fastuosa vida de Spaskoe, y armonizar su carácter poético y contemplativo con el temperamento altanero y autoritario de su madre. Sigue, pues, visitando Europa, hasta que en 1850 vuelve a Rusia con motivo de la muerte de su madre.

Al heredar con su hermano Nicolás la vasta propiedad de los Litvinovs, deja en libertad a todos los siervos adscritos al servicio de la casa y mejora la condición de los demás. Ese acto, su amistad con Hertzen y sus lamentaciones en 1852, a la muerte de Gogol, el autor de Almas muertas, le atrajeron un arresto por parte del gobierno de Nicolás I y un destierro de dos años a sus posesiones de Spaskoe. Deja de nuevo Rusia en 1855, para unirse a sus amigos, los Viardot. Esta familia estaba compuesta por el cantor y compositor sevillano Manuel García, hermana de la famosa María Malibrán y padre de la también cantante Paulina García, con quien le unía una amistad apasionada. Con ellos vivirá, primero en Baden-Baden y luego en París, y permanecerá soltero, sin separarse de ellos, hasta su muerte en 1883.

En sus primeros intentos literarios, Turguéniev contó con el apoyo del renombrado crítico ruso Bielinski. En 1847 publicó, bajo el título de Khor y Kalinytch, una parte de las narraciones que, recogidas luego bajo el título común de Apuntes de un cazador, habrían de conquistarle una rápida fama. En ese libro, leído por todos, incluso por el mismo Zar, revela Turguéniev a sus contemporáneos, con arte delicado, pero firme y exento de todo sentimentalismo, cómo es la psicología del mujik, y hace nacer hacia el siervo ruso un interés y simpatía necesarios para dar el golpe de muerte a la servidumbre.

Rudin, Fausto, Asia, Nido de Nobles, A la víspera, Primer amor, son publicados antes que una gran novela, que señalará otra época en su producción por la tempestad que contra ella se levanta en Rusia: Padres e Hijos (Otsí i dietí), es decir, la Rusia tradicional y conservadora, por un lado, y la juventud revolucionaria representada por el héroe Bazarov, por otro. En este último se encarna ese radical espíritu crítico en fermentación del revolucionario teórico, para el que Turguéniev crea el nombre de nihilista.

Su última gran obra es la titulada Tierras vírgenes; antes de ella publica Humo, El Rey Lear de la Estepa y Aguas primaverales. Los últimos años de su vida ven la aparición de otras obras, impregnadas de cierto misticismo, como El canto del amor triunfante, Clara Militch y Poemas en prosa, entre otras. Los salones de Madame Viardot le pusieron en contacto con todo el medio intelectual de París: se une en íntima amistad con Flaubert; es mirado como un maestro por Zola y Daudet y, en general, por toda la escuela naturalista; le traduce Mérimée; Renán y Taine hablan de su obra con grandes elogios.

Las obras de Turguéniev son generalmente cortas y escritas en un escogido estilo. Cuidadoso de la armonía, todo es en su labor proporcionado y bello; su delicada sensibilidad sabe encontrar siempre la expresión sobria y precisa. Su realismo está compensado por un gesto entusiasta y juvenil, que se abre paso a través de una psicología difícil y complicada; y el abatimiento que produce su concepción pesimista se desvanece con la ternura de sus ensueños amorosos. «Las estepas rusas —dice Daudet— han ensanchado los sentidos y el corazón de Turguéniev. Se hace uno bueno al escuchar la naturaleza, y los que la aman no se desinteresan de los hombres. De ahí esa dulzura compasiva, triste como el canto de un mujik, que solloza en el fondo de los libros del novelista ruso».

Es Turguéniev un incomparable observador de la psicología femenina. Sus retratos de mujer son imperecederos: en Aguas primaverales, María Nicolayevna, la perversa coqueta, tan sobria y bellamente dibujada, contrasta con la dulce y noble figura de Gemma, encarnación del amor puro y de las ingenuas horas de la juventud.

George Portnov

«Años alegres, días felices,

habéis corrido rápido,

como aguas primaverales».

(De un antiguo romance ruso)

Capítulo 1

A ESO DE LA UNA DE LA MADRUGADA regresó a su gabinete; despidió al criado, que había encendido los candelabros, y arrojándose sobre un sillón, junto a la chimenea, se cubrió el rostro con las manos.

Nunca había sentido un desfallecimiento corporal y moral semejante. Había pasado la noche en compañía de agradables damas y de hombres cultos. Algunas de las damas eran hermosas, y casi todos los hombres eran discretos e ingeniosos; él mismo había tenido algunos éxitos en la conversación, llegando a veces a estar brillante... Y, a pesar de todo, nunca se había apoderado de él, con tan incontrastable fuerza, aquel tedium vitæ del que hablaban los antiguos romanos.

De haber sido algo más joven, hubiera llorado de pena, de hastío e irritación; un amargor corrosivo y ardiente, como el del ajenjo, le inundaba el alma. Se sentía rodeado por todas partes, como lo hace la oscuridad de una noche otoñal, de algo viscoso y agobiante, y no sabía cómo liberarse de aquella oscuridad y de aquel amargor.

Con el sueño no había que contar, porque estaba seguro de que no podría dormir. Entonces se entregó a cavilaciones tristes, lentas...

Pensó en lo vano, inútil, vulgar y falso de todas las cosas humanas. Todas las épocas de su vida desfilaron ante su mirada (acababa de cumplir cincuenta y dos años), y ni una sola halló piedad en él. En todas partes el mismo eterno trasiego de lo hueco a lo vacío, el mismo chapotear en el agua, la misma quimera medio ingenua, medio reflexiva.

«Hay que contentar al niño de cualquier modo, con tal de que no llore», y, de repente, como nieve que cae sobre nuestra cabeza, llega la vejez, y con ella el continuo temor creciente a la muerte, que todo lo devora y que todo lo roe... Y después, el salto en el abismo.

Y aun hemos de darnos por contentos si la vida transcurre así, pues antes de llegar al final sobrevienen, como el óxido al hierro, los achaques y los sufrimientos.

La vida no se le aparecía como ese mar lleno de olas tempestuosas que describen los poetas. No. Él imaginaba este mar, tranquilo, inmóvil y transparente, hasta en la más remota profundidad, y se veía balanceándose en una barquilla, y allá, en el fondo oscuro y fangoso, contemplaba, semejantes a peces enormes, unos monstruos vagamente perceptibles: las calamidades de la vida, las enfermedades, las penas, la demencia, la pobreza, la ceguera...

Alguna vez uno de los monstruos se destaca de aquel fondo, sube más y más alto y se hace al fin visible, cada vez con más horrible detalle... Un instante aún, y va a volcar su barquilla.

Pero el monstruo se aleja, vuelve a desvanecerse, de nuevo se sumerge en el fondo, y en él yace, moviéndose apenas... Al fin llegará el día en que el monstruo vuelque la barquilla.

Sacudió la cabeza, se levantó de un salto del sillón, dio un par de vueltas por la habitación, se sentó ante el escritorio y, abriendo uno tras otro los cajones, empezó a revolver los papeles, cartas antiguas, de mujeres en su mayor parte.

No sabía por qué hacía aquello, pues no buscaba cosa alguna. Lo único que se proponía era alejar, con cualquier ocupación, los pensamientos que le atormentaban.

Desdoblando al azar algunas cartas, encontró en una de ellas una florecilla seca, envuelta en una pequeña cinta descolorida, y se contentó con encogerse de hombros, mirar a la chimenea y poner las cartas a un lado, como preparándose a quemar todas aquellas inútiles vejeces.

Continuó registrando apresuradamente uno y otro cajón, hasta que, abriendo desmesuradamente los ojos, sacó despacio de uno de ellos una cajita, de forma octogonal y de diseño antiguo, y levantó suavemente la tapa. Dentro de la caja, entre dos capas de algodón amarillento, había una pequeña cruz de granates.

Durante unos instantes contempló, como aturdido, la crucecita, y, de repente, emitió un leve grito... Su fisonomía no manifestó pesar ni tampoco alegría, sino una expresión semejante a la de un hombre que, bruscamente, se encontrase con otro a quien profesase cariño y hubiese dejado de ver largo tiempo, y apareciera ahora de improviso, completamente cambiado por los años.

Se levantó, se acercó a la chimenea, volvió a sentarse en el sillón, y de nuevo se cubrió el rostro con las manos... «¿Por qué hoy? ¿Por qué hoy precisamente?», pensó, y acudieron de nuevo a su memoria cosas pasadas hacía mucho tiempo.

He aquí lo que recordó. Pero antes es preciso que digamos su nombre. Se llamaba Dimitri Pablovich Sanín.

He aquí, pues, lo que recordó:

Era en el verano de 1840. Sanín acababa de cumplir veintidós años, y se encontraba en Fráncfort, de regreso de Italia a Rusia.

Tenía una fortuna modesta, pero independiente, y carecía casi de familia. A la muerte de un pariente suyo lejano le habían correspondido unos miles de rublos, que decidió gastarse en el extranjero antes de entrar al servicio del Estado, sin cuya ayuda la vida independiente le era imposible.

Sanín realizó puntualmente su proyecto, y tal maña se dio, que el mismo día que llegó a Fráncfort se encontró exactamente con el dinero preciso para volver a San Petersburgo. En 1840 no abundaba la vía ferroviaria, y los señores turistas viajaban en diligencia. Tomó, pues, Sanín su billete, pero como el coche no salía hasta las once de la noche, le sobraba aún mucho tiempo.

Por fortuna, el tiempo era magnífico, y después de almorzar en el entonces célebre hotel del «Cisne Blanco», se fue a pasear por la ciudad, a ver la Ariadna de Dannecker, que no le gustó gran cosa; visitó la casa de Goethe, de cuyas obras, a decir verdad, había leído solo el Werther, y en francés; paseó por la orilla del Main, aburriéndose como corresponde a un viajero concienzudo; y finalmente, a las seis de la tarde, cansado y con los zapatos llenos de polvo, se encontró en una de las más insignificantes calles de Fráncfort, que durante mucho tiempo ya no podría olvidar.

En una de las casas, no muy numerosas, de dicha calle, descubrió un rótulo que decía: “Confitería Italiana de Giovanni Roselli”, y en ella entró para beberse un vaso de limonada.

En la primera habitación, detrás de un modesto mostrador, y sobre las estanterías de una alacena pintada que recordaba a la de las boticas, se alineaban unas cuantas botellas con etiquetas doradas, y otros tantos frascos de cristal con dulces, pastillas de chocolate y caramelos. No había un alma; solo un gato color ceniza roncaba haciendo guiños y amasando con las patitas, como suelen hacer los gatos, el asiento de paja de una silla alta, colocada junto a la ventana; brillando, herido por los rayos del sol de la tarde, yacía en el suelo, junto a una cestilla de madera labrada, un grueso ovillo de lana roja.

En la pieza inmediata se escuchaba un rumor confuso. Sanín se detuvo, y después de esperar a que la campanilla de la puerta concluyese su tintineo, dijo, levantando la voz:

—¿No hay aquí nadie?

Al instante se abrió la puerta de la habitación inmediata... y Sanín se llenó de asombro.

Capítulo 2

PENETRÓ EN LA CONFITERÍA, REPENTINA Y RÁPIDAMENTE, una muchacha de unos diecinueve años, con los cabellos oscuros flotando sobre los hombros desnudos, y con los brazos, también desnudos, extendidos delante de sí. Al ver a Sanín se lanzó hacia él, le cogió una mano y trató de arrastrarlo consigo, diciendo al mismo tiempo, con voz entrecortada:

—¡Pronto, pronto, venga usted!

Sanín no siguió inmediatamente a la joven. Y no porque no quisiera obedecerla, sino porque el asombro lo había dejado clavado en donde se encontraba: en su vida había visto belleza semejante.

La joven se volvió hacia él y exclamó:

—¡Venga usted, venga usted!

Había tal desesperación en su voz, en su mirada, en el movimiento de sus manos, con las que apretaba sus palidecidas mejillas, que Sanín se precipitó inmediatamente tras ella por la puerta que había quedado abierta.

En la habitación a la que accedió siguiendo a la muchacha, sobre un diván de crin de caballo, pasado de moda, yacía, pálido, muy pálido, con manchas amarillentas como la cera, o como el mármol antiguo, un chico de unos catorce años, extraordinariamente parecido a la doncella, de quien evidentemente era hermano.

Tenía los ojos cerrados. La sombra de su espeso cabello negro caía como una mancha sobre su frente, que parecía de piedra, y sobre sus finas cejas inmóviles; entre los labios lívidos se percibían los dientes apretados.

Parecía que no respiraba; uno de los brazos, colgando, tocaba en el suelo, y el otro lo tenía bajo la cabeza. Su ropa estaba completamente abrochada y la corbata le oprimía el cuello.

Lanzando un grito, la joven se arrojó sobre él, sollozando:

—¡Está muerto, está muerto! ¡Ahora mismo estaba sentado ahí, hablando conmigo, y de repente se ha caído y se ha quedado inmóvil!... ¡Dios mío! ¿No hay modo de ayudarle? ¡Y mamá, que no está aquí!... ¡Pantaleone! ¡Pantaleone! ¿Y el doctor? —añadió de repente, en italiano—. ¿Has ido a buscar al doctor?

—Signora, no he ido, he enviado a Luisa —contestó una voz ronca detrás de la puerta. Balanceándose sobre sus piernas torcidas, hizo su entrada en la habitación un viejo de baja estatura, vestido de frac color lila, con botones negros, corbata blanca muy subida, pantalones cortos de nanquín[1] y medias azules de lana.

Su cara menuda desaparecía completamente bajo la espesa mata de sus cabellos, grises como el acero. Aquellos cabellos, que se erizaban rígidos hacia arriba para caer en mechones deshechos, le hacían parecerse a una gallina moñuda, más aún cuando, bajo aquella maraña gris oscura, solo era posible percibir una nariz puntiaguda y unos ojos amarillos y redondos.

—Luisa puede correr y yo no —agregó el viejo en italiano, levantando alternativamente los pies planos invadidos por la podagra, calzados con borceguíes altos—. Pero he traído agua. —Y enseñó una botella, cuyo largo cuello oprimía entre sus dedos secos y nudosos.

—¡Pero, entretanto, se muere Emilio! —exclamó la joven, tendiendo hacia Sanín las manos—. ¡Por Dios, señor! O mein Herr! ¿No puede usted hacer nada por él?

—Es preciso darle una sangría: es una congestión —observó el anciano que respondía al nombre de Pantaleone.

Aunque Sanín no tenía la más pequeña idea de medicina, estaba, sin embargo, persuadido de que a los chicos de catorce años no les dan ataques de apoplejía.

—Es un desmayo, no una congestión —dijo, dirigiéndose a Pantaleone—. ¿Tiene usted cepillos?

Levantó el viejo su carita y preguntó:

—¿Cómo?

—¡Cepillos!, ¡cepillos! —repitió Sanín en alemán y en francés, haciendo ademán de cepillarse la ropa—. ¡Cepillos!

El vejete comprendió por fin.

—¡Ah, cepillos! Spazzette! ¡Cómo no he de tener!

—Tráigalos aquí. Vamos a quitarle la chaqueta y a darle friegas.

—Muy bien..., benone. ¿Y no hay que echarle agua por la cabeza?

—No... Después. Ahora corra usted a buscar los cepillos.

Dejando la botella en el suelo, salió a escape Pantaleone y regresó en el acto con dos cepillos, uno de pelo y otro de ropa, y acompañado de un perro de aguas que meneaba enérgicamente la cola y que empezó a mirar con curiosidad al viejo, a la muchacha y hasta a Sanín, como deseando saber qué significaba todo aquel bullicio.

Despojó Sanín rápidamente al muchacho de su chaqueta, le desabrochó el cuello, le remangó la camisa por los brazos, y empuñando el cepillo, comenzó a frotarle con todas sus fuerzas los brazos y el pecho. Con igual celo se puso Pantaleone a frotarle con el otro cepillo —el de pelo— las botas y los pantalones.

La joven se había arrodillado, y cogiendo la cabeza de su hermano con ambas manos, sin mover los párpados, clavaba su mirada en el rostro del enfermo.

Sin dejar de frotar, Sanín la contemplaba de reojo.

—¡Dios mío, qué mujer tan hermosa! —pensaba.

Capítulo 3

LA JOVEN TENÍA LA NARIZ ALGO GRANDE, pero de una bonita forma aguileña; el labio superior estaba apenas sombreado por un tenue bozo; el color del rostro, de un mate uniforme, de una palidez marfileña o ambarina, y la ondulada mata de sus cabellos, la hacían semejar a la Judith de Allori, que hay en el palacio Pitti. Los ojos especialmente, de un gris oscuro, rodeados de un círculo negro, eran magníficos y triunfantes, aun en aquel momento en que el espanto y el dolor menguaban su brillo...

Sanín recordó involuntariamente el maravilloso país de donde regresaba... Pero ni siquiera en Italia había encontrado nada parecido.

La respiración de la joven era contenida y desigual; parecía como si, a cada instante, aguardara a que su hermano empezase a respirar.

Sanín continuó sus fricciones, sin dejar de mirar a la joven. Pero no a ella solamente, sino también a la original figura de Pantaleone, que le llamaba la atención.

El viejo estaba sin fuerza, como ahogándose. A cada movimiento del cepillo daba un saltito y exhalaba un gemido ronco, y sus enormes mechones de pelo, empapados de sudor, se balanceaban pesadamente de un lado a otro, como las ramas de una planta voluminosa mojada por la lluvia.

«Quítele por lo menos los zapatos», quiso decirle Sanín... pero en aquel momento el perro de aguas, excitado probablemente por tan extraordinarios acontecimientos, se agachó de repente sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.

—Tartaglia, canaglia! —refunfuñó el viejo.

Pero, en este momento, el rostro de la joven se transfiguró; arqueó las cejas, y sus ojos, haciéndose todavía más grandes, resplandecieron de alegría...

Sanín la miró... La cara del jovencito se había coloreado ligeramente, movía los párpados... y le temblaban las alas de la nariz. Aspiró el aire entre los dientes, todavía muy apretados, y suspiró.

—¡Emilio! ¡Emilio mío! —exclamó la joven.

Abrió Emilio sus grandes ojos negros, que, aunque miraban con vaguedad, sonreían ya débilmente. La misma sonrisa dilató sus labios pálidos; después agitó el brazo, y se lo llevó al pecho en un solo movimiento.

—¡Emilio! —repitió la joven, levantándose.

La expresión de su rostro era tan fuerte y tan viva, que parecía que iba a romper a llorar o a prorrumpir en una carcajada.

—¡Emilio! ¿Qué pasa? ¡Emilio! —se oyó gritar detrás de la puerta. E inmediatamente penetró en la habitación, con pasos precipitados, una señora vestida con pulcritud, morena y de cabello plateado. Detrás de ella apareció un hombre de cierta edad, y por encima de su hombro la cabeza de una criada.

La joven corrió al encuentro de la señora, y abrazándola temblorosa, exclamó:

—¡Está salvado, mamá!

—Pero, ¿qué ha pasado? —repitió la señora—. Al volver a casa me encontré al doctor y a Luisa...

Empezó la muchacha a contar lo ocurrido, y mientras tanto el doctor se acercó al enfermo, que cada vez iba reponiéndose más y continuaba sonriendo, aunque parecía sentir una cierta vergüenza por la alarma que había motivado.

—Veo —dijo el doctor, dirigiéndose a Sanín y a Pantaleone— que lo han frotado ustedes con los cepillos; pues han hecho muy bien... ha sido una magnífica idea. Vamos a ver ahora qué remedio necesita…

Tomó el pulso al joven y le hizo enseñar la lengua.

La señora se inclinó solícitamente hacia el chico, que sonrió ya con más libertad y, levantando hacia ella los ojos, se puso colorado...

Sanín consideró que ya estaba allí de más, y pasó a la tienda. Aún no había puesto la mano en el pestillo de la puerta de la calle, cuando se presentó de nuevo la joven y lo detuvo.

—¿Se va usted? —dijo, mirándole cariñosamente—. No quiero detenerle; pero debiera usted volver a vernos esta noche sin falta: le estamos tan obligados, porque quizás ha salvado a mi hermano, que quisiéramos darle las gracias... Mamá desea expresarle su gratitud. Haga usted el favor de decirnos quién es y de venir a compartir nuestra alegría...

—¡Pero es que me marcho hoy mismo a Berlín! —balbució Sanín.

—Tiene usted tiempo —añadió con viveza la joven—. Venga usted dentro de una hora y tomará una taza de chocolate. ¿Me lo promete? Ahora tengo que volver al lado de mi hermano. ¿Vendrá usted?

¿Qué le quedaba por hacer a Sanín?

—Vendré —respondió.

La muchacha le estrechó la mano con un movimiento rápido, se retiró corriendo, y Sanín se encontró en la calle.

Capítulo 4

CUANDO HORA Y MEDIA DESPUÉS VOLVIÓ a la confitería de Roselli, lo recibieron como si fuese de la familia.

Emilio estaba sentado en el mismo diván en donde le habían dado las fricciones. El doctor le había recetado una medicina y recomendado «mucho cuidado con las emociones fuertes», puesto que tenía un temperamento muy nervioso que lo predisponía a las enfermedades del corazón.

Había sufrido ya anteriormente otros síncopes, pero ninguno había sido tan fuerte ni duradero. Declaró el doctor, además, que ya había pasado todo el peligro.

Emilio estaba envuelto, según conviene a un convaleciente, en una bata amplia; su madre le había puesto alrededor del cuello una bufanda de lana azul; pero su expresión era alegre y casi como de fiesta: todo cuanto le rodeaba tenía igualmente aspecto de alegría.

Delante del diván, en un velador cubierto con un mantel limpio, se erguía una enorme cafetera de porcelana, llena de oloroso chocolate, rodeada de tazas, botellas con jarabes, platos de bizcochos y bollos, y hasta flores; en dos candelabros antiguos de plata ardían seis finas velas de cera; a un lado del diván, un sillón de los llamados de Voltaire parecía tender sus brazos ofreciendo su asiento confortable, y en él tuvo que instalarse Sanín.

Todos los habitantes de la confitería a quienes había conocido aquel mismo día se hallaban allí presentes, sin exceptuar el perro de aguas Tartaglia, y la gata; todos parecían muy contentos, el perro estornudaba de alegría, y únicamente el gato continuaba como antes, ronroneando y haciendo guiños.