Al calor del deseo - Kate Hoffmann - E-Book
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Al calor del deseo E-Book

Kate Hoffmann

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Beschreibung

Cuando Trey Marbury recibió aquel erótico anónimo, sabía que sólo una mujer podría haber escrito algo así y era Libby Parrish. De adolescentes, Libby y él se habían ido a bañar desnudos para escapar del calor de Carolina del Sur... pero habían acabado generando mucho más calor con la pasión de sus cuerpos. Doce años más tarde, a Trey le preocupaba cómo reaccionaría ella ante su regreso. Pero, a juzgar por aquella nota, Libby parecía dispuesta a retomar las cosas donde las habían dejado...Libby había tardado doce años en olvidar a Trey, pero en cuanto apareció en su puerta, no pudo hacer otra cosa que caer en sus brazos... y después en su cama. Y sin embargo no dejaba de preguntarse si volvería a abandonarla... hasta que apareció en su buzón aquella apasionada carta.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Peggy A. Hoffmann

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Al calor del deseo, n.º 134 - octubre 2018

Título original: Hot & Bothered

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-087-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Una abeja zumbaba alrededor de un jazminero, rompiendo con su son el silencio de aquel mediodía caluroso. Unos pasos más allá, en el amplio porche de la casa de Charles Street, las hermanas Throckmorton removían el aire pesado de la tarde agitando sus abanicos de papel de arroz. Sobre la mesa que separaba las dos butacas de mimbre descansaba una bandeja de plata con una jarra de té con hielo y dos vasos.

—Estamos condenadas —dijo Eulalie Throckmorton, cuyo abanico temblaba como las alas de un colibrí.

Eudora Throckmorton reparó en la expresión malhumorada de su hermana gemela y suspiró.

—No es más que el calor, Lalie. Cuando estoy empapada en sudor no me entran ganas de hablar; como le pasa al resto de las mujeres del Club de Almuerzo y Bridge para Mujeres de los Jueves.

—Sí que había silencio.

Eudora se movió un poco en el asiento.

—Si hubieras querido instalar aire acondicionado en casa, no tendríamos este problema. Grace Rose Alston acaba de instalarlo en su casa y dice que con este calor que tenemos ha sido como un regalo del cielo.

—No necesitamos aire acondicionado, Dora. Tenemos este maravilloso porche. Mamá y papá vivieron más de cincuenta años aquí y jamás tuvieron aire acondicionado. Además, nos encerraríamos en casa y no veríamos pasear a nuestros vecinos por la calle. Aquí fuera somos parte del mundo. Dios santo, si quisiera vivir en un sitio oscuro y fresco, correría a la funeraria de Wilbur Varner, me compraría un bonito ataúd y me mudaría al cementerio al lado de papá y mamá.

—No hay necesidad de ponerse tan dramática —contestó Eudora—. Siempre has sido una exagerada; deberías haberte dedicado al teatro.

—Y tú a vender aparatos en la televisión local, con lo que te gustan las máquinas modernas. ¿Necesito recordarte que en la cocina tenemos un exprimelimones eléctrico que ni siquiera has utilizado?

—El aire acondicionado no es un invento moderno —contestó Eudora—. Teniendo en cuenta las temperaturas que se alcanzan en verano aquí, en Carolina del Sur, algunos dirían que es una necesidad. Y nos estamos acercando a una edad en la que las comodidades personales es lo único que nos puede interesar.

—Seamos sinceras, Dora. No es la falta de aire acondicionado lo que ha puesto fin temporalmente a nuestro querido club de bridge. Es la falta de buen cotilleo. ¡No queda nada de qué hablar en este lugar estancado!

El Club de Almuerzo y Bridge para Mujeres de los Jueves contaba con casi cien años. Había sido fundado por la abuela de Eulalie y Eudora y un grupo de amigas suyas, todas ellas mujeres prominentes en la sociedad de entonces de la población de Belfort, situada en el estado de Carolina del Sur. El club era una institución en Belfort; había vivido dos Guerras Mundiales, la Ley Seca, la Gran Depresión y un intento de revolución de varios miembros que habían querido sustituir el juego del bridge por el del gin rummy. Pero, a través de todos esos eventos, las dieciséis miembros del club siempre había compartido una conversación animada. Eulalie tal vez lo llamara cotilleo, pero Eudora prefería pensar en ello como… un discurso inspirador.

—Tal vez deberíamos considerar aceptar algunos miembros nuevos —sugirió Eudora—. Algunas señoras que tengan temas interesantes que compartir. Conocí a una viuda encantadora en Winn Dixie que acababa de mudarse de Nueva York.

—Las señoras jamás tolerarían a una yanqui —Eulalie negó con la cabeza—. Además, siempre hemos tenido dieciséis miembros y hasta que una de nosotras pase a mejor vida no podemos meter a un nuevo miembro. ¡Está en nuestros estatutos, y tú deberías conocerlos, ya que has sido presidenta en dos ocasiones!

—Según Charlotte Villiers, a ella se le está acercando el momento —murmuró Eudora—. Si tengo que escuchar un solo día más su lista de dolencias, creo que tendré que sacar del armario la pistola de los duelos del bisabuelo y acabar yo misma con ella.

Eulalie se echó a reír, olvidándose de su mal-humor con los comentarios audaces de su hermana. Aun así, aquél era un asunto serio. Si el club de bridge iba mal siendo presidenta, tal vez las señoras encontraran el modo de echarle a ella la culpa.

—No tendría por qué ser nada importante —murmuró—. Tan sólo algo jugoso. Tal vez un bonito e interesante escándalo político animaría el ambiente; un chantaje, una corrupción. O mejor aún, un escándalo —bajó la voz para que nadie la oyera— de índole privado, si entiendes lo que quiero decir. Sabes, siempre creí que Desmond Whitley era homosexual. Tal vez podamos convencerlo de que éste sería el mejor momento para salir de la leñera.

—Es del armario, querida. Para salir del armario.

—Qué más da una cosa que otra. Lo importante es que tendríamos algo interesante que comentar.

—Desmond me cae bien —comentó Eudora—. Y para ser totalmente sincera, no me importa si es o no homosexual. Prepara unos centros florales fantásticos para el mercadillo de otoño de la iglesia, y el año pasado bordó ese mantel para la subasta de los Amigos de la Biblioteca. Además, es un gran bailarín.

—De acuerdo —gruñó Eulalie—. Olvídate de Desmond. Además, tiene sesenta y dos años. Necesitamos encontrar a una persona más joven. Mejor aún a alguien que tenga una reputación sin mancha, alguien que nunca haya protagonizado un escándalo —hizo una pausa—. Alguien que pueda llevar a cabo algo apasionado, desenfrenado…, ligeramente morboso… —hizo una pausa, esa vez para abanicarse con ímpetu—. Bueno, estoy segura de que entiendes a lo qué me refiero.

—Al sexo —dijo Eudora con sencillez—. Estás hablando de sexo, hermana. Santo cielo, tal vez tenga ochenta y tres años, pero soy una mujer moderna, y no tengo miedo de hablar de estos temas en voz alta. Aunque las dos somos consideradas doncellas, tú y yo hemos tenido algunas experiencias con los hombres. Entre nosotras no tenemos por qué fingir que jamás hemos visto al monstruo de un solo ojo.

Eulalie estuvo a punto de atragantarse con su té con hielo mientras sus mejillas se teñían de un color pronunciado. Agarró la servilleta de lino y se la llevó a los labios, antes de aclararse la voz.

—No hay necesidad de hablar con tanta claridad, Eudora.

Su hermana se encogió de hombros.

—Te sonrojas cuando utilizo la terminología médica apropiada y también cuando utilizo un eufemismo.

—Lo que quiero decir es que, a pesar de nuestra experiencia, no conocemos la manera moderna. Las cosas han cambiado un poco desde que éramos jóvenes. Entonces, un chico no podía ponerle la mano a una chica encima sin haberle propuesto antes en matrimonio.

—Esto es una bobada, Lalie. No podemos crear un escándalo. Eso ocurre o no ocurre, sin más.

Una sonrisa pausada iluminó la expresión de Eulalie.

—Pero podemos darle un empujón.

—¿Y cómo vas a hacerlo?

—Haciendo correr un rumor, propagando falsas acusaciones. Ya se me ocurrirá algo.

¿Y a quién vas a elegir para participar en tu pequeño escándalo?

Eulalie se abanicó despacio.

—No lo sé. Alguien con una reputación sin tacha —miró hacia la casa al otro lado de la calle, con su porche amplio decorado con cestos de geranios—. Habrá que considerarlo con mucho cuidado. Pero puedo garantizarte una cosa, hermana. Habrá mucho más de qué hablar en Belfort cuando maquine mi plan. Y nuestro queridísimo club de bridge seguirá a salvo durante otros cien años.

1

 

 

 

 

 

En Belfort todo iba un poco más despacio con el calor del verano. Incluso la puesta del sol parecía tomar una ruta más perezosa en pos del horizonte.

Trey Marbury se limpió el sudor del cuello mientras esperaba en uno de los tres semáforos de Belfort, agradecido de que por fin la noche hubiera puesto fin a un día tan sofocante como aquél.

Se asomó por el parabrisas de su todoterreno a mirar los escaparates de las tiendas que tan familiares le habían sido en el pasado. Aparte de unos cuantos cambios, todo lo demás estaba más o menos igual que el día en que había salido de Belfort.

Y de momento, el regreso del hijo predilecto de Belfort no había causado ninguna conmoción.

Doce años atrás, había sido un estudiante modelo, y además le habían concedido una beca deportiva para la facultad de Tecnología de Georgia, todo ello en un solo año. Belfort había esperado grandes logros de Clayton Marbury III, aunque no tanto como su padre le había exigido por ser hijo único. Clayton Marbury II no había querido otra cosa que no fuera la perfección; además de una obediencia incuestionable.

Cuando Trey se había destrozado el hombro en su primer año de facultad, se había sentido aliviado. La presión y las expectaciones habían desaparecido. Su padre y él ya no habían tenido más tema de pelea, salvo la operación que Trey se había negado a hacerse y el desinterés que había mostrado en el negocio familiar.

Al final, eso era lo que lo había devuelto a Belfort, a su pasado: un negocio pendiente. Su casa ya no era aquella pequeña población aletargada de Carolina del Sur; su casa era un apartamento en un rascacielos en la Costa Dorada de Chicago. Había vivido tanto tiempo en el norte que se había acostumbrado a los inviernos fríos y al ritmo rápido de la ciudad. El marcado acento del sur que había distinguido su habla cuando había llegado a la «ciudad del viento» había casi desaparecido, además de su tolerancia por el intenso calor de los veranos de aquella zona.

Trey giró por la calle River y dejó el todoterreno en el aparcamiento del supermercado de Garland Van Pelt. Ignoró las miradas curiosas del pequeño grupo de hombres reunidos alrededor de un aparato de televisión que había en el porche de la tienda. Sacó un paquete de seis latas de cerveza del frigorífico y una bolsa de galletas saladas de un estante y fue hacia el mostrador.

—¿Trey Marbury?

Trey levantó la vista y se encontró con el dueño de la tienda mirándolo.

—Hola, Garland. ¿Qué tal te va?

Para sus adentros se preguntaba con fastidio por qué aquel acento había reaparecido de nuevo.

—Vaya, vaya —dijo Garland mientras palmoteaba con alegría—. Mirad a quién tenemos en casa, chicos. Es Trey Marbury. Precisamente de ti estábamos hablando la semana pasada. Sobre ese partido contra el Marshall. ¿Te acuerdas de eso? Belfort ganó por tres tantos.

El grupo de hombres comenzó a aplaudir y a hacer la señal de la victoria con las manos.

—Qué pedazo de partido —dijo Trey mientras dejaba sobre el mostrador un billete de veinte dólares.

—¿Qué haces de vuelta en la ciudad?

—Voy a ocuparme de unas cuantos asuntos relacionados con los bienes de mi padre.

Los hombres se quedaron en silencio, y Garland asintió con seriedad.

—Me enteré de lo de tu padre. Lo siento muchísimo, Trey. Era un buen hombre.

Trey esbozó una sonrisa forzada. Para la mayor parte de las personas, Clayton Marbury había sido un buen hombre, la imagen del ciudadano próspero y un modelo a seguir. En cambio para su hijo no había sido un padre cariñoso. En realidad, Trey no recordaba que su padre le hubiera mostrado jamás ni un ápice de cariño.

—Gracias —murmuró Trey mientras le pasaba un billete a Garland en el mostrador, con la esperanza de poder marcharse lo antes posible de allí.

—Y no era ningún tacaño. Jamás he conocido a un tipo más generoso. Contaba las historias más graciosas allí en el hotel, y era único preparando barbacoas. Todos los años hacía una gran fiesta el día de su cumpleaños. Sí, cuidaba de sus amigos, sí señor.

—Y le hacía la vida imposible a sus enemigos —añadió Trey.

Garland se echó a reír.

—En eso no te equivocas, hijo. Aunque no ha habido demasiadas peleas desde que Wade Parrish y su esposa se marcharon de la ciudad hace tres años. Creo que eso le quitó a tu padre la razón de pelear. Tus padres se marcharon a vivir a Arkansas unos meses después —Garland sumó el total y metió las cervezas y las galletas en una bolsa—. ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte aquí en Belfort?

—Mi madre me pidió que vendiera las últimas propiedades que les quedan aquí y en Charleston. Tengo que verme con los agentes inmobiliarios y hacer algunas reparaciones en varias propiedades. Supongo que estaré aquí unos cuantos meses. Hasta que deje todo concluido. Después me vuelvo a casa. Quiero decir, a Chicago.

Garland se echó a reír.

—¡Chico, eres como tu padre! Clay Marbury estaba siempre atento a una buena compra. Tenía sin duda el toque de Midas.

Trey había oído suficiente sobre el gran Clayton Marbury II, así que agarró la bolsa con una sonrisa superficial en los labios y se despidió.

—Gracias, Garland. Me alegro de veros, chicos.

El tendero se rascó la barbilla.

—Ahora que lo pienso, la vieja casa Sawyer está en venta. Se llevaron a la señora Sawyer a una residencia de ancianos en Florence, donde vive su hija. La casa se está cayendo, así que supongo que, si te interesa, conseguirás un buen precio. Mi hija es agente inmobiliario. Le diré que te llame.

Trey le hizo un gesto con la mano a Garland mientras salía por la puerta.

—Quédate con el cambio —dijo—. Invita a los chicos a una cerveza a mi salud.

Mientras Trey regresaba al aparcamiento pensaba que, en menos de una hora, toda la población se enteraría de su llegada. Y a partir de ese momento, no dejarían de chismorrear sobre lo que habría o no habría estado haciendo en esos doce años.

—Debería haberme quedado en un hotel en Charleston —suspiró—. Tal vez sea cierto eso que dice la gente de que jamás puede uno regresar a casa.

Trey giró por la calle Center y se dirigió a la antigua zona residencial de la ciudad. Belfort estaba ubicada en la confluencia de dos ríos que desembocaban en al Atlántico a veinticuatro kilómetros al sur de la población.

La mayoría de las enormes casas blancas de madera estaban situadas en la amplia península que separaba los dos ríos, en calles flanqueadas de robles centenarios que les proporcionaban sombra y con enormes terrenos que llegaban hasta el río.

Trey sabía que la casa Sawyer estaba situada en la calle Charles. Mientras detenía el vehículo delante del edificio, miró hacia la casa de al lado. Ése siempre había sido considerado territorio Parrish, el lado este del distrito histórico. Desde la guerra entre los estados del norte y el sur, los partidarios de Parrish habían vivido al este de la calle Hamilton y los partidarios de Marbury al oeste de la línea divisoria. Una persona declaraba su apoyo a uno u otro dependiendo del lugar donde escogiera comprar su casa.

Trey se echó a reír con discreción. Comprar en territorio enemigo habría provocado en su padre un ataque de apoplejía. Sacó una cerveza de la bolsa, la abrió y dio un buen trago. Incluso aunque quedara algún Parrish viviendo en la casa de al lado, la enemistad había terminado hacía tiempo. Como único heredero de Clayton Marbury, no tenía intención de continuar con las hostilidades. Y que él recordara, sólo quedaba una heredera de Parrish y esa era Lisbeth Parrish; que seguramente se habría marchado de Belfort a la primera oportunidad posible.

Saltó del todoterreno y se acercó a la casa Sawyer, cuya fachada se cernía amenazadoramente entre los árboles y los arbustos. Como la casa de al lado, la casa Sawyer tenía un porche que rodeaba los cuatro lados de ambas plantas, protegiendo la casa del implacable sol del verano. Se veía que hacía falta una mano de pintura y que en algunos sitios parte de la galería estaba caída. Pero aunque estuviera cayéndose a pedazos, uno no se topaba con una casa así todos los días. El trabajo artesanal era increíble, y los detalles arquitectónicos parecían los originales de cuando se había construido a mediados del siglo XIX.

Trey pasó la mano por el cristal sucio de una de las ventanas y se asomó al interior, donde distinguió la repisa tallada de una chimenea y varias piezas de mobiliario cubiertas con sábanas. Con una sonrisa en los labios, Trey se volvió hacia la calle. Le daba igual lo que pidieran por la casa; lo pagaría. Después de pasar ocho años diseñando todo tipo de edificaciones, desde centros comerciales hasta urbanizaciones de apartamentos, sería divertido trabajar de nuevo con la sierra y el martillo.

Cuando llegó al todoterreno Trey se dio la vuelta. Siempre había habido un camino secreto en la parte de atrás de la vieja casa Sawyer, un camino que él y sus amigos habían tomado en numerosas ocasiones en las noches calurosas de verano. A través de un bosquecillo espeso el camino llegaba hasta un brazo del río, una especie de piscina profunda con el fondo arenoso. El instituto había construido allí una piscina el año después de graduarse él, y seguramente el lugar llevaría tiempo olvidado. Se le ocurrió que tal vez un baño antes de ir al motel le resultara agradable .

Sacó el resto de las cervezas del todoterreno y pasó por delante de la casa vacía para adentrarse en el patio trasero. El ruido de los grillos y el murmullo de los animales nocturnos lo acompañaba mientras buscaba la entrada del camino. Aunque para llegar a la ensenada debía cruzar la propiedad de los Parrish, eso nunca había sido un impedimento para Trey y sus amigos. Si no armaban demasiado jaleo y dejaban todo limpio antes de marcharse, normalmente nadie se enteraba de que habían estado allí.

Mientras se abría paso entre la maleza, Trey recordó una vez en la que había sido sorprendido, y no precisamente por el viejo Parrish. Sus recuerdos de esa noche, unos días antes de cumplir dieciocho años, continuaban muy presentes en su pensamiento, ya que representaban un momento decisivo en su vida. No sabía si había sido la magia de ese lugar, o los eventos previos al encuentro. O tal vez hubiera sido su reacción espontánea la que había contribuido a que el recuerdo se hubiera grabado a fuego en su memoria.

Había sido su última noche en Belfort antes de marcharse a la facultad. Había empezado la noche enzarzándose en una discusión con su padre, que había insistido en que no le daría ni un centavo para costear su formación. Aunque Clayton Marbury II había nacido en el seno de una familia rica, de algún modo se le había metido en la cabeza la idea de que a su hijo le vendría bien tener que trabajar mientras estudiaba en la universidad. En ese momento, Trey no había estado seguro de poder jugar al fútbol, estudiar arquitectura y trabajar, pero había entendido que tendría la ventaja de poder por fin verse totalmente libre del control de su padre.

Había salido de casa muy enfadado, listo para ir a comprar unas cervezas frías y buscar a unos cuantos amigos con los que emborracharse. Pero al final había decidido pasar la noche solo.

Sin saber cómo, había terminado en el brazo del río, enfadado y nervioso, confundido por la dirección que estaba a punto de tomar su vida y temeroso de no poder soportar todo lo que se le echaba encima.

Ella había aparecido más o menos entre su tercera y cuarta cerveza, y al principio, Trey había pensado que era una alucinación. Pero en cuanto se había dado cuenta de que no era producto de su borrachera, se había alegrado de la compañía.

Libby Parrish no había salido con la pandilla del instituto. Tímida y estudiosa, jamás había sido una de las chicas más bonitas o populares. Entonces había sido aún pequeña, y además era una Parrish, el único defecto que la diferenciaba del resto del mundo. Pero esa noche, a la luz de la luna, Lisbeth Parrish había significado algo más para él.

Al verla había estado a punto de salir corriendo, pero entonces ella le había hablado, le había dicho que no le diría nada a su padre. Trey aún recordaba su mirada, mezcla de curiosidad y de cierto temor.

Trey dejó que los recuerdos fluyeran mientras atravesaba el último grupo de arbustos y accedía al pequeño claro. La luz de la luna iluminaba el río, y en la distancia se oía el aleteo de un pato que echaba a volar. Trey encontró un viejo tronco de árbol cerca del sitio donde sus amigos y él, para que no los acribillaran los mosquitos, solían encender una pequeña fogata. Se sentó en el suelo y se recostó sobre el tronco antes de dar otro trago de cerveza. Por primera vez desde que había llegado a Belfort, tenía la sensación de haber encontrado un recuerdo digno de rememorar.

Momentos después, Trey oyó un ruido a sus espaldas entre la maleza. Rápidamente, se agachó y se tumbó boca abajo detrás del tronco. Aunque de pequeño no le había importado demasiado quebrantar la ley, en el presente Trey era un extraño en la ciudad, y no estaba seguro de lo que el dueño de la casa pensaría de su presencia en una propiedad privada.

Esperó, aguantando la respiración, medio confiando en que apareciera algún grupo de chavales. Pero sólo una persona salió de entre los arbustos; una mujer de cuerpo esbelto que se dibujaba bajo el fino algodón de su vestido de vuelo. La joven agarró el dobladillo del vestido y se lo quitó de un solo movimiento; seguidamente, se quitó las sandalias antes de caminar hacia el borde del agua.

Trey aspiró con tanta fuerza, que estuvo a punto de atragantarse. ¡Esa mujer no llevaba nada debajo del vestido! Y con el susto de ver a una mujer desnuda a sólo unos metros se le aceleró el pulso. Quiso apartar la mirada, pero le resultaba imposible, ya que esa joven era sin lugar a dudas la criatura más bella que había visto en su vida.

Tenía un cuerpo perfecto de miembros largos y delicados y un trasero perfectamente dibujado. La luz jugueteaba sobre su piel, y sin darse cuenta, Trey se quedó embelesado con la elegante curva de sus hombros y la suave hendidura al final de su espalda. La joven levantó un poco los brazos y los deslizó bajo la espesa melena de cabello para retirárselo del cuello. Trey, que estaba tumbado boca abajo, se movió un poco para que la erección que tenía no le resultara tan molesta.

Pero al tratar de cambiar de postura, se le resbaló un pie y un palo crujió bajo su peso. Ella se quedó inmóvil y volvió la cabeza; como un animal asustado que estuviera decidiendo si quedarse o huir. Su perfil, iluminado repentinamente por la luz de la luna, fue instantáneamente reconocible y Trey respiró aliviado.

—Libby Parrish —murmuró sin emitir sonido alguno.

Trey sonrió. Qué extraña coincidencia encontrarla allí la primera noche que pasaba en la ciudad, cuando ella había estado allí mismo en la última.

Mientras Libby se metía en el agua, Trey decidió que había llegado el momento de marcharse de allí. Tenía claro que ésa no era la ocasión apropiada de presentarse ante ella, estando Libby desnuda y él tan evidentemente excitado.

Pero finalmente Trey decidió no marcharse. Se tumbó boca arriba y se quedó mirando las estrellas mientras escuchaba el chapoteo en el agua.

Había cambiado tanto desde la última vez que la había visto. Se había convertido en una preciosa mujer, más maravillosa de lo que jamás hubiera podido imaginar. Pero aún recordaba a la chica que él había conocido, y con el recuerdo de la adolescente que había sido regresó cada detalle de esa noche de tantos años atrás.

Habían pasado horas charlando, Trey desahogando su rabia y su frustración, y Libby escuchándolo embobada, como si cada palabra que dijera él fuera lo más importante del mundo.

Nadie se había tomado jamás la molestia de escuchar lo que él deseaba en la vida. Todo el mundo tenía una imagen de quién era Trey Marbury o en quién se suponía que debía convertirse. Trey había hecho tanto esfuerzo para complacer a sus padres, a sus profesores, a sus entrenadores y a sus amigos, que se preguntaba si alguna parte de su vida le pertenecía de verdad.

No había sido su intención besarla, pero había surgido con tanta naturalidad…Y cuando ella le había correspondido, él había sentido un alivio enorme, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

Después de eso, todo había ido con tanta rapidez. Ella le había desabotonado la camisa para acariciarle el pecho desnudo. Y aunque la noche era húmeda y calurosa, Trey recordaba haberse estremecido de deseo, haber sentido cómo todo el calor abandonaba su cuerpo para concentrarse solamente entre sus piernas. Hasta esa noche, se había tenido a sí mismo como un conquistador, como un muchacho seguro de sí mismo en la limitada experiencia que había tenido con algunas chicas dispuestas.

Trey había tenido la intención de controlarse, pero no había podido negar lo que había sentido con Libby. Había deseado algo más íntimo, algo que le diera fuerzas para enfrentarse a su futuro incierto. Y esa noche lo había encontrado en el cuerpo de Libby, en sus suaves caricias y en el dulce sabor de su boca…; en su manera de moverse bajo su cuerpo.

Habían pasado doce años, y él había hecho el amor con bastantes mujeres desde esa noche. Pero seguía buscando esa armonía inexplicable que había encontrado con Libby, seguía buscando una mujer en la que se combinaran la candidez y la pasión desenfrenada, una mujer que pudiera descubrir su cuerpo y su alma. Aunque Libby era virgen, había sido ella la que había tenido el poder de seducción, provocándolo para que le hiciera el amor, calmando sus dudas con sus labios y sus manos.

Y después, cuando se habían vestido, ella le había sonreído como si aquel fuera su secreto. Y entonces él le había hecho memorizar su dirección de la facultad y le había pedido que le escribiera. Además, le había prometido a Libby que regresaría a casa. Y esa había sido la última vez que había visto o sabido nada de Libby… hasta esa noche.

Trey se puso de nuevo boca abajo y se asomó por encima del tronco. Libby salía despacio del agua. Si le había parecido preciosa por detrás, no estaba preparado para lo que estaba viendo por delante. Recordó el conocido cuadro que había visto en un viaje a Italia; el de la Venus saliendo desnuda de un río. No recordaba el nombre del pintor, pero estaba reviviendo en ese momento la bella escena.

Dios mío, era tan preciosa… Ya no era delgaducha y huesuda como años atrás. Libby Parrish se había convertido en una mujer que era capaz de cortarle la respiración y hacerle latir de deseo.

Ella recogió el vestido del suelo, se lo puso y después se calzó. Aspiró hondo y echó un último vistazo al río antes de echar a andar hacia el camino. Trey ahogó el deseo de llamarla, de prolongar el momento. Había tantas preguntas sin respuesta; no sabía por qué ella no le había escrito, o por qué no había respondido a sus cartas.

Mientras la observaba perderse entre la espesura, Trey gimió con suavidad.

Estupendo. ¡Pasaría el resto de la noche viéndola desnuda en su imaginación, atrapado con la única compañía de su perro en un motel a la salida de la ciudad.

Sólo podía hacer una cosa. Tendría que comprar la casa de al lado y averiguar en qué tipo de mujer se había convertido Libby Parrish.

 

 

—¿Quieres hacer el favor de apartarte de esa ventana?

Libby Parrish agarró un poco de masa de galletas y la lanzó a la nuca de la cabeza de Sarah Cantrell.

Sarah se dio la vuelta.

—¿Es que no sientes curiosidad? Lleva una semana viviendo ahí. No me digas que no lo has estado espiando un poco.

Libby suspiró mientras dejaba la masa sobre la encimera cubierta de harina. Sarah y ella eran amigas desde los doce años, pero había veces en las que era una auténtica pesada. Y toda vez que trabajaban juntas, tenía que aguantarla casi a diario.

—¿Por qué voy a mostrar el más mínimo interés por lo que esté o no haciendo ese hombre? —dijo en tono de solterona remilgada—. Ahora volvamos a la receta de las galletas. Me preocupan las instrucciones que vaya a dar para trabajar la masa. Amasar es la palabra errónea en este caso, sobre todo si mis lectores lo entienden en el contexto del pan. Si se amasa, esta mezcla quedaría dura y…

—Está cortando el césped —dijo Sarah con aquel acento pausado—, con esos pantalones vaqueros que de grandes están a punto de resbalársele. Oh, Dios, ojalá se inclinara hacia delante y…

—¡Basta ya! —gritó Libby.

Aspiró hondo para intentar calmar el revoloteo que sentía en el estómago.

—Yo, que me considero una experta cuando se trata de cuerpos masculinos, digo que no me importaría probar lo que tenga que ofrecer Trey Marbury. Hoy estaban hablando de la seguridad que siempre tuvo con las mujeres.

—¡Ya basta! —gritó de nuevo Libby.