Al diablo la realeza - Luana Evin Linder - E-Book

Al diablo la realeza E-Book

Luana Evin Linder

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Beschreibung

Todos conocemos la historia de la princesa Blancanieves, una chica de inigualable belleza, atormentada por su malvada madrastra, amiga de siete simpáticos enanos y salvada por el príncipe de turno con un "beso de verdadero amor" (si puedes llamar "amor verdadero" a alguien a quien viste solo por cinco minutos). Pero lo que pocos saben es que existe otra historia en este cuento, una cuya protagonista también es una princesa, pero nadie la reconoció como tal; siendo olvidada por todos, repudiada por su madre, abandonada a su suerte en las sucias calles del reino… obligada a sobrevivir. Como toda moneda tiene dos caras, toda historia tiene una segunda versión, y ya es tiempo de que ella nos cuente la suya. Les advierto que esta se podría decir que es una mezcla entre los cuentos de hadas y una realidad muy cruda. ¿Son lo suficientemente valientes para escucharla?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ilustración de tapa: Yennifer M. Soledad Linder.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Evin Linder, Luana Belén

Al diablo la realeza : ¡Yo no soy Blancanieves! / Luana Belén Evin Linder. -

1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

392 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-898-1

1. Novelas. 2. Novelas Románticas. 3. Narrativa Infantil y Juvenil. I. Título.

CDD A860.9282

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Tinta Libre no se responsabiliza por la corrección textual de la obra ni por los errores ortotipográficos y gramaticales que pudieran leerse. El presente libro se publica fiel al manuscrito original entregado por el autor, bajo su pedido explícito de respetar la obra textualmente como fue escrita. El autor se responsabiliza por la corrección del texto de manera independiente y ajena a la editorial.

© 2024. Evin Linder, Luana Belén

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Para Margarita Inés Linder.

Te quiero, mamá.

Érase una vez, en un magnífico castillo de una tierra muy lejana, una hermosa reina, cuyo único deseo era tener una hija. Después de muchos años, en un frío invierno, dio a luz a una preciosa niña con piel blanca como la nieve y con labios rojos carmín. No había en el reino criatura alguna que igualara su belleza. Pero, poco después de su nacimiento, la reina enfermó y, posteriormente, falleció.

Su padre, preocupado por encontrar una madre para su bella hija, volvió a casarse con una mujer de exuberante belleza y elegancia, pero que tenía el corazón negro cual carbón. Ella, que era una mujer arrogante y celosa, poco después de la muerte del rey, al ver la belleza de la princesa, no tardó en obligarla a usar harapos y forzarla a hacer todo tipo de tareas de servidumbre. ¡Oh, pobrecita y triste Blancanieves!..., Una niña tan pequeña y dulce, con lindas manos suaves y manicura perfecta, obligada a lavar uno que otro plato… Cuántas lagrimitas de cocodrilo debió derramar cuando se rompió una uñita….

Como sea, ya hablamos bastante de ella. Prácticamente, todo el mundo conoce su historia, o sea, hasta tiene su propia película de Disney... Pero ¿quieren saber de quién nunca hablan? ¿A quién omitieron completamente de la historia principal? ¿QUIÉN FUE IGNORADA Y ECHADA A LA CALLE COMO UN PERRO SARNOSO? Cof… cof... cof…. No se preocupen, no estoy molesta por una tontería como esa (sonríe forzadamente).

Como podrán deducir, esta no es la historia de Blancanieves, la bella y querida princesa a la que todo el reino ama, que luego se casó con un guapo burgués, se convirtió en reina y tuvo su «Vivieron felices para siempre».

No… La historia que les contaré es otra: una que muy pocos conocen y el resto ignora. Esta no es una historia con moraleja, canciones ridículas o príncipes que besan cadáveres. Esta es una historia de abandono, de rebeldía, de libertad. Es una historia de supervivencia.

Esta es mi historia. La historia de la segunda princesa, de la media hermana, y de la única hija de sangre de la peor y más horrenda mujer que puede existir… Porque yo SOY la hija de la Reina Malvada.

Mi nombre es AGATHA

El sol nacía en el horizonte e iluminaba el paisaje con sus cálidos rayos. Las aves cantaban alegres las más dulces y adorables melodías. Todo apuntaba a que sería otro día soleado de comienzos de mayo, perfecto para salir a correr por la hierba bañada en rocío o para recoger las miles de flores que crecen en esta época del año. Pero, en ese momento, los pensamientos de cierta reina se centraban en algo mucho más trascendental. En esa espléndida mañana, cuando los rayos del sol se filtraban por las ventanas del cuarto más grande y lujoso de todo el palacio, en una cama donde cabrían fácilmente diez personas, la hermosa reina Grimhilde rompió fuentes.

—Ahhh… ahhhh… esto es horrible… ¡Ya sáquenlo!

—Resista, su alteza; ya veo la cabeza. Falta poco.

—Uu… uuu… Ahhh… ¡Ahhhh! ¡Maldición! ¡Esto duele!

—Ya casi, su alteza. Solo puje una vez más.

—¡Ahhhhhh! —gritó al oír el llanto de la criatura que acababa de nacer—. Ahhhh… finalmente.

—Felicidades, su alteza: es una bebé preciosa y muy saludable.

La partera, exhausta pero sonriente, después de haber limpiado a la pequeña recién nacida con su delantal y calmado su llanto, la acercó lentamente a su madre. Esta, sin embargo, no hizo el menor amago de cogerla y, después de haber tomado un poco de aire, abrió lentamente los ojos para observar a la recién nacida. Tras unos segundos de haberla examinado en completo silencio, sin ninguna emoción, su semblante cansado se volvió duro. Sus bellos ojos verde bosque la miraron de arriba abajo con desprecio y sus labios formaron una fea mueca; un bufido bajo se escapó de entre ellos. «Una niña… —siseó—. ¡Una mísera e inservible niña!».

La mujer, asustada y sorprendida por partes iguales de la reacción de la reina, se apartó despacio de la cama abrazando protectoramente el bultito que tenía entre los brazos. Si bien la reina no era conocida precisamente por ser un alma bondadosa, cualquiera esperaría que mostrara alguna alegría, o al menos una sonrisa al dar la bienvenida a su primer hijo al mundo. Pero Grimhilde no era una persona normal. Desde muy joven había sido considerada una de las mujeres más hermosas que pudieran existir, con su cabello castaño claro que brillaba como el oro a la luz del sol, su cara de corazón con rasgos definidos pero suaves a la vez, sus labios gruesos con tonalidad rojiza, sus pómulos sonrosados naturalmente y sus ojos como finas esmeraldas. Pintores y poetas habían compuesto obras magníficas tomándola como su musa. Y es que nadie podía negar que Grimhilde tenía un aura y presencia que capturaba todas y cada una de las miradas en la habitación. Por ello no fue de extrañar que el rey de Lorh, Enrique, quien había estado viudo durante cuatro largos años, fuera uno de los tantos candidatos en pedir la mano de la joven, hija de un conde del reino vecino. La boda real fue todo un espectáculo. El rey no escatimó en gastos para complacer a su nueva reina, y esta se aprovechó de esto tanto como pudo. La celebración duro siete días; las calles de todo Lorh se llenaron de crisantemos rosas y blancos, sus flores favoritas; bufones, malabaristas y juglares llegaron de todas partes para demostrar sus habilidades. Los sastres y las modistas apenas tuvieron tiempo de comer por la cantidad de pedidos que tuvieron (ni hablemos de tener tiempo para dormir). Después de todo, cada dama y caballero del reino quería lucir sus mejores galas en la boda. Además, por todas las calles, se podía ver a cientos de comerciantes ofreciendo sus mejores productos.

El palacio del Este, más precisamente la sala del trono (donde se llevaría a cabo la coronación y posterior celebración), fue decorado con finas telas de lino blanco. Los techos y las paredes estaban iluminados por un centenar de velas colocadas en los más intrincados diseños de candelabros de plata y oro. No había ni un solo rincón a oscuras. Las mesas de banquete eran largas; estaban adornadas con mantelería blanca y con platería de oro. Había todo tipo de aperitivos, platillos sustanciosos y postres. Después de la ceremonia de matrimonio, los novios ingresaron al salón haciendo su triunfal entrada por las escaleras, que se encontraban a los lados de los tronos: el rey, por la derecha y la nueva reina, por la izquierda. Al verla, todos los presentes guardaron silencio, asombrados por lo que veían: Grimhilde lucía un vestido blanco platinado con entramados de flores bordadas y perlas intercaladas. La cola del vestido era muy larga e igual de adornada, lo cual daba la sensación de que flotaba etérea en su descenso. Su cabello, iluminado por la luz de las velas, parecía oro puro; estaba recogido en una trenza y enganchado en un fino y transparente velo. Como contaron los presentes más tarde, parecía que un ángel descendía del mismísimo cielo para ser su nueva gobernante. Una vez que el rey Enrique la proclamó como tal y puso la corona en su cabeza, esta mostró a todo el mundo la más radiante de las sonrisas, lo que provocó una interminable ola de aplausos y vítores.

Los días siguientes fueron muy felices, pues el pueblo pensaba que una nueva era de prosperidad, paz y felicidad estaba comenzando. Después de todo, la reina anterior había sido conocida por su bondad, caridad y amor por su pueblo. Entonces, esperaban que Grimhilde, con su apariencia angelical y con su sonrisa pura, fuera todo eso, y más, para Lorh. Pero esa certeza, con el pasar de los meses y de los años, se iría desvaneciendo. En efecto, la nueva reina, si bien al comienzo se mantuvo en su papel angelical y cariñoso, al poco tiempo de la coronación, fue mostrando su verdadera naturaleza, empezando por los sirvientes hasta llegar al propio rey. Y esta, según comentaban todos los que tenían la mala suerte de interactuar con ella, era comparable con la del mismísimo Lucifer…

Lo que había comenzado como un par de comentarios maliciosos se fue convirtiendo gradualmente en reclamo, luego en agresión verbal, hasta llegar a lo físico, pues parecía que todo le molestaba y que nada lograba complacerla. Las que peor la pasaban eran sus doncellas, obligadas a lavar los pisos hasta tener las manos rojas y entumecidas, puliendo la platería tres veces al día (porque, según Grimhilde, esta no estaba lo suficientemente brillante) y ayudándola con sus vestidos y zapatos, tarea que se repetía varias veces al día, ya que usaba cuatro conjuntos diarios, y estos, a pesar de tener solo un par de horas de uso, debían ser lavados, cepillados, planchados y almidonados enseguida, aunque no volviera a usarlos en su vida. Sus damas de compañía tampoco escapaban a sus caprichos, pues no podían usar adornos ni vestidos vistosos mientras trabajaran para ella, aun las que pertenecían a familias de la nobleza. Y su trato no era mejor que el que les daba a las siervas.

La reina pasaba la mayor parte del día bañándose, pasándose aceites perfumados por todo el cuerpo, recibiendo masajes, probándose diferentes tipos de peinados, joyas o zapatos, además de recibir la constante visita de múltiples comerciantes que le ofrecían todo tipo de mercancías a precios exorbitantes, y consultando a miles de médicos, herbolarios y especialistas para que la aconsejaran sobre tratamientos de belleza, también muy costosos.

El rey, si bien toleró este comportamiento los primeros meses de su matrimonio, con el tiempo se fue enojando y amargando. El cariño inicial que sentía debido a la hermosura de su esposa quedaba opacado cuando se lo comparaba con su personalidad, sumando a esto sus extraordinarios gastos y el mal comportamiento para con todos los que la rodeaban. Esta situación solo empeoró cuando ella quedó embarazada. Si bien el rey en un comienzo estuvo encantado con la noticia (sobre todo ante la posibilidad de al fin tener un heredero), su ilusión y entusiasmo desaparecieron rápidamente. Grimhilde se volvió más exigente con el personal: castigaba duramente a todos sus sirvientes por la menor falta, ya fuera real o inventada. Sus gastos en extravagancias aumentaron aún más; se jactaba de que lo merecía por llevar al heredero del rey en su vientre. El rey, debido a todo esto, empezó a emborracharse cada vez más seguido, en un intento desesperado de soportar a su endemoniada esposa, lo que solo provocó que no cumpliera correctamente con sus deberes reales, delegando todo en sus secretarios y nobles de la corte, los cuales aprovecharon esta oportunidad para enriquecerse a espaldas de él y del reino.

Cuando el vientre de la reina empezó a crecer, también lo hicieron las quejas y los reclamos. Odiaba al bebé por «afearla». Odiaba al rey por haberla puesto en ese estado, odiaba que el personal le llevara la comida que pedía y los odiaba aún más cuando no lo hacían. No paraba de mirarse al espejo y de quejarse de las estrías y de la grasa de más debido al embarazo.

El rey, en este punto, se fue a la guerra con la excusa de tener que ayudar a sus aliados, que se habían visto amenazados por tribus bárbaras, aunque todos en palacio conocían la verdadera razón de su partida. A la reina esto no le importó en lo más mínimo, y siguió como si nada pasara. En el séptimo mes de embarazo, llegó a palacio la noticia de que el rey Enrique había sido herido en el campo de batalla y que, debido a que sus heridas eran graves, no había sobrevivido. El luto se extendió por todo el reino. Las damas y caballeros de la aristocracia vistieron de negro durante dos meses, como lo dictaba la tradición. La reina también lo hizo y, ante todos, parecía una viuda destrozada por la pérdida, lo cual la hizo ganar algo de simpatía entre ellos, cosa que no sucedió con los siervos, pues estos eran testigos de que seguía siendo la misma a puertas cerradas en el palacio. Una vez que el luto terminó, como era costumbre, la posición de Grimhilde se elevó a la de reina interina, lo cual significó que tenía la más alta autoridad y el poder de decisión para gobernar como mejor le pareciera, lo cual encontró sumamente conveniente. «Días oscuros vienen para todo Lorh»… era la frase que más se escuchaba entre los muros del palacio.

Cuando se acercó la fecha del alumbramiento, las esperanzas de todos en palacio se reavivaron, pues esperaban que el nuevo príncipe (o princesa) dulcificara, aunque sea un poco, el carácter de su egoísta reina, como suele suceder con la mayoría de las madres. Una de esas personas era la señora Carlota, la partera de palacio, quien tenía mucha experiencia en el área pues, en sus más de treinta años de servicio, ya había perdido la cuenta de todos los niños que había ayudado a traer al mundo y sabía de sobra que la mayoría de nuevas madres se convertían en verdaderas dulzuras después del nacimiento. Por eso rogaba todos los días al Altísimo para que el carácter y personalidad de su reina cambiara después del parto. Sin embargo, en ese momento, teniendo a la recién nacida princesita en brazos y viendo cómo su madre la insultaba sin miramientos, un frío le recorrió toda la espina dorsal. Sus oraciones no habían sido escuchadas.

Tardó unos segundos en recuperarse lo suficiente y, con voz muy baja pero resuelta, le dijo:

—Alteza, es una bendición que la bebé haya nacido sana y que el proceso haya tenido lugar sin ningún percance. Este momento es motivo de celebración.

—«Celebración», dices… —contestó con los ojos echando chispas y rabia contenida—. Celebración sería si fuera un heredero, algo que serviría para aumentar mi poder frente a todas esas hipócritas víboras que tengo por consejeros. Esta niña no es más que una moneda de cambio, como la otra mocosa que tuvo mi difunto esposo, ese bueno para nada que se atrevió a dejarme y morir antes de darme un varón.

—Pero…

—Pero nada, y ya cállate, que vas a empeorar mi jaqueca. —Masajeándose la sien con una mano e ignorando a la partera y a su hija, se levantó de la cama y fue directamente, con cierta dificultad, a un gran espejo cercano al balcón. Carlota estuvo a punto de decirle que no era prudente levantarse aún pero, por temor a ella, se mordió la lengua y bajó la cabeza.

Grimhilde se paró recta y dejó caer la bata que llevaba. Contempló con expresión solemne todo su cuerpo desnudo, sin mostrar ni un indicio de dolor después del parto. Su reflejo era lo que se esperaría de una mujer que acaba de dar a luz: estaba llena de sudor por el esfuerzo. Su hermoso cabello estaba pegajoso contra su espalda; tenía ojeras grises y algo de piel colgada en su zona abdominal, además de varias estrías que recorrían su bajo vientre, nalgas y muslos. Examinó cada uno de estos detalles, prestando especial atención a la zona del vientre. Después de varios minutos de haber hecho esto en sepulcral silencio, bufó.

—Nueve meses —empezó a decir despacio—, nueve meses de estar soportando que esa criatura me deformara el cuerpo. Soportando vómitos, dolores de espalda y horrendas contracciones. Todo para traer a una niña insignificante. —Se giró bruscamente para mirar directamente a la partera—. Manda llamar inmediatamente al médico de la corte, y a mi personal de belleza. Requiero un baño, masajes, aceites aromáticos, cremas faciales y una dieta para verme hermosa lo más rápido posible. Apresúrate.

Acostándose nuevamente en la cama, agitó la mano para indicarle a Carlota que se fuera mientras decía esto último. Ella, sin embargo, dudó. Estaba esperando alguna indicación sobre la bebé pero, como la reina no dijo nada más, tomó aire y preguntó:

—Alteza, ¿desea que lleve a la niña a la torre con su hermana y se la dé a una de las niñeras? ¿O quiere mantenerla en esta ala del castillo con una nodriza?

La reina, que estaba examinando sus uñas, apenas levantó su cabeza al escuchar esto.

—¿Te parece que quiero a un bebé llorando todo el día y noche cerca de mí? —Sus ojos duros como piedra observaron fijamente a la mujer—. Ya arruinó mi precioso cuerpo. No dejaré que interrumpa mis sueños de belleza también.

Carlota tragó saliva.

—Entonces, ¿la-a llevo-vo a la torre… de la princesa…?

Grimhilde explotó.

—¡A la torre, a la cocina, a las caballerizas o, si quieres, tírala por el balcón! ¡NO ME IMPORTA! ¡SOLO SAL DE AQUÍ! —La niña, debido a los gritos, empezó a llorar nuevamente. Carlota la meció con manos temblorosas para tratar de calmarla, pero su nerviosismo solo provocó que llorara más fuerte—.¡Por Dios, ya cállala! ¡Sal de aquí ahora, o llamaré a los guardias y haré que las saquen a patadas!

No lo pensó más. Apretó fuertemente a la princesa contra su pecho, aunque esta siguiera llorando, y salió lo más rápido que pudo del ala de la reina. No se detuvo hasta que sus rodillas le empezaron a doler, lo que la obligó a detenerse. Tratando de recuperar el aliento, se agachó en medio del pasillo y, con el corazón aún amenazándole con salírsele del pecho, descubrió la cara de la niña. Esta había parado de llorar, pero tenía las mejillas todas húmedas y la nariz y la boca llena de mocos. Con cuidado, sacó un pañuelo que siempre llevaba consigo en el bolsillo de su delantal, y empezó a limpiarla. Al contemplar los ojos de la pequeña, un sentimiento de tristeza se apoderó de su corazón al pensar en el futuro de esa niña rechazada.

Después de un rato, Carlota finalmente logró levantarse. Aún le dolían las rodillas, pero no le importó; lo único que tenía en mente era llevar a la pequeña lo más lejos posible de su madre y encontrarle una nodriza adecuada. Tal vez ella no fuera lo que la reina o el reino quisieran, pero seguía siendo una princesa y, más importante aún, un ser humano que necesitaba cuidados y afecto. Tras un largo rato, finalmente llegó a la torre de la princesa, con la garganta algo seca y con el cuerpo bastante sudoroso (después de todo, ya tenía sesenta años). Al llegar, no subió a la recámara de la princesa Blancanieves, sino que se dirigió a una habitación que se encontraba cerca de la escalera; era una habitación más pequeña que las otras del palacio y solo tenía una ventana, una chimenea, una cama, una mecedora y un pequeño tocador. Esa era su habitación personal. Al entrar, una joven criada, que estaba limpiando el piso, la saludó.

—Bienvenida, señora Carlota —dijo mientras se levantaba y limpiaba sus manos contra su delantal—. Imaginé que estaría muy cansada después de haber asistido el parto de su majestad, así que me tomé la libertad de limpiar su cuarto para que estuviera más cómoda. Espero que no le moleste.

Carlota observó los pisos limpios y la cama tendida, mostrando una sonrisa.

—¿Cómo podría molestarme por esto? Realmente te lo agradezco, Agi. Pero no tenías por qué hacerlo.

—Claro que sí. Trabaja muy duro para su edad: necesita cuidarse más —le recomendó mientras se acercaba a ella—. Le pediré al cocinero que le prepare una sopa de verduras y que se la traiga enseguida para que pueda dormir temprano.

La sonrisa de la partera desapareció. En serio estaba agotada y la oferta de Agi sonaba muy tentadora, pero aún no podía descansar. Con un suspiro logró decirle:

—Gracias, pero no será necesario. Aún hay cosas que tengo que hacer —dijo, mirando al pequeño bulto en sus brazos.

Agi, quien al comienzo pensó que solo traía unas mantas, abrió enormemente los ojos cuando se dio cuenta de lo que era en realidad.

—Señora Carlota, ¿este niño… por casualidad… acaso es…?

—Esta niña —corrigió—. Es la nueva princesa de Lorh.

Dicho esto, se la entregó cuidadosamente, y esta la cogió con manos un poco nerviosas e indecisas al comienzo. Nunca había cargado a una princesa. Con cuidado examinó la carita de la pequeña quien, a su vez, le sonrió. Agi no pudo contener su expresión de felicidad; sus ojos brillaban: le gustaban mucho los niños. Uno de sus mayores sueños era casarse y vivir en una casa llena de ellos.

—Es perfecta —apreció mientras ponía un dedo cerca de su manito, y la niña la cerró enseguida, lo que provocó que Agi y Carlota rieran de nuevo—, y muy fuerte para ser tan pequeña.

—Eso es bueno. Necesitará ser muy fuerte si quiere vivir aquí. —Ese comentario hizo que la doncella levantara la cabeza para mirar a la anciana, cuya cara parecía haber envejecido diez años en unos segundos. Su semblante era triste y tenía la mirada perdida en un punto de la habitación. Tras unos minutos de silencio, continuó—: En estos treinta y tantos años que llevo de partera, pensé que ya lo había visto todo. Padres que maldicen a todo pulmón a sus esposas por haberles dado muchas hijas, pero ningún hijo; partos prematuros; mujeres que abandonan el mundo entre charcos de sangre; nacimientos múltiples; niños deformes; madres deprimidas y madres que brillan de felicidad… —Cerró los ojos con pesar—. Pero jamás pensé que vería tanto desprecio, odio y desentendimiento por parte de una madre primeriza a su primer hijo. —Miró con ojos melancólicos a la joven—. Esta niña es huérfana. —Abrió la puerta detrás de ella y, antes de irse, anunció con un dejo de voz—. Voy por una nodriza; ya vuelvo.

La joven empezó a caminar por la habitación, en parte para aliviar la creciente tristeza que experimentaba en el corazón, en parte para entretener al bebé. Sabía que era imposible para la niña entender las palabras aún, pero le pareció que, cuando Carlota había afirmado que era huérfana, su carita había cambiado a una expresión triste y sus ojos habían brillado con lágrimas contenidas. De alguna forma sintió que ella entendía todo lo que estaba pasando y que eso le dolía. Tal vez no significara nada, pero sentía que debía consolarla de algún modo, así que se acercó a la ventana. Fuera, se podía ver una parte del pueblo: el ambiente era animado. Había muchos transeúntes comprando, paseando, y niños jugando. La vista hizo sonreír a Agi y, mirando a la niña, le dijo:

—Tranquila, la señora Carlota está algo mayor y a veces no sabe lo que dice. —La niña parecía estar prestando atención a lo que decía, así que continuó—: Lo más seguro es que tu mamá esté cansada después de haberte traído al mundo. Es un trabajo difícil. Seguro te vendrá a ver pronto y te llenará de besos y abrazos. —La alzó sobre su cabeza y esta comenzó a reír—. Serás una princesa muy mimada y querida. Ya lo verás —afirmó muy segura.

Agatha Green, a quien todos llamaban Agi, era una joven doncella que había llegado al palacio a trabajar hacía pocos meses. Era conocida por ser una persona que siempre veía el lado positivo de la vida y porque siempre mostraba una sonrisa. Creía que, en el fondo, todas las personas eran buenas y que nadie era malo por naturaleza. De cierta forma, sus pensamientos también la volvían algo escéptica cuando las personas a su alrededor criticaban duramente a alguien o hacían circular rumores sobre estas. Para ella, esto era más que nada debido a la envidia que tenían, o la persona que iniciaba el rumor no estaba de buen humor ese día o, simplemente, podía estar aburrida, lo que la llevaría a exagerar mucho las situaciones, incitando a la desconfianza y llevando a todos a juzgar mal a alguien que no lo merecía, creando falacias en torno a ellas. Por esto no creía que la reina fuera tan mala como lo afirmaba la mayoría del personal de palacio. Estaba segura de que ella solamente estaba cansada por el parto y que, tan pronto se recuperara, iría de inmediato a ver a su hijita.

Pensar en la reina sonriente, cargando y mimando a la pequeña que tenía enfrente la hizo sonreír. Sin duda, sería una princesa hermosa y fuerte con un gran futuro por delante, amada y muy querida por todos en Lorh. Después de todo, su madre era una reina, y una madre siempre les da lo mejor a sus hijos. Pues no hay en el mundo amor más grande que el de una madre por su hijo. (O al menos eso creía).

Los días pasaban con normalidad en el palacio. A simple vista, no había mayores cambios, salvo por el hecho de que la reina ya no tenía un enorme vientre de nueve meses. Para todos, esto fue señal de alegría, pues la mayoría estaba harta de los incesantes berrinches y quejas de Grimhilde. Sin embargo, las murmuraciones y las teorías no se hicieron esperar cuando, a la semana del alumbramiento, no había noticia alguna del bebé. Para la mayoría, resultó evidente que había sido una niña, y no un varón, pues el nacimiento de un heredero al trono se festejaba a lo largo de todo el reino a los dos días del nacimiento y, en caso de que este naciera muerto, se tenía que guardar luto por un mes entero. Esto, no obstante, no ocurría con el nacimiento de una princesa, ya que en estos casos solo se llevaba a cabo una fiesta en el palacio, para la aristocracia más prominente del reino, con motivo de presentar a la nueva princesa real y, si esta nacía muerta, se celebraba un velatorio discreto.

La mayoría del pueblo y la aristocracia creyeron en esto último, y dieron por zanjado el tema. Los sirvientes, sin embargo, tenían otras ideas. Algunas sirvientas decían haber oído llorar a un bebé en el ala de la reina. Otras decían haber escuchado cómo la reina ordenaba a uno de sus guardias que matara al bebé por haber sido una niña inservible. Incluso hubo quienes aseguraron ver a la reina arrojar un bulto desde su balcón. Todo esto solo provocaba terror e incertidumbre entre ellos. La situación se volvió tan delicada que la partera Carlota fue interrogada sin descanso durante varios días. Todos ansiaban saber con detalle qué había ocurrido durante el parto de la reina. Carlota, sin embargo, se excusó todas las veces diciendo que tenía prohibido hablar del tema. Y, cuando estos vieron que todo intento de persuadirla resultaba inútil, finalmente, se rindieron.

Después de un mes sin ninguna noticia, la mayoría aceptó que lo más probable era que la princesa hubiera nacido muerta y hubiera sido enterrada en un muy discreto funeral. Aun así, el ver a la reina actuando como de costumbre, sin ningún indicio de sufrimiento por la muerte de su hija, daba lugar a dudas. Por esto empezaron rumores de que la niña (o tal vez niño) había nacido deforme, y la reina había decidido ocultarlo en algún lugar del palacio. Pero no pudieron negar o confirmar nada, así que, simplemente, se dejó de hablar del tema.

Mientras todo esto sucedía, en la torre de la princesa, en un cuarto pequeño y muy discreto, Agi, que estaba junto a la ventana, mecía en sus brazos a una muy inquieta y obstinada bebé que no entendía que ya era hora de acostarse.

—Ya… ya… ya… —El llanto no se detenía—. Por favor, pequeña. Tienes que dormir…

—No hay caso. Parece que pasaremos otra noche en vela.

Carlota estaba recostada en su cama, tejiendo con pericia una manta azul. A su lado se encontraba una niña de cinco años, ataviada con un hermoso camisón rosa pálido.

—¡Me duelen los oídos! —protestó tapándoselos.

—Deberíamos volver a su habitación, princesa. Mañana tiene clases muy temprano y necesita estar bien descansada.

—Pero, nana, Agi dijo que podía darle el beso de las buenas noches al bebé.

—Creo que tendrá que esperar a mañana, princesa —dijo Carlota sin apartar la vista de su tejido—. Me temo que pasarán varias horas antes de que esta serenata termine.

—¿No tendrá hambre?

Ante el comentario de la pequeña, la anciana detuvo su tejido y, después de un momento de reflexión, preguntó:

—Agi, ¿la nodriza vino entrada la noche para alimentarla?

La joven, quien lucía cada vez más agotada tratando de calmar a la niña, logró decir:

—¿No la recibió usted? Yo me fui un rato a las cocinas. Pensé que la había recibido usted.

Carlota inmediatamente soltó el tejido y, de un brinco, salió de la cama

—Dios mío, no. Iré a buscarla inmediatamente —decidió, al tiempo que se dirigía a toda prisa hacia la puerta.

Unos minutos después, volvió a entrar con una mujer en camisón: era evidente que Carlota la había sacado de la cama; su cabello estaba hecho una maraña y en su rostro se podía ver que aún no terminaba de salir del sueño. La sentaron rápidamente en la mecedora junto a la chimenea, y Agi le entregó a la hambrienta niña, quien no tardo ni un segundo en prenderse al pecho de la mujer. Finalmente, la tranquilidad volvió a la habitación.

—Soy una verdadera estúpida —se reprochó Agi mientras se golpeaba la frente con su puño—. ¡¿Cómo se me pudo pasar su hora de comer?! Ahhh, qué idiota…

—No te culpes tanto. Aún estás aprendiendo. El problema es que estos días hemos estado muy ocupadas, sumando el hecho de tener que cuidar a una recién nacida bastante inquieta. —Suspiró—. Ya estoy muy vieja para esto…

—Se ve muy graciosa cuando come —apreció de pronto la pequeña princesa mientras observaba a su hermana—. ¿No te duele? —preguntó a la nodriza.

—Para nada. Todavía no tiene dientes.

—¿No tiene dientes? —la miró preocupada—. Entonces, nunca podrá comer pasteles. Pobrecita…

Agi y Carlota soltaron unas risitas ante tal comentario.

—Tranquila, princesa. Sus dientes aparecerán en unos años y podrán comer juntas todos los pasteles que quieran.

—Ah, bueno. ¿En cuánto tiempo será eso? Quiero ir a tomar el té en el jardín con ella.

—En unos años, princesa. La bebé aún es muy pequeña para ir a una fiesta de té.

Blanca miró a Agi medio molesta, cruzándose de brazos.

—Pero falta mucho para eso. ¿No puede crecer más rápido?

Las damas, simplemente, rieron con el comentario y siguieron platicando. La luna ya dejaba ver sus bellos reflejos plateados por la ventana. Hacía rato que había pasado la hora de acostarse. Al percatarse de este hecho, la niñera real se levantó apresuradamente. Miró a la pequeña princesa y sentenció:

—Es hora de irnos —dispuso dirigiéndose a las otras damas—, la princesa tiene clases de modales, pianoforte y pintura por la mañana. Necesita una buena noche de descanso

—¡No me quiero ir! —exclamó mientras miraba a Agi con ojos de cachorro—. ¿Puedo quedarme un ratito más?... Por favooor… —Arrastró las últimas palabras, mostrándole una sonrisa encantadora mientras barría sus pestañas.

—La bebé también necesita descansar, Milady —respondió Carlota por Agi, sabiendo que esta era muy blanda y accedería a dejar que se quedara toda la noche si quisiera. No era buena poniendo límites.

—Pero yo no.

—Mañana —insistió cortés, pero con tono autoritario—. Puedes venir más temprano si lo deseas, para pasar más tiempo con la bebé. Ahora es mejor que escuches a tu niñera. No querrás que tu profesor de música te critique por quedarte dormida a mitad de un soneto, ¿o sí?

Blanca suspiró. Con cuidado besó la mejilla de su pequeña hermana, que seguía comiendo y, haciendo una pequeña reverencia rápida, salió de la habitación siguiendo a su niñera. Si Carlota no hubiera mencionado a su profesor de música, habría tratado de convencerlas de que la dejaran quedarse un rato más. Pero Sir Pericles era muy exigente y algo malhumorado de por sí. Definitivamente, no le convenía mostrarse cansada en su clase.

La nodriza terminó su labor poco después y también se fue. Agi continuó meciendo a la pequeña junto a la ventana para que se durmiera, lo cual esperaba que no le llevara demasiado tiempo esa vez.

—La dedicación de la princesa es admirable —comentó mientras miraba el cielo nocturno—. Desde que se enteró de que la bebé se queda en tu habitación, viene cada noche a verla y siempre quiere cargarla. —sonrió—. Esta niña no podría tener mejor hermana.

—Pues es un verdadero alivio, ya que solo se tienen la una a la otra.

—Eso no es…

En ese instante, la puerta se abrió de un portazo, lo cual impidió que Agi pudiera reclamarle a Carlota por su negatividad sobre la situación de las princesas. Pero, fuera lo que fuere lo que hubiera querido decir, se esfumó de su garganta en cuanto vio quién entraba a la habitación. ¡No era posible!

—¿Es aquí donde cuidan a la criatura? —Era una pregunta pero, por el tono tan imperioso y cortante con el que se la había hecho, sonaba más como una sentencia, además de estar acompañada por una mirada de hielo y por un aura que parecía congelar toda la habitación. Un escalofrío recorrió la columna de Agi de la cabeza a los pies, y le cortó la respiración por unos segundos, mientras que Carlota casi se cae de la cama al tratar de ponerse de pie junto a ella—. He hecho una pregunta —insistió la dueña de la voz, elevando el tono con pausa meticulosa.

Agi se puso blanca cual papel y, tratando de recordar cómo había que usar la lengua para hablar, logró decir no muy segura:

—S-sí… ¡Sí, su majestad!

La reina Grimhilde estaba allí.

El corazón de Agi dio un vuelco. Era la primera vez que veía a la reina en persona. Solo había escuchado hablar sobre su inigualable belleza, la cual la mayoría calificaba como sobrenatural. Y, al tenerla tan cerca, no pudo estar más de acuerdo con esa descripción: era la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Llevaba un vestido almidonado de seda rojo con encajes en dorado, un collar de rubíes a juego con sus aretes, y su precioso cabello dorado estaba recogido en una producida trenza, coronada por una tiara llena de diminutos diamantes. Su postura regia y su mirada imponente eran propios de la más alta clase. Sin lugar a dudas, su sola presencia dejaba a todos sin aliento. La habitación quedó en el más incómodo de los silencios. Ni Carlota ni Agi tenían las agallas para romperlo. Finalmente, la reina, tras una lenta y evaluadora mirada por toda la habitación que provocó que ambas mujeres se petrificaran, miró intensamente hacia el bulto que sostenía la mujer más joven.

—¿Es esa la criatura que traje al mundo? —preguntó sin emoción y con mirada escéptica.

—Así es, su majestad —respondió Carlota, saliendo del hechizo que la mantenía inmóvil—. Es un gran honor que haya venido hasta aquí para visitarla.

Inmediatamente hizo una reverencia e instó a Agi a que hiciera lo mismo. Esta obedeció enseguida con algo de torpeza. La impresión de tener a su majestad en la pequeña habitación de Carlota no la dejaba pensar ni actuar adecuadamente.

—Ah sí. Supongo que tenía que venir en algún momento.

La reina empezó a caminar lentamente con dirección a la criatura. Con cada paso que daba, se escuchaba el retumbar de sus tacones en el suelo marmolado. Ese sonido lento y rítmico provocaba un creciente sentimiento de terror en el corazón de Agi, lo que a su vez la llevó a recordar todos los rumores y habladurías que se decían por los pasillos sobre el mal genio de la reina y su carácter endemoniado. Temía siquiera pestañar en ese momento. Cuando estaba a solo centímetros de ella, contuvo la respiración. Su majestad ni siquiera la miró; bajó la cabeza para mirar a la pequeña, que se hallaba dormida entre sus brazos, y la examinó de arriba abajo. Ese extraño examen visual la hizo sentir realmente incómoda, sin saber bien por qué.

—Es más grande de lo que recordaba.

—Los bebés crecen muy rápido, su majestad —contestó Carlota.

—Ya veo. —Se apartó bruscamente de las damas y se sentó en la mecedora que se hallaba cerca de la chimenea—. Como no estás haciendo nada útil, ve y tráeme el té y un par de aperitivos. Procura que sean frescos, pero no traigas más de una bandeja: tengo que controlar mi dieta.

Carlota dudó por unos segundos. No le hacía ninguna gracia tener que dejar a la inocente Agi y a la bebé solas con esa mujer. Pero era la reina y, si no la obedecía, su pescuezo estaría en peligro. Entonces, a regañadientes, dejó la habitación lentamente sin dejar de mirar de reojo a su alteza, rogando al Altísimo que su extraña visita fuera por algún sentimiento maternal recientemente descubierto, y no por algún motivo oculto.

El silencio se hizo presente nuevamente en la habitación, dejando otra vez un ambiente pesado y sepulcral. Agi sentía el impulso de salir corriendo, pero era como si una extraña fuerza invisible la mantuviera pegada al suelo. La reina, totalmente ignorante del sentir de una simple criada, se examinaba las uñas con indiferencia.

—Hace días que los pechos me duelen —soltó de golpe rompiendo el silencio—. Mi médico dice que se debe a la acumulación de leche. —Se giró hacia Agi y por primera vez la miró directamente a los ojos con expresión muy seria—. Me aconsejó que diera de amamantar para aliviar mi malestar.

—¿A-a-amamantar…? —logró preguntar Agi en un tono tan bajo como un susurro.

—Eso dije —respondió tajante—. Dame a la niña —ordenó extendiendo el brazo.

Algo en el interior de Agi le decía que no debía hacerlo, que debían salir de ahí. Pero su mente positiva y racional la tranquilizó enseguida. «No tengo por qué sentirme así», se dijo a sí misma. A pesar de ser una reina intimidante, también era la madre de esta preciosa niña a la que ella había estado cuidado desde su nacimiento, y una madre ama sin límites a sus hijos por naturaleza, ¿verdad? Además, ¿no acabada de venir personalmente a verla a mitad de la noche? ¿No estaba ofreciéndose a amamantarla en este momento? Con estos pensamientos dejó de sentirse tan cohibida y temerosa. Mostrando una leve sonrisa, entregó a la pequeña a su madre. Esta se despertó y miró con curiosidad a la mujer que la tenía en brazos. Para sorpresa de Agi, no lloró ni se movió. Ambas se miraron con idénticos ojos verdes.

—Creía que sus ojos eran marrones. ¿Seguro que esta es la niña correcta?

—S-s-segura, su majestad. Es-s normal que el color de o-ojos y de piel cambie, con el tiempo, en los recién nacidos.

—Ya veo. —Se bajó el corsé, dejando al descubierto su prominente pecho. La pequeña boca de la niña no tardó en penderse de uno de estos.

Por suerte, parecía seguir teniendo apetito. Agi agradeció esto en silencio. Hubiera sido un gran problema que la niña no quisiera seguir comiendo.

—Enciende la chimenea: esta habitación parece un témpano de hielo.

—S-Sí, su majestad.

La joven se apresuró a cumplir la orden y, tras un par de intentos, logró encender una pequeña hoguera, la cual avivó poniendo un par de leños que se hallaban en un montón cercano. Después de un rato de haber estado atizando el fuego con una barra de hierro, el ambiente de la habitación se sintió más ameno. Terminada la tarea, se limpió las gotas de sudor que se habían formado en su frente y se quedó parada junto a la chimenea.

La reina contemplaba en silencio a su pequeña hija, quien la miraba con ojos muy abiertos mientras comía. Después de unos segundos, Agi vio cómo la expresión de la reina se relajaba. Su postura recta y fría parecía más cómoda; su mirada se volvió un poco más cariñosa, e incluso creyó ver que las comisuras de sus labios se elevaban un poco. La imagen de la reina y su hija, tan naturales y familiares en esa posición, hizo que el corazón de Agi se calentara y se conmoviera. Era un paisaje de lo más tierno; era lo que ella quería tener algún día.

—He de admitir que es bastante bonita —murmuró mientras le acariciaba la cabeza—. Teniendo en cuenta que el rey no era para nada atractivo, es una verdadera sorpresa.

Un pequeño rincón en la mente de Agi sabía que debía quedarse callada. Ella no era más que una criada de servicio, y su trabajo consistía en servir y ser, prácticamente, invisible. Pero la imagen tan familiar y amena le hizo responder sin pensar.

—Es porque se parece a usted —comentó conmovida y con mucho cariño—. Sin duda, cuando crezca, será la niña más hermosa que el palacio haya visto. Tal vez incluso la más bella del reino.

—Sí, supongo que esa es una posibilidad. —Dejó de acariciarla y volvió a observarla detenidamente. Esta vez, sus ojos verdes parecían los de un depredador acechando a su presa—. Una niña que se convertirá en una mujer muy hermosa, sin duda.

—Oh, seguro que sí —corroboró Agi sin notar el cambio repentino en los ojos de su reina—. Cuando sea una doncella, tendrá miles de pretendientes a sus pies. Después de todo, ¿qué hombre se resistiría a una dama tan hermosa como su majestad? Además de ser una princesa…

—Sin duda, nadie —confirmó lentamente—. Una mujer tan hermosa como yo. Pero más joven… más fuerte… y más inocente… —En la mente de la reina se estaba formando un montón de imágenes de banquetes y bailes, todos con largas filas de pretendientes, todos y cada uno de ellos con la sola intención de ver a esta niña que tenía en brazos. La más hermosa, seguro. Su cuerpo empezó a estremecerse de rabia. La niña notó enseguida el cambio repentino en su madre. Apartó la boca, y empezó a llorar y moverse como un gusano, tratando de alejarse. Pero la reina la tenía sujeta con fuerza. Agi, quien seguía soñando despierta, al escuchar el llanto, se apresuró a tratar de tomarla. Pero la reina le golpeó la mano, lo que provocó que la mirara consternada. Sus pupilas eran muy pequeñas; sus labios formaban una línea recta y la niña no paraba de moverse, tratando de zafarse de su fuerte agarre—. Ve a traerme el té —ordenó abruptamente.

El instinto de salir corriendo volvió a apoderarse de Agi. Algo estaba muy mal. Sabía que no debía irse sin la niña.

—P-pero la señora Carlota ya fu…

—¡Te dije que te fueras! ¡AHORA!

—P-pero la bebé...

—Yo me encargaré de ella. ¡VETE!

—Pe-Pe-P…

—¡AHORA!

Un sudor frío recorrió su espalda y la hizo salir casi corriendo. Pero, al salir de la habitación, aminoró el paso. No quería irse muy lejos. Estaba muy preocupada por el inminente cambio en la actitud de Su Majestad y tenía mucho miedo por la bebé. No estaba a más de doce pasos de la puerta cuando se detuvo por completo.

«¿Buscar el té? ¡Qué rayos!, si Carlota acababa de ir a buscarlo. Pero ¿qué pasó? ¿No estaba hace solo un minuto alimentando tiernamente a la niña? ¿Por qué ese cambio tan repentino? ¿Está loca? No, no, no. Seguro, solo quiere estar un rato a solas con su hija, ¿no? Cálmate, Agi, lo estás pensando demasiado. Carlota ya vendrá y, entonces, yo yo…».

La línea de sus pensamientos se vio interrumpida por un grito agudo de terror tan fuerte que podría romper una ventana. Sus pies se movieron más rápido que su mente, abriendo la puerta de la habitación con un portazo. En una fracción de segundo, sus ojos se posaron instintivamente en la niña, que gritaba y pataleaba sin descanso, tirada junto a la chimenea, con una gran quemadura en la cara, de la cual manaban sangre y humo. Junto a ella estaba la encarnación de un demonio hecho mujer, con ojos cetrinos que parecían lanzarle cuchillas. Y, en su mano derecha, una barra de hierro al rojo vivo.

Un instinto en lo más profundo de su ser la hizo abalanzarse y coger a la niña entre sus brazos. Esta no paraba de llorar, gritar y sacudirse. Agi estaba espantada; la quemadura era larga y rectangular. Casi le llegaba al ojo derecho. Por suerte, parecía no haberle tocado el globo ocular, pero le cubría casi toda la mejilla, de la cual no paraba de salir sangre por los bordes y un olor intenso a carne cocida. Le dieron arcadas, pero el terror que sentía por la niña, y aún más por la mujer que tenía a escasos pasos de distancia, se las quitaron de inmediato. La reina la miraba con profundo odio pero, al mirar a la niña, ese odio pareció aumentar exponencialmente. La apuntó con la barra, de la cual aún se desprendían pequeñas virutas de humo.

—Llévatela —ordenó lenta y pausadamente— a un lugar donde nunca más la vea. Si tú o ella vuelven a estar en mi presencia, las mandaré a colgar sin miramientos.

Como si de un resorte se tratara, Agi abrazó más fuerte a la niña, y salió de allí lo más rápido que pudo. Corrió y corrió, pasillo tras pasillo, esquivando guardias, criadas, y cualquier otro ser u objeto que estuviera en su camino. Su corazón desbocado amenazaba con salírsele del pecho, y los gritos de la niña no paraban de retumbar en todas las paredes, pero no les hizo caso. Solo corrió desenfrenada en la penumbra de esa oscura noche.

Después de lo que le pareció una eternidad (pero que no llegaban a ser más de unos quince minutos), se detuvo. Tenía la garganta seca, y las piernas le dolían. El agotamiento la golpeó, obligándola a agacharse. La pequeña había parado de llorar, pero su cara estaba cubierta de lágrimas y mocos. Sus pequeños ojos verdes parecían exhaustos, tristes y asustados. El corazón de Agi, aún desbocado por el esfuerzo, se contrajo de pena y rabia, y varias lágrimas se escaparon de sus ojos.

Con cuidado se levantó y empezó a caminar rápidamente a su habitación o, mejor dicho, la habitación que compartía con las demás criadas. Esta se hallaba en una de las torres menores del castillo; específicamente, se trataba de la torre del oeste número tres, aunque nadie prestaba atención a esos detalles. Dentro había una multitud de camas, cuyas ocupantes eran puras plebeyas, ninguna con una tarea específicamente asignada, salvo la señora Berta Tabot, quien era el ama de llaves del castillo. Al verla entrar con los ojos llorosos, Abigail, su mejor amiga, se acercó inmediatamente.

—¿Agi? ¿Qué sucede? —preguntó corriendo hasta ella—. ¿Qué te pasó?

—A mí nada, Abigail, pero necesito ayuda urgente —respondió, mostrándole a la pequeña que tenía en brazos.

—¡Altísimo! ¡Rápido! ¡Necesito un paño húmedo!

Abigail tomo a la niña y se apresuró a tratar su herida. Las demás criadas presentes no pudieron evitar intervenir también en el asunto.

—Oh, cielos. Pobre criatura. ¿Quién hizo algo así?

—¿De dónde sacaste a esa criatura? No es tuya, ¿verdad?

—Pero ¿cómo se hizo una quemadura tan grande?

—¿Tienen suficientes vendas?

—¡Ya basta! —gritó la señora Tabot, acallando a todas—. Señorita Green ¿de quién es esa niña y por qué está aquí? Responda ahora.

Agi apenas la miró. Estaba agotada y ya no quería seguir mintiendo ni ocultando la verdad.

—Es la hija de su majestad —informó de un tirón—. Ella la quemó con una barra de hierro.

Todas la miraron con gesto horrorizado, incluida la seria señora Tabot.

—¿La reina quemó la cara de su propia hija? No es posible.

—¡Es una bruja! Sabía que era un demonio, pero esto es demasiado.

—¿Cómo puede hacerle eso a una bebé y más aún, a su propia hija?

—Es un monstruo. Ojalá termine ardiendo en el infierno.

—Señoritas, señoritas. Por favor, cálmense. Necesito hablar con la señorita Green. Las que no estén ayudando pueden retirarse por el momento.

Todas salieron de la habitación, no sin antes haber echado varias ojeadas a Abigail, que seguía tratando a la niña.

—Ahora bien, explícame qué sucede. Tenía entendido que el hijo de Su Majestad estaba muerto. Y ahora vienes corriendo a mitad de la noche, despertando a todo el mundo, con una niña gravemente herida, la cual dices que es la hija de su majestad.

—Es la verdad. La señora Carlota y yo la estuvimos cuidando todo este tiempo. Hoy fue la primera vez que su majestad fue a visitarla y…y… —Las lágrimas empezaron a brotar sin control—… me dijo que no quería volver a verla.

La señora Tabot suspiró cansinamente. Esto era un verdadero lío.

—Bien, por ahora necesitará un lugar para quedarse. Podemos llevarla a una institución de niños por la mañana.

—Yo me haré cargo —dispuso Agi enseguida—. No puede terminar en una de esas instituciones. Es una princesa, una noble.

—Es una niña que fue rechazada, abandonada por sus padres. Su lugar está con los demás niños abandonados.

—¡No está abandonada! ¡Y no voy a dejar que termine en un lugar donde será golpeada, utilizada y muy probablemente esclavizada!

—Entonces, ¿qué harás? ¿Vas a criarla por tu cuenta? ¿Qué hay de tu trabajo?

—La señora Carlota y yo nos encargaremos. Lo hemos hecho hasta ahora, y lo seguiremos haciendo.

—La señora Carlota es una anciana que está por retirarse y volver al campo. No creo que quiera quedarse a criar a una niña que no tiene nada que ver con ella.

—Yo la ayudaré —decidió Abigail uniéndose a la conversación. Ya había terminado de tratar a la niña, logrando conseguir que se durmiera—. Y, seguramente, las demás criadas nos darán una mano de vez en cuando. Le aseguro que no va a notar que está aquí.

La señora Tabot pasó su mirada de una joven a la otra y, tras unos segundos de meditación, suspiró.

—Bien, pero procuren que no llore ni despierte a nadie durante la noche. Y supongo que no tengo que añadir que su existencia aquí debe permanecer en secreto.

—Entendido —respondieron ambas al unísono.

Echando una última mirada a las jóvenes y a la niña durmiente, se marchó. Las dos amigas se miraron entre sí, sentándose en una cama próxima de donde dormía la susodicha.

—Gracias.

—Tranquila. Todo saldrá bien —le aseguró Abigail abrazándola—. Todo saldrá bien.

—Eso espero.

Ambas se quedaron un rato contemplándola, cada una en su propio mundo, pensando en todo lo que acababa de pasar y lo que pasaría de ahora en adelante.

—¿Cómo se llama? —preguntó Abigail.

—No tiene nombre —respondió Agi, percatándose por primera vez de este hecho después de haber estado cuidándola un mes—. La reina no le puso ninguno.

—¿Deberíamos elegirle uno?

—No podemos. Es hija de nobles, de la mismísima reina. No tenemos la autoridad de nombrarla. Además, si la reina alguna vez cambia de parecer y decide reconocerla, quién sabe lo que haría con las criadas que osaron nombrar a su hija —dijo, odiando cada palabra.

—Entiendo. Pero, entonces, ¿cómo la llamamos?

—Supongo que «bebé». Tal vez, cuando sea más grande, podamos ponerle un apodo.

—Esperemos que la reina la reconozca antes de eso.

—Ojalá —deseó Agi, no muy convencida.

No podía contarle la verdad: que ella y la niña habían sido amenazadas de muerte si volvían a ver a su majestad, o su profunda certeza de que jamás la reconocería como su hija. El hecho de haber sido quemada o rechazada por su madre no era suficiente motivo para que la descartaran.

Después de todo, existían numerosos casos de niños de familias nobles rechazados o echados a la calle que, después de unos años, volvían a estas y eran reconocidos debidamente como si nada hubiera pasado. Un pequeño rincón en la mente de Agi quería aferrarse a esa pequeña esperanza. Pero, aunque no quisiera admitirlo, ya sabía la verdad. La pequeña niña a la que tanto amaba nunca sería reconocida como hija por su madre biológica.

Las heridas de la infancia tardan toda una vida en cicatrizar, y algunas de estas nunca dejan de sangrar...

I

Diez años después…

El ambiente era frío durante esa mañana. La nieve llenaba cada rincón del palacio. La primera división de soldados reales estaba a punto de terminar su excursión diaria. Rostros cansados y bostezos eran las expresiones dominantes entre sus filas. Todos ellos anhelaban terminar la última ronda e ir directamente a las cocinas por un desayuno caliente y sustancioso. Pero, al cruzar el umbral de ingreso al patio central, el General Alonso Hasser se resbaló y cayó de bruces, junto con los desafortunados que se encontraban detrás de él.

—¡Maldición! ¡¿Por qué hay una condenada capa de hielo en el suelo?! ¡Esto es un castillo! ¡No un estúpido lago!

Una pequeña risa aguda se oyó de pronto. El general giró bruscamente su cabeza hacia la dirección del sonido, el cual provenía de un gran árbol cercano. La furia se encendió en sus ojos.

—¡Esa condenada muchacha otra vez! ¡Sal de ahí y muestra tu feo rostro!

Nadie salió, ni se movió. El general dio un paso al frente en dirección al árbol. Tenía las manos en puños. Estaba harto, y la ira lo dominaba.

—Espere, general, no se moleste. Yo me haré cargo de ella —dijo un joven soldado, interfiriendo en su camino.

Este miró al joven con desprecio de arriba abajo. Estaba a punto de empujarlo al suelo y continuar con su cometido, pero lo pensó mejor. Se había levantado mucho antes de que el sol saliera y desde entonces había estado cumpliendo con su deber sin beber tan siquiera un vaso de agua. Lo que menos quería en ese momento era lidiar con las estúpidas bromas de una niña. Con eso en mente, miró al soldado con aire de superioridad y le ordenó casi gritándole:

—¡Esa niña es una amenaza! ¡Encárgate de castigarla con rigor y que no vuelva a cruzarse en mi camino! O tú y ella terminarán muy mal; te lo aseguro, soldado.

—Entendido, General —prometió haciéndole una rápida reverencia.

El general dio la vuelta y se fue pisando fuerte junto con el resto de los soldados, rumbo a las cocinas. La excursión había terminado. El joven soldado suspiró y se dirigió lentamente al árbol, que ahora estaba en total silencio. Apoyó la espalda contra este y miró unos segundos la capa de hielo con la que se habían resbalado su jefe y compañeros. Estaba bien escondida por otra capa más fina de nieve.

—Buen truco. Te superaste esta vez. Solo te recomiendo que, para la próxima, trates de no reírte, o al menos escóndete más lejos de la escena del crimen.

—¡Lo intenté! ¡En serio! Pero la cara roja del general era demasiado graciosa —protestó la voz detrás del árbol.

—Cierto. Tiene una cara de lo más horrenda cuando se enoja. —Se colocó detrás del árbol, agachándose para estar a la altura de la niña escondida—. Pero eso fue muy peligroso. Alguien pudo haberse lastimado.

La niña bajó la cabeza, mirándose los pies en señal de arrepentimiento.

—Lo siento, Leo. No quise meterte en problemas.

—Ya pasó. —Se levantó y extendió su mano hacia ella—. Vamos. Seguramente, Agi te estará buscando.

La niña tomó su mano y levantó la cabeza para mostrarle una pequeña sonrisa. Su largo cabello negro y huracanado estaba suelto y le cubría la mitad derecha del rostro, lo que le permitía ver solo con un ojo. Era molesto, pero ya se había acostumbrado a llevarlo así a diario.

Ella y Leo caminaron juntos hacia los dormitorios de las criadas. Cuando estaban a unos metros de llegar, una preocupada Agi los divisó cerca de la entrada del patio.

—¡Katze! ¡¿Dónde rayos estabas?! ¡Estuve buscándote toda la mañana!

—Lo siento. Solo estaba jugando en la nieve.

Leo se rio. Agi lo miró a él y luego nuevamente a la niña.

—¿Qué hiciste? Te metiste en líos otra vez, ¿no es cierto?

—¡No! —mintió—. Solo estaba jugando con Leo, ¿verdad? —aseguró mirándolo con una sonrisa descarada.

Este dejo de reír y miró directamente a Agi, muy serio.

—Estábamos jugando a las escondidas en el patio. No pasó nada: te lo aseguro.

Agi lo miró con desconfianza, tanto a él como a la sonriente niña a su lado. No sería la primera vez que Leo encubriera alguna de sus travesuras. Cuando se aliaban, era muy difícil hacerles frente. Giró los ojos, y suspiró.

—Bien, más les vale que sea verdad. Ya tenemos suficientes problemas con la señora Tabot por tu travesura con los pescados la semana pasada.

—¿Pescados? —preguntó Leo a Katze con curiosidad. Esta se encogió de hombros.

—Al parecer, la señora Tabot no cree que los pescados sean buenas almohadas.

Leo estalló en carcajadas imaginándose la escena, y esto (aunque no lo quisiera) provoco que Agi también sonriera. Katze era una niña caótica; no paraba de hacer travesuras o de meterse en lugares donde no la llamaban. Pero Leo y Agi, simplemente, no podían estar mucho tiempo enojados con ella: le tenían demasiado cariño.

Los tres empezaron a caminar hacia las cocinas. Ya era tarde, pero ninguno había desayunado. La niña se adelantó corriendo, como siempre lo hacía.

—¿En serio no hizo nada esta vez? —le preguntó a Leo preocupada—. Por favor, sé honesto conmigo. —Leo dudó un momento pero, al ver su preocupación, decidió ser honesto con ella.

—Le jugó una pequeña broma con el hielo al General Hasser. Pero, tranquila, ya lo solucioné.

—Ahh… lo sabía. Esta niña… —Su mente empezó a pensar en miles de formas de castigarla. Esto no podía quedar así: tenía que enseñarle una lección, tenía que hacer que…

—Sabes que te ves muy linda cuando te enojas —la halagó Leo interrumpiendo sus pensamientos.

Esto provocó que se sonrojara al instante. Leo, riendo, la tomó de la mano, alejando todas sus preocupaciones. Siempre era así: él siempre conseguía alejar todas sus dudas y tormentos solo con tocarla.

Después del desayuno tardío, Katze se dirigió al palacio Este con una cubeta y un par de trapos. Le habían asignado limpiar todo el piso de la sala del trono. Aparentemente, el general le había comentado a la señora Tabot sobre su pequeña travesura y esta, a diferencia de otros, no la iba a dejar sin castigo. Pero eso no le impidió tirar toda el agua con jabón en el piso y jugar a deslizarse de un lado a otro mientras lo hacía.

—¿Has oído lo que le hizo la reina a la princesa? —preguntó en un susurro demasiado alto una sirvienta a otra que, al igual que Katze, se encontraban limpiando la sala.

—No. ¿Qué pasó?

—La reina obligó a la princesa a vestirse con harapos y limpiar toda su habitación como si fuera de la servidumbre.

—¡Qué horror! Eso es despreciable, ¿cómo puede hacerle eso a Milady Blanca? Pobrecita.

—Sí, lo sé. Esa mujer no tiene límites. ¿Cómo puede hacer que la heredera del reino se rebaje a tal nivel? Es inconcebible, ¡qué gran injusticia!

Se escuchó el estruendo de un balde golpear contra el suelo, lo cual alarmó a ambas sirvientas. Estas se giraron de inmediato para ver a una niña, con las ropas y el cabello mojado, salir con prisa de la sala.

—¡Oye tú! Mira el desastre que hiciste. ¡Vuelve aquí y termina de limpiar ahora! —le reclamó una de las sirvientas.

Katze se detuvo un momento para mirarlas con su ojo descubierto.

—Si quieres que el piso quede limpio, mejor deja de perder el tiempo chismoseando y haz tu trabajo —le respondió saliendo rápidamente de la sala, dejando a ambas boquiabiertas.

—¡Esa condenada niña! ¿Quién se cree que es para hablarme así? ¡Estúpida mocosa! Ya verá lo que es bueno —protestó una de ellas.

—Espera —le advirtió la otra, deteniéndola del brazo—. ¿Esa niña desarreglada no era la…? Ya sabes, la repudiada.—La última palabra fue apenas un susurro que salía de sus labios.

—Mmm… No creo… ¿Será?

—Pues coincide con la descripción de los rumores. A lo mejor, se enojó por lo que dijimos.

Ambas se miraron un momento con expresiones culpables. Luego, simplemente, continuaron con la limpieza.

«¿Y qué? —pensaba Katze molesta, mientras caminaba de regreso a su habitación—. ¿Qué tiene que la haga vestir de sirvienta y que limpie su alcoba? Yo tengo que hacerlo a diario y también soy una estúpida princesa, ¿o no?».

No podía evitarlo. No sentía ninguna simpatía por su media hermana, la princesa Blancanieves, desde que tenía más o menos unos cinco años. Y recordaba muy bien por qué como si hubiera sucedido el día anterior.

Ocurrió un día de primavera. Ella se había escapado de la mirada vigilante de Agi, y había terminado en un hermoso jardín que había cerca de la torre de la princesa. Allí estaba ella corriendo y juntando una gran variedad de flores, segura de que, si le llevaba un ramo muy grande, Agi no la regañaría (o al menos eso esperaba). Justo cuando estaba por arrancar una margarita de tallo particularmente resistente, vio por el rabillo del ojo a una niña con un precioso vestido celeste entrando al jardín. Era muy hermosa, con su cabello negro recogido con una preciosa trenza adornada con flores. Iba seguida de un par de niñas, también muy arregladas. Se sentaron a la mesa que se hallaba a mitad del jardín. Unos sirvientes les llevaron el té y varias bandejas con pasteles. Katze sonrió. Además de ella, no había ningún niño con quien pudiera jugar en el castillo. Apartó algunas de las flores más bonitas de su ramo y fue a su encuentro.

—Hola, ¿les gustan las flores? —preguntó mostrándoles su ramo recién hecho—. Hay muchas y son muy lindas, ¿quieren que les muestre