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Obra prologada por Mauricio Sanders, y en la que él mismo entrevista a Cristina Pacheco, es una "muestra selecta de los hombres que han imaginado la literatura escrita en español en este siglo". En este encuentro con los hombres y las mujeres que han marcado el mundo de las letras desfilan, entre otros, Octavio Paz, Isabel Allende, Ángeles Mastretta, Juan Gelman y Juan José Arreola.
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Seitenzahl: 979
COLECCIÓN POPULAR 658 AL PIE DE LA LETRA
Compilación y prólogo MAURICIO JOSÉ SANDERS CORTÉS
Primera edición (Vida y Pensamiento de México), 2001 Segunda edición (Colección Popular), 2005 Segunda reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2014
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit
D. R. © 2001, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-2434-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Prólogo, por Mauricio José Sanders Cortés
La entrevista como género literario
Una entrevista con Cristina Pacheco
Nota
Emilio Carballido (1977)
Los lenguajes
¿Censura o no censura?
Y la provincia, ¿qué?
Charolita de oro y plata
Que el teatro no sea una isla
Ver y leer
Teatro Campesino
Luis Spota (1977)
El primer día
Lección de periodismo
Soy escritor, hago libros
Un recuerdo, una historia
Son líneas en el agua
Rodolfo Usigli (1977)
Corona de luz
La última puerta
Medio tono
El presidente y el ideal
“La mujer no hace milagros”
Un día de estos
Corona de sombra
Mario Benedetti (1978)
No morirán del todo
Presión y expresión
Crítica, política y exilio
El encuentro con Cuba
El crítico como artista
Orígenes e influencias
Marcha, Asir, Número
Corrientes del pensamiento
Augusto Monterroso (1978)
Buena biblioteca pobre
Se suplica guardar silencio
Self-made man
Un nuevo enfoque de la propia historia
¿De qué fama hablas?
Las grandes sombras
¿Género chico?
¿Qué es la nostalgia?
Juan García Ponce (1978)
Lo prohibido
Aquellos girasoles
Huertas dantescas
Vago de huerta y de calle
La sombra del amor
Otras pasiones
Musil y los macheteros
Como los modernistas
Vuelta al D. F.
Difusión, difusión…
Nueva York, Nueva York
Un fantasma en la casa de Strindberg
Generación va, generación viene
La Revista Mexicana de Literatura
Recuento
La intervención
Rubén Salazar Mallén (1978)
Manuel Scorza (1978)
Martes, 7 P. M.
Éxodo: peor que la muerte
Casi una aventura
Infancia en el manicomio
En el Colegio Militar Leoncio Prado
Una deuda y tres poemas
Géneros e intenciones
Por el camino de Scorza
El combate: mi casa
Conmigo llevo la tierra y la muerte
Paco Ignacio Taibo I (1978)
Las cartas sobre la mesa
De la historia a las historias
La fatiga de escribir
La sombra de la derrota
Un ser distinto
Intolerancia
El amor por un fantasma
El artista y su realidad
Luis Cardoza y Aragón [I] (1979)
Reloj de arena
Nuestras vidas son los ríos…
Jaula de oro
La palabra y su sombra
Baudelaire, Rimbaud y yo
Contemporáneos y el muralismo
Andrés Henestrosa (1979)
Los indios, Vasconcelos y Mariátegui
El que gana y el que pierde
Poetas y generales
El 58 y el 68
La emoción de la patria
Los huérfanos de Oaxaca
Retrato de Emilia
Aquellos años
La música y los recuerdos
Renato Leduc (1979)
La sangre y el hambre
¿Qué más da?
Los finolis me chocan
Contra las “pompis”
Semana Mayor
Viva la diferencia
El tedio y el remolino
Villa y Obregón
Zaratustra y Eva
Revolución y cancioncitas
Manuel Mujica Láinez (1979)
El pasado romántico y sangriento
La literatura ayuda a vivir
La felicidad es… la buena prosa
Una sola América
Un lujo extravagante
Eraclio Zepeda (1979)
La aristocracia no existe
Fuerzas naturales
La que se murió de amor
Locos, ingleses y excusados
Van Gogh y Gaugin
Guerra en la paz
De Tuxtla a Huitzilac
Gobernadores y poetas
Entre Marx y la Tigresa
El descenso a otro tiempo
La Espiga Amotinada
El rapto más largo
Juan de la Cabada (1980)
El reloj de la plaza
Espejo de agua
El mundo de las mujeres
La Soledad
Estelita, la audaz
Palabras, letras, historias
Mi personaje inolvidable
Camilo José Cela (1980)
El lenguaje prohibido
La entrevista como género
No me preocupa la crítica
Gallego, español e inglés
La lengua de España y México
La obligación de olvidar
Borges y el tango
Silencio y violencia
Alí Chumacero (1980)
La bestia y el ángel
Un arte del instante
Amor y valle de lágrimas
Experiencia y poesía
Las voces del silencio
“Responso del peregrino”
El poeta en la calle
José Donoso (1980)
La última novela del boom
El exilio y el reino
El liberalismo ilustrado
Símbolos y metáforas
El desencanto de la burguesía
El lenguaje y las mujeres
Crítica y verdad
Manuel Maples Arce (1980)
Estridentismo y romanticismo
Una razón de estrategia
Rueda y Villaespesa
El muchacho que fui
Modernismo y modernidad
Una eterna nostalgia de esmeralda
John Dos Passos
López Velarde y Borges
Maples Arce en 1980
Ernesto Mejía Sánchez (1980)
Poesía y revolución en Nicaragua
Destrucción y reconstrucción
Cuba y Nicaragua
Darío y el arte nuevo
Misterios de la escritura
Recolección a mediodía
Nombrar al mundo
Francisco Monterde (1980)
Don Porfirio, Madero, Velasco
Guatemala y Nicaragua
Revista de Revistas
Virreinalismo y Suave patria
Vasconcelos y Gabriela Mistral
Torri y Genaro Estrada
Los siete autores
Descubrimiento de Los de abajo
De Lizardi a Fuentes
La Biblioteca del Estudiante Universitario
La crítica y el teatro
Presente y futuro
Rafael Solana (1980)
La máquina de escribir
“Verduguillo” y la crónica taurina
La educación de los sentidos
Huerta, Revueltas y el stalinismo
Claridad ante todo
Mis grandes maestros
Siempre! y Torres Bodet
Octavio Paz y la revista Taller
Poesía y prosa
El placer del texto
Una vida lograda
Pita Amor (1981)
La poesía no es oficio
El acto más alto
Porque quiero y porque puedo
Un mito autoinventado
Incendiada y endemoniada
Escribo con sangre
En el desierto
Efraín Huerta (1981)
El niño y la muerte
Leer y escribir
1935
El Nacional
De guerra y esperanza
Los hombres del alba
El compromiso invariable
Con los brazos abiertos
Álvaro Mutis (1981)
A la sombra de la memoria
El silencio del poeta
Círculo de sombras
Solo a dos voces
Sergio Pitol (1981)
Lejano rumor del mar
“Nocturno de Bujara”
Obsesiones y reflexiones
Tras la huella del tiempo
Los espejismos del invierno
Los ríos profundos
Las primeras letras
Ejercicios de español
Pushkin y la lengua rusa
Chéjov y Tolstoi
Fernando Benítez (1982)
El suplemento de Siempre!
La generosidad de Pagés Llergo
La cultura como derecho de todos
Ser periodista: escribir bien y de prisa
Reportaje, historia, novela
Los instrumentos del demonio
El goce de la crueldad
El siglo de la culpa
Elías Nandino (1982)
La Casa de los Azulejos
La muerte de Dios
Los árboles rojos
La muerte de Beatriz
Un alma pura
Memoria y olvido
A los jóvenes poetas
Fernando del Paso (1982)
Noticias del imperio
El espacio de los jardines
De la literatura como cadena perpetua
La tumba sin sosiego
Habla y literatura
El cuarto de los libros
El éxito y la crítica
El amor al exceso
Paco Ignacio Taibo II (1982)
El año de la derrota
El derecho a la venganza
Muertos y crucigramas
Nota roja: el México brutal
El mal Estado
La novela es acción
La perspectiva de la justicia
Muera Proust, viva Trotsky
Mario Vargas Llosa (1982)
Una novela de aventuras
Reescritura, relectura
La obra maestra
Riesgo y ventajas del periodismo
Poesía, teatro, cine
Democratización y masificación
Los horrores del éxito
Poder, cambio, crítica
Críticos y funcionarios
La literatura es una unidad
Sergio Galindo (1983)
Lo escrito, escrito está
La literatura, enfermedad placentera
La música y el ruido
Luz y niebla de Jalapa
La novela y la intimidad de los otros
La magia de las palabras (asociación libre)
Manuel Puig (1983)
Bajo un manto de estrellas
Como una película
Papel, lápiz y tiempo
El placer de escribir
Un cuarto oscuro
Yo, tú, él…
El lugar sin límites
Personajes en busca de autor
Margarita Michelena (1984)
Todos santos de la crisis
Periodismo y poesía
La recompensa es el trabajo
El misterio de los orígenes
Vallejo, Neruda, Paz
La revista América
Escribir sin temor
Octavio Paz (1984)
La palabra y la piedra
La poesía en la era de la televisión
El arte de conversar
El placer del texto
Poesía y ciencia
Creer y crear
La salvación del instante
Cuentos y revistas
Ir y volver
El diálogo con la pintura
Gonzalo Rojas (1984)
El relámpago
Poesía y sonido
La palabra viva
La gran majadería
Las vueltas del tiempo
Pound y Mandrágora
El mar dentro de mí
Los cantores de las cosas
Fragilidad y maravilla del mundo
Jaime Sabines [I] (1984)
Matemos a las rosas
Algo sobre la vida del mayor Sabines
Los días de Adán y Eva
Un hombre
Dolor, esperanza, alegría
La ciudad cruel
Filosofía y Letras
La profundidad de la poesía oriental
Edmundo Valadés (1984)
Un cuento que todos cuentan
El nuevo auge del cuento
José C. Valadés y la revista Hoy
Los héroes y los bandidos
El corrido del norte
“El primero que toque eso se muere”
Don Regino Hernández Llergo
Luis Cardoza y Áragón [II] (1986)
No morirán del todo
Pájaros con raíces, árboles con alas
“Nuestras vidas son los ríos…”
Ausencia y presencia
El placer del texto
Autocensura
Veinte ratones y un gato
La voz gamada de Reagan
Las palabras como armas
Arte e ideología
Carlos Monsiváis (1986)
Los Contemporáneos y la modernidad
Las influencias hispanoamericanas
Borges: más que éxito
Los escritores y la política
Periodismo y literatura
Días de guardar
El derecho a la alegría
Juan Rulfo (1983-1986)
Esplendor y silencio
Dentro y lejos
La vida real en 1953
Satisfacción y frustración
El Llano en llamas
El arte del cuento
Imaginaciones y realidades
Memoria y olvido
La violencia y el luto
El día del temblor
Infierno y paraíso
Armas y letras
El viaje en la biblioteca
Su Retrato del artista adolescente
La dicha de leer
Noticias de otro lugar
La destrucción y el fuego
Música en la noche
El único pecado
Luis G. Basurto (1987)
Las creencias y el drama
El teatro como tribuna
Elogio de la imperfección
La prueba del éxito
El juicio de las mujeres
El valor de la lealtad
Cada quien su vida
Eduardo Galeano (1991)
Escribir es abrazar
Dudo, luego escribo
Literatura y política
El poder de las palabras
Campo de batalla
La objetividad no existe
La música de las palabras
Juan Gelman (1991)
Todo es política
El idioma, la patria sin destierro
El placer de la poesía
Mallarmé y la modista
Confiar en el lector
Canto y cuento
La escritura del cuerpo
Jaime Sabines [II] (1991)
Cada hombre en su noche
La necesidad del olvido
Los poderes del sufrimiento
Las malas horas del mundo
La recuperación del placer
El mar, el jardín, la calle
El ansia que no cesa
La fascinación del silencio
“Los ríos que van a la mar”
Juan José Arreola (1992)
Los demonios y los días
El trabajo es el bien
Decir y escribir
Descansar de la conciencia
Memoria y olvido
La historia interminable
La traición de Jonás
El misterio de B. Traven develado por Gabriel Figueroa (1994)
Esperanza López Mateos
La Alemania de Traven
Descubridor de Bonampak
Gabriel Figueroa confirma: B. Traven se llamaba Mauricio Rateneau y era judío
Traven en Coyoacán
La identidad de un fantasma
Los últimos días de Traven
El gran personaje de un novelista
Isabel Allende (1995)
Paula o la generosidad
Salvar la muerte
La oscura realidad
Triunfo y tragedia
Una conversación permanente
Tiempo recobrado
Espacio lleno de presencias
Ariel Dorfman (1996)
Historias de la historia
Los caminos que se bifurcan
El escritor como ventrílocuo
No sucumbir ante el éxito
La indignación contra la injusticia
Soledad y comunidad
Ángeles Mastretta (1996)
La edad de la inocencia
Adiós a las armas
La grata compañía
Por el acantilado
Las otras voces
Ceromonias secretas
En este libro el lector podrá encontrar una muestra selecta de los hombres que han imaginado la literatura escrita en español en este siglo. La selección primera la hizo a lo largo de más de veinte años la escritora y periodista Cristina Pacheco, al elegir a un escritor sobre otro guiada por razones antiguas, amicitia, sapientia, lucem, que, diversas, son una en el amor a la palabra. El resultado de sus elecciones está en este libro, que contiene las variedades del arte que se compone con la lengua. La literatura escrita en nuestro idioma puede ser exquisita: aquí está Manuel Mujica Láinez, el argentino que ha escrito fantasías como holandas. Puede ser más basta y cruda: aquí está Luis Zapata, un mexicano que hiló una historia de vampiros que tuvo su hora. La literatura española de este siglo puede conocer la fama y la gloria en todo el mundo contemporáneo: aquí está Mario Benedetti. Puede ser casi desconocida, asunto de un grupo de amigos o de un aspirante a doctor: aquí está Juan de la Cabada. Toca a los surrealistas franceses pero también al pato Donald. Aquí están Luis Cardoza y Aragón y Ariel Dorfman. Toca la historia de un minuto en un pueblito pero también lo eterno y universal. Aquí están Manuel Scorza y Octavio Paz. Circula: aquí está Ángeles Mastretta. También está guardada: aquí está Juan Gelman. A la literatura escrita en español en este siglo le interesa todo, lo toca todo, lo trata todo, todo lo usa. Se escribe en forma de poemas, de novelas, de cuentos, de ensayos, de obras dramáticas. Diversa y múltiple, es una, unida por el amor a la palabra, lo único que vale para hacer una comunidad de la variedad tan grande de hombres que el lector encontrará en este libro.
¿Sabemos qué es literatura? Este libro nos sirve para confesar nuestra humildad. Si precisamos, si definimos, siempre habrá alguien que haya escrito algo que no quepa en nuestra justa caja. Lo único que sabemos es que, si tenemos en la mano un libro de Camilo José Cela o uno de Manuel Maples Arce, sabremos que es literatura. Hay cosas que se saben sin poder decirlas. La variedad misma de este libro nos dice que es vanidad precisar qué es la literatura española del siglo XX. Tantas cosas tan distintas entre sí escribieron tantos hombres, y todas son literatura. Lo que nos queda hacer es disfrutarla y conocerla, usar algunas horas para el tiempo feliz de la lectura. Cristina Pacheco, en su selección de hombres que escriben, usa la humildad. No define y no precisa. Teme y se asombra. No tiene las obsesiones necesarias de los críticos. No tiene las manías pertinentes de los profesores. Tiene la cualidad de los buenos lectores, el asombro y la gratitud. Con todas sus entrevistas parece que, con el corazón ligero, nos dijera: “Tantos años y yo tampoco sé qué sea literatura”.
LA ENTREVISTA COMO GÉNERO LITERARIO
Tal vez no podamos precisar qué es literatura. No obstante, siempre podemos saber un poco más sobre literatura. Podemos tratar ahora, por ejemplo, de saber de dónde viene el género literario de la entrevista.
Las entrevistas, lo sabe el lector, se suelen publicar en los suplementos de los domingos y en las revistas. Pertenecen al periodismo, el oficio de contar los eventos del día. Contar los eventos del día no es suficiente para hacer literatura. Basta con imaginar las hemerotecas, visitadas por los investigadores a sueldo o por estudiantes diligentes, para sentir que mala cosa sería usar algunas horas para leer periódicos viejos. El periodismo, con todo su prestigio, nos inclina a poner en la basura la colección de los periódicos de la semana. La literatura, por otra parte, nos inclina a guardar en la biblioteca los libros de unos años. Las entrevistas parece que pertenecen al vasto cuerpo de la escritura que, con las reseñas y las noticias, acompaña a los asuntos diarios de la literatura. Parece que trata de su actualidad y que, pasado el hoy, no tiene más qué hacer. Pertenecen, a primera vista, a eso modesto y menudo que se escribe sin tener jamás las pretensiones de acabar en libro.
Eso que parece no es cierto. Si lo fuera, el lector estaría leyendo ahora mismo un sinsentido. Por una extraña operación, hay entrevistas que sobreviven al día y que salen del periódico para transformarse en libros. Eso vale para todo el periodismo. Hay ejemplos notables de cosas que salieron de las revistas de los domingos y ahora están en nuestros libreros. Sobresale por su fama y por su gracia The Pickwick Papers, de Charles Dickens, que a lo largo de un año apareció en las páginas de un diario londinense y en 1837 fue publicado por primera vez en forma de libro. Con otro sabor, hay otros ejemplos en la literatura inglesa. Los artículos semanales de The Spectator, de Richard Steele; The Idler y The Tatler, de Joseph Addison, se convirtieron en libros que aún hoy conservan su entereza y su encanto. Hay que notar, tal vez, que los cuatro ejemplos tienen algo de broma. Fueron escritos para no tomarse en serio, para pasar el día o ganar el pan. Conscientes de su modestia, estos ejemplos han pasado sobre otros, cuyos nombres no conocemos ni conoceremos jamás, que fueron escritos con la voluntad consciente de pasar a la posteridad.
Las prensas rotativas, que multiplicaron por mil la circulación de las letras, acogieron magníficos articulistas que hoy día mantienen su reputación de extraordinarios ensayistas. Algunos, a diferencia de, por ejemplo, Dickens, ya eran escritores antes de dedicarse al género efímero. Algo pasó, sin embargo, que hace que busquemos esos libros que contienen lo que una vez fueron artículos del día. Para mencionar más ejemplos ingleses, digamos los nombres de Virginia Woolf, de G. K. Chesterton (sus ensayos más brillantes, que hoy están en libros como What’s Wrong With the World? o Differences and Avowals —que en el nombre y la lectura recuerda a las Simpatías y diferencias de Alfonso Reyes—, fueron hechos para las páginas del día y tratan exclusivamente sobre asuntos de ese hoy), Aldous Huxley o G. B. Shaw. Eso que pasó no es la pura calidad. Es fama que, durante años, Marcel Proust mantuvo un sueño que nunca se le cumplió: publicar en la primera plana de Le Figaro. Todo ese periodismo que se convirtió en literatura conserva el recuerdo de su origen: se lee con facilidad y gusto en quince minutos, el tiempo exacto de un desayuno apresurado o un viaje en camión.
El periodismo también se convirtió en literatura en español. Los ejemplos más próximos son El espectador, de José Ortega y Gasset, y los Glosarios, de Eugenio d’Ors. Ambos libros, que comentan el hoy de hace casi un siglo, siguen diciéndonos algo sobre nosotros mismos en este mismo día. En México hay varios ejemplos que podríamos mencionar. Contentémonos con dos: Carlos Monsiváis, el cronista de eventos diarios que sabe dar toda su importancia a las cosas que, por la prisa, juzgamos que no la tienen, y Jorge Ibargüengoitia, que después de muerto, sin haberlo pretendido, se convirtió en un estupendo ensayista gracias a sus diez años de artículos semanales de Excélsior.
La entrevista es un género literario que salió de los periódicos. Tiene además otra característica más longeva: las entrevistas están escritas en forma de diálogo. En su forma más común, la intervención del entrevistador se limita a hacer preguntas breves y la del entrevistado a contestarlas. Sin embargo, hay también entrevistas que recuerdan a las conversaciones, en que la intervención de ambas partes es más pareja y los dos se dan y los dos reciben. Ya sea que uno pregunte y el otro conteste o que los dos conversen, las entrevistas siempre son entre dos: siempre son diálogos. Las entrevistas, siquiera porque dos hablan, parecen la versión contemporánea de ese género antiquísimo y venerable que sirve tan bien para evitar el tono de formalidad excesiva que suele acompañar al pensamiento serio. Los diálogos tienen la ventaja de que no se dirigen directamente a los lectores y de que pueden expresar muchísimas ideas sin adherirse a ninguna. Los modelos de ese género son bien conocidos. El primero tal vez sea el de Platón. Otros ejemplos menos importantes pero igual de emulables son los de Diderot, que escribió un larguísimo diálogo, Jacques le Fataliste, y Fénelon, que escribió Dialogues des morts. Juan Luis Vives escribió diálogos y los escribió Baltasar de Castiglione y los escribió Paul Valéry. Las entrevistas, que aparecen sin pretensiones en los suplementos de los domingos y a veces se convierten en libros, son una de las maneras en las que hoy persiste en nosotros la antigua tradición de los diálogos.
Tenemos pues que las entrevistas pertenecen a esa sección del periodismo que, por alguna extraña razón que no es la calidad, se convierte en literatura. Tenemos también que son la expresión contemporánea de un género antiguo, el diálogo. Hemos dado algunos ejemplos y algunos nombres, que quizá sirvan para que algún lector curioso emprenda sus propias lecturas y ociosas investigaciones. Le hemos dado a la entrevista una familia venerable pero no pretendemos comparar a las entrevistas de Cristina Pacheco con los diálogos de Diderot ni con los ensayos de Chesterton. Lo único que queremos dejar bien claro es que lo que está en este libro, que parece tan nuevo como los periódicos de hoy, es la forma moderna de la antiquísima y vivísima literatura que leyeron los abuelos de nuestros abuelos. Somos los mismos aunque otros seamos. Así de asombroso es el arte que se hace con la lengua.
UNA ENTREVISTA CON CRISTINA PACHECO
Cristina Pacheco llega al muelle vestida de comodidad. Quienquiera que haya viajado en barco conoce las ventajas de vestir pantalones sueltos, de no usar cinturón, de llevar floja la blusa y calzar zapatos planos. Cristina Pacheco conoce bien los muelles y llega alegre. Llega con la cara radiante de los viajes nuevos. Le ha sido concedida la gracia de dar gracias por los viajes. Agradece ya con su sonrisa la esperanza de los vientos salados y los mares que vendrán. Cristina llega puntual, pues sabe que los barcos zarpan muy a tiempo. Cristina Pacheco ama los viajes y tal vez por eso llega a tiempo, para no tener ninguna prisa, para no arrastrar por todo el malecón el fardo de un reloj de pulsera.
No podemos ver todos los barcos. Es más, hay muelles sobre los que no podemos ver ninguno. Ahí las personas hablan y se embarcan. Oímos los barcos de esos muelles y se oyen como ruidos. Quienquiera que ame los viajes sabe que esos ruidos son el humo de conversaciones ajenas, que oímos alejarse hacia las islas que no son las nuestras y que se pierden en el horizonte cuando nos embarcamos hablando hacia las islas que sí son de nosotros. En esos muelles sirven comida y chocan con los platos las cucharas y chocan los vasos con las mesas. En aquella mesa, dos suben a un barco y lo conversan. Hablan entre sí de sus asuntos y se miran a los ojos mientras surcan sus propios mares en naves dichas de palabras. En aquella otra, tres están subidos a su barco. Uno habla, otro escucha y el otro, que come y calla, tercia. Así van los tres, hablando un barco que va sobre las olas que sólo a ellos interesa.
Cristina Pacheco llega a uno de estos muelles de barcos que se escuchan. Ahí nos citamos para hablar y embarcarnos. No daré señas del muelle. Cada quien tiene los suyos propios. Hay quien se embarca en un parque, en una banca, hay quien sube el barco en el asiento delantero de su coche, hay quien habla en una cocina inmensa mientras prueba con el dedo pasteles rosados y espumas verdes. No diré cuál es el muelle. No hace falta que nadie sepa dónde está, pues cada quien sabe a dónde ir para zarpar. Prefiero dar la historia de este barco.
¿Cómo fue que Cristina y yo conversamos? Este libro es de conversaciones de Cristina Pacheco con escritores. Es, pues, un catálogo de barcos. Cristina Pacheco, lo sabe el lector, no hace más que subirse y bajarse de distintos barcos. Habla con todo el mundo. Habla en el radio con señoras de domésticos problemas, habla en la televisión con ferrocarrileros felices de sus trenes, habla en los periódicos con hombres cargados de vicios políticos y públicas virtudes. Habla consigo misma y entonces escribe sin hablar sus libros. Hace tiempo, el Fondo de Cultura Económica decidió publicar una parte del catálogo de las conversaciones de Cristina Pacheco. En Luz de México, libro publicado por esta casa, ya estaban algunos de sus barcos, que Cristina había hablado con pintores y escultores mexicanos. El Fondo, hecho astillero, decidió proseguir las labores marineras y empezó a hacer este libro. Los libros no se hacen solos. Hace falta alguien que los haga. Adolfo Castañón, editor en jefe de la casa, vio que yo tenía tiempo y me encargó el libro. Me puse a hacerlo. Encontré las entrevistas en Siempre! y La Jornada. Cuando el catálogo casi estaba listo, todavía faltaba el prólogo. Algunos de los pasos necesarios para hacer libros, que duran mucho, se toman en un instante, que dura casi nada. Adolfo Castañón pensó que yo podía hacer el prólogo, le sugirió a Cristina que yo podía hacerle una entrevista, Cristina Pacheco estuvo de acuerdo y yo, que nunca había escrito un prólogo, dije que sí y estoy muy agradecido. Así fue que por teléfono hicimos una cita y una tarde nos vimos para hablar un barco.
¿De qué hablar con una mujer que escucha a todo el mundo? Este libro es de entrevistas con escritores. Podría pensarse que con la mujer que los ha escuchado se puede hablar de los libros que ellos han escrito. El prólogo sería entonces un inventario de los gustos literarios de Cristina Pacheco. Sería un casco oxidado de conversación, un barco seco en un dique. “Ah sí, de Fulano me gusta esta novela, es magnífica. De Zutano prefiero este poema, es monumental, sí. De Perengano me gusta cómo retrata la realidad de las mujeres contemporáneas de Aridamérica, y de Pito Pérez cómo critica el pasado posrevolucionario de su república constituida.” Hubiéramos hablado sin hablar y el prólogo sería eso que tienen los libros que no dice nada y que es conveniente pasar sin leer.
¿De qué hablar pues? Alguien que escucha tiene mucho de qué hablar. ¿Por qué Cristina Pacheco se sienta a escuchar a todo el mundo en el radio, en la televisión, en los periódicos? ¿Por qué conversa con señoras con domésticos problemas, con ferrocarrileros felices de sus trenes, con hombres de vicios políticos y públicas virtudes? ¿Por qué se oye a sí misma hablar? Hay que hablar de por qué conversa tanto con esta mujer que, tan alegre, se ha subido a tantos barcos.
Cristina, en el muelle, dice primero:
—Voy amorosamente.
Dice:
—Voy amorosamente y hablo con la gente por todo lo que me hace pensar de mi vida.
Hablar es un acto de amor hacia uno mismo. Uno se oye mientras escucha hablar al otro. Cristina Pacheco dice que habla por cumplir el amor consigo. Prosigue:
—Sé más de mí misma cuando me pregunto por qué perseguí a esta persona, cuando me cuento cómo encontré a esta otra. Después de hablar con ellas, no tengo sino agradecimiento por haber visto sus gestos, sus temores, pues entonces sé más de los míos.
Cristina Pacheco dice también que cuando ha hablado, vienen accidentes. Dice que alguna vez ha tenido que hablar a oscuras con un hombre de voz cascada. No lo dice, pero los accidentes que refiere nos recuerdan que cada que hablamos tenemos la dicha de ser peregrinos embarcados en conversaciones providenciales.
Conversar es una actividad riesgosa. Hay silencios como zozobras y vergüenzas y hay naufragios cuando dos piensan que no se entienden nada. Hay la dicha y la alta mar cuando dos se tocan por dentro con las palabras de sus bocas mutuas. Hay el dolor, que es como navegar sobre una fosa y los vientos venturosos de perdón. Hay silencios serenos en que dos navegan los océanos castaños de los ojos recíprocos.
—Cuando se conversa —dice Cristina Pacheco, que lleva el timón—, el trabajo más delicado es escuchar. Las mujeres podemos hacer ese trabajo. Por eso las mujeres somos sabias.
Escuchar es una actividad riesgosa. La conversación peligra si el que habla se siente malherido por la indiferencia del otro. Hay que escuchar con el corazón al que habla, pero el corazón se ve en los ojos del que escucha, se siente en las manos, en el cuerpo que se inclina hacia adelante y acoge las palabras del que confía y habla. Cristina dice:
—Yo escucho con todo mi cuerpo y no sólo con el corazón. Cuando la conversación termina, acabo con un terrible dolor de espalda y me duelen los hombros. Quiero escuchar con los oídos, pero también sé que escucho con los ojos y con los dedos, que puedo escuchar con el tacto y el olfato.
Cristina suelta un momento el timón y me lo da, para que pueda sentir el feliz peligro de escuchar hablar a mi prójimo. Cristina tiene razón. Después de un rato me duelen los hombros y los brazos. Escucho a Cristina, que sigue hablando desde la cubierta de este nuestro barco que no se repetirá jamás:
—Escuchar es un trabajo artesanal. Hay que dejar venir las circunstancias. Hay que confiar plenamente en el otro. Conversar es un enamoramiento momentáneo. No debe haber dolo. El que habla y el que escucha se dan sendas confianzas, se descubren mutuamente. Por eso detesto las grabadoras.
Conversar es un barco que todos tomamos alguna vez. Al principio tenemos miedo. “¿Cómo decir? ¿Qué va a pensar?” Abordamos lanchas tímidas y el temor nos hace naufragar. Nos alejamos doloridos de las novias en quienes no supimos confiar. Nos separamos de los amigos con los que no supimos compartir alegría ni dolor. Aspiramos a decir a nuestros padres que los queremos y somos aspirantes largo tiempo, sin atrevernos a brincar a la chalupa. Cristina, avezada en conversaciones marineras, nos tranquiliza.
—Uno sabe que las conversaciones no van a volver. El de hablar con alguien es un tiempo sin tiempo. Hablar, hablar con quien sea, es un pretexto para confesarse. No hay escritores cuando hablan. No hay pintores ni científicos ni políticos. No hay padre ni madre ni amigo ni hermana. Hay hombres a quienes les falta alguien que los escuche. Los escritores son hombres como todos los hombres. Es igual con todos, padre, madre, novia, amigo, hermana. Por eso el que escucha debe estar como ausente, para dejar que el otro se confiese.
Cristina Pacheco conversa. Habla y escucha. Se sube a naves dichas de palabras. El lector sabe, sin embargo, que Cristina hace algo más. Se baja del barco con notas en una libreta y frases y gestos en la memoria. Se va a su casa a escribir la memoria de la nave. Su escritorio huele a sal, pues Cristina Pacheco escribe en él los recuerdos de la mar. Cristina Pacheco es escritora:
—Buena o mala, no me importa, soy una escritora. Tengo la avidez de contar cosas. Por eso entiendo tan bien a los que hablan conmigo. Cuando hablo, cuando escribo, que es cuando me hablo a solas, expreso mi compromiso. Expreso mi posición ante la vida. Me expreso a mí misma.
Sigue diciendo:
—Una entrevista es escritura. Antes de la escritura hay un instinto. ¿Por qué quiero hablar con éste y no con otro? Me interesa lo que pueda sentir. Después, ya con mis sentimientos más claros, voy a casa y escribo. Una entrevista es literatura, es una de las maneras en que puedo saber qué cosa siento.
Todos los barcos felices tocan tierra. Hay barcos que no tienen puerto: son naves malditas que transportan a un judío en soledad, barcos tristes y errabundos de los que cuelgan tantos tristes muertos. La conversación entre Cristina y yo se acaba. Llega el tiempo y nuestro barco atraca. Acabamos de hablar cuando Cristina dice:
—Las palabras son los barcos que me llevarán a todos los mundos que no voy a conocer.
Pagamos la cuenta, salimos del muelle, nos damos un abrazo y decimos adiós. La memoria me sabe a sal. Me voy agradecido porque pude hablar de hablar con una señora morena, pelirroja y marinera.
MAURICIO JOSÉ SANDERS CORTÉS
Al pie de la letra, entrevistas con escritores, complementa La luz de México, entrevistas con pintores y fotógrafos, que apareció en la Colección Popular en 1995. Su título es un homenaje a Rosario Castellanos y a su elogio de la lectura. Los trabajos que incluye son parte de una colaboración semanal en la revista Siempre!, ininterrumpida a lo largo de diecisiete años (1977-1994). Unos cuantos se publicaron en Sábado y en La Jornada Semanal. Entre las muchas cosas que agradezco a esta labor figuran en primer término el aprendizaje y la amistad al lado de dos grandes periodistas mexicanos del siglo XX: Fernando Benítez y José Pagés Llergo.
Los miércoles era el día fijado para la entrega de materiales en Siempre! Cumplir con la exigencia durante más de ochocientas semanas nunca se convirtió en rutina, gracias a que cada miércoles tenía el privilegio incomparable de escuchar al señor Pagés. Primero se quejaba de la extensión: “¡Veinticinco cuartillas! ¡Me estás arruinando!” En seguida olvidaba su aparente disgusto y, sin interrumpir su trabajo de diseñador, iniciaba un monólogo que me permitió saber de sus viajes, sus experiencias profesionales y sus sueños.
El recuerdo de aquellas mañanas en Vallarta 20 me devuelve también la emoción de cada entrevista, el deslumbramiento de escuchar a escritores y a escritoras y después el reto de dar forma en la página a cuanto había apuntado en mi libreta. En todo el largo tiempo que abarcan estas páginas tuve el apoyo de Jesús Rodríguez, fotógrafo y amigo excepcional. Suyas son las imágenes que las ilustran. A Irma Ortiz corresponde el mérito de haberlas encontrado en los archivos de Siempre!
Yo hubiera sido incapaz de seleccionar entre miles de páginas aquellas capaces de formar un libro. No sabría excluir a nadie porque todos mis entrevistados tienen mi respeto y mi gratitud por el tiempo y la energía que me concedieron. La tarea quedó en las hábiles manos de Mauricio Sanders, quien también se encargó de la edición y el prólogo. Hago constar mi agradecimiento a él y muy en especial a Adolfo Castañón. A su generosidad y su paciencia se debe que las entrevistas reunidas en La luz de México y ahora en Al pie de la letra no se hundan en la fosa común de las hemorotecas. Estas páginas tienen un denominador común: la literatura. Muchos de los entrevistados ya no están aquí pero su obra vigente continúa dándonos una lección de arte y vida.
C. P.
ME ENTERO de que Emilio Carballido sale rumbo a California State University con objeto de impartir algunos cursos en el trimestre que comienza. Conozco el caso de muchos escritores que se ven obligados a practicar el bracerismo intelectual en momentos de crisis económica, desempleo o simplemente cuando tienen que escapar de la tentación que significa la única posibilidad de sobrevivir que a veces se les brinda: la burocracia.
El caso de Carballido resulta curioso porque se va en un momento de triunfo: su obra El relojero de Córdoba, que estuvo alejada de los escenarios durante diecisiete años, vuelve a estrenarse con gran éxito de crítica y público; su actividad literaria es reconocida por todos; la revista que dirige, Tramoya, está considerada como la mejor en su género. Su libro DF será reeditado en fecha próxima, y por si esto fuera poco, los productores cinematográficos compraron varias obras de Carballido. Por lo pronto comenzará a filmarse DF, quizá durante la ausencia de Emilio.
—Sí, me la compraron para el cine. DF ha crecido tanto, fíjate, que ya tiene como veintiséis historias —me dice, mientras coloca en un florero las rosas amarillas que acabo de traerle—. Ahora nos vamos a ensoberbecer.
—Serás tú, con tantos éxitos…
—No, lo digo por las rosas amarillas —explica afable—. ¿No sabes que significan soberbia? Las blancas, protección; las rojas, calor, pasión. Tenía todo un párrafo acerca de las flores en mi obrita Yo también hablo de la rosa, pero tuve que sacarlo porque no cabía —y hace uno de esos guiños tan suyos, tan felinos y graciosos, que dan a su rostro una malicia toda inteligencia y vitalidad.
—¿Todo listo para tu viaje?
—Todo, por fortuna. Ay, esta rosa tiene el tallo roto… Ah no, qué bueno —concluye, feliz—. Todo listo: terminé mi trabajo, dejé grabados dos programas de tele y entregué mi adaptacioncita al cine…
—¿Hiciste tú la adaptación de DF?
—Sí, fíjate que me la encargó Paco del Villar.
—¿Sabes quién va a dirigirla, cuál será el reparto?
—De eso, no sé nada. A mí me gustaría que la dirigieran Julián Pastor, con quien siempre he trabajado muy bien, o Jorge Fons, por quien tengo gran entusiasmo y respeto. Claro que también podría dirigirla Marcela Fernández Violante. Tiene mucho talento. Ha dirigido muy bien sus dos películas. Una de ellas es muy buena y conste que salió muy barata: Cananea. Es más, yo diría que es la prueba de que las cosas salen bien, aun con pocos recursos, cuando quien las realiza tiene verdadero talento.
—¿Te hubiera gustado dirigir tu propia obra?
—Mira, en Clasa pensaron que podría hacerlo —afirma, mientras limpia sus lentes nuevos—. La verdad es que es un oficio al que llegué un poco tarde, un poco viejo. A estas alturas no puedo arriesgarme, si es que quiero aprenderlo seriamente. Claro que de pronto ves películas tan malas, tan infames, que tú mismo dices: “Caramba, pues a lo mejor yo la debería dirigir”. —Suelta una carcajada que es un largo punto suspensivo, lleno de nombres y sobreentendidos.
LOS LENGUAJES
—¿Cómo ves las diferencias entre el lenguaje cinematográfico y el lenguaje teatral?
—Son simplemente dos lenguajes: en el cine, el autor es realmente el director. O sea que el director necesita una base sólida, esto es, un buen libreto, para que su película sea buena. Ahora a los directores de cine se les ha metido en la cabeza una idea, que tomaron por cierto de las revistas europeas, y piensan que ellos mismos deben escribir sus guiones.
—Esto puede ser bueno, ¿no crees?
—Es que no saben escribir —y Emilio sonríe como una mascarita, sin pestañear siquiera, de modo que conserva esta expresión durante algunos segundos—. La verdad es que se hacen pocas películas buenas porque nuestros directores no saben usar el tiempo cinematográfico, carecen de formulaciones y, en una palabra, pues no pasa nada. Te pongo el ejemplo de Gavaldón. Tienes que andar adivinando qué es lo que piensa y eso francamente no funciona. Claro que hay algunos directores que se salvan; por ejemplo, Julián Pastor: es un joven muy inteligente y su última película, escrita por él, es excelente.
—Pero acabas de decirme que es un error que los directores se pongan a escribir sus guiones.
—Exacto: la película de Pastor sería excelente si él no la hubiera escrito. Sí, tiene el defecto de que el guión no es muy bueno. Pero, aun así, la película es muy superior a lo que se concibe y dice actualmente. A fin de cuentas, es buena porque dice lo que quiere decir.
—¿Cuántas piezas breves de DF entrarán en la película?
—Siete nada más, aunque en el libro ya tengo veintiséis.
—¿Es tu obra de mayor éxito?
—Pues no sé si de mayor éxito, pero es el libro mío que más busca la gente. Muchas de las últimas historias que incorporé a él las escribí pensando en mis muchachos de la Escuela de Teatro. Son obritas cómodas de hacer y, en general, les salen muy bien a los aficionados —concluye Emilio su parlamento con una nueva sonrisa con la cual quita hasta la mínima sombra de vanidad a sus palabras: está visto que las rosas amarillas no siempre producen el mismo efecto.
—Emilio, ¿cómo defines DF?
—Es un retablo de la ciudad. Acuérdate que aunque soy veracruzano, también soy muy chilango, tú. Soy Géminis y por eso soy doble. Lo que hago en esta obra es un mural del D. F. que he ido enriqueciendo con todas mis experiencias de autor.
—Y en los juicios que emites en esa obra, ¿eres valiente, crítico?
—Pues nunca he tenido tendencia política ni puritana. Procuro ser explícito y directo y nada más. No creo que eso sea ser valiente —concluye, dejando que las comisuras de sus labios caigan de una manera graciosa e impongan a su rostro el rictus de una máscara de teatro.
¿CENSURA O NO CENSURA?
—Se dice que el público de teatro ha aumentado mucho en los últimos años. Esto puede comprobarse fácilmente: basta con ver la cartelera para darnos cuenta de que en el D. F. al menos hay un movimiento teatral muy intenso. Ahora, muchas personas se preguntan si la cantidad de obras tiene que ver con la calidad del teatro mismo.
—Pues no sé… a ver, explícame —dice Emilio, arriscando un poco las guías de su bigote.
—La mayor parte de las obras que se están poniendo responden a la explotación sexual. No necesito citarte toda la cartelera. Baste mencionarte una: El coyote inválido.
—Y bueno, ¿eso qué?
—Que la presencia de esta obra en la cartelera implica muchas cosas. Para empezar, se ejerce una censura del título, pero no de la obra… Como sabes, el título era un albur y se lo cambiaron. Por cierto de una manera bastante torpe.
—En efecto, le censuraron el título estos bárbaros, pero es lo más tonto que he visto: se trataba simplemente de un albur que se oye en todas partes, en la calle, en los camiones y allí sí, aunque quieran, no pueden ejercer la censura ni prohibirle a la gente que hable como le venga en gana… Pos nomás faltaba… Mira, esa cosa de cuidar las palabras es completamente obsoleta. Me acuerdo que cuando yo era chico nos decían: “Cuidado, que hay señoras”, para que no empleáramos tal o cual término…
—Pero eso ha cambiado mucho.
—Pues claro que sí, y qué bueno. Las damas aprendieron que podían usar toda la gama del lenguaje y que tienen un hocico tan capaz como el de cualquiera…
—Entonces tú sostienes que el lenguaje debe ser patrimonio común de hombres y mujeres, sin barreras ni limitaciones.
—Pero, criatura, pos claro, pos si no, ¿entonces cómo? No debe haber zonas prohibidas del lenguaje… En cuanto a la obrita esa, que ni siquiera he visto porque me da flojera, no porque me escandalice, mira: estamos en un país laico al menos desde el siglo XIX y además con una tolerancia sexual muy encomiable en sus leyes. Aquí los únicos delitos verdaderos son los delitos sociales: los delitos privados no cuentan. Por otra parte, en un país donde la educación está bien empapada de teorías freudistas y conductistas, ¿cómo es posible que haya medidas represivas?
—Entonces, si entiendo bien, estás de acuerdo con que se ponga una obra así…
—Quiero decir que aquí hay gente muy puritana que, quién sabe por qué razones, quiere hacerse la decente… Mira, ésos son los peores. Te voy a citar un caso, pero a lo mejor no te lo publican en la revista porque es medio mandado.
—En Siempre! no hay censura…
—Ah, qué bueno, porque entonces sí te la cuento —y los ojos gatunos de Emilio irradian malicia, inteligencia, astucia—: Acuérdate de Uruchurtu, cuántas cosas nos hizo, cuántos problemas nos causó en el teatro y ya ves sus encerronas… Todo el mundo lo sabía, entre otras cosas, porque invitaba a todos los choferes de México y éstos, pues lo contaban. Si ésas eran cochinadas, más grandes fueron las que le hizo al teatro.
—Pero es obvio que ahora hay un auge del género pornográfico.
—Esto no tiene importancia. Son cosas catárticas. Las obras de sexualidad explícita sirven para que la gente saque sus represiones, sus sueños insatisfechos.
—En ese caso, podríamos decir que tienen una función higiénica.
—Naturalmente que sí.
—Pero ¿cómo pueden serlo cuando su lenguaje es contaminante, las situaciones son arquetipos que denigran a las mujeres y los hombres aparecen únicamente como machos en el peor sentido de la palabra?
—En cuanto a lo que dices del lenguaje te contestaré una cosa: está simplemente mal usado, pero la vulgaridad también tiene una función higiénica y su empleo, a ese nivel, no creas que nada más es cosa de la plebe. Te voy a citar un ejemplo muy célebre: las cartas de Mozart a su prima —y aquí Emilio se dedica a jugar con su barba mientras se divierte con mi asombro, que nace también de mi ignorancia—. ¿A poco no conoces esas cartas…?
—No, pero vi tu obra acerca del tema.
—Pues fíjate tú que eran cartas escatológicas y bien pornográficas. Cuando la gente las lee abre tamaños ojotes y dice: “¿Pero cómo es que un hombre así tan genial y tan seriesote como Mozart, escribía semejantes cochinadas?”, vulgaridades, pues. Fíjate, lo hacía él, que era un hombre lúcido, con una filosofía y una posición tan sólidas en la vida… Sí, el señorsote aquel se entretenía en babosadas parecidas a las del “coyote cojo”. ¿Y eso qué denota? Pues que Mozart fue un niño solitario que no pudo ejercer las zonas de cloaca del lenguaje. Insisto: el lenguaje escatológico y pornográfico se debe usar.
—Sí, claro, la literatura española está llena de escatología.
—Pero todas, absolutamente todas las literaturas populares, explotan esa veta: allí tienes el Quijote, allí tienes los cuentos de Grimm. Son autores y obras llenos de zonas cochambrosas. ¿Por qué? Porque el idioma es también fornicante y defecante, y ésa es una de sus gamas.
—¿Tú escribirías una obra como El coyote…?
—Si estuviera con ganas de hacerlo, lo haría. No creo que por eso fuera a sentirme menos escritor o desmereciendo de mi posición o no sé qué cosa. Allí tienes a don Alfonso Reyes, moribundo, en la camarilla ésa de oxígeno, contestándole los sonetos léperos a Novo… —y Emilio imita un jadeo que lo obliga a levantar sus hombros tan angostos—. Asfixiándose, asfixiándose, escribía leperadas y eso está muy bien —concluye con una risa de gato malo.
Ahora que yo no sería nuevo en el género, ya he escrito dos obritas bastante léperas: Delicioso domingo y Los dos Santacloses. Esta última obra, sobre todo, se trata de puras groserías.
—En general, las obras que están en cartelera son pésimas. Uno duda de que haya público para sostenerlas.
—La prueba de que hay, es que las ponen y duran en cartelera. Éste es el destape, velo así, que por cierto a todos nos conviene: ahorita la gente va al teatro con la intención de ver puras viejas encueradas. La primera vez los fascina, la segunda ya no tanto y así, luego que ven a diez ombliguistas, pues ya quieren ver a una señora que aparezca vestida.
—Volviendo al título de esa obra, de Jorge M. Isaac, su cambio indica que sí hay censura en el teatro.
—Pues muy leve. Lo que sí existe es un evidente control del Estado sobre los espectáculos. Mira, este sexenio tomó todos los teatros del Seguro Social y están pasando cosas muy desagradables.
Y LA PROVINCIA, ¿QUÉ?
—¿Podemos hablar de ella?
—Ay, pero por supuesto, y será muy sano para todos —me asegura Emilio, acariciándose una vez más la barba entrecana—. En provincia los teatros del Seguro Social se reservan a compañías supercomerciales. Y te digo, en provincia, donde los movimientos de aficionados son tan fuertes y tan importantes. Constituyen la base, el semillero del teatro nacional. Benito Coquet, un hombre que hizo muchas cosas buenas, se dio cuenta de eso y por lo tanto mandó construir todos los teatros, que en un principio se llamaron de la Casa de la Asegurada, para que precisamente los aficionados trabajaran. En ese movimiento Coquet tuvo auxiliares muy valiosos en Ignacio Retes y Julio Prieto.
—Entonces todos esos teatros de provincia, que son propiedad del Seguro, se construyeron para favorecer los movimientos de aficionados.
—Pues sí, y en segundo lugar para que hubiera dónde se representaran las obras puestas por el Seguro. Se construyó así una red centralista hecha de acuerdo con las necesidades del Seguro.
—Pero todo esto que me explicas parece muy coherente y benéfico para el teatro.
—Sí, por encimita; pero mira lo que ocurre en el fondo; si tú quieres pedirle un teatro al Seguro en Monterrey, en Tijuana o en Guadalajara, lo primero que tienes que hacer es mandarles tu obra para que te la censuren…
—¿Pero te dicen que debes mandarla para eso?
—No, no, no… las cosas nunca son así de claras. No, pero ¿para qué otra cosa te la van a pedir? Luego, tienen un margen de tres meses para contestarte, si es que llegan a hacerlo, y ésta es su forma de ejercer la censura. Así que el teatro no está manejado conforme a lo que pasa en cada ciudad, sino por personas que reservan las fechas de los teatros para que se presenten obras comercialísimas: Amparo Rivelles, comedias musicales, sin más nada y que no tienen otro papel que matar el tiempo y hacer concesiones… Allí se ponen obras, por ejemplo, de Alfonso Paso, uno de los autores favoritos del Seguro. Quieren obras que no molesten, que “gusten”, que sean “decentes”, que le agraden a la persona que está aquí… y la verdad es que todo esto me suena a que a alguien le “untan la mano”… Todo es muy irritante.
—Volvamos al punto de partida: ¿estás en desacuerdo respecto a que el Estado controle el movimiento teatral?
—No, estoy en contra de que el teatro del Estado sirva para que algunos funcionarios hagan negocio… Ahora, el Teatro de la Nación —una institución que respeto y se está esforzando— de pronto hace cosas como éstas: compite con Manolo Fábregas… y perdiendo, porque a Manolo le salen mejor las cosas. En ese tipo de instituciones el dinero no debe servir para hacer negocios sino cultura.
—Pero aceptas que el Teatro de la Nación es una empresa interesante…
—No tiene un programa cultural, va improvisando. Mira, me parece increíble que por ejemplo tenga membretes para los teatros y que se les haya ocurrido crear un “Teatro de la Remembranza”… Y luego, ¿a qué remembranza se refieren? En un país como el nuestro, donde el sesenta o setenta por ciento de la población tiene menos de treinta años, la remembranza deberían ser, por ejemplo, los Beatles… pero no, van a traer Drácula… puro teatro comercial. Definitivamente Papacito piernas largas y Angélica Ortiz no son cultura.
—Oye, Emilio, sé que es una obra muy bien puesta, dirigida por José Luis Ibáñez. Es una gente muy profesional.
—Lo que tú quieras. La obra no la he visto. ¿Por qué estoy en contra de que la hayan puesto?: porque la novela es imbécil. Te advierto que Angélica María es una buena actriz, canta bien y por ejemplo la vi haciendo una Gigi encantadora… idea de Manolo Fábregas… Ahora, ver a Angélica a estas alturas haciendo el papel de adolescente, pues me parece demasiado, es puro negocio. Vamos entendiéndonos bien: no estoy en contra de la literatura melcochuda para las adolescentes, aunque la función seria del teatro es otra: ser la voz de su propio país.
—Pero el público también debe conocer a los clásicos.
—Sí, ahora se ponen mucho, pero con una idea supercomercial y la prueba es que los interpretan estrellas. Esto no es novedad: hace ya tiempo vimos a Rambal como El mártir del Gólgota y fue todo un éxito; ahora parece que veremos a una Ana Karenina vivida por Silvia Pinal…
—Eso me parece excelente…
—No tanto porque, mira, una novela tan vasta reducida a las proporciones del teatro se vuelve algo así como el Conde de Montecristo y hasta menos brillante. Silvia Pinal como Ana Karenina es una idea muy brillante, pero comercial… Mira, ¿por qué no ponen por ejemplo Astucia, en la adaptación de Novo? Si no aprovechan obras como ésas, que ya existen, ¿entonces para qué sirve la Compañía Nacional? Se trata de convertir en espectáculo bello un estímulo intelectual.
—Pero sea como fuere, gracias a la Compañía Nacional de Teatro y a las empresas comerciales, es evidente que en la actualidad hay muchos más espectadores para el teatro.
—A los caros van los ricos. El Teatro de la Nación no da oportunidad al pueblo de asistir al teatro. Para empezar, no es un espectáculo para asegurados, ellos no pueden entrar con su credencial del Seguro; de modo que sigue haciéndose un teatro de élite… Por otra parte, allí se montan obras tan bellas como Ah, los días felices o El avaro, que no necesito decir cuál es su importancia.
—¿Cuánto cuesta el boleto de teatro?
—Sesenta y cuarenta pesos; pero hay una fila de veinte, una sola —dice Emilio, levantando el índice de su mano derecha como para hacer más gráfica, más evidente, la desaprobación—. ¿Qué te parece? Se usan los teatros construidos con el dinero de los asegurados y éstos no pueden entrar con sus credenciales; tampoco se ponen obras mexicanas… Ahora sí, dicen que se van a destinar seis meses en el que se llamaba Teatro Xola para poner obras de autores nacionales. Seis meses… por Dios, pero si es ridículo. Mira, de cincuenta y cuatro meses de teatro con que cuenta anualmente el Teatro de la Nación en sus seis teatros (Independencia, Xola, Tepeyac, Lírico, Hidalgo, Reforma) le van a dar seis al teatro mexicano —y se ríe con auténtica ferocidad—. Esta idea me parece insultante y francamente colonialista. Ahora, si me preguntas ¿qué autores se van a poner o cuándo? Ah, eso quién sabe: todo es muy misterioso.
—¿Y van a poner de todos los autores mexicanos y de todas las épocas?
—Imagínate, nada más del siglo xix a la fecha —y Emilio es ya todo malicia y agresividad—. ¿De a cómo nos va a tocar? Allí tienes el caso de Manuel Eduardo de Gorostiza. Él solito tiene sesenta y cuatro obras, de las cuales se conocen muy pocas, pero es un autor excelente. Allí tienes a Marcelino Dávalos… Mira, si lo montaran con estrellas, duraría seis meses en cartelera, o sea que él solo agotaría la temporada de autores mexicanos… Y los demás, pues nada: en la calle. Si se les ocurre poner Contigo pan y cebolla, que es una obra tan preciosa, con Jorge Luke y Angélica María, pues de seguro la gente se va a dar de patadas para entrar y el teatro estará a reventar los seis meses… Así que, ¿cuándo te va a tocar? Pos sabrá Dios… Luego, ni modo que pongan mal las obras para poder quitarlas a la semana; y si las montan pensando en que a cada autor le toquen dos semanas, por ejemplo, no es redituable.
Y aparte de que a los autores mexicanos nos tienen postergados y olvidados, la Compañía Nacional decide qué obras se ponen. José Solé —que por cierto acaba de perderme una obra— tendrá problemas porque siempre tienen miedo de que si se pone a un autor se ofenden los demás: que si ponen a Basurto o Argüelles los demás nos enojaremos.
—¿Y cómo solucionan el problema?
—Ah, pues ponen obras de puros difuntos… entre otras cosas, porque ésos no dan lata. El autor vivo tiende a reflejar la realidad y los teatros oficiales tienen horror de que se escuche el habla del pueblo. Quieren el lenguaje decente —y enfatiza la palabra de una manera tan caricatural que me hace reír y olvidarme, por un momento, de la entrevista—, lo cual no quiere decir que en los escenarios no se oigan groserías importadas. Abundan las “putas madres”, pero no importa, porque son gachupinas. La grosería nacional es la que no se debe oír y la extranjera se fomenta. Volvemos al punto de partida: colonialismo intelectual profundo, miedo.
—¿El escritor siempre está comprometido con su realidad?
—Debe estarlo. Hasta los peores quieren decir algo. Te voy a citar otro ejemplo de lo que hace la Compañía Nacional: pone por tercera vez Corona de sombra, la obra de Usigli, y en cambio no se interesa para nada por sus obras más recientes, como El presidente y el ideal… Lo más grave es ver dónde van a estrenar los jóvenes y en qué condiciones podrán hacerlo. Es asombrosa la cantidad de burócratas jóvenes que tenemos y por otra parte el enorme número de jóvenes con talento a quienes el teatro les da con la puerta en la nariz… No, esto no puede ser: es indignante, es injusto —dice Emilio, con un temblor de furia en la voz.
CHAROLITA DE ORO Y PLATA
—No dudo que la realidad del teatro mexicano sea como la describes, pero dirán que tú no deberías quejarte, pues eres el autor más reconocido y difundido.
—Sí, lo sé… y por eso, porque me ha ido muy bien, porque todo se me ha dado en charola de oro y plata, tengo el deber de romperme la madre, de comprometerme, para que los jóvenes disfruten de ese mismo privilegio. Ahorita precisamente dejo en escena El relojero de Córdoba, que tiene un maravilloso reparto y la dirección de Marcela Luna es magnífica.
—Por cierto, no hay muchas directoras de teatro, ¿verdad?
—En general, las mujeres prefieren ser actrices; pero por lo pronto tenemos dos y muy buenas: Marcela Luna y Nancy Cárdenas, que ha puesto cosas muy buenas… Te diré que es un trabajo muy arduo, muy difícil… Ahorita son nada más dos directoras, pero supongo que con el tiempo crecerá el número. Por lo que respecta a mi obra, a ver si algún director de los famosos va a verla, para que se dé cuenta de qué actores más buenos. El teatro oficial —bueno, ahora todos los espectáculos son oficiales— consume a gente mal preparada en la tv o egresados de la escuela de actuación: López Tarso, Silvia Pinal, que son muy buenos y siempre tienen chamba; pero a los jóvenes de talento nadie les echa ni un lazo, ni siquiera el inba.
—Tú fuiste director de la Escuela de Teatro.
—Sí, durante el sexenio pasado, y fue una experiencia muy buena para esos muchachos que se juegan materialmente la vida, que son muy pobres, que eligen una carrera descastada y por lo tanto renuncian al apoyo de la familia, por seguir y convertirse alguna vez en actores. El talento crece hasta sin escuela. Pero gentes como Marta Luna o Clementina Otero —para sólo citarte dos generaciones de Bellas Artes— o como Pilar Souza o Ignacio Sotelo son valiosísimas.
—¿Y la escuela cuenta con teatros públicos para que sus actores tengan donde practicar sus conocimientos teóricos?
—Tenemos dos teatros a la calle: la Sala Villaurrutia y el Teatro Orientación.
—No se oye hablar mucho de ellos.
—Pues claro que no. Bellas Artes debería darles apoyo porque es el semillero de sus actores. Nunca hay dinero para hacer nada, para promoverlo, y es una lástima, porque de allí sale el teatro legítimo.
—¿Cuál es o a cuál te refieres?
—Al teatro que dice algo, el que lucha por reflejar y dialogar con la realidad. Pero desgraciadamente es el que tiene las puertas cerradas. Y lucho para que los jóvenes, como te decía antes, tengan las oportunidades que yo he tenido. A lo menos que estoy obligado es a romperme el hocico para conseguirlo.
—Te ha ido bien no sólo aquí, sino en Latinoamérica.
—Pues sí, en Cuba, en Venezuela y en otras partes han puesto mis obras y eso me llena de gusto.
—Estábamos hablando de la Escuela de Teatro…
—Ah, sí, te decía que ni Bellas Artes, ni el Teatro de la Nación le dan nada. Y esto es una torpeza porque de allí han salido gentes con mucho talento: Jacqueline Andere, Silvia Pinal… Fíjate cómo en todo momento sigue imperando el ideal comercial: se le da apoyo a quien no lo necesita. Ve la cantidad de spots que pasan en la televisión hablando de las obras que monta la Compañía Nacional de Teatro. Esos spots al Estado no le cuestan, porque a ellos tiene derecho por ley… Bien, pues mejor deberían usarlos en abrirles el camino e impulsar la carrera a los chicos de los talleres; pero no; quieren hacer negocio y no cultura. Silvia Pinal, López Tarso se venden solitos, ¿de qué les sirve un spot en la tele? En cambio, ¿te imaginas lo que significa para los nuevos, para los jóvenes?
QUE EL TEATRO NO SEA UNA ISLA
—Podemos decir que el teatro sobrevive en medio de un ambiente bastante áspero. Ahora bien, el teatro le da la mano a otras actividades artísticas o, mejor dicho, consume el talento que producen las escuelas de música o de danza. ¿Hay retroalimentación?
—Pues no mucha. El teatro debería ser una zona de trabajo común, pero no hay planeación de práctica común de las escuelas de arte.